La dama joven - 07

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la hojarasca y la maleza tupida. Oirlo y lanzarme al lugar de la escena
para mí invisible, fué simultáneo casi. Desvié arbustos, crucé zarzales,
que me arañaron las piernas, y hallé en el mismo lindero del bosque á
Maripepa, lidiando con el notario á brazo partido, protegida por los
troncos, que le servían de parapeto, trinchera y burladero. Sin vacilar
me precipité á defenderla, cogiendo del cuello de la americana al
agresor y obligándole á hacerme cara; pero el demonio, ó el tostado, que
será lo más cierto, le impulsó á descargarme una valiente puñada en la
mandíbula izquierda, que me dolió, no allí, sino en el alma, con dolor
desconocido hasta entonces. No era aquello un bofetón, ni por el
propósito, ni por el hecho; mas, al fin y al cabo, era la diestra de un
hombre en mi rostro, y todos los instintos bárbaros y cruentos, de los
cuales he abominado mil veces en mis lucubraciones filosóficas, que he
maldecido y anatematizado en nombre de la razón, se despertaron como una
jauría, y me aullaron dentro con feroces aullidos. Sin acordarme de la
diferencia de fuerzas físicas, arrojéme al notario, y él, echando fuego
por ojos y mejillas, se abrazó también conmigo.
Maripepa entretanto gritaba, y yo oía sus gritos como en sueños, porque
sólo atendía á saciar el repentino arranque de mi rabia. Sujeto entre
los forzudos brazos del notario, únicamente me quedaba libre la cabeza,
y me serví de ella de un modo singular; siendo más alto que mi
adversario, le dí con la barbilla tan fuerte y traidor golpe en la vara
de la nariz, que el horrible dolor le hizo aflojar los miembros, y pude,
recobrado ya el uso de las manos, descargarle un bofetón que me alivió
el pecho, vindicando _mi honra_, según supuse. La vindicación me apagó
los instintos bélicos, y salí corriendo á la carretera.
Tras de mí, á manera de jabato perseguido, salió el notario; el señorito
y el cura se metieron entre los dos para evitar que se enredase el
lance. Al señorito todo se le volvía exclamar, consternado:
--Señores... señores... don Joaquín... á sosegarse... á sosegarse...
--Es que el señor... es que el señor me... me...--murmuraba con ahogada
voz el notario.
Su lengua, trabada por el vino y la cólera, no acertaba á pronunciar más
palabras. Su ademán de reto me trastornó la cabeza, y desasiéndome de
los brazos del cura, fuí derecho á mi adversario. Éste tenía la corbata
torcida, saltado el botón de la camisa y más encrespadas que de
costumbre las cerriles guedejas. ¡Estaba tan feo, Camilo, que me olvidé
de que era un semejante! Temí sus brazos de oso, su fuerte musculatura,
la vergüenza de una derrota; me bajé y más pronto que la chispa
eléctrica, cogí una piedra, quedándome con ella oculta en el hueco de la
mano. Él cayó encima de mí como una pesada mole, y me impulsó al borde
del barranco. Sentí acortárseme el aliento bajo la presión de sus
vigorosos músculos, y recibí en la nuca una recia contusión. Descargué
la mano donde pude, hiriéndole, según creo, en la clavícula. Se desplomó
y rodó á tumbos hasta la cantera, empedrada de fragmentos pizarrosos.
Me quedé entonces súbitamente sereno, asombrado de mi victoria. Mi
diestra se abrió soltando el arma, en mi entender homicida. Mis ojos
dilatados registraban la cantera. Ya el señorito, medio á gatas, ayudado
por su pericia de cazador, bajaba al fondo. Expuesto á matarme lancéme
tras él, y el cura nos siguió buscando una veredilla practicable.
Mi víctima yacía de bruces, y tuve un momento de miedo y agonía, porque
su postura era como de cadáver y su completa inmovilidad autorizaba la
conjetura de la muerte. Pero al acercarme, al levantarlo, percibí su
agitada respiración: el oso casi gruñía. Estaba imponente, con sus
ojuelos cerrados, su negra barba llena de polvo y astillas de pizarra,
su traje roto y manchado, y la poca epidermis que solía verse de su
rostro y que siempre aparecía rubicunda y florida, más pálida ahora que
la de un difunto. No obstante, fué inmensa mi alegría al cerciorarme de
qué alentaba, al incorporarle y ver que se tenía de pié sin fractura de
miembro alguno, al oir de sus labios, que se abrieron lánguidamente,
estas frases inverosímiles:
--Usted me ha de perdonar, don Joaquín... Un pronto lo tiene
cualquiera... No se moleste, me sostengo bien yo solo... ¡Ayyy!!
