La dama joven - 06

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bota capaz de doce ó quince cuartillos, y la empinábamos por turno,
rociando el banquete con tragos de vino del Avieiro, muy análogo al
Burdeos común. Entre tanto, Maripepa, arrodillada, activaba la hoguera
del _magosto_, soplando con toda la fuerza de sus carrillos, mientras el
notario, echando cerillas, las aplicaba á las hojas secas, que ardían
chisporroteadoras. Así que el fuego se apoderó de las ramas y éstas se
convirtieron en brasa encendida, las castañas comenzaron á estallar, y
Maripepa á meter intrépidamente los dedos en la lumbre, sacándolas una
por una y ofreciéndomelas después de limpiarlas á su justillo.
Empezó el mosto agrio á correr, y sus efectos hilarantes á percibirse.
Hasta se le desató la lengua al señorito de Limioso con tan alegre
vinillo, y azuzado por el notario armó discusión con el cura sobre
política. Yo pensaba que los dos andarían conformes: ¡que si quieres! el
señorito recibe _El Siglo Futuro_, el cura está suscrito á _La Fe_, y
entre _mestizo_ y _nocedalino_, _pidalero_ y _cesarista_, se pusieron de
oro y azul. Al cura se le sofocó y arrebató hasta la piel de la corona;
al señorito parecía que se le enderezaban los bigotes, á guisa de
espolones de gallo de combate. Lo gracioso fué que ambos apelaron á mí
para dirimir la contienda, y yo no sabía qué decirles ni ellos me
dejaban hablar; tales estaban de acalorados.
Mientras duró esta escaramuza, el notario, á pretexto de velar por el
_magosto_, se había arrimado á Maripepa disimuladamente, y oí un
chillido de dolor, á que él contestó con una carcajada sonora y
larguísima. Me levanté furioso para contener á aquel mozo
desvergonzado, y ví á Maripepa de pié, con una manga de la camisa
remangada hasta el hombro, mirando tristemente la señal roja del bárbaro
pellizco, en actitud algo parecida á la de un perro á quien pegó su amo.
Por señas que es admirable que Maripepa tenga los brazos blanquísimos,
teniendo la mano tan oscura.
No sé qué le dije al notario, sin descomponerme, pero con gran energía,
que vino con las orejas gachas á sentarse en un tronco y á comer
castañas por vía de consuelo. Yo también me harté de tan indigesta
fruta, y mi estómago quedó fatigado y embutido. No obstante, atribuyo la
recaída, más que al _magosto_, á la cazata de pocos días después.
Quedamos en que ellos pondrían los perros, el vino, las municiones, la
caza, y yo la comida solamente. Ya el día empezó mal para mí, pues me
hicieron madrugar; era noche cerrada cuando alborotaron el patio los
ladridos del _Chonito_, del _Pistón_ y de la _Gineta_, y apenas
blanqueaba la aurora cuando bajé vestido, y temblando de frío, á recibir
á mis huéspedes. Parecían tres facinerosos, con el sombrerón de anchas
alas, la canana, el morral y la escopeta. Eché á andar en su compañía, y
caminamos por la margen del Avieiro hasta mucho más allá del soto, desde
donde tomamos monte arriba. ¡Ay, Camilo, qué piernas requiere el oficio
de cazador! ¡Esto de que un sér racional ha de seguir el rumbo que le
señala un bando de perdices, es mucha cosa! Que las perdices están
allí... que no, que se corrieron á media legua, á la parte de Boan... Y
salte Vd. portillos, cruce bosques, y vadee arroyos, y pise tojo, y suba
cuestas ásperas para luégo bajar otra vez, por despeñaderos, á la cuenca
del río.
[Imagen]
Me sentía rendidísimo y no quise confesarlo, porque me avergonzaba de mi
poco vigor ante la robustez del notario, la agilidad galguesca del
señorito y la jovial ligereza del cura. Hasta los perros volaban
delante, gozosos, en su elemento, volviendo de cuando en cuando sus
cabezas inteligentes á ver si los seguíamos. De pronto el _Pistón_ y la
_Gineta_ se pararon, con las patas de delante inmóviles y un leve y
nervioso meneo de cola. Su piel se estremecía de impaciencia y de
entusiasmo. ¡Entra, _Pistón_! ¡Entra, _Gineta_! ¡Ahí, _Chonito_!
