La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 12

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Manuela tendió la vista alrededor, y eligiendo un sitio favorable, la
sombra de un árbol, se dejó caer en un ribacillo, y resignadamente
comenzó á desabrocharse las botas. Ni un segundo tardó Perucho en
hincársele de rodillas delante.
--Yo te descalzo.... yo. Como cuando eras una _cativa_: ¿te acuerdas? un
tapón así... y yo te descalzaba y te vestía.... y hasta te tengo peinado
mil veces.
Medio riendo, medio enfadándose, la muchacha no retiró el pie de las
manos de su amigo. Éste hacía ya saltar uno tras otro los botoncitos de
la botina de casimir, mal hecha, muy redonda de punta contra todas las
leyes de moda. Tiró después delicadamente, con un pellizco fino, del
talón de la media de algodón, y la media bajó; arrollóla en el tobillo,
y con un nuevo tirón dejó el pie desnudo. Sus palmas se distrajeron y
embelesaron en acariciar aquel pie, que le recordaba la patita rosada y
regordeta de la nené á quien tanto había traído en brazos. Era un pie de
montañesa que se calza siempre y que tiene en las venas sangre patricia;
no muy grande, algo encallecido por la planta, pero arqueado de empeine,
con venillas azules, suave de talón y calcañar, redondo de tobillo,
blanco de cutis, con los dedos rosados ó más bien rojizos de la presión
de la bota, y un poco montado el segundo sobre el gordo. El pie
transpiraba, por haber andado mucho y aprisa.
--Enfríate un poco--murmuró el mancebo...--No puedes meter el pie en el
agua estando así; te va á dar un mal.
--Que me haces cosquillas--exclamaba ella con nerviosa risa tratando de
esconder el pie bajo las enaguas.--Suelta, ó te arrimo un cachete que te
ha de saber á gloria.
--Déjame verlo.... ¡Qué bonito es! Lo tienes más blanco que la cara,
Manola... Pero mucho más blanco.
--¡Vaya un milagro! Como que la cara va por ahí destapadita papando
soles y lluvias. ¡Pasmón! ¿Es la primera vez que ves un pie en tu vida?
¡Soltando!
Soltó el que tenía asido, pero fué para descalzar el otro con el mismo
cariño y religiosa devoción, y abarcar ambos con una mano, uniéndolos
por la planta.
--Que me aprietas.... que me rompes un dedo... ¡Bruto!
--¡Ay! perdón--murmuró él;--y bajándose, halagó con el rostro, sin
besarlos, los pies desnudos. La montañesa se incorporó pegando un
brinco, y echó á correr, y sentó la planta descalza en la primer
pasadera. Su amigo le gritó:
--Chica, aguárdate... Déjame recoger las medias y las botas...... Allá
voy á darte la mano.... Vas á caerte de cabeza en el río... ¡Loca de
atar!
Con saltos ligeros, volviendo la cabeza á cada brinco lo mismo que los
pájaros, Manuela salvaba ya las _Poldras_, eligiendo diestramente el
trecho seco á fin de caer en él. Dos ó tres veces estuvo á punto de dar
la zambullida, y la daría de fijo á no ser tan grande su agilidad:
saltaba largo, y era su ligereza la ligereza del ave, de la golondrina
que vuela rasando el agua. Remangaba las faldas al brincar, y su pierna,
no torneada aún, pero de una magrez llena, donde las redondeces futuras
apuntaban ya, tenía al herirla el sol, la firmeza y el granillo algo
duro de una pierna acabada de esculpir en mármol y no pulimentada aún.
Casi había alcanzado la otra orilla, cuando Perucho voló tras ella. El
muchacho, calzado con duros zapatos de doble suela, desdeñaba
descalzarse, habiéndose contentado con remangar los pantalones.
La chiquilla comprendió que llevaba ventaja á su compañero, y excitada
por el juego, quiso hacerle correr un poco. Como una saeta se emboscó
entre los árboles de la orilla, y desapareció en la espesura dándose
traza para que Perucho no supiese dónde se había metido. Pero al
muchacho le asustó aquella pequeña contrariedad como si realmente su
amiga se le perdiese de vista, y gritó llamándola con oprimido corazón y
angustiada voz: tan angustiada, que Manuela salió al punto de los
matorrales, renunciando á continuar el juego.
--¿Qué te pasa?--dijo riéndose al ver el semblante demudado de Perucho.

