La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 18

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Venía el atador de Boán con el estómago ayuno de bebida, pues acababa de
dejar la camada de paja fresca con que aquella noche le había obsequiado
el pedáneo; y si esta narración ha de ser del todo verídica y puntual,
conviene advertir que llevaba el propósito de matar el gusanillo en la
cocina del cura. Lo cual prueba que el señor Antón no estaba muy al
tanto de las costumbres severas y espartanas del incomparable Goros,
incapaz de tener, como otros muchos de su clase, el frasquete del
aguardiente de caña oculto en algún rincón. Es más: ni siquiera por
cortesía ofreció un tente-en-pie, un _taco_ de pan y algo de comida de
la víspera, y se contentó con responder secamente:--Felices nos los dé
Dios--al saludo del algebrista. La razón de esta sequedad era una razón
profunda, seria y digna del temple de alma de Goros. Allá en su
conciencia de creyente á macha martillo y de persona bien informada en
lo que respecta al dogma, Goros tenía al señor Antón por un endemoniado
hereje, acusándole de que, merced al trato con las bestias, no
diferenciaba á un cristiano de un animal, ni siquiera de una hortaliza,
y que para él era _lo mismo una ristra de ajos_, con perdón, que el alma
de una persona humana. En las discusiones del ateneo de los Pazos, Goros
tenía siempre pedida la palabra en contra, y así que el algebrista se
descolgaba con una de sus atrocidades, allí estaba el criado del cura
hecho martillo de herejes, confutando las proposiciones panteísticas que
el alcohol y el atavismo ponían en los sumidos labios del componedor de
Boán.
--¿Vienes á ver los animales?--preguntóle aquella mañana
desapaciblemente.--Están bien lucidos. San Antón por delante. No tienen
falta de médico.
--Vengo á me sentar... que el cuerpo del hombre no es de madera, y á las
veces cánsase también.
--Bueno, ahí está el banco.
--¡Quién como tú!--suspiró el algebrista, quitándose el sombrero de copa
alta y poniéndolo entre las rodillas.--¡Hecho un canónigo, carraspo! Así
te engordan los cachetes, que pareces fuera el alma el marrano del
pedáneo cuando lo van á matar.
--Sí, sí, vente con endrómenas... Si hablases de otros criados de otros
curas diferentes, de todos los más que hay por el mundo adelante, que
revientan de gordos y de ricos... á cuenta de los malpocados de los
feligreses... Pero este mi señor, que antes de la hora de la muerte ya
ha entrado de patas en la gloria, nunca tiene sino necesidades y
pobrezas, y si el criado fuese como los vagos y lambones que andan de
casa en casa á la chupandina del jarro y del pisquis de caña... ¡ya le
quiero yo un recadito!
--¡Mal hablado! Aun siquiera una gota te pedí.
--Buena falta hace que me la pidas. Conozco yo las entenciones de la
gente...
Echóse á reir el algebrista, pues no era él hombre que se formalizase
por tan poco. De oirse llamar borrachón y pellejo estaba harto, y esas
menudencias no lastimaban su dignidad. Al contrario, dábanle pretexto
para explayarse en sus favoritas y perniciosas filosofías.
--Bueno, carraspo, bueno; el hombre tampoco es de palo y ha de tener sus
aficiones... quiérese decir, sus perfirencias. Y sino ¿para qué venimos
á este mundo recondenado? A la presente estamos aquí platicando los dos;
pues cata que sale una mosca verde del estiércol y te pica... el
_caruncho_ sea contigo, y acabóse; ya puede el señor cura plantarse
aquellos riquilorios negros con la cinta dorada. Que pasa un can con la
lengua de fuera, un suponer, y te da una dentada... pues como no te
acudan con el hierro ardiendo, ó no te pongan la cabeza de un conejo en
vez de la tuya, que dice que es ahora la última moda de Francia para la
rabia...
--Vaya á contar mentiras al infierno--exclamó Goros furioso, destrozando
en menudos fragmentos una onza de chocolate, pues el agua hervía ya en
la chocolatera.--No sé cómo Dios no manda un rayo que te parta, cuando
dices esos pecados de confundirnos con las bestias, Jesús mil veces!