Entraron impetuosamente en el brezal, y salió la bandada con formidables
aleteos; sonaron tres tiros, y luégo otros tres; por último salió
rezagado el mío, y se perdió inofensivo en el aire, haciendo reir á mi
costa. Los canes _portaban_ las víctimas, desviando delicadamente sus
dientes blancos para no deshacerlas, y aquí de las exclamaciones: «¡Un
pollo! ¡ Un pollo! ¡Esta es _una vieja_, un macho viejo!» Y los
cazadores apartaban con los dedos la abigarrada pluma, palpando la carne
gruesa, tibia aún con un resto de calor vital.
¡Gracias á Dios! murmuré para mi sayo cuando nos recogimos á una robleda
donde nos aguardaba la comida, y, sobre todo, el reposo. Maripepa y
Manuel, el mozo de granja, nos esperaban allí; entregamos á Manuel la
caza por aligerar los morrales, y él nos mostró con aire de triunfo un
objeto que pendía de sus tres dedos sanos, y que al pronto me pareció un
haz de helechos, hasta que ví entre las dentadas hojas verdes asomar
unos cuerpos de pez argentados y húmedos. ¡Truchas soberbias, truchas de
las famosas del Avieiro!
Manuel explicó que las había cogido tempranito, al rayar la aurora, por
medio de la _nasa_, especie de cesto muy hondo. Con la alegría de verlas
se me quitó el cansancio, y ordené á Manuel que fuese por unas parrillas
á la rectoral de Naya, que estaba á un tiro de fusil; al oirme hablar de
parrillas, Manuel se encogió de hombros, se eclipsó, y volvió á poco
rato trayendo una ancha losa de pizarra que tendió en el suelo, y al
rededor de la cual puso rama de pino, mucha rama, prendiéndole fuego
después. Así que la rama ardió y se hizo brasa, colocó encima de la
candente pizarra las truchas, que empezaron á asarse lentamente,
soltando su grasa finísima. ¡Qué buenas estaban! El más exigente
gastrónomo se chuparía los dedos.
Con la golosina de las truchas comí bien, y al volver á ponernos en
marcha para buscar otro bando de perdices que debía encontrarse, según
noticias, en un escarpadísimo barranco, cátate que empieza á caer
llovizna menuda y á cerrarse la tarde en niebla, y yo, bastante
desabrigado, á experimentar la penosa sensación del frío sordo y
penetrante, que se nos cuela hasta los huesos. La terca lluvia no
cesaba, y estábamos á legua y media de Fontela, y no me defendía, como á
mis compañeros, una especie de coleto de badana, ni unas polainas de
cuero. Llegué tiritando á casa y me acosté yerto; á poco se declaró la
calentura, y aun creo que el delirio; por lo menos la incoherencia en el
hablar. Yo me agitaba, quería destaparme, y después me quedaba postrado.
Así corrieron dos semanas.
He conocido en esta ocasión que aquí es la gente muy buena y cariñosa;
no sabes la compañía que me hicieron por turno el notario, el señorito y
el cura; me trajeron al médico de Cebre, viejo practicón que me recetó
friegas y sudoríficos (¡qué diría Sánchez del Abrojo si tal supiese!), y
trabajo me costó impedir que el notario, á puros refregones, me
arrancase la piel. Á falta de los amigos, Maripepa me asistía, velaba y
daba bebistrajos y medicamentos ridículos: un huevo muy batido con
azúcar y disuelto en leche, agua hervida con miel, mil porquerías.
Me acostumbraron mis enfermeros á jugar una partida de tresillo para
entretener el forzoso encierro de la convalecencia, y todas las tardes
lo jugamos en la mesa de la cocina, cerca del fuego del hogar,
escuchando el ruido pausado de la lluvia y el medroso silbido del
viento, pues ya el _veranillo_ pasó y reina la invernada más húmeda y
nebulosa que imaginarte puedas. Por no interrumpir la animada partida,
sacamos el caldo del pote con nuestras propias manos, y cenamos al amor
de la lumbre sin dejar de jugar. ¿De qué se habla? Generalmente, del
codillo ¡de solo! que se mamó el cura, ó de la bola que le cortaron al
señorito con el caballo de bastos. Á veces, de perdices, de codornices,
de ferias ó de política; el notario es sagastino, porque tiene un tío
que recibe de Sagasta instrucciones electorales; el señorito y el cura
ya sabes de qué pié cojean; yo, que aspiro sólo al progreso y bienestar
de España, les sermoneo á todos, y todos se ríen de mis utopias.