Te juro, Camilo, que no invento palabra. Las primeras de aquel bárbaro
fueron así, ni más ni menos; puedes estar seguro de que no pongo ni
quito un ápice. El ¡ayyy!! lo dió llevándose la mano á la clavícula,
donde de fijo le mortificaba una horrible magulladura, dolorosísima por
ser en parte semejante.
Si yo tuviese al notario por un gallina, no me sorprendería su
conformidad. Lo raro es que he visto á este hombre dar indicios de
valor, y he oído contar de él batallas electorales que prueban que no es
manco. Me expliqué tan extraña sumisión, ó por el molimiento de la
caída, ó por la injusticia de su causa, que le abatió el ánimo. El caso
es que el orgullo de verme victorioso sin ser homicida; el placer de
subyugar á un contrario que tiene diez veces más fuerza que yo; la
novedad de la situación, dado mi carácter pacífico, todo ayudó á
infundirme gozo y vanidad, sin que pensase en los recursos, no muy
leales, á que debía el triunfo. Empecé á preguntar á mi vencido
adversario, con insultante protección, si se había hecho mucho daño, y
dónde le dolía. Saqué el pañuelo y le sacudí la tierra y los fragmentos
de pizarra que tenía pegados al cabello y á la ropa; y mientras, ayudado
por el señorito y el cura, subía trabajosamente del barranco á la
carretera, yo trepé solo, animado, hecho un Cid.
¿Y la doncella, origen del formidable paso de armas? dirás tú. Miré á
todos lados y no la ví, ni rastro de su persona: supuse que había huído
aterrada con la presunta muerte del malandrín follón. Éste notó mi
ojeada circular, y con sonrisa entre resignada é irónica, me dijo en voz
flaca todavía:
--No se apure, don Joaquín, no se apure, que parecerá la chica... Al
paso del jaco pronto la coge usted, aunque no tiene malas piernas...
Ella esperará, esperará: así esperasen las liebres... Y otra
vez...--añadió tendiéndome por despedida la mano--otra vez, cuando las
cosas importen, avisar á los amigos... que es mejor que andar á
trastazos!
--Eso es verdad--murmuró el señorito con silenciosa sonrisa.
--Cierto, sí señor, la amistad es lo primero; y ahora hagan las
paces--exclamó cordialísimamente el cura, empujándonos á los brazos el
uno del otro.
¿Qué había yo de contestar, ni á qué meterme en explicaciones ociosas,
ni creíbles ni creídas? Estreché cariñosamente al que no hacía media
hora trataba de ahogar, y terminó con un abrazo de Vergara la contienda
que pudo parar en fratricidio.
Tú, que no ignoras mi horror al derramamiento de sangre, comprenderás si
respiré libremente cuando, al trotecillo del jaco, y protegido por la
capa de paja, me desvié buen trecho del teatro de la aventura. Iba
declinando el día y caían unas gotas menuditas, présagas de otro
aguacero más fuerte. De pronto pegó mi rocín una huída de costado, y se
alzó de una piedra una figura humana. Conocí á Maripepa, refrené la
montura, y por instinto busqué en el rostro de la muchacha la expresión
del reconocimiento que debía inspirarle su salvador, y el gusto de verse
redimida; pero ella, lejos de mostrar júbilo, con mucha tristeza empezó
á decirme que _estaba servida_, que llovía y que hasta la Fontela iba á
echarse á perder su traje nuevo.
--¿Quieres mi capa de paja?--le dije.
--¿Por qué no me lleva en el caballo?--contestó ella, oponiendo pregunta
á pregunta, según costumbre del país.
--Pero ¿cómo, chica?
--Córrase un poco atrás, señorito.
Retrocedí en el ancho campo del albardón, y ella, apoyando en el arzón
la palma de la mano, pegó un brinco y quedó sentada á mujeriegas, muy
cerca del cuello del rocín. Sin soltar de la izquierda las riendas, la
rodeé el talle con el brazo derecho, extendí hacia delante la capa de
paja, para que la abrigase también, y bajo aquella improvisada choza,
nos encontramos aislados y juntos.