--¿Qué...? Que no me hagas judiadas... Vamos juntos, ¿entiendes? Tú no
te apartes de mí. ¿Dónde estabas? No, no sirve esconderse.
--Pues cálzame--exclamó ella sentándose en un peñasco.
La calzó enjugándole antes los pies húmedos con la falda de su
americana, y bromeando ya sobre el enfado y el susto del escondite.
--Y ahora...--murmuró la niña mientras él lidiaba con un botón empeñado
en resbalarse del ojal--¿á dónde vamos? ¿Seguimos como locos?
--Ahora... ahora ven conmigo... Ya pararemos, mujer.
Echaron monte arriba, alejándose de la refrigerante atmósfera del río.
Aquella montaña era más áspera aún, y en su suelo dominaban las
carrascas y las encinas, que daban alguna sombra; pero siendo muy agria
la subida, en los puntos descubiertos quemaba el sol de un modo
insufrible. Manuela jadeaba siguiendo á Perucho, que parecía llevar un
objeto determinado, pues miraba á un lado y á otro para orientarse. Al
fin, divisó una encina vieja, un tronco perforado y hueco donde aún
gallardeaba algún ramaje verde en lugar de la copa desmochada; dió un
grito de júbilo, metió la cabeza dentro con precaución, luego la mano,
armada de una navaja, luego el brazo todo... y al cabo de unos cuantos
minutos de manipulación misteriosa, sacó en triunfo algo, algo que hizo
exhalar á la montañesa clamor alegre.
¡Un panal soberbio de miel rubia, pura y balsámica, de aquella miel
natural, un millón de veces más sabrosa que la de colmena, como si el
insecto, libre ciudadano de su inocente república ajena al protectorado
del hombre, libase un néctar más puro en los cálices de las flores, un
polen más fecundo en sus estambres, elaborase un propóleos más adherente
para afianzar la celdilla, y emplease procedimientos de destilación más
delicados para melificar la esencia de las plantas, el jugo precioso
recogido aquí y acullá, en el prado, en la vega, en el castañar, en el
monte!
Manuela chillaba, reía de placer.
--Pero tú mucho discurres... ¿Pero de dónde sacaste eso...? Pero tú creo
que echas las cartas como la Sabia... ¿Quién te contó que ahí había
miel?
--¡Boba! ¡Gran milagro! Supe que unos hombres de las Poldras pillaron en
este sitio un enjambre... pregunté si habían registrado el nido de la
miel y contestaron que no, que ellos sólo andaban muertos y penados por
las abejas, para llevarlas al colmenar... Yo dije ¡tate! pues los
panales han de estar allí, en un árbol hueco... Ya ves cómo acerté. ¿Qué
tal el panalito? ¡Pecan los ojos en mirarlo!
--¿Y si estuviesen en el tronco las abejas, ahora que andan tan furiosas
con la borrachera de la flor del castaño? Te comían vivo.
--¡Bah! Yo sé la maña para que no piquen... Hay que meter poco ruido,
moverse despacio y bajarse al suelo cuando le sienten á uno...
--¡A comer, á comer la miel!--gritó la montañesa palmoteando.
--Ven, aquí hay una sombra, ¡una sombra que da la hora!
Era la sombra la de una encina cuyas ramas formaban pabellón, y que caía
sobre un ribazo todo estrellado de flores monteses, donde crecía el tojo
ó escajo tan nuevo y tierno, que sus pinchos no lastimaban. Además
parecía como si la mano del hombre hubiese labrado allí esmeradamente un
asiento, á la altura exigida por la comodidad. Perucho sacó su navaja, y
del bolsillo del chaquetón hizo surgir el pedazo de _brona_ tomado
contra la voluntad de su dueña la Sabia. Partiólo en dos mitades
desiguales, dando la mayor á su compañera; y el panal de miel se sometió
al mismo reparto. Sentada ya, tranquila, descansando de la larga
caminata y del calor sufrido, con esa sensación de bienestar físico que
produce el reposo después de un violento esfuerzo muscular, y la
pregustación de un manjar delicioso, virgen, fresco, sano, que hace
fluir de la boca el humor de la saliva, Manuela, antes de hincar el
diente en la miel puesta sobre el zoquete de pan, tocó en el hombro á su
compañero:
--Mira, en comiéndola nos largamos, y vuelta á casita... ¿eh? Ya me
parece que dieron las doce en el campanario de Naya... Sabe Dios á qué
hora llegaremos allá, y lo que andarán preguntando por nosotros.