Te diré con franqueza que si por algo me desagrada esta tertulia
campestre, es por ciertos desmanes del notario con Maripepa. No puede la
pobre muchacha entrar en la cocina sin que la hostigue, la arrincone y
la persiga de mil maneras indecorosas. Si los deberes de la hospitalidad
y la gratitud que en el fondo me merece este gaznápiro no me atasen las
manos, le daría una lección de la cual le quedase memoria. ¿Cómo he de
consentir que á mi vista ofendan á una mujer, siquiera sea á la más
humilde? Con la lengua defiendo á Maripepa calurosamente, reprendiendo
las feas acciones del notario; mas es predicar en desierto, porque la
idea de que en Maripepa hay algo acreedor á respeto no arraiga en el
obtuso magín de este _Don Juan_ de aldea.
Puede que tú también te rías viéndome metido á redentor; considera,
antes de mofarte de mí, que aparte de mis principios humanitarios, le
tengo ya á Maripepa cierto cariño desde que me asistió tan asidua. Por
señas, ya que de esto se trata, que me sorprendió mucho la indiferente
familiaridad con que me prestó toda clase de servicios. Yo bajaba la
vista por instinto cuando me mudaba las sábanas, ó las estiraba, ó me
arreglaba el colchón... y ella tan tranquila, sin entornar siquiera sus
pupilas verdosas. ¿Será verdad que el pudor es relativo y depende de la
posición social que ocupamos y de la educación que nos dieron?
Me inclino á pensarlo, porque esta chica me trató con más desahogo
durante mi mal, me cuidó con menos escrúpulos que mi hermana ó mi propia
madre. Y sin embargo, al través de su tosquedad, parece inocente y mansa
como el ternerillo que zagalea.
Noticia á todos que estoy mejor, es decir, bien, y que mañana ó pasado
les escribiré largo y tendido.

DEL MISMO AL MISMO.
Diciembre.
¿Preguntas por mi salud? Magnífica, chico; he echado carnes, mi barba se
cierra, mis piernas se fortifican, y vas á dignarte decirle á mamá que
es razón sacarme de aquí, sino he de enfermar otra vez de murria y
fastidio. Se acerca una época que me inunda el corazón de nostalgia: las
navidades. ¿Quién no aspira, en Noche Buena, á cenar rodeado de su
gente? Sepultado en el rincón de un valle, en el fondo de Galicia, yo me
consumiré ese día clásico, y pensaré tristemente en los que me echan de
menos. No respondo, Camilo, de no plantarme en esa el día 24.
¡Con qué placer celebraríamos la Noche Buena, yo restablecido, con el
nombramiento de Juez en el bolsillo, y tú declarado novio oficial de
Matilde! Mis padres, aunque temen algo á tu mala cabeza, estiman tu
corazón, saben que eres chico listo y de porvenir, y no aspiran á mejor
yerno. Pero eres incasable, está visto. Has de tropezar con una moza
traviesa que te haga ver lo blanco negro. No te digo más, porque es algo
desairado el papel de casamentero de mi propia hermana, máxime no
teniendo ésta un ochavo de dote.
Podías imitar mi prudencia, y dejarme en paz con la chica del casero.
Supongo que, después de saber que rabio por tomar el portante, no
reincidirás en la chistosa bromita de que estoy prendado de esta
_ternera_, como tú le llamas. Maldita la falta que hace estar prendado
de nadie para profesar y sostener principios de elemental justicia. ¿Qué
significan entonces nuestros ideales democráticos, si hemos de
aprovechar la primer coyuntura favorable de escarnecer al pueblo en lo
más digno de veneración, en la mujer indefensa y expuesta por su misma
inferioridad á todo ultraje? ¿Hay cobardía como abusar de criaturas poco
más conscientes que el ganado? ¿No es Maripepa un sér humano, un
semejante que excita mayor interés por lo mismo que carece de escudo
social?
Comprendo, Camilo, todo lo que se haga en ciertos sitios, en ciertos
bailes y con ciertas mujeres. Ya barruntan ellas á lo que se exponen, y
no les cogerá de nuevo cosa alguna; si la guerra es poco gloriosa, al
cabo es franca y abierta. ¡Pero asechanzas á _Maripepiña_, á esta pobre
Margarita salvaje que, por no saber, ni sabe dar al torno! Es igual que
tirar á un conejo atado por las patas ó cazar pollos en el nido. ¿No se
subleva tu generosidad natural con sólo pensar que yo lo consintiese á
mi sombra y bajo mi techo?