--¡Si ya anda en los papeles! A fe de Antón, carraspo, que no te miento.
--Los papeles son la perdición de hoy en día. Los que escriben los
papeles, más malvados aún que las amas de los clérigos.
--Asosiégate, hombre, que tú no has de arreglar el mundo, ni yo tampoco.
Lo que se quiere decir, es que para cuatro días que tenemos de vida, no
debe un hombre privarse de lo que le gusta, en no haciendo daño á sus
desemejantes.
--Como los cerdos, con perdón, ¿eh?--vociferó Goros en el colmo de la
indignación, mientras buscaba por la espetera el molinillo.--¿Como los
marranos? ¿Comer, dormir, castizar, y luego á podrirse en tierra? Calle,
calle, que hasta parece que se me revuelve el estómago.
Lo que se revolvía era el chocolate, bajo el vertiginoso girar del
molinillo en la chocolatera. El cura de Ulloa padecía debilidad, y
necesitaba que en el mismo momento de llegar de la iglesia le metiesen
en la boca su chocolate, fuese en el estado que fuese; por lo cual Goros
acostumbraba tenerlo listo con anticipación, y el señor cura tomarlo
detestable.
--Yo no sé qué diferentes son de los marranos los hombres,
carraspo--blasfemó el algebrista.--Tras de lo mismo andan; el comer, el
beber, las mozas... Al fin, de una masa somos todos...
--¡No sé cómo Dios aguanta á este empío en el mundo!
--¿Y yo qué mal le hago á Dios, por si es caso? ¡De quien se ríe Dios es
de los bobos que se están aunando y con flatos y pasando mala vida!
¿Para quién hizo Dios,--vamos á ver, responde, cristiano,--para quién
hizo Dios las cosas buenas, el vino, y más la comida, y más las
muchachas de salero? ¿Las hizo Dios, sí ó no? Pues si las hizo, no será
para que nadie las escupa. Y si alguien las escupe, se ríe Dios de él,
¡carraspo y carraspiche!
--Si le oye mi señor, le echa con cajas destempladas de la cocina.
--¿No va en los Pazos el señor abad?--preguntó el algebrista, mudando de
tono, y como quien pregunta algo serio.
--¿En los Pazos? No, va en misa.
--Pues dice que lo van á llamar de los Pazos.
--¡Milagro! ¿Para qué será?
--Para echarle los desconjuros y los asperjes á la señorita Manola, que
tiene el _ramo cativo_, y para darle la esterminación á don Pedro, que
está en los últimos.
--¿Quién le dijo todo eso?
--El estanquero de Naya. Allá estive de noche.
--Pues es una mentirería descarada. Ayer noche fuí á los Pazos á ver qué
sucedía. También me lo encargó el señor abad. Y ni la señorita Manola
está endemoniada, ni el marqués tan malo.
--El haber hay en la casa un rebumbio de dos mil júncaras. ¿Hay ó no?
--Rebumbio lo hay, eso es como el Evangelio; pero eusageran, que no es
tanto.
--¿Y será mentira también el cuento de lo que pasó con el Perucho, el
hijo de la Sabel? Por Naya anda el cuento más corrido, ¡que no sé!
--Largó de casa, y no se sabe á derechas el motivo. Ese es el caso.
La fisonomía del algebrista, truhanesca y socarrona como ella sola, se
contrajo y arrugó con el más malicioso gesto posible.
--El motivo... Endrómenas, carraspo... Unos dicen de una manera, otros
de la otra, y tú vete á saber la verdá...
--La verdá sólo Dios--sentenció Goros...
--Ó el diaño, que inda es más listo. Pues señor, que dicen unos que la
señorita tuvo un disgusto grandísimo con el padre, á que había de echar
de casa al Perucho, y que hasta que lo echó no paró. Otros que ese señor
que está ahí... ¡ese de los cuatro ojos!
--Ya sé. El hermano de la difunta señora.