Comenzó otra vez la caminata. El jaco, mohíno con su carga doble, andaba
despacio, á trancos: anochecía, y el acompasado ruido de la menuda
lluvia resbalando sobre la lisa superficie de las pajas, era lo único
que turbaba el silencio de la vereda solitaria y el sopor de la
naturaleza. El peso del cuerpo de Maripepa gravitando sobre el mío, el
contacto de nuestras cabezas y del brazo con que por necesidad la
oprimía un poco para sostenerla, comenzaron á marearme y á renovar
pensamientos que antes creí debidos á la aromática embriaguez del
_tostado_. ¿Qué misterioso atractivo, qué calor dulce, qué extraña
electricidad se desprende de la mujer joven, que así nos turba y
fascina, por más que resistamos? En vano intentaba sustituir la valla
material que no existía entre Maripepa y yo con mil vallas morales,
midiendo y aun exagerando la distancia que va de una aldeana tosca,
zafia, ignorante, pastora de ganado, á un hombre que presume de culto,
que ha leído, ha estudiado y meditado un poco, y aspira á ocupar
decoroso puesto en la sociedad. Así como el muy sediento bebe ansioso
aunque el vaso no sea de cristal fino, ni el agua fresca y purísima, yo,
trastornado por la peligrosa proximidad, no conseguía representarme á
Maripepa aborrecible ó repugnante. Bien dicen que el que quita la
ocasión, quita el pecado. ¿Quién habrá discurrido, pregunto yo, este
modo de viajar que aquí se estila?
[Imagen]
Quiero abreviar, Camilo, y contarte aprisa lo poco que ya te falta por
saber, ó mejor dicho, lo que habrás adivinado. No estaba la muchacha de
humor de renovar las recientes proezas del pinar; antes parecía que,
lejos de rechazarme, se pegaba á mí como la goma al árbol. Dos ó tres
exclamaciones, una risa sofocada; á eso se redujo su protesta cuando
empecé á perder pié familiarizándome. Entre tanto, el jaco, dándome
ejemplo de formalidad, caminaba sosegadamente, pero seguidito, y puesto
que era noche cerrada, me fié en su instinto seguro, y después de
recorrer caminos hondos, tropezando en los altibajos y zanjas abiertas
por las ruedas de los carros del país, paramos al cabo en la Fontela.
Aún había salvación para mí si la puerta de la bodega se abriese y
Maripepa se acogiese á sus cubas; por desgracia era muy tarde y de fijo
dormían todos: no se oía ruído alguno, ni se veía luz; hasta ni ladró el
perro, que olfateaba á sus amos, sin duda. Metí al jaco en el cobertizo,
y como tenia la llave del piso alto en el bolsillo y el diablo en el
cuerpo, hice subir á la chica.
Volví en mi acuerdo, cual suele ocurrir en situaciones análogas: pronto
para sentir el yerro, y tarde para evitarlo. ¡Qué impresión experimenté!
Vergüenza, remordimientos, compasión, horror de mí mismo, abatimiento
profundo. Aunque mi mayor deseo sería quitarme de delante á Maripepa,
testimonio viviente de mi caída, comprendí la inhumanidad de echarla, y
huyendo del dormitorio me salí á la ancha sala, en cuyo oscuro recinto
dí vueltas y más vueltas, tratando de recobrar un poco de sangre fría y
adoptar alguna medida prudente. Por fin me alarmó el silencio que
imperaba en el dormitorio, y, temeroso de que Maripepa se hubiese
desmayado ó cosa parecida, entré. Á los piés de mi cama, tendida en el
duro suelo, sirviéndole de almohada una cesta boca abajo, y de cabezal
su negro dengue, Maripepa dormía á sueño suelto!
La miré atónito. No era aquella la primera vez que descansaba así; lo
había hecho varias durante mi enfermedad. Entonces, como ahora, parecía
un can doméstico, satisfecho del humilde lugar que ocupaba y ageno á
pretender otro más alto; para ella eran iguales el pasado y el presente:
¡cuán distintos ya para mí! Al mirarla dormir con tan ciego descuido y
abandono, se aclararon mis ideas y entendí lo villano de mi conducta.
¡Pensar que aquella tarde estuve próximo á hacerme reo de homicidio
porque otro intentó lo que yo realicé después á mansalva, amparado en
cierto modo por mi autoridad de amo de una pobre criatura! Es cierto que
yo la encontré tan propicia como rehacia el notario; pero eso no me
disculpa, pues debí respetar la sencilla inconsciencia de una paisana
candorosa que deja transparentar en sus ojos lo que las señoritas del
pueblo encubren á todo trance.