Me indignó semejante proceder, y más en el notario, que al cabo no tiene
la disculpa de juzgarse, como el señorito de Limioso, investido de una
especie de poder feudal sobre las mocitas de la comarca. Es verdad que
el notario se lo arroga, en virtud de los manejos de su tío, el
sagastino cacique, y te aseguro que bajo el cetro de papel sellado de
estos tiranuelos locales vive harto más oprimido el paisanaje infeliz
que en tiempos de horca y cuchillo, pendón y caldera.
Da ganas de reir tu aserto de que me inspira celos el notario. ¡Celos de
Maripepa... y de ese pedazo de atún! ¡Cuánto nos vamos á divertir este
año en el Retiro, acordándonos de tales simplezas!
Mira, no te olvides de instar á papá para que me levanten el destierro.
Tengo verdaderas _saudades_ de Madrid; es decir, no sé si son de Madrid
precisamente; el caso es que las tengo. Á medida que mis pulmones se
saturan de aire puro y vital, parece que se me achica la respiración del
alma y que me ahogo por dentro. Ansío no sé qué, doy largos paseos sin
objeto ni fin, ó me estoy horas y horas sentado en el poyo de piedra
debajo de la solana, sumido en una especie de ensimismamiento raro, que
debe ser rezago de la enfermedad. Á veces salto del poyo, y por no saber
cómo esparcir la sangre, trato de escalar la solana; y no estando muy
hecho á este género de habilidades, á poco me rompo la crisma
estrellándome en el patio.
Figúrate si me hierve el cuerpo en impulsos de actividad, que anteayer
ayudé á Maripepa á segar, por entretenerme. La ví salir con la hoz y un
aire tan animoso, que me dió envidia, y la seguí al prado. Es cosa muy
linda el prado, sobre todo en este tiempo, cuando su frescura y color
alegre contrasta con la desnudez de los árboles y la aridez del terreno
labradío. Un prado es la infancia de la vegetación, y sin que uno sea
borrico, ni mucho menos, la yerba convida á tenderse, revolcarse y
palpar amorosamente su suave tez de felpa. Me tendí, pues, dejándome
resbalar por el leve talud, mientras Maripepa esgrimía el arma de las
druidesas y _apañaba_ (es el término técnico) todo el verde posible. Al
fin me resolví á servirle de algo, y estuve á punto de llevarme media
mano con la hoz, que corta como navaja de afeitar. La chica se rió de
todo corazón, pues nada le divierte tanto como mi torpeza en cosas
rústicas. Me arrancó el instrumento, y pronto tuvo reunido un haz de
yerba que colocó sobre su cabeza. Apenas se le veía la cara entre aquel
marco de verdura, y al andar la rodeaban las hojas y tallos que iban
soltándose y cayéndose, y quedaba en pos de ella un rastro de briznas de
plantas, de simiente de gramíneas, de florecitas menudas. No dirás que
no te doy la razón poetizando á Maripepa. El asunto merecía un
acuarelista que lo fijase en el papel.
Se me figura que parte de este desasosiego mío, de este no saber cómo
matar el tiempo, á la vez que lo engaño con las mayores niñerías y
futilidades, consiste en que los tresillistas me han abandonado,
aprovechando estos días apacibles en sus correrías y cazatas, que ya no
me atrevo á compartir, escarmentado por el mal suceso de la primera. Si
no me escabullo antes, en Enero estoy convidado á la famosa feria del 6,
en Cebre. El notario hará el gasto, y por no llevarnos á su casa de
soltero, que la tendrá sabe Dios cómo, nos obsequiará en la _fonda_.
¡Debe ser cosa buena la fonda de Cebre! ¿eh?
Contéstame á escape, dándome siquiera esperanzas de que saldré de aquí.
Creo que el mar político se encrespa y la balanza se inclina del lado
de los tuyos. Seré Juez... y ¡ay del notario fullero ó del cacique
tortuoso é inicuo que me caiga por banda!
[Imagen]

DEL MISMO AL MISMO.
Enero.
Sí, ha llegado mi nombramiento; sí, no te acusé recibo; sí, me hago el
muerto, y lo que es peor, deseo estarlo hace algunos días. ¡Ya soy Juez,
Camilo! ¡Amarga ironía de los acontecimientos! ¡La justicia humana se
pone en mis manos el día en que más merezco caer en las suyas... y acaso
en las de Dios!