Él le echó el brazo al cuello, y con los dedos le daba golpecitos en la
garganta.
--Hoy no se vuelve--murmuró casi á su oído.
Pegó un respingo la muchacha.
--¿Tú loqueas? Si fuese en otro tiempo... bien, nadie se amoscaría; pero
ahora, que está el tío Gabriel? Se armaría un ruido endemoniado por toda
la casa.
Perucho le tiró de la trenza.
--Hoy no se vuelve... No me repliques, que no puede ser. Hoy no se
vuelve... ¿Sabes por qué? Por lo mismo, por eso... porque está tu tío,
tu caballero de tío. Calla, calla, _vidiña..._ Si quieres volver,
vuélvete tú sola, muy enhorabuena; yo me quedo aquí... Yo no voy más á
los Pazos.
--Á mí se me figura que tú chocheaste. Lo que á ti se te ocurre, no se
le ocurre ni al mismo Pateta. ¡No volver á los Pazos! Pues apenas se
alborotaría aquello todo.
--¿Y qué nos importa, di?--murmuró el mancebo con ardorosa voz.--Tú eres
muy mala, Manola: sí señor, muy mala; tú no me quieres á mí así, á este
modo que yo te quiero. ¡Qué me has de querer! Ni siquiera sabes lo que
es cariño... de este. ¿Lo entiendes? Pues no lo sabes. Vamos, yo no digo
que tú no me quieras una miajita; si me muriese, llorarías, ¡quién lo
duda! llorarías una semana, un mes... y te acordarías de mí un año... y
soñarías conmigo por las noches... y después... te casarías con el tío
Gabriel, y se acabó... se acabó Perucho.
Su voz temblaba, enronquecida por la pasión.
--¡Qué cosas dices! ¡Con el tío Gabriel!--exclamó la montañesa dilatando
las pupilas de asombro y limpiándose distraídamente con el pañuelo la
boca untada de pegajosa miel.
--Ó con otro del pueblo, otro señor elegante y de fachenda, así por el
estilo... ¡Malacaste! Oye tú: aquí en la aldea no se hace uno cargo de
ciertas cosas... pero allá en el pueblo... los estudiantes... unos con
otros... nos abrimos los ojos... nos despabilamos... ¿estás? Allá...
cuando me preguntaban los compañeros que si tenía novia y que porqué no
tomaba una en Orense... atiende, atiende... les dije así:--Tengo mi
novia, ya se ve que la tengo, y es más bonita que todas las vuestras, y
se llama Manuela, Manuela Ulloa...--Y ellos á decir:--¿Quién? ¿la hija
del marqués?--La misma que viste y calza... decid ahora que no es
bonita, morrales...--Y ellos con muchísima guasa me saltan:--En la vida
la vimos... pero esa no es para ti, páparo... Esa es para un señor,
porque es una señorita, hija de otro señor también... y tú eres hijo de
una infeliz paisana... ¿eh? date tono, date tono...--Le santigüé las
narices al que me lo cantó, pero me quedé pensando que lo acertaba...
¿Entiendes? Y tanta rabia me entró, que me eché á llorar como si fuese
yo el que hubiese atrapado los soplamocos... Mira si sería verdad... que
a... aún... aún...
Manuela, que chupaba muy risueña el panal, alzó la vista y notó que su
amigo tenía como una niebla ante aquellas hermosas pupilas azul celeste.
En lo más profundo de su vanidad de hembra, quizás á medio dedo de las
telillas del corazón, sintió algo, una punzada tan dulce, tan sabrosa...
más que la propia miel que paladeaba. Volvió la cabeza, recostóla en el
hombro de su amigo.
--¿Quién te manda llorimiquear ni apurarte?--pronunció enfáticamente.
--Porque tenían razón--tartamudeó él.
--No señor. Yo te quiero á ti, ya se sabe. Mas que fueses hijo del
verdugo. Valientes tontos, y tú más tonto por hacerles caso.
--Bien--murmuró él;--me quieres, corriente, estamos en eso; pero es allá
un modo de querer que... Yo me entiendo. Es un querer, así... porque...
porque uno se crió desde pequeñito junto con el otro, sin apartarse... y
tienes costumbre de verme, como quien dice... y... y... Yo te voy á
aclarar cómo me quieres, y si acierto, me lo confiesas. ¿Eh? ¿Me lo
confiesas?