¡Qué modo de dormir! Y estaba casi bonita. Su cabeza roja relucía sobre
el dengue, y sus hombros desnudos eran blancos y llenitos, contrastando
con la garganta morena, tostada por el sol y el aire. El resto del
cuerpo no se veía, por cubrirlo el extendido _mantelo_. Respiraba con
igualdad; tenía la boca abierta, y su postura era natural y graciosa, á
pesar de la dureza del lecho. Reparé que le colgaba del cuello un
cordón, y del cordón una mano chiquita de azabache dando la higa:
talismán ó amuleto muy usado aquí. Su rostro no estaba ni plácido ni
descompuesto: estaba como cerrado á toda expresión por un sueño
reparador y total.
No era cosa de despertarla ni de pasar la noche en pié. Me arrojé sobre
la cama vestido, y apagué el velón de aceite. No pegué los ojos, y
entre el silencio nocturno escuché toda la noche un soplo suave, la
respiración de mi víctima. Al amanecer me levanté sin hacer ruido y salí
á vagar por el campo.
Á la tarde vino de la cartería de Naya Manuel, que acostumbra traer el
correo, y me entregó tu carta, por donde sé que ya soy juez y puedo
administrar justicia!

DEL MISMO AL MISMO.
Febrero.
No insistas, Camilo, no porfíes; es imposible que siga tus consejos
cuando, cegado por el interés que te inspiro, te empeñas en que me porte
indignamente á sangre fría. Si fuí delincuente una vez, me disculpan
algunas cosas: el ardor natural de la juventud, el _tostado_, la ocasión
y lo demás que sabes; pero en el día, después de reflexionar
maduramente, de dar espacio al pensamiento, no puede ser que yo
consienta en una infamia.
«Lárgate, vente á escape,» me dices y repites sin cesar. Pues yo te
contesto que no sólo no me largo, sino que he resuelto quedarme aquí y
reparar mi delito cumpliendo como hombre honrado y decente.
Más que te hagas cruces, más que me trates de imbécil, no puedo
ocultarte que he determinado casarme con Maripepa. Ahórrame todas las
reflexiones que adivino, que ya me hice á mí propio. Sólo te opongo _á
priori_ un argumento; ponte en el caso de que Maripepa fuese tu hermana
ó tu hija: ¿qué me aconsejarías entonces?
Antes que tú lo digas, diré yo que esta unión es desigual con la peor de
las desigualdades, la intelectual, la de educación, procediendo del azar
que nos reunió como se reunen un segundo dos bolas de billar para una
carambola; que disgustaré horriblemente á mis padres, sobre todo á mi
pobre madre, tocada de la disculpable debilidad de creer que esta
borrosa piedra de armas de _la Fontela_ nos sube más arriba del nivel de
la _clase media_ y nos mete de patitas en la _aristocracia_; que la
mitad del mundo se reirá de mí, y la otra mitad nos mirará á entrambos
por encima del hombro. Ya sé todo eso, y mucho más. Lo he pesado, y lo
he aceptado. Será mi expiación cargar con tan terrible peso; porque al
dar á Maripepa mi nombre, no la he de esconder como se esconde una
úlcera; la he de presentar donde yo me presente, y donde me reciban á mí
habrán de recibirla á ella, y donde la echen, saldremos ambos por la
puerta misma. Me arrojo á perpetua lucha con mi familia, con la
sociedad; adelante: lucharemos, Camilo; sóbranme fuerzas para luchar con
el universo, no con mi conciencia acusándome de la más fea alevosía.
¿Quién sabe hasta dónde llegan las consecuencias de mi atentado, y qué
género de crueldad cometería yo si ahora volviese las espaldas á mi
víctima?--¿No se te ha ocurrido, Camilo, esa idea? Á mí sí, y desde el
primer instante. No hay más que un modo de solventar las deudas:
pagarlas. Y puesto que me nombran juez, ¡qué diablo! lo menos que puedo
hacer, es empezar á administrar justicia en mi propia jurisdicción.
