La madre naturaleza (2ª parte de Los pazos de Ulloa) - 14

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Oyóse la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró
por las rendijas de las ventanas. El comandante Pardo dormía á pierna
suelta.


XXIII

Se despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la
cocinera, mocita frescachona, rubia, de buenas carnes--que desde la
mudanza de estado de Sabel desempeñaba el negociado de los pucheros--le
subió el chocolate á petición suya, eran cerca de las nueve y media:
hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba
siguiendo el ejemplo del amo, á quien antes despertaban con la aurora
sus aficiones de cazador y ahora su consagración á las faenas agrícolas.

Los pensamientos de Gabriel al dejar las ociosas plumas, desayunarse y
asearse, fueron sobremanera halagüeños. Su sobrina le esperaría ya, y en
tan amable compañía prometíase otra jornada como la de la víspera, otro
viaje de exploración por los alrededores de los Pazos y, al mismo
tiempo, por los repliegues de un corazón candoroso, tierno y franco,
donde el artillero quería penetrar á toda costa. Y no sólo por
inclinación, sino por deber, fundiéndose en su deseo los más egoístas y
los más nobles sentimientos del alma, que eso suele ser, bien mirado, el
amor. Gabriel se atusó y acicaló lo mejor posible, y se peinó de manera
que el pelo le adornase con mediana gracia la cabeza (aunque sin
recurrir á artificios de tocador, indignos de tan varonil y discreta
persona), y aguardó, con ansiedad natural y disculpable, los golpecitos
en la puerta. Corrió tiempo. Nada. Impaciente ya, midió repetidas veces
el aposento, lo recorrió y examinó todo, abrió la ventana, asomóse á
ella, miró el paisaje, notó que el día era canicular y la temperatura
senegaliana, espantó con el pañuelo las impertinentes moscas que venían
á posársele críticamente en el hueco de las orejas ó en la comisura de
los labios--donde más podían fastidiarle,--sonrió ante las ingenuas
pinturas del biombo, intentó coger un libro, miró el reloj... Nada. La
incertidumbre le freía la sangre. Se determinó á salir, buscando el
camino de la habitación de su cuñado. Recorrió salones, más ó menos
destartalados, y durante la caminata observó algún hermoso vargueño con
incrustaciones, de esos que hoy se pagan y estiman tanto, abandonado y
estropeándose en un rincón, algún cuadro al óleo, cuyo asunto era
imposible adivinar, de tal modo se habían ennegrecido los betunes y las
tierras, y tan resquebrajado se hallaba por falta de barniz; vió, en
suma, indicios de lo que pudo ser en otro tiempo aquella señorial
morada, que inspiraba á Gabriel dilatadas tesis de filosofía histórica.
Sólo que entonces no estaba el horno para pasteles. ¿Dónde se habría
metido todo el mundo? Porque tampoco el hidalgo de Ulloa parecía por
ninguna parte. En su habitación sólo encontró Gabriel á la vieja perra
de caza, tendida bajo el rayo de sol que de una ventana caía. Al ruido
de los pasos del artillero, la perra entreabrió un ojo sin alzar el
hocico que recostaba en las patas de delante, y azotó el suelo con el
muñón del rabo, como dando los buenos días.
En vista de que la casa parecía un palacio encantado ó abandonado por
sus moradores, Gabriel bajó á la cocina, donde halló á la nueva hermosa
fregatriz ocupada en la labor de un picadillo. Con tanta energía meneaba
la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el
centro, y es seguro que en albondiguillas ó chulas se tragarían los
señores, á vuelta de pocos años, un castaño ó roble enterito. Cuando
Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dió paz á la media luna y le
miró, abriendo la boca de un palmo.
--Le está en la era... ¡con los que majan!--exclamó al fin asombrada de
la pregunta.
No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de
la gran faena de la maja, esa faena en que se asocian el cielo y la
estación estival al trabajo del hombre, esa faena que no puede
realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los
brevísimos días, que en Galicia apenas llegarán á ocho, cuando el
agricultor, pasándose el revés de la mano por la empapada frente y
respirando fuerte, exclama:
--¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!
