La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 02

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pichel de mosto delante. A las quejas de la Sabia, que se lamentaba de
las enfermedades de los animales con tono de abuela cuando deplora
achaques de sus nietos, respondía jocosamente el algebrista que, si no
tuviese _una riqueza_ en ganado, no se le pondría el ganado enfermo
nunca.
--¿A que á mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo... catá.
La bruja respondía á tan atinada observación con otra muy filosófica y
cristiana:
--Todos habernos de morir, si Dios quiere.
De tal respuesta tomó pie el algebrista para procurar insinuarse,
hablando del bocio de la vieja, y comprometiéndose á extirpárselo con
tanta prontitud como el tumor de la vaca, _fuera el alma_. Contó que
precisamente acababa de realizar la misma operación en un labrador rico
de Gondás. De cuatro ó cinco tajos de navaja _¡zis, zas!_ (y al decir
_zis_, _zas_ pasaba el dedo por delante del cuello deforme de la Sabia)
le había sajado el bocio perfectísimamente, plantándole, para atajar la
_morragia_, un emplasto donde se misturaban trementina, diaquilón,
confortativo, minio, litargirio, incienso, pez blanca, pez dorada y pez
negra...
--Vamos, pez de todos los colores--dijo Perucho riendo.
--No haga burla, señorito, no haga burla... Pues emplasto fué aquel que
apretó, apretó, apretó (y el algebrista cerraba y apretaba el puño con
toda su fuerza) y á los quince días...
--¿Al campo santo?
--¡Quedó como si tal cosa, más contento que un cuco! La sabiduría puede
mucho, señorito!
La bruja no se resolvía á empecinarse. Tantos años con aquello, y al
fin _iba durando_: luego no era cosa de muerte. Los animales... no tiene
que ver con las personas: si no se cuidan y se asisten, ni trabajan, ni
dan leche, ni... En vista de que allí no necesitaban médico las
_personas humanas_, el algebrista, después de dejar temblando el jarro,
sacó el pitillo que llevaba tras la oreja, encendiólo en las brasas del
lar, se terció la chaqueta, y con andar más que nunca dificultoso, tomó
el camino del valle.
Acompañóle la pareja, divertida con su charla. Era el señor Antón uno de
esos personajes típicos, manifestación viviente, en una comarca, de los
remotos orígenes y misteriosas afinidades étnicas de la raza que la
habita. En el país se contaban muchos que ejercían la profesión de
_algebristas_, componiendo con singular destreza canillas rotas y
húmeros desvencijados, reduciendo lujaciones y extirpando sarcomas,
merced á no sé qué ciencia infusa ó tradición comunicada
hereditariamente, ó recogida de labios de algún _compostor_ viejo á
quien el mozo había _tomado los moldes_; pero ninguno tan acreditado y
consultado en todas partes como el _atador de Boan_, que tenía fama de
poner la ceniza en la frente á los médicos de Orense y Santiago,
habiendo persona que vino expresamente desde Madrid, cuando todavía se
viajaba en diligencia, á que el señor Antón le curase una fractura. No
desvanecían al vejete las glorias científicas; pero sí le daban pretexto
á descuidar la labranza de sus tierras y entregarse á sabrosa vagancia
cuotidiana por riscos y breñas. Con su chaquetón al hombro en el verano,
su montecristo de pardomonte en invierno, y siempre el pitillo tras la
oreja, la chistera calada sobre el pañuelo, el paraguas colorado bajo el
brazo y el libro grasiento en la faltriquera, recorría haciendo eses los
senderos del país, sintiendo en la cabeza y en la sangre la doble
efervescencia del aire puro y vivo de la montaña y de la libación de
mosto ó aguardiente hecha á los dioses lares de cada enfermo. La
atmósfera candente, el cierzo glacial, las claras mañanas primaverales,
las templadas noches, la borrasca, la bonanza, le tenían seco y oreado
como un fruto de cuelga, como esas manzanas tabardillas cuya piel se
arruga y contrae y adoba más que el mejor pergamino; y también, lo mismo
que en ellas, la pulpa se concentraba guardando toda su virtud y sabor.