Lo más difícil de mi tarea serán dos cosas: convencer á papás y educar
un poco á Maripepa. Esta flor silvestre, que he pisoteado en momentos
de alucinación, está pidiendo cultivo. Me consagraré á dárselo, así
derroche toda mi paciencia en el fastidioso oficio de pedagogo. Respecto
á mis padres, si algo me quieres, si algo puede contigo una súplica mía,
empieza á prepararlos mañosamente, á dorarles la píldora (si cabe oro en
píldora tan gruesa y amarga) y á inculcarles la rectitud que late en el
fondo de mi desusado proceder. Jamás me atreveré á escribírselo
redondamente. Conviene que vayan acostumbrándose poco á poco. Á Matilde,
que es buena, dile tú que le ruego encarecidamente no se burle ni se
avergüence de su cuñada, si no quiere hacer sufrir mucho á su hermano.
Nada he dicho todavía de mis planes á Maripepa. ¿Creerás que la
pobrecilla vino dos ó tres noches á tenderse en el suelo al pié de mi
cama, lo mismo que si hiciese la cosa más natural del mundo? Algo
tembloroso y sin saber qué decir, la envié á sus cubas. Me pareció que
iba triste, pero no enojada. Me miró con cándida sorpresa, y yo no pude
menos de prodigarle algunas caricias.
Lo dicho. Prepara á mis padres, y entérame de lo que vayas adelantando.

DEL MISMO AL MISMO.
Febrero.
¿Que estoy enamorado, ciegamente enamorado? No diré tanto, no; pero se
me figura que voy interesándome un poco, justa recompensa de mi
conducta. Si aborreciese á Maripepa, haría lo mismo que pienso hacer, no
lo dudes; sólo que, naturalmente, me costaría más trabajo. La chiquilla
se muestra tan dócil, se me arrima tan cariñosa como un perro manso, me
escucha con tal atención y me obedece con tal pasividad, que mi alma,
que no es de bronce, va ablandándose, y no me ruborizo de quererla.
De noche sabes que la envío á su bodega, pero de día correteamos por el
campo. No le consiento que vaya descalza; le he dado dinero y le han
traído de Cebre zapatos á pares y medias morenas y gordas; empiezo á
civilizarla por los piés, y no es lo menos difícil. Así y todo, cuando
tenemos que atravesar charcos ó trepar por altos, vallados y portillos,
Maripepa da al diablo el calzado y reniega de las medias. En el soto,
ella me busca setas comestibles, me trae plantas que yo diseco para
enviar á Matilde, recoge leña menuda, y así que lía el haz, se viene á
tumbar en la hierba y apoya la cabeza en mis muslos. Le revuelvo el pelo
con los dedos, calculando qué efecto hará esta crin roja cuando Maripepa
se vista de seda negra, modestamente, como conviene á la esposa de un
juez. ¿Llegará Maripepa á ser una mujer medio presentable? Quisiera
comenzar por el principio, enseñarle á leer y escribir; pero, ¿quién
pone escuela en medio del monte? Ella me escucha gustosa cuando le
explico (lo mejor que puedo) algo de los usos y costumbres del mundo que
no conoce; veo, sin embargo, en la tenaz oscilación de su cabeza, en la
dilatación de sus pupilas verdes, un vago asombro incrédulo que no sé
cómo disipar. Maripepa se cree un juguete en mis manos, se presta al
juego, pero no se deja embobar tomándolo por lo serio. Piensa que le
digo todo al revés, que la engaño, que me divierto con ella; no se
enfada, porque juzga que sólo sirve para eso, para entretenerme un rato;
mas ni logro persuadirla ni hacer que se dedique á ningún estudio
formal.
Un día, con un palito aguzado y poniéndole el modelo, le hice trazar
letras sobre una peña entapizada de musgo. Llegó hasta la H, y no hubo
quien la hiciese pasar de ahí. Le chocó la forma de la H, y estuvo
haciendo _haches_ un rato, después de lo cual alegó que no sabía, que no
podía, que se cansaba. Y fué imposible convencerla ni sacarla de su
salvaje obstinación.
Como hay un lenguaje que los dos entendemos, aunque lo hablamos de
distinta manera, se distrae uno en las lecciones y falta la constante
voluntad de aprender en el maestro y en la alumna. Además, la naturaleza
es cómplice de esta falta de energía para el estudio. Nos vamos
acercando á Marzo: días hace que en los linderos embalsaman el aire las
violetas; un hálito templado corre á veces por el bosque; las aguas del
río se estremecen blandamente, y á mí el corazón me da involuntarios
saltos de alegría. Me encuentro tan sano, tan fuerte con esta vida
silvestre y libre; la comida frugal me sienta tan bien; la respiración y
la circulación son tan normales y concurren tanto al bienestar del
cuerpo; la conciencia del deber cumplido me llena de tal modo el alma,
que me entrego sin reparo á una felicidad inexplicable, instintiva, sólo
turbada por el pensamiento de lo que dirán mis padres y la idea de que
tú no acabas de resolverte á indicarles cuánto pasa.