--Que fué quien porfió por echar á Perucho, porque quiere casarse con la
señorita... y así que supo que don Pedro le dejaba cuartos por
testamento, amenazó á Perucho de matarlo y por poco lo mata... hasta que
se tuvo que largar con viento fresco. Que otros... (aquí el guiño se
hizo más malicioso) que si andaban, si no andaban, si el Perucho y la
Manola y el otro y todos... ¡El diablo y más su madre! El cuento es que
juraban que el señor no salía de esta... que estaba gunizando... y que
tenían llamado al médico de Cebre, aquel con quien riñeran por mor de
las eleuciones...
Goros sacó en esto la chocolatera del fuego, porque ya había dado los
dos hervores de rúbrica; y meneando la cabeza con aire filosófico,
pronunció:
--Ni por ser rico... ni por ser señor... ni por por poca edá... ni por
sabiduría... Cuando llega la de pagar la gabela de las enfermedades y de
las desgracias y de la muerte negra...
El algebrista callaba, como el que no tiene ganas de armar disputa otra
vez, y picaba con la uña, de una gruesa tagarnina, cantidad bastante
para liar un papelito. Así que lo hubo liado, se encasquetó la
monumental chistera, y acercándose al fogón, murmuró con tonillo
insinuante:
--¿Con que no das ni una pinga?
--No gasto--respondió el criado del cura áspera y lacónicamente.
--Da entonces lumbre para el cigarro, que no te arruinará, cutre,
sarnoso.
Goros le alargó un tizón, y el componedor, con un cigarrillo en el canto
de la boca, salió rezongando un
--¡Conservarse!
Creyóse el perro en el compromiso de soltar un ladrido de alarma al ver
salir al señor Antón; mas de allí á dos minutos, rompió á ladrar con
verdadero frenesí, con ese bronco ladrido, casi trágico, que es aviso y
reto á la vez. Goros se lanzó fuera y se halló, á la puerta del patio,
con el señor de los _cuatro ojos_.


XXXII

--¿El señor cura? ¿Está en casa?
--¡Ay señor! Va en la misa... ya hace un bocadito que salió.
--¿Tardará mucho?
--¿Quién es capaz de saberlo? La misa se despabila pronto; solamente que
después, si le da la gana de ir á rezar al camposanto... lo mismo puede
tardar media hora que una. Si quiere, voy á buscarlo en un instante.
--Nada de eso... Déjele usted que rece. No tengo prisa; esperaré.
--¡Quieto, can! ¡Quieto, arrenegado! Pase, éntre, haga el favor de
subir.
Pasábase por la cocina para llegar á la sala del cura, sala que hacía
oficio de comedor, y se reducía á cuatro paredes enyesadas, una mesa
vieja con tapete de hule, una Virgen del Carmen de bulto, encerrada en
su urna de cristal y caoba, y puesta sobre una cómoda asaz ventruda y
apolillada, y media docena de sillas de Vitoria. Goros se deshacía
buscando y ofreciendo la menos desvencijada y vieja.
--Gracias, estoy muy bien--afirmó el artillero después de tomar
asiento;--no deje usted sus quehaceres, amigo; váyase á trabajar.
La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con
preocupaciones muy serias. Pesado silencio llenaba la salita, y lo
interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se aporreaba la cabeza
contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla á la
mesa, y apoyando en ésta los codos, dejó caer sobre las palmas de las
manos la frente, experimentando algún consuelo al oprimirse los párpados
y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué, después de dos ó tres
días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación
espantosa, le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de
echarlo todo á rodar, meterse en un coche y volverse á Santiago, á
Madrid...
Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por
culpa de la vigilia y abstinencia le parecía en aquel instante que su
cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran como esos círculos que
hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A
fuerza de encontrarse frente á frente, de lidiar cuerpo á cuerpo con uno
de los problemas más tremendos que pueden acongojar á la razón humana,
ya había perdido la brújula, y el desbarajuste de su criterio le
amedrentaba.--Vamos á ver (y era la centésima vez que repetía aquel
soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se
les ha estropeado la vida á dos seres en la flor de la edad. Los dos se
causan horror á sí mismos; los dos se creen reos de un crimen, de un
pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo
tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían;
pero supongamos que lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley
natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si en los tiempos
primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres
se pobló el mundo sino con _eso_? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no
tengo lo que llaman por ahí sentido moral! ¡A fuerza de lecturas, de
estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado á ver el pro y el
contra de todas las cosas... Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra
claro como el agua, lo que un niño puede resolver con las nociones
aprendidas en la escuela, á mí me parece hondísimo é insoluble... Sólo
en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica; así
cuando quería matar á Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no
un divagador miserable; pero ¿cuánto me dura á mí esa fuerza, esa
convicción? Diez minutos; el tiempo que tardo en echarme á filosofar
sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones, indulgencias y
tolerancias... ¡El cáncer que me roe á mí es la indulgencia, la
indulgencia! ¿Me casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis
hermanas? No, y estoy disculpando el incesto. Como aquella vez que
encontré mil excusas á la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó
varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo
de matón para que no se figurasen que defendía causa propia! Aún me
río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de Morón me dijo con mucha
soflama que era cómodo tener ciertas teorías á mano...! Aún se deben
acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de
estas dislocaciones de la razón, de este afán de comprenderlo y
explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera tener el
cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y sentir como yo mismo; con
energía, con espontaneidad, equivocándome ó disparatando, pero por mi
cuenta! Ese montañés me ha inspirado simpatía, cariño, envidia,
admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo me
trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente,
piensa y quiere! Vamos, que ya daría yo algo por poder decir con aquella
voz, aquel tono y aquella energía:--¿Soy algún perro para no creer en
Dios?
Gabriel se oprimió más las sienes. El moscardón seguía zumbando y
golpeándose, incansable en su empeño de romper un vidrio con la cabeza
para salir al aire y á la libertad que desde fuera le estaban
convidando. Levantóse Pardo, deseoso de librarse, con la acción, de la
tortura de aquellas cavilaciones estériles y mareantes. Púsose á pasear
de arriba abajo por la sala, escuchando el crujido de sus botas nuevas,
unas botas de becerro blanco encargadas para la expedición al valle de
Ulloa. Se paró ante la urna de la Virgen del Carmen, y la miró
atentamente, reparando en su corona, en la inocente travesura de los
ojos del niño, en la forma del escapulario... ¡De veras que ya iba
tardando el cura! Sentía Gabriel esa necesidad de movimiento que
entretiene la impaciencia. Salió á la cocina, donde Goros mondaba
patatas; y abriendo la petaca, le ofreció cordialmente un cigarro. El
criado del cura se puso de pie, sonrió complacientemente y se rascó el
cogote detrás de la oreja, ademán favorito del gallego cuando delibera
para entre sí. Gabriel adivinó.
--¿No fuma usted?
--No señor, no gasto, hase de decir la verdad. Dios se lo pague y la
Virgen Santísima y de hoy en un año me dé otro.
--¡Pues si no le he dado á usted ninguno!
--La entención es lo que se estima, señor. No se le va el tiempo; con su
permiso, cumple avisar al señor abad.
--No, hombre; si ya no es posible que tarde mucho. Tiene el abad una
casita muy mona... ¿Produce mucho el huerto?
--No señor, apenas nada... ¿Quiere molestarse en ver cuatro coles?
--Si usted no tiene ocupación precisa...
--Jesús, señor... Venga por aquí. (Goros tomó la delantera.) Esto es una
poquita cosa que yo la trabajo cuando tengo vagar... (Encogiéndose de
hombros con aire resignado.) Porque el señor abad... ¡mi alma como la
suya! no mete un triste jornalero, y yo á veces me levanto antes de ser
día, y con un farol en la mano voy cuidando... Y todo me lo come el
verme...
Obligaba la cortesía á Gabriel á fijarse en un repollo comido de orugas,
un tomate que rojeaba, un pavío chiquito, enfermo de un flujo de goma, y
un peral muy cargado ya. Luego entraron en la corraliza donde se ofrecía
á los ojos un cuadro de familia interesante. Era una marrana soberbia en
medio de su ventregada de guarros, los más rosados y lucios que pueden
verse. La madre vino á frotarse cariñosamente contra Goros; pero al ver
á Gabriel gruñó con recelo y echó al trote, seguida de sus críos, hacia
la pocilga. Goros la llamó con cariñosos apelativos, diminutivos y
onomatopeyas, para sosegarla.