No había viejo mejor conservado, más templado y _rufo_ que el señor
Antón: asegurábanlo las mozas trocando maliciosos guiños, y lo
confirmaban los mozos haciendo con la mano alzada y el pulgar inclinado
hacia la boca el ademán del que se atiza un buen traguete. Nunca se le
encontraba que no estuviese bajo la alegre influencia del jarro, ó del
sol, que tenía la virtud de hacerle fermentar en las venas la reserva de
espíritus alcohólicos. Entonces se desataba su locuacidad, y le gustaba
sobre todo platicar con los curas ó con los aldeanos viejos y duchos, en
quienes, á falta de instrucción, la experiencia de una larga vida ha
desarrollado cierta inteligencia práctica, haciéndoles depositarios del
caudal del saber popular, ancho cauce de arena donde á trechos brilla
alguna partícula de oro ó algún diamante en bruto. El señor Antón tenía
su filosofía allá á su modo, mitad bebida en tres ó cuatro librotes
viejos, en tomos descabalados de _Feijóo_, en el _Desiderio_ y _Electo_,
mitad inspirada por el espectáculo y la sugestión incesante de la madre
naturaleza, de árboles y estrellas, ríos y nubes. En su cráneo estrecho
y prolongado, verdadero cráneo céltico, bullían á veces viejas ideas
cosmogónicas, bocetos confusos de panteísmo y restos de cultos y
creencias ancestrales. Por lo cual, al meterse en honduras, solía decir
muchos y muy peregrinos despropósitos, mezclados con dictámenes y
sentencias que sorprendían al verlos salir de aquella boca plegada como
la jareta de un bolsón, envueltas en vaho aguardentoso y subrayadas por
la risa de polichinela que establecía inmediata comunicación entre su
nariz y su barba.
Encontrándolo más alumbrado que de costumbre, moríase Perucho por
tirarle de la lengua, y le seguía, llevando el dedo meñique enganchado
en el de Manuela y columpiando el brazo á compás, por hábito inveterado
de contacto cariñoso.
Chupaba el señor Antón su apestoso papelito, sumiendo la boca de tal
manera que, más que con los labios, parecía aspirar el humo con la
laringe. Al mismo tiempo iba filosofando sobre las enfermedades, la
vejez y la muerte.
--Mire, señorito, que esto de estar enfermo (aquí un traspiés), le tiene
su aquel, carraspo! Lee uno en libros, á lo mejor, que el hombre es,
como quien dice, un gusano, y viene la soberbia, y replica:--No, gusano,
no, que yo tengooó (ahuecó la voz enfáticamente), lo que no tiene un
gusanoooó! Pero llega la enfermedad, _maina mainita_ (y remedaba los
movimientos del que se acerca muy cautelosamente á otro), y ya no se
diferencia el _verme_ del hombre... carraspo! Porque díganme: uso yo
una navaja para _estripar_, con perdón, las _tumificaciones_ de las
vacas y otra para las personas humanas? No señor, que uso la misma, que
aquí la llevo en el bolsillo (y se golpeaba con fuerza el pecho). El
emplasto ó la cataplasma, ¿se misturan de otro modo? No señoóoor! Y en
vista de ello...
--Resulta, señor Antón, que á usted no le parece diferente un buey de un
cristiano? Eh? Usted y yo valemos tanto como un jumento?
--No sea tan _materialista_, señorito, carraspo!... Son poquitos los que
se hacen cargo de estas cosas _perfundas_... ¡Hay que abrir el ojo!