Á la entrada de la era de los Pazos, el comandante se paró sorprendido
por el cuadro, para él novísimo, que se le ofrecía. No era posible
imaginarlo más animado, más bucólico, más digno de un pintor colorista,
alumno de la naturaleza y fiel á la realidad, enemigo de afeminaciones
de dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de
piedra la era, habíanla barnizado con una costra espesa de boñiga de
vaca, á fin de que el _fruto_ no se confundiese entre la arena y el
polvo, y rodeándola de sábanas sostenidas por cuerdas, con objeto de que
el mismo grano no rebasase del circuito donde se majaba. Las _camadas de
pan_, ópimas, gruesas, mullidas, se tendían sobre el espacio
cuadrilongo, en correcta formación: y los membrudos gañanes, remangados,
en dos hileras situadas frente á frente, aporreaban con sus pértigas, á
compás, la extendida mies, haciendo saltar las perlas de oro del trigo,
impacientes ya por salirse, con el menor pretexto, del estuche bruñido
que las contiene. El sol, implacable, metálico, se bebía el sudor de los
trabajadores apenas brotaba de los dilatados poros; y sin embargo, la
faena seguía y seguía, que para sostener el esfuerzo allí estaban, entre
camada y camada, los jarros de vino corriendo de mano en mano. Las
jornaleras, vestidas con sayas angostas de zaraza desteñida, que les
señalan los recios muslos, sacuden la paja, la colocan en rimeros
grandes, preparan la camada nueva, y entretanto el hombre, de pie,
apoyado en el _mallo_, ebrio de sol, despechugado, con la camisa de
estopa pegada al cuerpo, despacha aprisa el _espeque_ ó cigarro, y ya se
escupe en la palma de las manos para volver á blandir el instrumento
cuando suene la hora del combate. ¡Hora terrible, en que se gastan
energía y vigor suficientes para vivir un mes! La luz deslumbra y ciega;
el ambiente es de boca de horno; no corre ni el soplo de aire suficiente
á inclinar el tallo de la más endeble gramínea: las hojas de las
higueras que rodean la era de los Pazos permanecen inmóviles, como
recortadas en hoja de lata, y los verdes higos, tiesos, á modo de pencas
de metal: á veces un pajarillo cae al suelo agonizando de sofoco, con el
pico desesperadamente abierto y la pluma erizada: en el lindero más
cercano, la víbora saca su cabeza chata, enciende su ojillo de azabache,
resbala sobre la hierba escandecida, y los abejorros, aturdidos, no
aciertan á salir del cáliz de flor en que hundieron la trompa... Y en el
desmayo general de la naturaleza, que desfallece y espira de calor,
sólo el hombre reconoce su condición servil y cumple el precepto del
Génesis, azotando la mies que le ha de dar sustento!
Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena
absorbía á todos, permanecía á la entrada de la era, protegido por la
sombra del hórreo, y deteniéndose en ir á saludar á su cuñado: verdad
que éste tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre,
leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida á circunstancias que
merecen referirse.
Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa
sacudir la primer camada, demostrando así á sus gañanes que si no ganaba
el mismo jornal que ellos, no era por falta de aptitud. Cuando el
descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de
oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y
Alfonso de Aragón; de aquellos Moscosos que se distinguieron entre los
paladines portugueses en la ardiente África; de aquellos Moscosos que
hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios
erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión
de los derechos señoriales; de aquellos Moscosos... en fin, de aquellos
Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en sangre azul podían competir
con lo más añejo y calificado de la infanzonía española... cuando el
descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el _mallo_ y á la voz
de á la una... á las dos... á las tres... se santiguaba, lo vibraba en
el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los _malladores_
halagüeño murmullo, que crecía á medida que el señor, con compás
admirable y pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto,
poniendo la ceniza en la frente al más alentado de sus mozos. Su abierta
camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco, saliente, que
con el tragín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una
doncella á quien agita la danza: sus mangas vueltas por más arriba del
codo permitían ver las montañuelas de carne que el ejercicio alzaba y
deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo por no
quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso,
humeante, pero con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado
en su _mallo_ y gritaba con firme voz:--¡Ea! ¡day un jarro de vino,
retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!--ya no era
murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de
requiebros si así puede decirse, dirigidos á lo que más admira el
labriego en las personas nacidas en esfera superior: la fuerza física.
Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el _mallo_
sobre la paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes
«hasta verte, Jesús mío», y consumada esta segunda hazaña, que no se
celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los hombros, se
encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba
como los otros trabajadores, pero con placer sereno é íntimo orgullo.
Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya
inveterada costumbre. Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo
sería no coger el mallo? Hasta parece que no se le alegraba la cara
viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más
limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y
aquel mar de oro donde los mallos, al precipitarse, producían un ruido
apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón. Lejos de manifestar el
contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa
había exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las
manos y se tentaba los brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no
sabe á qué santo encomendarse. De repente Gabriel, desde su atalaya, vió
que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana á
toda prisa, se remangaba...
--¿Qué barbaridad irá á hacer éste?--pensó Pardo.
Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar
valerosamente la mies. El señor de Ulloa, en los primeros momentos,
demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero á los pocos golpes,
empezó á sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le
nublaba la frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía á
levantar el instrumento, las carnes se le volvían algodón y se le
doblaban las rodillas. Exclamó con angustia:--¡Alto, rapaces!--y los
diez y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire
como si fuesen uno solo, mientras los gañanes miraban al señor con muda
lástima y en un silencio tal, que pudiera oirse el vuelo de una mosca.
Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos á la frente
húmeda, y á vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:
--Rapaces... Ya pasé de mozo. No sirvo... No darme el jarro.
Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y
compasivos, no sabiendo si era prudente tomar el caso á risa ó dolerse
mucho de él. Don Pedro, desplomado en los haces, se enjugaba el sudor
con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba
demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía
como si el fracaso de su intento le echase de golpe diez años encima.
Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez se hacían más
visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra
mano caída, la espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se
veía ya inútil para todo, baldado, preso en una silla, tendido después
en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, ó
pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.
Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen á
continuar la tarea, ni casi á chistar. Un rumor profundo, contenido,
salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose impetuosamente,
listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y
satisfecho, llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco
de traje, muy digno de apostura, asistía á la faena.
--¡Angel! ¡Angel!
--Señor...
--Busca al _señorito_ Perucho... Tráelo volando aquí... De mi parte,
¡que venga á majar la camada!
Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte
alguna tan extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves
palabras del marqués de Ulloa. Inequívoca era la actitud; claro el
sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si alguna duda
les pudiese quedar á los maliciosos y á los murmuradores de aldea acerca
del hijo de Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle á que majase
la camada en lugar del hidalgo, era lo mismo que decirle ya sin rodeos
ni tapujos:--Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.
Todos miraron al Gallo, á ver qué gesto ponía. Nunca el semblante
patilludo del rústico buen mozo y su engallada apostura expresaron mayor
majestad y convencimiento de la alta importancia de su misión en la
señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda pupila,
y respondió con tono victorioso:
--Se hará conforme al gusto de Usía.
Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fué simultáneo.
Acercóse á su cuñado, y hechos los saludos de ordenanza, sentóse en los
haces, y pidió noticias de su sobrina.
--¿Quién sabe de ella?--respondió el padre.--Andará por ahí... ¿Has
visto la maja?--añadió revelando sumo interés en la pregunta.
--Sí, te he visto hecho un valiente...
--¿A mí? ¡A mí me viste acabado, _derreado_! Ya no sirve uno sino para
echar al montón del abono... A cada cerdo le llega su San Martín... Ya
verás á Perucho majar la camada, que será la gloria del mundo... Ey,
Angel... ¿Viene ó no viene? ¿Qué... no está?
--Dice que no... que salió trempranito con Manola... Que no voltaron
aún.
--¡Por vida de...! ¡Mal rayo!
Volvió á encapotarse el rostro y á anudarse de veras el ceño del
hidalgo de Ulloa.


XXIV

Comieron solos los dos cuñados. Al sentarse á la mesa, Gabriel manifestó
extrañeza grande por la ausencia de Manola, y don Pedro preguntó á los
criados si los _rapaces_ no parecían; la respuesta negativa no le
despejó el severo entrecejo. Érale difícil al hidalgo conservar muchas
horas seguidas la afable disposición de los primeros momentos de
hospitalidad; no sabía ejercitar la simpática virtud de la eutrapelia,
que en resumen es cortesía y buena crianza, y al poco tiempo de tratar á
una persona, se creía autorizado para obligarla á que le sufriese su
mal humor, así como á imponerle su jovialidad, cuando estaba alegre, que
no era cosa que ocurriese todos los días. Por su parte Gabriel, aunque
siempre atento y sin prescindir de sus corteses maneras, también se
mantenía serio, como hombre que tiene algo grave en qué pensar.