Sólo los días de lluvia me abato un poco. Maripepa me agrada más por los
montes, ágil como una cabra, en contacto con el aire y el sol, que en la
cocina ó en el banco, á mi lado, pero aburrida, sin saber qué hacer de
las manos y acabando por dormirse de bruces sobre la mesa. No hay de qué
tratar, se acaba la conversación y viene el fastidio inevitable. Así es
que procuro aprovechar el buen tiempo y gozar de la primavera cuando
apenas asoma; voy con Maripepa al prado, al pastoreo; la veo amasar el
pan de maíz, coger leña para el horno, y aun cavar la huerta y arrancar
y trasplantar la legumbre. Sólo me opuse á que trajese un haz de tojo.
Verle cortar los espinosos troncos, cogerlos con la horcada, hacerse tal
vez mil heridas, me sublevó. Valiéndome de mi autoridad, dispuse que
Manuel recogiese el tojo.
Aquel día también recuerdo que le pregunté á la chica:
--Maripepa, ¿qué dirías si yo me casase contigo?
Contestóme solamente:
--¡Ay qué señorito!!
Esta sencilla exclamación, y las inflexiones de la voz, acompañadas del
mirar y del reir, me hicieron comprender que Maripepa creerá más
fácilmente que el río Avieiro rueda vino, en vez de agua, que yo sueñe
en darle mi nombre en los altares. Ni se le pasa tal cosa por las
mientes. Para ella todo esto es una diversión, una especie de romería á
que concurre, y en donde baila, sabiendo perfectamente que al otro día
ha de volver á sus duras faenas y á su vida miserable.
Lo que casi me da vergüenza decirte, es que, en mi concepto, el padre se
ha enterado de todo y se hace el desentendido. Apenas le vemos, pues
anda en labores distintas de las de su hija, y va mucho á Cebre á vender
centeno al menudeo y á llevar vino á la taberna; pero cuando por las
tardes nos encuentra regresando de nuestras expediciones, su sonrisa
parece más aguda y socarrona que de costumbre. Además ha venido, en dos
ó tres ocasiones, á pedir rebaja del arriendo, pretextando las malas
cosechas, el cultivo cada día más caro y difícil, el aumento de precio
de los jornales, el coste del azufre que se emplea en sanear las viñas,
etc., etc. Le prometí escribir á papá, y no lo hice; á fin de reparar mi
deslealtad de algún modo, le he prestado treinta duros; un caudal para
mí; con él comprará unos bueyes. ¡Mis ahorros de la temporada! Bien sabe
Dios y sabes tú que en mi casa no se tiran, no se pueden tirar treinta
duros. Ya adivino que no les veré el pelo. Es lo que menos me importa.
He regalado además un vestidito de percal á la niña pequeña, y hasta al
bárbaro de Manuel una navaja. ¡Pobre gente! Quiero tenerlos propicios,
para que no mortifiquen á Maripepa ni vean en mí un señorito tirano, de
los que aún creerían favorecerlos dignándose darles un puntapié.
Hará tres ó cuatro días sucedió un incidente, que al pronto me ha
disgustado. Era por la tarde, hacía un día sereno y hermoso, aunque el
cielo estaba encapotado; Maripepa y yo nos hallábamos en la era, bien
agenos á que nadie viniese á perturbar nuestra soledad. Á un lado de la
era, plazoletilla redonda y rodeada de un seto de zarzas y arbustos, se
levanta el hórreo, sostenido en cuatro pilastras de granito y rematado
por una tosca cruz de madera pintada de rojo. Súbese al hórreo por una
escalerilla de mano, y Maripepa, bajando y subiendo, había sacado de él
buena cantidad de habichuelas, que iba desgranando sobre un paño limpio.