¿Tiene ahí un misto? Se me apaga el condenado del pitillo. Estimando la
molestia... Vamos al decir de que la gente como usted y como yo, y las
bestias, dispensando vustedes, padecen de los mismos males, y en la
botica no hay diferencias de remedios, y la vida se les viene y se les
va del mismo modo, y todos pasan su tiempo de chiquillos, porque los
perritos pequeños lloran y enredan como las criaturas, y luego á las
personas humanas les llega la de andar tras de las mozas, y andan que
_tolean_, y también los perros se escapan de casa para perseguir á las
perras, con perdón, y las buscan, y riñen por causa de ellas, y las
obsequian como los señoritos á las señoritas... ¡Carraspoó!
Al llegar á este punto el discurso del atador, Pedro soltó los dedos de
Manuela para reir á carcajadas, y la montañesa le acompañó, sofocando la
risa en la boca con la punta del pañuelo.
--Pero eso ya se sabe, señor Antón... Vaya unas noticias que da!
Fresquitas!
--Poco y poco, poco y poco... (se ignora si el algebrista lo decía
pensando en que el camino tenía muchas piedras y él más vino en el
estómago, ó siguiendo la ilación de su tesis trascendental.) Vamos á la
_custión_... Digo, señorito, y no miento: un hombre _valerá_, estamos
conformes, más que los animales; pero poder... Vaya, poder, no puede más
que un buey; y cuando le llega la de cerrar el ojo, aunque sepa más que
el rey Salimón, lo cierra... y abur. ¿Lo cierra ó no, señorito?
--Según y conforme.... También los hay que se quedan con él muy
abierto--murmuró Pedro para hacer rabiar al atador.
--Desmasiado nos entendemos...--articuló éste escupiendo, por el sitio
en que algún día tuvo los colmillos, un chorro de saliva negruzca, cuya
proyección cortó limpiándose el agujero de la boca con el dorso de la
mano. Señorito, escuche y perdone.--¡A lo que me da que pensar,
carraspo! Esto del nacer, y del morir, y del enfermarse, y del comer, y
del beber ¡atención! (hizo aquí una ese más arqueada que ninguna), es
un... un... un aquel que puede más que los animales y los hombres
juntos, á modo de una _endrómena_ muy grande, muy graaaande....
El algebrista tendía la mano y la giraba en derredor, señalando con
amplio ademán circular la profundidad del valle de Ulloa, el anfiteatro
de montañas que lo cierra, el río que espumaba cautivo en la hoz, todo
lo cual se dominaba desde el sendero alto y escarpado. Pedro y Manuela,
que habían vuelto á enganchar los dedos por instinto, miraban hacia
donde apuntaba el viejo, tratando de comprender la idea rebozada en
báquicos vapores que desde el cerebro del señor Antón descendía
trabajosamente hasta su lengua.
--Tan grande--añadía extendiendo ya los dos brazos para mejor expresar
la inmensidad--que me parece á mí, señorito, con perdón, que es tan
grande como el mundo... ¡Más aún, carraspo!
--¿Más que el mundo? ¡Quieto, vino, quieto!--exclamó Pedro, significando
que por boca del algebrista hablaba la borrachera.
--Más aún, sí señor. ¿De qué se pasma? Desmasiado nos entendemos. Un
hombre ha leído algo... ¿Tiene otro misto? Disimule.
--Ahí va la caja. ¿Con que se ha leído mucho?
Una sonrisa orgullosa dilató los plieguecillos de la consabida jareta.
--El saber, como dijo el otro, no ocupa lugar... No se burle, señorito,
no se burle... ¿Desmasiado tendrá usted leído lo que llaman el Treato...
el Trato...
--¿Alguna comedia?
--¡¡Comedia!! Lo compuso un fraile, hablando con respeto... un fraile de
esta tierra, con más sabiduría que todos los de España y del mundo
entero juntos... Pues allí dice, ¡sí, señorito! que las estrellas del
cielo son como nosotros... ¡con perdón! como este universo-mundo de
acá... y que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las
muchachas...
Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo á la
bóveda celeste, y como si obedeciese á un conjuro, el hermoso lucero de
Venus comenzó á rielar con dulce brillo en el sereno espacio.
--¡Hay que desengañarse, hay que desengañarse!--prosiguió el viejo
moviendo la cabeza, que, al oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una
pasa pronta á desprenderse del rabo. Por muchas vueltas que se le dé,
esta cosa grande, grande, grandísima (y reiteraba el ademán de abarcar
todo el valle con los brazos), puede más que vusté, y que yo, y aquel, y
que todos, ¡carraspiche! Yo me muero, verbo en gracia; bien, corriente,
sí señor; ¿y después? La cosa grande se queda tan fresca. Yo me divertí
mis carnes; pero de yo ya propiamente no soy nada; se crían repollos, y
patatas, y ortigas, y toda _clas_ de hortalizas... ¿me entiende?
--¿También de mi cuerpo se han de criar repollos?--preguntó Manolita.
--Y ¡juy juy!--relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por
culpa del arrechucho de galantería que le entró.--Del cuerpo de las
señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de Mayo...
Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:
--Pero no se ponga hueca... Le es igual... igualito... Qué más tiene
volverse chirivía ó malva de olor, carrás... ¿Quiérese decir que las
estrellas del cielo, y las tierras, y el _mainzo_, y el cuerpo de
vusté, y el mío, y el del Papa, con perdón, y el espliego, y los
repollos, y las vacas, y los gatos, es todito lo mismo, disimulando
vusté, y no hay que andar escoge de aquí y escoge de allí... Todo lo
mismo señorita, todo lo mismísimo... La cosa grande!!
Al llegar aquí de su perorata le besó un canto en la espinilla, y
llevóse la mano á la pierna, exhalando un ay doliente; pero al punto
mismo, después de refregarse la parte dolorida y tirar con rabia del
cigarro, que se apagaba de vez, volvió á su tema, balbuciendo con lengua
todavía más estropajosa:
--La co... la cosa grande... se ríe de todo, sí señor, de todo... Allá
anda, carraspo... haciendo la burla á quien nace... y á quien muere... y
á los que buscamos las mo... mozas... de rumbo.... ¡juy! La cosa... g...
gran... no nació en jamás... ni se ha de morir... Buena gana tiene... A
cada a...ño... está... más... fres.... frescachona.... juy! vivan las
rap... rapazas... Arde, cigarro, arde, condenado, si quieres, que...
te... par...to...!
--Echemos por las viñas, Manola--dijo Pedro á su compañera.--El
algebrista va hoy como un templo. Ya no se le sacan del cuerpo sino
barbaridades.
--¿Y si tropieza y cae al río?
--¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese
capaz de caerse. Anda así toda la santa vida.


IV

Libres ya del atador, tomaron un sendero más practicable, que por entre
tierras labradías y viñedos conducía al gran castañar del solariego
caserón de Ulloa. Aunque la luna, en cuarto creciente, dibujaba ya sobre
el cielo verdoso una fina segur, todavía la claridad del crepúsculo
permitía registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la
tenebrosa bóveda formada por el ramaje de los castaños, se encontró la
pareja envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de pavoroso y sagrado, y
fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo estaba seco
y mullido, como suele estar en verano el de los bosques, y el pie lo
hollaba con placer. No se oía más ruido que el rumor de las hojas,
melodioso como una música distante de la cual apenas se percibe el
acompañamiento. Instintivamente, Pedro y Manuela se aproximaron el uno
al otro, y sus dedos se engancharon con más fuerza; pero el sentimiento
que ahora los unía no era el mismo que allá en la gruta, sino una
especie de comunión de los espíritus, simultáneamente agitados, sin que
ellos mismos lo comprendiesen, por las ideas de muerte, de
transformación y de amor, removidas en la grosera plática del vejete
borracho.
--¡Perucho!--murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su
compañero, que en aquella sombra veía pálido y sin contornos.