Sus porqués y cavilaciones salieron á relucir á la hora del café, cuando
ya la moza en pernetas y el tagarote del criado no tenían necesidad de
entrar en el comedor. Hacíase el café allí mismo, en la mesa; lo
preparaba don Pedro--único modo de que saliese á su gusto--en una
maquinilla de hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de
estaño colgando á lo largo de su cilindro superior; artefacto casi
inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado á semejante
chisme y persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la
operación. Se filtraba el café lentamente, gota á gota, y en realidad
resultaba fuerte, oscuro, aromático, exquisito. El marqués de Ulloa era
inteligente en la materia; porque merece notarse que aquel burdo
hidalgote, ajeno no sólo á la idea de lo que espiritualmente embellece y
poetiza, sino de lo que hace materialmente grata la existencia, tenía en
dos ó tres ramos afinadísimo el sentido y el conocimiento, hasta rayar
en sibarita: nadie como él distinguía un legítimo habano de primera, de
las imitaciones más ó menos hábiles; nadie entendía mejor el intríngulis
del café; nadie conocía tan perfectamente dos ó tres clases de licores y
vinos; y así como entendía fallaba, y que no le viniesen con cigarros
del estanco ni con Jerez de marcas inferiores. Ni él mismo podía decir
dónde había adquirido esta ciencia: acaso le venía de casta, como al
gitano ser chalán y al árabe apreciar armas y caballos.
Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad,
antes con cierta blandura encaminada á hacerse los lares propicios, dijo
á su cuñado:
--Oye tú... ¿No le habrá sucedido á Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?
--Va con Perucho--respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta á la
llave, y acercando á la villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro
negro, que despedía balsámicos efluvios.
--Perucho...--murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el
nombre--Perucho..... es un muchacho de muy poca edad.
--Poca edad... ¡Quién me diera en la suya!--exclamó el hidalgo,
respirando por la herida de su decadencia física.--¡A esa edad, que le
echen á uno encima disgustos y leguas de mal camino! A esa edad... salía
yo para el monte á las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me
estaba allí á pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía para casa
con el morral atacado de perdices... Y desde las cuatro de la madrugada
hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda la lluvia, que se me
había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le hacía
yo más caso que á este café que bebo ahora, y todo el frío, y todas las
brétemas, y los orvallos, y el pedrisco, y los demonios que me lleven...
A veces no me contentaba con las horas del día... ¡buena gana de
contentarme! ¡Cuántas noches de invierno tengo salido á las liebres, que
andaban pastando en las viñas! Allí... con el tío Gabriel, tu tocayo...
los dos escondiditos tras de un pino... tendidos boca abajo... con un
papel tapando la boca de la carabina para que las condenadas no
olfateasen la pólvora... ¿Quieres más azúcar?... No... ¡Lo que es del
tiempo de Perucho... que me diesen á mí caza que matar y monte por donde
andar y una empanada que comer y un jarro de mosto, que me sabía todo á
gloria...! Ahora... ¡se acabó!... Ya no está uno de recibo más que para
sentarse en una silla... ó para que le tiren al basurero.
--Pues yo--declaró Gabriel, bebiendo aprisa el último sorbo del café--no
estoy tan tranquilo como tú: á los enamorados (y aquí se sonrió) algunas
impaciencias hay que perdonarnos... Si sabes poco más ó menos hacia qué
parte suele ir tu hija, me lo dices y salgo allá.
--¿Y quién es capaz de saberlo? Como son locos, si les dió la gana de no
parar hasta el Pico Medelo, allá se plantificaron... Tú bien conoces que
tanto pudieron echar para Poniente como para Levante.