--Quina, quiniña... cuch, cuch, cuch...
--¡Qué grande es y qué hermosa!--observó Gabriel para lisonjear la
vanidad de Goros.
--Es muy hermosísima, sí señor; y eso que está chupada de criar. Cuando
se cebe tendrá con perdón unas carnes y unos tocinos... como los del
Arcipreste de Boan. ¿Le conoce, señorito?--exclamó el criado, que ya
estaba rabiando por vaciar el saco de las chanzas irreverentes.
--Algo--respondió Gabriel sonriendo.
--¿Y no le parece, dispensando usté, que se la podíamos enviar de
ama?--añadió Goros señalando á la puerca. Como Gabriel no celebró mucho
el chiste, Goros mudó de estilo.
--¿Ve los que tiene?--dijo enseñando los cochinillos.--Pues á todos los
ha criado... Es el segundo año que cría... Aquel ya es hijo suyo--añadió
mostrando en un rincón de la corraliza un cerdazo corpulento, pero con
un aire hosco y feroz que recordaba al jabalí montés.--Matamos el cerdo
viejo por Todos los Santos... y quedó ese para padre.
Mientras Gabriel consideraba á aquel Edipo de la raza porcuna, un
gracioso animal vino á enredársele entre los pies: era una paloma
calzuda, moñuda, de cuello tornasolado donde reverberaban los más lindos
colores; giraba arrullando, y su ronquera era honda, triste y voluptuosa
á la vez. Gabriel se inclinó hacia ella, y el ave, sin asustarse mucho,
se limitó á desviarse unos cuantos pasos de sus patitas rosadas.
--¿Hay palomar?--preguntó Pardo.
--No señor... (El criado estregó el pulgar contra el índice, como
indicando que no sobraba dinero para meterse en aventuras.) Pero el
señor abad... como Dios lo dió tan blando de corazón... y como las
palomas le gustan..., mantiene á las de todos los palomares de por ahí,
y siempre tenemos la casa llena de estas bribonas.... Siquiera sacamos
un par de pichones para asarlos; aquí no vienen sino á llenar el papo y
marcharse.... ¡Largo, galopinas!--añadió dirigiéndose á varias que desde
el tejado descendían á la corraliza volando corto.--¡Ay señor!--añadió
el criado tristemente:--es mucho gusto servir á un santo... ¡pero
también... los trabajos que se pasan para ir viviendo acaban con uno!
Aquí no se cobran derechos.... aquí los feligreses se ríen del señor, y
no traen ni huevos, ni gallinas, ni fruta, ni nada... aquí la fiesta del
Patrón, como si no la hubiera... Aquí se guarda el tocino y la carne
para los enfermos de la parroquia, y nosotros pasamos con berzas y unto!
Latió el perro de alegría; abrióse la puerta del patio que comunicaba
con la corraliza, y apareció el cura flaco, sumido de carnes, encorvado,
canoso, de ojos azules muy apagados, vestido con una sotanuela color de
ala de mosca, pero limpia. Gabriel se descubrió, se adelantó, y antes de
saludarle inclinóse y le estampó un gran beso en la mano.


XXXIII

Para hablar á su gusto y sin temor de que ningún oído indiscreto
sorprendiese la conversación, se encerraron en el dormitorio del cura,
que parecía celda. Como no había más que una silla, Gabriel se sentó en
el poyo de la ventana. Y charló, charló, desahogando su corazón y
aliviando su cabeza con el relato circunstanciado de toda la tragedia
ocurrida en la casa señorial. El cura le oía sin levantar los ojos del
suelo, con las manos puestas en las rodillas, cogiéndose á veces la
barba como para reflexionar, y á veces moviendo los labios lo mismo que
si hablase, pero sin pronunciar palabra ninguna. De tiempo en tiempo
carraspeaba para afianzar la voz, costumbre de todos los que han
ejercitado el confesonario, y hacía una pregunta, contrayendo la boca al
decir las cosas graves. Gabriel respondía clara, explícita, llanamente:
jamás recordaba haber tenido tal satisfacción y tan provechoso desahogo
en confiarse y desnudarse el alma.