--Hombre...--clamó ella con la boca atarugada de brona--siquiera das
tiempo á uno para tragar el bocado y contestar... Conformes; te lo
confesaré. ¡Falta saber qué es lo que he de con-fe-saaaár!
--Tú me quieres... como quieren las hermanas á los hermanos. ¿Eh?
¿Acerté?
--Mira tú... ¡Verdad! Si yo siempre pensé de chiquilla que lo eras, no
entiendo por qué...--Aquí la montañesa dió indicios de quedarse
pensativa, con la brona afianzada en los dedos, sin llevarla á la
boca.--Y yo no sé qué más hermanos hemos de ser. Siempre juntos,
siempre, desde que yo era así... (bajó la mano indicando una estatura
inverosímil, menor que la de ningún recién nacido.) Aún hay hermanos que
no se crían tan juntos como nosotros.
Perucho permaneció silencioso, con el pan caído á su lado sobre la
hierba, una rodilla en el aire, que sostenía con las manos enclavijadas,
y mirando hacia el horizonte.
--¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de bobo?
--Eso ya lo sabía yo--exclamó él desesperado, descargándose de golpe una
puñada en el muslo...--¿Ves...? ¿Ves cómo tenían razón los de Orense? Lo
que tú me quieres á mí... es... así... por eso, porque desde chiquillos
andamos juntitos y, á menos que fueses una loba, no me habías de tener
aborrecimiento... ¡Pues andando! Siga la música... Y que se lo lleven á
uno los diablos.
Encaróse violentamente con la niña, y tomándole las muñecas, se las
apretó con toda su alma y todo su vigor montañés. Ella dió un chillido.
--Yo te quiero á ti de otra manera, muy diferente... te quiero como á
las novias, con amor, con amor (vociferó esta palabra). Si se calla uno
más de cuatro veces, es por miramientos y consideraciones y embelecos...
Que se vayan á paseo todos ellos juntos... Aguantar que á uno no le
quieran, ya es martirio bastante; pero ver que viene otro y con sus
manos lavadas le escamotea la novia, le roba todo... Eso ya pasa de
raya... No tengo paciencia para sufrirlo ni para verlo... No, y no, y no
lo veré, me iré, me iré, aunque sea á la isla de Cuba.
Manuela oyó todo esto derramándose en risa, porque el enfado de su amigo
le gustaba; y sobre todo, encantábale la idea de calmarlo con unas
cuantas frases cariñosas, que sin esfuerzo, antes muy á gusto suyo, le
salían del corazón.
--Lo dicho: á ti hoy picóte una avispa ó un alacrán en el monte... Yo
quisiera saber de dónde sacas tanto disparate... ¿Quién te viene á
quitar la novia, ni quién me coge á mí, ni me lleva, ni todas esas
barbaridades que sueñas tú?
--El tío Gabriel te quiere; está enamorado de ti. Ha venido á casarse
contigo. No me lo niegues.
--Vaya, lo dicho.
Manuela se tocó la frente con el dedo y meneó la cabeza.
--No, no me llames loco; porque me parece que haces risa de mí ó que me
quieres engañar. Dime sólo una cosa. ¿Te gusta tu tío Gabriel?
--¿Gustar?... ¿Qué sé yo lo que es _gustar_, como tú dices? El tío
Gabriel me parece muy bueno, muy listo, y un señor así... no sé cómo te
diga... muy fino, y que sabe mucho de muchísimas cosas... Un señor
diferente de los de por acá, de Ramón Limioso, del sobrino del cura de
Boan, Javier, de los de Valeiro... de todos.
--Ya lo ves--exclamó con aflicción el mancebo;--ya lo estás viendo... Tu
tío... ¡te gusta!
--Pues sí; claro que me gusta... ¡No tiene por qué no gustarme!
Las correctas líneas del rostro de Perucho se crisparon. Las raras veces
que tal sucedía, palidecían sus mejillas un poco, dilatábansele las
fosas nasales, se oscurecían y centelleaban sus ojos de zafiro, poníase
más guapo que nunca, y era notable su parecido con las estampas de la
Biblia que representan al ángel exterminador ó á los vengadores
arcángeles que se hospedaron en casa de Lot el patriarca. Manuela lo
contemplaba con placer, á hurtadillas; y de pronto, pasándole suavemente
una mano por detrás de la cabeza y atrayéndolo á sí, murmuró:
--Tú me gustas más, queridiño.