Gabriel Pardo se mordió el bigote estrujándolo con el pulgar contra los
labios. Cualquier cristiano se da á Barrabás con semejantes respuestas
en boca de un padre. Miró el artillero en derredor suyo, y al ver que no
andaba por allí nadie, ni Sabel, ni la cocinera, estuvo á punto de
vaciar el saco... Pero al fin el comedor era un sitio abierto, podía
entrar gente de un momento á otro, y lo que á él se le asomaba á la
lengua era para dicho privadamente. Siguió preguntando de un modo
indirecto.
--Y... acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver á la
hora de la comida?
--Pocas... ¡Hombre! ha de vivir ella en el monte como vivía yo? No se le
ocurre á nadie eso. Pero á veces, en tiempo de verano (ya se sabe) y
estando Perucho, les ha sucedido cogerles lejos un chubasco, ó una
tormenta, y entonces ¿sabes qué hacen? Se meten á comer en casa del cura
de Naya, ó del pobre de Boán, que en paz descanse, cuando vivía... ¡Cura
más templado! Se defendió él solo contra una gavilla de más de veinte
ladrones, que al fin me lo despacharon para el otro mundo; pero antes
despachó él á uno de los galopines, y malhirió á media docena... ¡Era
más perro!
--Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca--insistió con firmeza
Gabriel. Manuela no se habrá ido á comer á casa de nadie.
--Eso es verdad... pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron
andar juntos, tal día como hoy se habrán querido desquitar tomándolo por
suyo todo.
El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que
era inquietud, pena y susto á la vez. Dominando su turbación
involuntaria, dijo en voz reposada y entera:
--Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los
años de Manuela ande por los montes sin más compañía que un mocito poco
mayor. Es inconveniente por todos estilos, y hasta es exponerla, con
este sol de justicia, á que coja un tabardillo pintado.
No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el
hidalgo en punto de caramelo ó porque le moviese una secreta antipatía
contra su cuñado, lo cierto es que exclamó casi á gritos, con bronca
descortesía y despreciativo acento:
--¡Allá en los pueblos se educa á las muchachas de un modo y por aquí
las educamos de otro!.. Allá queréis unas mojigatas, unas _mírame y no
me toques_, que estén siempre haciendo remilgos, que no sirvan para
nada, que se pongan á morir en cuanto mueven un pie de aquí á la
escalera de la cocina... y luego mucho de sí señor, de gran virtud y
gran aquel, y luego sabe Dios lo que hay por dentro, que detrás de la
cruz anda el diablo, y las que parecen unas santas... más vale callar. Y
luego, al primer hijo, se emplastan, se acoquinan, y luego, revientan,
¡revientan de puro maulas!...
Escuchaba Gabriel trémulo y bajado los ojos. Se sentía palidecer de ira;
notaba y reprimía el temblor de sus labios, la llama que se le asomaba á
las pupilas, y el impulso de sus nervios que le crispaban los puños. Un
fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera
rugiente, le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo
injuriar la memoria de su hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió
la mano derecha, y sin mirar al marqués, alcanzó un vaso lleno de agua y
lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad vino en
su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta á la mesa, se llegó á don
Pedro con la sonrisa en los labios, y le puso las manos en los hombros,
no sin visible sorpresa del hidalgo.
--Si no fueses todavía más bárbaro que malo (y empleaba el tono
humorístico que había usado ya para pedirle á Manuela), lograrías
sacarme de mis casillas, y que me volviese tan incapaz y tan desatinado
como tú... La suerte que te conozco, y te tomo á beneficio de
inventario, has oído? Puedes echar por esa boca sapos y culebras: por un
oído me entran y por otro me salen. No tienes ni pizca de trastienda, y
no eres tú el que has de excitarme á mí y hacerme saltar... Eso
quisieras. Cargarme yo? Si me das lástima, fantasmón; si esta mañana no
pudiste levantar el palitroque aquel para tundir el trigo... No cierres
los puños, que no te hago maldito el caso; además, que no puedo reñir
contigo: somos yerno y suegro, como quien dice padre é hijo... y ya que
tú no cuidas, como debieras, de mi futura esposa, yo voy á buscarla,
entiendes tú? y á fe de Gabriel Pardo de la Lage, te juro que no volverá
á suceder que ande por los montes sin que se sepa su paradero!