Camilo, si eres amigo mío de verdad, si quieres un poco á mi hermana,
por ambos afectos te suplico seas discreto y reservado y no reveles á
papás ni á nadie de este mundo palabra de lo que voy á contarte; porque
necesito desahogo, y ya no sé callar más, y porque quiero que me
aconsejes. Tú sueles ver más claro en asuntos de la vida práctica,
aunque yo poseo... poseía, quiero decir, un fuerte instinto de rectitud
moral que en cualquier conflicto me dictaba resoluciones dignas de mí.
Entraré en detalles y referiré cómo se encadenaron sucesos que acaso
explican, sin disculparlas, mis locuras. ¡Maldita sea la feria de Cebre!
Escucha, escucha, verás cómo empezó la broma que tan cara me cuesta.
La mañana del día 6 me vestí y acicalé para ir á Cebre, poniendo algún
esmero en mi aliño, porque tras de una larga temporada de campo, en que
el aseo se descuida y se anda sin corbata ni camisola, gusta volver por
los fueros del hombre civilizado, y se experimenta cierto placer al
cortarse las uñas y atusarse el pelo. Vestido ya de piés á cabeza,
cabalgué en el jaco que me traía Manuel, y salí al camino. Estaba la
mañanita fresca, y yo, sintiéndome sano y fuerte como nunca, respiraba
con placer el airecillo picante, y conocía que empezaban á enfriárseme
los pies en los estribos. De pronto oí una voz: «¡Adiós, señorito!» Miré
hacia abajo y ví á Maripepa. Al pronto dudé si la era; tan diferente me
pareció de la Maripepa acostumbrada.
¡También ella se había pulido y arreglado á su modo! Llevaba _mantelo_
negro, liso y muy ceñido, con ancha cenefa de pana; _dengue_ negro
también, recamado de azabache y sujeto á la cintura con un broche de dos
conchitas de plata relucientes; al cuello, pañolito de seda azul. Su
pelo rojo, alisado con agua, tenía al sol reflejos cobrizos, y su tez,
á fuerza, sin duda, de fricciones, ostentaba un brillo de juventud; las
pecas satinaban á trechos el cutis tostado, y los ojos, verdosos,
parecían de metal, vistos á la claridad del día. ¡Cosa más rara!--pensé
para mis adentros.--Esta chica no es fea, al contrario. Reflexión que
hice mientras echaba pié á tierra y emparejaba con Maripepa, cogiendo
del diestro el jaquillo.
Ella también llevaba el ternero, destinado á venderse en pública subasta
en la feria; de modo que ternero, jaco, ella y yo formábamos un grupo
que, al ascender el sol en los cielos, proyectó sobre el camino una
sombra grotesca y fantástica. ¿Por qué me fijé en la proyección de
sombra, y recuerdo este incidente entre otros más dignos de memoria
duradera? No sé: lo cierto es que el grupo, visto de aquel modo,
resultaba muy extravagante, y me hizo reir.
Aumentó mi buen humor Maripepa, que me dijo á voces lo que yo me
limitaba á pensar de ella por lo bajo. Con rústicas razones me aseguró
que estaba muy guapo aquel día, y añadió en tono hiperbólico:
--¡Hoy las señoritas en la feria!...
No se explicó más, ni hacía falta, porque la risa y la mirada dijeron el
resto. Homenaje más brutal, más resuelto, más sencillo y más provocativo
á la vez, no se ha tributado á nadie. Un alma inculta, enterita y sin
velos, se asomó á unos ojos del color del follaje, ojos que parecían
espejos de la naturaleza agreste.
He leído que mujeres muy hermosas, entre ellas la célebre Mad. Récomier,
la amiga de Chateaubriand, oían con gratitud y orgullo los piropos de
los soldados ó de los saboyanitos deshollinadores, en la calle. No soy
mujer, ni, como sabes, me he preciado jamás de chico lindo; pero soy de
carne, y reconozco que es muy grato leer en una cara el placer causado
por nuestra presencia. Y este placer apenas pueden ofrecérnoslo gentes
cuya condición social supere á la de los deshollinadores. Una señorita,
ó siquiera una mujer algo educada, cuando encuentra guapo á un hombre,
procura á toda costa que no le salgan al rostro los pensamientos.