--Y dice usted--interrogó el cura--que ese desdichado está ya bien lejos
de aquí? La separación es lo primero que importa.
--Sí, padre. Yo le proporcioné dinero; yo le consolé lo mejor que supe;
yo le acompañé hasta la diligencia, y le dí carta para una persona de
Madrid que inmediatamente que llegue le colocará de dependiente en una
tienda. Le conviene trabajar, para que se le quiten de la cabeza las
cavilaciones. Y no tenga usted miedo, que no le dejaré de la mano. Me
considero obligado á eso y además me ha dado tanta lástima! Le aseguro
á usted que iba cobrándole cariño.
--¿Y usted.... no sospecha con qué objeto quiere verme la señorita
Manuela?
--Quiere confesarse, ó cosa semejante; quiere.... ¿Qué ha de querer la
pobrecilla? Imagínese usted.... Consejo, luz; ¡que la ayuden á salir del
pozo en que cayó hace cuatro días! El mal ha cedido; bien lo decía el
médico de Cebre, que el daño físico era poca cosa y fácilmente se
vencería. Ya no hay convulsiones, ni querer batir con la cabeza contra
la pared, ni aquello de llamar á gritos á Perucho y acusarse en voz alta
de los más horribles delitos.... Figúrese usted que hasta dijo que ella
había matado á su madre. Así es que la tuvimos secuestrada, sin permitir
que en el cuarto entrase nadie.... ¡y ojalá hubiésemos empezado por ahí,
desde que Perucho se marchó! Entonces no le hubieran contado.... ¿No le
parece á usted una fatalidad que supiese el parentesco que la une á
aquel infeliz? Han cargado su conciencia de negras sombras; la han
torturado con remordimientos que pudieron ahorrársele del todo.... la
han colocado á dos dedos de la locura!
--Me parece que no está usted en lo cierto, señor don Gabriel--respondió
lentamente el cura de Ulloa.--Si la niña ignorase que hay entre ella y
el hijo de Sabel un obstáculo eterno é invencible, le seguiría amando y
no veríamos nunca extinguida la pasión incestuosa. Estas desgracias tan
terribles provienen cabalmente de no haberle abierto los ojos á tiempo:
¡tremenda responsabilidad para los que estaban obligados á velar por
ella! Dios se lo perdone en su infinita misericordia.
--Me coge de lleno esa responsabilidad, padre. Yo debí venir antes á
conocer á la hija de mi pobre hermana, á saber cómo vivía, cómo la
educaban. Nada de eso hice, y será un remordimiento que me ha de durar
tanto como la vida. Y usted, usted que es un santo....
--Señor de Pardo, no me abochorne. Soy el último y el más miserable
pecador.
--Bien, pues usted.... que es un malvado!--exclamó sonriendo
cariñosamente el artillero,--¿no tuvo ocasión de insinuarle.... no se
confesaba la niña con usted?
--Algún año por el Precepto.... Confesiones á escape, en que no es
posible echarle la sonda á un alma y ver lo que tiene dentro. Todo lo
han descuidado en esa pobrecita, hasta los deberes religiosos, y si hay
en ella bondad y honradez....
--¡Ya lo creo que la hay...!--protestó Gabriel con viveza.
--Será por virtud natural y por misericordia de Dios... Nada le han
enseñado; la han dejado vivir entregada á sí misma, por montes y breñas
como los salvajes. Ha caído muy hondo; pero ¿cómo no había de caer? Al
borde del abismo la empujaban!
--¿Cómo es que no la veía usted más á menudo? Usted que tanto quiso á su
madre?