XXV

Si vale decir verdad, cuando salió del caserón solariego como alma que
lleva el diablo, por no oir la retahíla de palabrotas y berridos con que
don Pedro contestó á su arenga, no sabía el comandante ni hacia dónde
dirigirse ni á qué santo encomendarse para cumplir el programa de
encontrar á su sobrina. La hora era además tan cruel y el calor tan
intolerable, que sólo estando á mal con la vida podía nadie echarse á
andar por los senderos calcinados. Estarían cayendo las dos de la tarde,
el momento en que los habitantes así racionales como irracionales de
los Pazos se aprestaban á gozar las delicias de la siesta, tendiéndose
cuál panza arriba, cuál de costado para roncar; despatarrados los
gañanes sobre los haces de paja, y estirados en completa inmovilidad los
perros, sacudiendo solamente una oreja cuando se les posaba encima
importuna mosca.
Por vivo que fuese el celo de Gabriel, comprendió la locura de salir á
descubierta en momentos semejantes, é instintivamente buscó una sombra
donde guarecerse y consultar consigo mismo. Dió consigo en la linde del
soto, al pie de un castaño, sinó de los más altos, de los más acopados y
frondosos, sobre cuyas flores caídas, que mullían dobladamente el tapiz
de manzanilla y grama, encontró buen recostadero.
* * * * *
--No hay remedio...--comenzó á devanar Gabriel.--Yo corto por lo sano...
El animal de mi cuñado, tengo que reconocerlo, no ve _esto_ que veo
yo... Es que si lo viese y viéndolo lo consintiese... nada, cuatro
tiros.
* * * * *
--Y yo ¿qué veo, en resumen? ¿Tiene fundamento, tiene cuerpo, tiene base
esta idea? ¡No, y renó! Aquí no hay más que una cuestión de
conveniencias desatendidas... impremeditaciones é ignorancias de una
montañesilla inexperta... bárbara indiferencia, atroz descuido de un
hombre zafio y adocenado... fatalidades de educación, de medio
ambiente...
* * * * *
--No puede negarse que mi venida aquí ha sido providencial. El abandono
en que está la niña, hija de mi pobre Nucha, clama al cielo... Debí
enterarme antes, mucho antes. He dejado pasar años sin tomarme la
molestia... Bien, yo no podía tampoco suponer... ¡Qué calor! Comprendo á
los japoneses...
* * * * *
Suspiró y cortó una rama de castaño para abanicarse con ella. Lo que le
sofocaba era, más que la temperatura, la reacción del reciente acceso de
cólera. El café que acababa de paladear le había dejado en la lengua un
amargor agradable, y le producía ese ligero eretismo cerebral tan
propicio á la creación artística y á la fácil emisión de la palabra. La
naturaleza desfallecía, y el rumoroso silencio del bosque, el ronco
quejido de la presa, la fragancia de las flores del castaño, ayudaban á
exaltar la fantasía de Gabriel, muy inclinada, como sabemos, á echarse
por esos trigos.
* * * * *
--¿Por qué causa tal impresión la naturaleza? Yo lo había leído en
libros, pero me costaba mis trabajos creerlo... Esto de que, porque uno
vea cuatro montañas y media docena de nubes, se ponga á meditar sobre
orígenes, causas, el sér, la esencia, la fatalidad, y otras cien mil
cosazas que carecen de solución! ¡Empeñarnos en que la naturaleza tiene
voces, y voces que dicen algo misterioso y grande! ¡Ay... á esto sí que
se le puede llamar chifladura! ¡Voces... Voces! ¡Unas voces que están
hablando hace miles y miles de años, y á cada cual le dicen su cosa
diferente! Deduzco que ellas no dicen maldita la cosa... y que nosotros
las interpretamos á nuestra manera... Lo que pasa con las campanas:
enseguida cantan lo que á uno se le antoja... Las voces están dentro...
A mi cuñado le suena la naturaleza así:--¡Buen día de maja!--Y al
creyente le murmura que hay Dios...
* * * * *
--¿Que no existe el mundo exterior; que lo creamos nosotros? ¡Puf!
Idealismo trascendental... Váyase á paseo este afán de escudriñar el
fondo de todas las cosas...
* * * * *
Un saltón verde, muy zanquilargo, vino á posarse en la mano del
pensador. Gabriel le cogió por las zancas traseras y le sujetó algún
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