--A ver, dilo otra vez.
--Te lo daré por escrito.--Hizo ademán de escribir en el suelo con el
dedo, y deletreó: Me-gus-tas-más.
--Manola, vidiña... A mí, ¿me quieres más á mí?
--Más, más.
--¿Te casarás conmigo?
--Contigo.
--¿Conmigo? ¿Aunque tú seas señorita y yo... un labrador?
--Aunque fueses el último pobre de la parroquia. Yo no soy tampoco una
señorita... como las demás. Soy una montañesa, criada entre las vacas.
Estaría yo bonita allá en pueblos de no sé. Más señorito pareces tú que
yo.
--Y si tu padre...
Manuela miró al suelo; su boca se contrajo por espacio de un segundo.
Luego suspiró levemente:
--Para el caso que me hace papá... Yo no sé de qué le sirvo... ¡Bah!
Desde pequeñita sólo tú hiciste caso de mí, y me cumpliste los caprichos
y me mimaste... Cuando necesitaba dos cuartos... ¿te acuerdas? me los
prestabas... ó me los regalabas... Tú me traías los juguetes y las
rosquillas de la feria... En el invierno, cuando te vas, parece que se
me va lo mejor que tengo y me quedo sin sombra.
--¡Qué gusto!--exclamó él, y con ímpetu irresistible se levantó, le
apoyó las manos en los hombros, y la zarandeó como se zarandea al árbol
para que suelte el fruto. Luego se le hincó de rodillas delante, sin el
menor propósito de galantería.
--Manola, _ruliña_, dame palabra de que nos hemos de casar tan pronto
podamos. ¿Me la das, mujer?
--Doy, hombre, doy.
--Y de que hasta la tarde no volvemos á los Pazos.
--¡Uy! Reñirán, se enfadarán, armarán un Cristo.
--Que lo armen. Que riñan. Hoy el día es nuestro. Que nos busquen en la
montaña. Aquí corre fresco, da gusto estar. ¿No comiste bastante?
¿Tienes hambre? Ahí va el pan, y más miel.
--¿Y qué vamos á hacer aquí todo el día de Dios?--preguntó ella risueña
y gozosa, como si la pregunta estuviese contestada de antemano.
--Andar juntos--respondió él decisivamente.--Y subir á los Castros.
Desde aquí todavía estamos cerca de Naya.


XXI

Para subir á los Castros, había que dejar á un lado el monte y el
encinar, torcer á la izquierda, y penetrar en uno de esos caminos
hondos, característicos de Galicia, sepultados entre dos heredades
altas, y cubiertos por el pabellón de maleza que crece en sus bordes:
caminos generalmente difíciles, porque la llanta del carro los surca de
profundas zanjas, de indelebles arrugas; porque á ellos ha arrojado el
labrador todos los guijarros con que la reja del arado ó la pala tropezó
en las heredades limítrofes; porque allí se detiene y se encharca el
agua y se forma el barro; los peores caminos del mundo en suma, y sin
embargo encantadores, poéticos, abrigados en invierno porque almacenan
el calor solar, y protegidos del calor en verano por la sombra de las
plantas que se cruzan cerrándolos como tupido mosquitero; encantadores
porque están llenos de blancuras verdosas de saúco, palideces rosadas de
flor de zarza, elegancias airosas de digital, enredadas cabelleras de
madreselva que vierten fragancia, cuentas de coral de fresilla, negruras
apetitosas de mora madura, plumas finas de helecho, revoloteos y píos y
caricias de pájaros, serpenteos perezosos de orugas, escapes de
lagartos, contradanzas de mariposas, encajes de telarañas sujetos con
broches de rocío, y desmelenaduras fantásticas de rojas _barbas de
capuchino_, que allí, colgadas entre zarzas y matorrales, parecen
_ex-votos_ de faunos que inmolaron su pelaje rudo al capricho de una
ninfa. Y aquel camino en que penetró la pareja montañesa añadía á estos
méritos, comunes á todas las _corredoiras_, un misterio especial,
debido á que era muy poco frecuentado de carros y de labriegos, y
conservaba todo el mullido suave de su hierba virgen, que literalmente
era un tapiz verde clarísimo, salpicado de esas orquídeas color entre
lila y rosa que asoman fuera de tierra sólo los pétalos, sin hoja verde
alguna; y como además era estrecho, y muy hondo, la vegetación de sus
bordes, viciosa y lozana como ninguna, se había unido, y sólo á duras
penas se filtraba de la bóveda una misteriosa y vaga claridad, una luz
disuelta en oro y pasada al través de una cortina de tafetán verde.