--¿Qué quieres?--contestó él sacudiéndole el brazo.
--¿Qué me dices de todo eso?... ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca
el señor Antón!
--Está peneque, y chocho además.
--¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?
--No tienes que volverte... Ya Dios te dió rosa y clavel y cuantas
flores hay.
--No empieces á meterte conmigo... ¡Que me enfado! ¿Y eso que dice de
una cosa muy grande, que está en el cielo, y en la tierra, y en todos
los sitios?
--Muchos ratos también se me pone á mí aquí--murmuró Pedro deteniéndose
y señalando á la frente--que hay una cosa muy grande.... ¡y tan
grande!... Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde, Manola? ¿A que no lo
aciertas?
--¿Yo qué sé? ¿Soy bruja ó echo las cartas como la Sabia?
El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla
allí, donde, sin estar situado el corazón, se percibe mejor su diástole
y sístole.
--Aquí, aquí, aquí--repitió con ardiente voz, oprimiendo como para
deshacerla la mano morena y fuerte de la muchacha, que se reía,
tratando de soltarse.
--Majadero, brutiño, que me lastimas.
La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando
se percibía entre las hojas el corretear de una liebre, ó resonaba el
último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban roncamente las tórtolas,
bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del
centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del
follaje, el gemido de los carros que volvían cargados de haces de mies á
las eras.
--Manola, no corras tanto...--exclamó Pedro con voz tan angustiada como
si la chica se le escapase.--¡Ave María, mujer! Parece que te van
persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?
--No sé á qué he de tener miedo.
--Pues entonces, anda á modo, mujer... ¿Qué diversión se nos pierde en
los Pazos? ¡Mira que es bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el
balcón, ó viendo cómo arreglan las _medas_; mamá por allí, dando
vueltas en la cocina; papá en la era, eso de fijo... las chiquillas ya
dormirán... ¡va buena que dormirán! Oye, chica, la mano.
Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no
muy despacio. El bosque se hacía más intrincado y oscuro, y á veces un
obstáculo, seto de maleza ó valla de renuevos de árboles, les obligaba á
soltarse de los dedos, á levantar mucho el pie y tentar con la mano.
Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar
cayó de rodillas. Pedro se lanzó á sostenerla, pero ella se levantaba ya
soltando la carcajada.
--¡Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas
del pueblo! Por el afán de correr. Bien empleado.
--Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.
--Para irte á la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?
--Podías dar un repaso á los libros, haragán.
--Mujer... ¡para cochinos tres meses que tiene uno de vacaciones! Yo
antes pasaba contigo todo el año... ¿no te acuerdas? Siempre, siempre
andábamos juntos... ¡Qué vida tan buena! Y bien aprendíamos reunidos,
más de lo que aprendo ahora en clase... Apenas tenemos leído libros de
la estantería! ¿Te acuerdas cuando te enseñé las letras por uno que
tiene estampas?
--Pero de la mitad nos quedábamos á oscuras. De muchos sólo mirábamos
las estampitas, aquellos monigotes tan descarados.
--Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y
tú?
Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un
alto zarzal le cerraban el paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre
los castaños la senda perdida.
--¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?
--No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.
--Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que
rodearemos por los sembrados?
--Sí, hombre, sí.
--Manola?
--Quée?
Deslizábase á la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de
castaño, que apenas daba espacio á una persona de frente. La oscuridad
disminuía; acercábanse á la linde del bosque. La niña alzó los ojos, vió
la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal humor
con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos á la
cabeza, y con una mezcla de expansión fraternal y vehemencia apasionada,
apretóle la frente entre las palmas, acariciándole y revolviéndole el
cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:
--Me quieres, eh? me quieres?
--Sí, sí--tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por
la violencia de la presión.
--¿Como antes? ¿como allá cuando éramos pequeñitos? eh? ¿Como si yo
viviese aquí?