Maripepa dió rienda suelta á los suyos, como el niño que ve dulces ó
juguetes. Mirábame de piés á cabeza embelesada, repitiendo con una
mezcla de envidia y codicia:
[Imagen]
--¡Ay las señoritas hoy!...
Saboreé un momento aquella admiración candorosa, ó impúdica, ó como
quieras, dejándome llevar á mi vez del gusto de contemplar á la chica y
detallar en ella gracias no observadas hasta entonces: la delgadez de la
cintura, realzada por la valentía de la cadera; la abundancia del pelo
rojo, alborotado en las sienes; y la mucha frescura de la boca. Pero
como no soy tan inocente que no sepa en qué paran observaciones de este
jaez, y además, hasta Cebre, faltaban aún tres leguas, dije á Maripepa
unas cuantas palabritas de broma, para que quedase satisfecha y pagada,
y monté de nuevo á caballo, espoleando á mi jamelgo y perdiendo de vista
á la pastora muy pronto.
Cuanto más me acercaba á Cebre, con más bueyes y cerdos tropezaba,
teniendo á veces que pararme por no aplastar inhumanamente algún
marranillo de rosado cutis y finas sedas. El campo de la feria de Cebre
es una robleda frondosísima, que la carretera divide en dos. Cuando
llegué, no se podía literalmente dar un paso: tal era el hervidero de
cabezas humanas y cornúpetas que me rodeaba y oprimía. No he visto
cuernos más inofensivos que los de estas pobres vacas gallegas.
Enganchan á un hombre por la cintura, y él se vuelve muy tranquilo y los
desvía con la mano. Sin embargo, como estaban tan apiñados, las astas y
la gente me oponían una muralla casi infranqueable, y ya renunciaba á
pasar, cuando ví de lejos al notario y al señorito haciéndome señas.
Guié hacia la izquierda, y conseguí salir á sitio de más desahogo.
En un redondo campillo, donde clareaba la robleda, nos pusimos á pasear,
después de que un chicuelo se llevó mi rocín para buscarle acomodo.
Empeñóse el notario en darme de _refrescar_ inmediatamente, y trajo de
su casa, próxima al campillo, una botella de _tostado_, vino de pasa muy
estimado aquí, y unas rosquillas exquisitas, que se conocen por
_melindres_. Entre el _mosto_ y el _tostado_ se compondría un vino
racional, pues lo que á aquel le falta de azúcar, le sobra á éste; bien
que se asemejan en carecer ambos de alcohol, razón por la cual el
_tostado_ embotellado suele volverse, al cabo de algunos años, una bola
de azúcar. No sé por qué te cuento tales menudencias; creo que los
detalles del día fatídico se me incrustaron en la memoria; además, hace
muy al caso referir todo lo que me dieron y pudo contribuir á embargar
mis potencias.
Sin tener exceso de alcohol, el _tostado_ me alegró y me infundió cierta
animación desusada. Presentóme el señorito á tres ó cuatro señoritas que
se paseaban por allí en pelo, con flores en la cabeza y vestidos que me
parecieron, no sé explicar el por qué, anticuados y pretenciosos. Antes
de mi presentación, las señoritas reían á carcajadas y se pellizcaban
unas á otras; pero la llegada de mi madrileña persona les echó un jarro
de agua, y quedáronse como en misa. Traté de reanimar su buen humor,
envidiando de veras el tuyo, que me vendría de perlas allí; ¡esfuerzos
inútiles! las niñas creyeron interesado su amor propio en aparecer
graves y espetadas, y me preguntaron por las bodas de la Princesa de
Baviera y otras menudencias cortesanas, como si yo fuese _gentilhombre
de casa y boca_ y anduviese metido en tráfagos palaciegos. Mi empeño de
traer la conversación á un terreno más actual y menos elevado, sólo
consiguió que languideciese; y después de convidar á rosquillas á
aquella aristocracia montés, nos apartamos del grupo, no sin que el
notario me diese al codo repetidas veces, señalándome maliciosamente á
una de las señoritas, que tenía voz gruesa y presencia varonil.
Vagamos por la feria, admirando alguna yunta de bueyes superior, algún
marrano de desmesurados lomos y corto y enroscado rabo (son los
preferidos), y alguna vaca gran lechera; no se nos pegaron moscas de
caballo, ni nos picaron tábanos, por ser invierno; pero nos empujaron
sin compasión, oímos las disputas y el regateo encarnizado, y como iba
aburriéndome más de la cuenta, oí con gusto la noticia de que era hora
de comer.