Quien estuviese hecho á conocer estos caminos hondos, y el país gallego
en general, no se admiraría de las particularidades que presentaba
aquella corredoira, así en su virginidad y misterio como en ser más
honda que ninguna y en estar trazada con extraña regularidad, como obra
donde no sólo se descubría la mano del hombre, sino una mano ducha y
hábil, que da á sus obras proporción y simetría. El nombre de _Los
Castros_ que lleva el lugar le explicaría bien, si antes no se lo dijese
su pericia, por qué estaba allí aquella zanja abierta como por la pala
del ingeniero militar de hoy, que ciertamente no la abriría más
perfecta.
Dos eran los Castros: Castro Pequeño y Castro Mayor, y se elevaban en
doble colina escalonada, facilitando la ascensión del uno al otro la
trinchera, aunque también haciéndola más larga, pues era preciso
seguirla y dar la vuelta á toda la base del Castro Pequeño para intentar
la ascensión al grande, muchísimo más elevado y vasto. El estado de
conservación de los dos campamentos era tan maravilloso; se veían tan
claras las líneas del reducto y el círculo perfecto de la profunda zanja
que en torno lo defendía, que aquella fortificación de tierra, levantada
probablemente por legionarios romanos anteriores á Cristo, si es que no
fué en tiempos aún más remotos trabajo de defensa practicado para
sustentar la independencia galaica, aparecía más entero y robusto que
las fortalezas, relativamente jóvenes, de la Edad-media. Ni el arado, ni
el agua del cielo, habían mordido la esbelta cortadura que á modo de
verde culebra se enrosca al pie de los Castros. No; no habían hecho más
que vestirla de enredaderas, de zarzales, de plantas y hierbas
lozanísimas; y allí donde el soldado rompió el terruño para prevenir el
ataque del enemigo, se embosca hoy la ágil sabandija, y teje sus gasas
el pardo arañón campesino.
Subió lentamente la pareja, no apremiada ya por la angustia de hallarse
cerca de sitio habitado que desde por la mañana impulsaba á Perucho á
desviarse del caserón. Iban los dos montañeses radiantes de alegría, con
el desahogo de la confesión y las promesas anteriores. Parecíales que
sin más que trocar aquellas cuatro frases, se les había quitado de
delante un estorbo grandísimo, y ensanchándoseles el corazón, y
arreglado todo el porvenir á gusto y voluntad suya. En especial el
galán no cabía en sí de gozo y orgullo, y sostenía á Manuela y la
empujaba por la cintura con la tierna autoridad del que cuida y atiende
á una cosa absolutamente propia. Tranquilo y sosegado, hablaba de las
cosas acostumbradas y se entregaba á las ocupaciones y á las
investigaciones habituales en la pareja. Aquella corredoira de los
Castros, en las actuales circunstancias, era para él un descubrimiento.
¡Qué filón! Olvidados de todo el mundo, amontonábanse allá tesoros que
no habían de desdeñar nuestros exploradores. Hacia la parte que forma la
solana de la colina, las moras se hallaban ya en estado de perfecta
madurez, y millares de dulces bolitas negras acribillaban el verde
oscuro de los zarzales. En los sitios de más sombra y humedad, las
perfumadas fresillas ó _amores_ abundaban, y las delataba su aroma.
Nidos, era una bendición de Dios los que aquella maleza cobijaba.
Porque, desnuda de arbolado la cima de los Castros desde cerca de veinte
siglos que sin duda sus árboles habían sido cortados para levantar
empalizadas, las aves no tenían más refugio que la zanja misteriosa,
donde les sobraba pasto de insectos y caudal de hierbas secas y plantas
filamentosas para tejer la cuna de su prole. Así es que tras cada
matorral un poco tupido, en cada rinconada favorable, se descubrían
redondas y breves camas, unas con huevos, cuatro ó seis perlitas
verdosas, otras con la cría, medio ciega, vestida de plumón amarillento.
Y al entreabrir Manuela el ramaje para sorprender el secreto nupcial, no
sólo volaba el pájaro palpitante de terror, sino que se oía corretear
despavorida á la lagartija, y el gusano se detenía paralizado de miedo,
enroscándose al borde de una hoja con sus innumerables patitas
rudimentarias.