Yo, tendido en el suelo, me divertía en hundir las manos en las
habichuelas, blancas, encarnadas ó caprichosamente pintarrajeadas de
colorines. Después se me ocurrió la sandez de tirárselas á la cara á
Maripepa, y ella, que primero se contentó con sonreir y llevar la mano
al sitio donde el proyectil caía, fué animándose, y en el calor de la
broma me lanzó dos ó tres al cogote, pues yo estaba panza abajo. Medio
me incorporé y le sujeté las muñecas, parando en abrazo lo que empezó
bombardeo. De repente me quedé frío, porque de detrás del hórreo salió
una figura negra, aunque juvenil. ¡El cura!
Le ví de improviso y comprendí que nos había visto también, y que estaba
entre cortado y burlón. Me puse de pié y le hice todo el agasajo
compatible con mi turbación, que era grande. Hallábame realmente mudo y
abochornado: Maripepa no sé, porque se aplicó á sus habichuelas. Me cogí
del brazo del cura para disimular, y él empezó á darme disculpas de no
venir en tanto tiempo á visitarme; había tenido un catarro, había ido á
Pontevedra á buscar un pintor que le pintase el retablo; había hecho una
novena. Yo le oía como en sueños, pensando en lo que pensaría él. Al
fin, con una de esas resoluciones que solemos tener los tímidos, me
lancé y abordé la cuestión de frente, narrándole todo lo sucedido y
participándole mi propósito de reparar la cometida falta. Experimenté
una especie de desahogo al confesarme así. Todo me animaba á ser franco:
la profesión del oyente, su juventud, su carácter alegre y conciliador,
su verdadera bondad infantil.
¡Asómbrate, Camilo! Esperaba del cura, no la absolución, que no iba yo
tras ella, sino una palabra de estímulo, un caluroso apretón de manos,
un «bien, procede Vd. como hombre honrado, así me gusta; si todo el
mundo hiciese lo mismo, no andarían las cosas como andan.» No soy
insensible á la opinión de mis semejantes, y hasta donde cabe busco su
simpatía; además, parece que un sacerdote está obligado á alentar
ciertas resoluciones, cuando no á inspirarlas. ¡Pues asómbrate,
indígnate, mira lo que hacen de la moral de Cristo estos ministros
suyos! Masticó, entre burlas y veras, dos ó tres frases que sonaban más
bien á desagradable sorpresa que á otra cosa; y después, con reposados
meneos de cabeza y muchos golpecitos de la palma de la mano en el
bolsillo del chaleco, me dijo que no me resolviese tan aprisa, que estas
cosas deben mirarse y pensarse despacio, que al fin el casamiento es
para toda la vida, que la prudencia es una excelente compañera, que las
determinaciones precipitadas se lloran después, que ante todo le parecía
regular consultar á mis padres en persona, caso de querer dar un paso
tan decisivo; y por último, que reflexionase.
--¿Hay otro medio de reparar mi falta?--le pregunté.
--Psh...--me replicaba él--falta, falta... eso de falta... Falta, sí...
El diablo lo enreda, Vd. es muchacho, ella rapaza, y el fuego junto á la
estopa... Ya se ve... Pero prudencia, amigo, prudencia, nada de
determinaciones arrebatadas... No le ha de faltar tiempo para realizar
ese acto de honradez que Vd. dice... Poco pierde usted con esperar.
--¿Y su honra comprometida?
--¡Bah! ya sabe Vd. que aquí en las aldeas no es como en los pueblos...
Vd. acompaña á una señorita, pongo por caso, va con ella dos veces al
paseo, la visita tres... cátala ya en lenguas de todos, y perdiendo, si
se ofrece, una buena colocación... Pero estas rapazas, no señor. Lo
mismo se casan teniendo una historia, que no teniéndola. En fin, D.
Joaquín, Vd. no es ningún chiquillo... Piénselo...
El egoísmo, la flaqueza humana, las transacciones hipócritas y cobardes
con el deber hablaron por boca de este hombre, que debiera fortalecerme
y predicarme la moral más austera y pura. Casi llegué ¡qué bochorno! á
sonrojarme de mi leal propósito y á juzgarme un ridículo Quijote.
Afortunadamente, así que el cura se marchó, me rehice y de nuevo templé
el alma para seguir la línea recta. He decidido quitarme á mí propio
todo medio de proceder mal, adelantando la boda. Ea, Camilo, valor, y
anúnciaselo definitivamente y sin rodeos á mis padres, pues es
irrevocable mi determinación ya. Sólo así, de golpe, se realizan ciertas
cosas necesarias.

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