--Ay! me ahogas.... me arrancas pelo--murmuró Manola, exhalando estas
quejas con el mismo tono que diría:--Apriétame, ahógame más.--No
obstante, Pedro la soltó, contentándose con guiarla de la mano hasta que
salieron completamente del bosque y en vez de árboles distinguieron
frente á sí el _carrerito_ que llevaba en derechura á la era de los
Pazos. Pero el mancebo torció á la izquierda, y Manola le siguió. Iban
orillando un sembrado de trigo, que en aquel país abundan menos y se
siegan más tarde que los de centeno. Si á la luz del sol un trigal es
cosa linda por su frescura de égloga, por los tonos pastoriles de sus
espigas, amapolas, cardos y acianos, de noche gana en aromas lo que
pierde en colores, y parece perfumado colchón tendido bajo un dosel de
seda bordado de astros. Convida á tomar asiento el florido ribazo
alfombrado de manzanillas, cuya vaga blancura se destaca sobre la franja
de yerba; y allá detrás se oye el susurro casi imperceptible de los
tallos que van y vienen como las ondas de una laguna.
Dejóse caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y
Pedro se echó enfrente de ella, boca abajo, descansando el rostro en la
mano derecha. Así permanecieron dos ó tres minutos, sin pronunciar
palabra.
--Debe de ser muy tarde--articuló la muchacha agarrando algunos tallos
de trigo y empuñándolos para sacudir las espigas junto á la cara de
Pedro.
--Silencio... ¿No te da gusto tomar el fresco, _chuchiña_? Esta tarde no
se paraba con el calor. ¿Ó tienes sed?
--No--contestó lacónicamente.
Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar
una por una flores de manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al
fin la impacientó el obediente mutismo de su compañero.
--¿Qué haces, babeco?
--Te estoy mirando.
--¡Vaya una diversión!
--Ya se ve. Como á ti ahora te ha dado por no mirarme... Parece que te
van á enfermar los ojos si me miras. Te has vuelto conmigo más brava que
un tojo.
Ella, entre arisca y risueña, siguió arrancando las manzanillas
silvestres. Un céfiro de los más blandos que jamás ha cantado poeta
alguno, un soplo que parecía salir de labios de un niño dormido, pasando
luego por los cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las
mentas é hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después
las delgadas aristas de la espiga madura. A pesar de sus fingidas
asperezas, Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría nerviosa que
le hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el
alborozo de una chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí,
rendido, humilde y suplicante, al turbulento compañero de infancia, el
que siempre _podía más_ que ella en juegos y retozos, al que en la
asociación íntima y diaria de sus vidas representaba la fuerza, el
vigor, la agilidad, la destreza y el mando. Al sentirse investida por
primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender claramente
cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro, se deleitaba en
aparentar mal humor, en torcerle el gesto, en llevarle la contraria, en
responderle secamente, en burlarse de él con cualquier motivo,
encubriendo así la mezcla de miedo y dicha, el ímpetu de su sangre
virginal, ardorosa y pura, que se agolpaba toda al corazón, y subía
después zumbando á los oídos produciéndole deleitoso mareo, al oir la
voz de Pedro, y sobre todo al detallar su belleza física. Justamente,
mientras corría aquel tan halagüeño céfiro, Manuela se absorbía en la
contemplación de su amigo, pero de reojo. La luminosa transparencia de
la noche permitía ver los graciosos rizos del mancebo cayendo sobre su
frente blanca y tersa como el mármol, y distinguir la lindeza de sus
facciones y de sus azules ojos, que entonces parecían muy oscuros.
--¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea?--decía para sus adentros
Manola; y de repente, cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al
rostro.
--A casa, á casa enseguida, que son las tantas de la noche--murmuró
arrodillándose, como si le costase trabajo incorporarse de una vez. Ya
estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran chiquillos solía dejarla
en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y
reirse descaradamente de sus apuros.... Ahora no se atrevería á hacerla
rabiar: él era el esclavo.