En la exploración y saqueo de la zanja gastarían más de hora y media los
fugitivos. En la falda remangada de Manuela se amontonaban moras,
fresas, frambuesas, mezcladas y revueltas con alguna flor que Perucho le
había echado allí como por broma. Manuela prefería coger los frutos, y
su amigo era siempre el encargado de obsequiarla con las orquídeas
aromosas ó con las largas ramas de madreselva. Andando, andando, la
carga de fresas desaparecía y el delantal se aligeraba: picaban por
turno los dos enamorados, y al llegar á la cima del Castro pequeño, la
merienda de fruta silvestre había pasado á los estómagos.
La cima del Castro pequeño, donde empezaba á asomar el tierno maíz, era
una meseta circular, perfectamente nivelada, como picadero gigantesco
donde podían maniobrar todos los jinetes de la orden ecuestre. Las
necesidades del cultivo habían abierto senderitos entre heredad y
heredad, y á no ser por ellos, el Castro pequeño sería raso como la
palma de la mano. Desde su altura se divisaba una hermosa extensión de
tierra, y seguíase el curso del Avieiro, distinguiéndose claramente y
como próximas, pero á vista de pájaro, las Poldras, con el penachillo de
espuma que á cada losa ponía el remolino y el batir colérico de la
corriente. Ni un árbol, ni una mata alta en aquella gran planicie del
Castro, que rasa, monda, lisa é igual, parecería recién abandonada por
sus belicosos inquilinos de otros días, á no verse en su terreno los
golpes del azadón y á no cubrirla, como velo uniforme, las tiernas
plantas del maíz nuevo.
Mas no era allí todavía donde Perucho y Manuela se creían dueños del
campo y situados á su gusto para reposar un poco después de tanto
correr. Aspiraban á subir al Castro mayor, ascensión difícil para otros,
porque la trinchera, menos honda allí, dejaba de ser corredoira y estaba
literalmente obstruída por los tojos recios, feroces y altísimos. Casi
impracticable hacían la subida sus ramas entretejidas y espinosas.
Perucho, con sus pantalones de paño fuerte, podría arriesgarse llevando
en brazos á Manuela; pero era el trayecto del rodeo de la zanja
larguísimo, y á pesar del vigor del rapaz, bien podría cansarse antes de
recorrer el hemiciclo que conducía á la entrada del Castro. Tendió la
vista, y sus ojos linces de montañés distinguieron al punto un
senderito casi invisible, en el cual no cabía el pie de un hombre, y que
serpeaba atrevidamente por el talud más vertical de la base del Castro,
yendo á parar en el matorral que guarnecía la cúspide.
--¡El camino del zorro!--exclamó Perucho, señalando á su compañera, allá
en lo alto, la boca de la madriguera, que se entreparecía oculta por las
zarzas y escajos.--Por ahí vamos á subir nosotros, que sino es el cuento
de nunca acabar y de quedarse sin carne en las pantorrillas.
Para llevar á cabo la difícil hazaña, yendo el montañés delante y
colocando el pie en las levísimas desigualdades que daban señal del paso
del zorro cuando subía y bajaba á su oculto asilo, Manuela, que seguía á
Perucho, se le cogía no de la mano, pero de los faldones de la
americana, y á veces del paño del pantalón. El apuro fué grande en
algunos puntos del trayecto, y grandes también las risas con que
celebraron lo crítico de la situación aquella. Perucho se asía con las
uñas á la tierra, á las plantas, á todo cuanto podía servirle de
asidero, y al avanzar el pie hincaba la punta de golpe en la montaña,
para dejar hecho sitio al pie de la niña. Al fin, sudorosos, encarnados
y alegres, llegaron á la última etapa de la jornada, y agarrándose á
unos menudos pinos que crecían desplomados sobre el talud, saltaron
triunfantes dentro del Castro Mayor.
La impresión que producía este segundo reducto fortificado era harto
diferente de la del primero. En éste el cultivo suavizaba el aspecto
militar, y el alegre y fresco verdor del maíz no permitía que acudiesen
al ánimo ideas de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas;
sobre la honda trinchera había tendido la naturaleza velo de florida
vegetación, y las huellas de la vida humana, de la actividad rústica, el
manto amigo de la agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño
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