Entramos en la _fonda_ por la cocina, llena de gentío y ruido, con piso
de tierra, y nos dieron arriba la mejor habitación, una salucha
independiente, donde nos sirvió una moza sucia, desgreñada y fea, á
quien el notario acribilló á bromas como suyas. Si estuviese yo de humor
de descripciones largas, te diría la brutal abundancia del banquete, la
compacta sopa de fideos azafranados, el cocido monstruo, con sus moles
de tocino y carne y sus chorizos derramando por las brechas de la tripa
roja grasa, el asado de lomo capaz de mantener á un regimiento, el
océano de papas de arroz; dándote á conocer asimismo el plato clásico
de las ferias, el pulpo curado y cocido, tras del cual se chupan aquí
los dedos. Y no dejaría de divertirte si te refiriese nuestra
conversación, donde entre bocado y bocado averigüé los fastos de las
señoritas de la feria, y supe que la gruesa monta caballos en pelo y
tiene á prevención el revólver debajo de la almohada, por si asaltasen
ladrones el solariego palomar, mientras la chiquita es poetisa y hace
versos á los estudiantes que pasan las vacaciones en Cebre, lo cual
sugirió al notario y al cura, entre mil tonterías, algunas agudezas que
me hicieron reir con toda mi alma.
Mas lo que importa á mi cuento, es que el notario trajo de su casa hasta
media docena de botellas de _tostado_, que aunque suave y dulzón, unido
al vino común, al ruido, a la risa y á los cigarros, me produjo
inexplicable aturdimiento. Sentí crecer en mí la vida orgánica, y me ví
libre de la eterna presencia del pensamiento, compañero serio y
moderador al fin. Puse los piés sobre la mesa, me eché atrás en la
silla, declamé y canté algunas canciones de zarzuela y trozos de ópera,
todos tiernos y apasionados. Porque quítale el freno de la reflexión á
un muchacho de mi edad, y claro está que se desborda el torrente amoroso
que, más ó menos aprisionado, ruge en el fondo de todas las almas. Si la
maritornes que servía tuviese rostro humano, creo que le abriría los
brazos.
No los brazos, pero una ventana, abrió el cura, y el fresco empezó á
calmarme y á recordarme que tenía que volver á la Fontela antes que
anocheciese del todo. Ví el cielo gris, y me pareció que amenazaba
lluvia. ¡Yo me había venido sin el impermeable! Al punto envió á su
casa el notario por una prenda que aquí se usa mucho: la capa de paja.
Estos impermeables rústicos dan excelente resultado, pues sobre la
superficie de las pajas resbala el agua, sin que entre una gota: nada
pesan, y aislan por completo de la humedad: tienen capucha y cubren todo
el cuerpo.
Preservado de la contingencia de la lluvia, envié delante de nosotros á
un chicuelo con mi jaco, sobre cuyos lomos iba terciada la famosa capa,
y el cura, el señorito, el notario y yo emprendimos á pié la ruta,
quedando ellos en acompañarme hasta cosa de un cuarto de legua de Cebre
y regresar en seguida por si descargaba el aguacero. Poco nos
alejaríamos del pueblo cuando observé que caminaba delante de nosotros
una mujer, y conocí á Maripepa, libre ya de la compañía de su
becerrillo, que había vendido de seguro. Entretenido en la conversación
del cura, y algo aturdido todavía por los efectos del tostado, yo andaba
descuidadísimo; pero noté que el cura y el señorito se hacían señas y se
fijaban en un punto del horizonte, y ví con sorpresa que el notario no
estaba con nosotros. Miré en derredor, y no le divisé por parte alguna.
Todavía me parece estar contemplando el paisaje, teatro de la escena que
sucedió después.
Teníamos á la derecha un barranco, en cuyas laderas crecían tojos y
retamas, y cuyo fondo era una especie de cantera de pizarra, ahondada
quizás por los peones camineros para acogerse allí ó para rellenar la
caja de la carretera. Á la izquierda oscurecía sus sombras un pinar,
plantado enteramente á orillas del camino, y del cual nos separaba tan
sólo la zanja de una cuneta poco profunda.
De este pinar, á diez pasos de distancia, oí salir gritos, bárbaras
risas, el tragín de una brega, algo como la corrida de una res por entre
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