Volvieron á tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto
redondel cercado por una parte de estrecha muralla y de manzanos
gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se destacaba la cruz
del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera.
Alrededor, las _medas_ ó altos montículos de mies remedaban las tiendas
de un campamento ó la ranchería de una india. Ya no había allí nadie:
por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la cosecha
del día.
Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al
reconocerla, trocó los ladridos de cólera en delirantes aullidos de
alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por último, zarandeando
la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces,
trotando sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose á cada
segundo, los precedió hasta los Pazos de Ulloa.


V

Subía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar á la
villa de Cebre. Era la hora de mayor calor, las tres de la tarde. La
persona de más duras entrañas se compadecería de los viajeros encerrados
en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo
paga suele contentarse con la mitad de uno.
Venía atestado el coche, que era de los más angostos, desvencijados,
duros y fementidos. En el interior, hombro contra hombro del vecino del
lado, é incrustadas las piernas en las del frontero, se acomodaban
cinco estudiantes de carrera mayor en vacaciones, una moza chata,
portadora de un cesto de quesos, el notario de Cebre, y la mujer de un
empleado de Orense, con el apéndice de un niño de brazo. La atmósfera
del interior era sol, sol disuelto en polvo, sol blanquecino, crudo,
implacable, centuplicado por la oscura refracción de los puercos
vidrios, que ningún viajero osaba bajar, por temor de ahogarse entre la
polvareda. La respiración se dificultaba: gotas de sudor rezumaban de
los semblantes, y moscas y tábanos--cuyo fastidioso enjambre había
elegido allí domicilio--se agolpaban en los pescuezos y labios,
chupándolas. No había modo de espantar á tan impertinentes bichos,
porque ni nadie podía revolverse, ni ellos, enconados por el ambiente de
fuego, soltaban la presa á dos tirones. Al desabrido cosquilleo del
polvo en las fosas nasales se unía el punzante mal olor de los quesos, y
aun sobresalía el desapacible tufo del correaje y el vaho nauseabundo
tan peculiar á las diligencias como el olor del carbón de piedra á los
vapores. A despecho de todas estas molestias y otras muchas propias de
semejante lugar, los estudiantes no perdían ripio, y armaban tal
algazara y chacota, secundándolos el notario, que sus dichos, más
picantes que el aguijón de los tábanos, habían parado como un tomate las
orejas de la moza, la cual apretaba su cesta de quesos lo mismo que si
fuese el más perfumado ramillete del mundo. La mujer del empleado,
aunque nada iba con ella, creíase obligada por sus deberes de buena
esposa y madre de familia á suspirar á cada minuto levantando los ojos
al cielo, mientras abanicaba con un periódico al dormido vástago.
No disfrutaban mayor desahogo los de la berlina. De ordinario era esta
el sitio de preferencia; pero aquel día una especial circunstancia lo
había convertido en el más incómodo. Al salir de Santiago muy de
madrugada, los dos pasajeros que ya ocupaban las esquinas de la berlina
entrevieron con terror, á la dudosa luz del amanecer, otro pasajero de
dimensiones anormales, que se aproximaba á la portezuela, sin duda con
ánimo de subir y apoderarse del tercer asiento. Al pronto no
distinguieron sino un bulto oscuro, gigantesco, que exhalaba una especie
de gruñido, y se les ocurrió si sería algún animalazo extraño; pero
oyeron al mayoral--viejo terne conocido por el _Navarro_, aunque era,
según frase del país, más gallego que las vacas--exclamar, en el tono
flamenco y desenfadado que la gente de tralla cree indispensable
requisito de su oficio, y con la mitad del labio, pues el otro medio
sujetaba una venenosa tagarnina:
--¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura á bordo? Vuelco tenemos.
Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho,
pequeño y moreno, tocó en el codo al de la derecha, que era alto, y le
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