La fisonomía del cura se animó y alteró un tanto. Gabriel le había
observado desde un principio, y notado que el cura de Ulloa, ahora como
en la primer entrevista, parecía llevar sobre las facciones una máscara,
una especie de barniz de impasibilidad, austeridad y desasimiento, que
le daba gran semejanza con algunas pinturas de santos contemplativos que
andan por las sacristías. La expresión se había recogido al interior,
por decirlo así; los ojos, muy sumidos bajo el convexo párpado, miraban
positivamente para dentro. Eran sus trazas como de hombre que huye de la
vida de relación y se concentra en su pensamiento, procurando envolverse
en una especie de mística indiferencia por las cosas exteriores, que no
es egoísmo porque no impide la continua disposición del ánimo al bien,
sino que parece coraza que protege á un corazón excesivamente blando
contra roces y heridas. La forma cristiana de la impasibilidad estoica.
Pero ante la directa pregunta de Gabriel, quebrantóse la tranquilidad
del cura: un leve matiz rojo le tiñó las mejillas, y brillaron sus
apagados ojos. No debía de ser tan flemático, en el fondo, el bueno del
abad.
--No señor--pronunció más aprisa y en tono algo agitado.--Le hablaré á
usted con franqueza absoluta, por ser usted quien es y por el caso
extraordinario en que estamos... Hace muchos años que yo no frecuento la
casa de los Pazos, en que tuve la honra de ser capellán, parte por el
carácter de su señor hermano político de usted (todos tenemos nuestros
defectos, nuestras rarezas), parte porque me traían aquellas paredes
recuerdos... bastante tristes. De esto no necesitamos hablar más.
Respecto á la niña, mire usted... Cuando era pequeñita, puede decirse
que recién-nacida, le tenía yo cobrado un cariño... un cariño que no sé:
muy grande podrá ser el amor de los padres para sus hijos, pero lo que
es el que yo tenía al angelito de Dios, es una cosa que no se puede
explicar con palabras. Como luego me fuí de aquí y tardé bastante tiempo
en volver (hasta que me presentaron para este curato), pude meditar y
considerar las cosas de otro modo, con más calma; y entonces evité ver
mucho á la niña, por no poner el corazón en cosas del mundo y en las
criaturas, que de ahí vienen amarguras sin cuento y tribulaciones muy
grandes del espíritu... El que se casa, bien está y justo es que quiera
á sus hijos sobre todas las cosas, después de Dios; pero el sacerdote, y
en especial el párroco, ha de ser padre de todas sus ovejas, pues tal es
su oficio... y no amar mucho en particular á nadie, para poder amar á
todos, y amarlos no en sí, sino en Cristo, que es el modo derecho. Así
he creído que debía hacer, señor de Pardo... En cuanto al motivo, no
pienso haber errado; pero, á poder prever los acontecimientos y el
peligro de la niña, debí proceder de otro modo. Yo, que estaba cerca,
soy muchísimo más delincuente y reo de descuido que usted que estaba
lejísimos y no podía razonablemente suponer que corriese Manuela ningún
riesgo teniendo al lado á su padre.
--Pues ahora--exclamó Gabriel--se me figura que nada remediamos con
andar volviendo la vista atrás y lamentar lo ocurrido. El lance es
espantoso; á hacerle cara, y á reparar en lo posible (hablo por mí) el
delito de que somos reos. Yo tengo aquí en esta mano la reparación. Lo
que necesita ahora mi sobrina, es rehabilitarse á sus propios ojos; es
volver á estimarse á si misma; es reconciliarse con su propia
conciencia. Es muy joven, muy inexperta, muy sencilla, ya por efecto de
su carácter, ya de sus hábitos; y cree haber cometido uno de esos
crímenes horribles que la hacen acreedora á que caiga sobre su cabeza el
fuego del cielo, que abrasó á los habitantes de las cinco ciudades
aquellas... Cuando no se ha vivido, señor cura, no es posible tener idea
exacta de la magnitud y trascendencia de nuestros actos, ni del grado de
responsabilidad que nos toca en ellos; así es que la pobre chica, no le
quiero á usted decir ni cómo se trata á sí misma, ni las cosas que se
llama, ni las culpas que se echa, ni las atrocidades que ensarta sobre
el tema de que se quiere morir, de que no estará tranquila hasta que le
canten el responso, ¡y otras mil cosas análogas! Desde que ha pasado el
acceso nervioso, permanece calladita y vuelta de cara á la pared, y sólo
se le saca de cuando en cuando un--¡Ay Jesús... ay Jesús... yo me quiero
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