La dama joven - 08

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DEL MISMO AL MISMO.
Marzo.--Pontevedra.
¡Ah, Camilo! Hoy sí que te escribo corrido y avergonzado, y lo hago para
que al llegar á esa no me hables ya palabra del asunto y olvides el
contenido de esta carta. Á la menor guasa, al menor indicio de que
quieres aludir á mi historia ó burlarte de ella, dejaríamos de ser
amigos para siempre. Lee, pues, estas páginas y rómpelas, rompe ó quema
toda mi correspondencia de este invierno.
Por la fecha de la carta comprenderás que ya no estoy en la Fontela. He
venido aquí á tomar el billete para llegar á esa por la vía de Portugal.
De modo que, veinticuatro horas después de leer mis letras, me tendrás á
tu lado y calmaré el disgusto de mis padres, haciéndoles creer (cuento
contigo para el caso) que _todo_ fué una pesada broma que quise darte, y
á la cual tú prestaste fe.
Abreviando. Has de saber que una semana después de la venida del cura
tuve aquí lo que menos pensarás: máscaras. ¡Máscaras en la Fontela! Sí,
máscaras. Era el domingo de Carnaval, y estaba yo acabando de comer
cuando sentí en el patio grandísima algazara, risas, brincos,
prolongados toques de cuerno y repique de castañuelas y panderetas, y
asomándome á la
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ventana, ví con asombro hasta media docena de máscaras. Se les conocía
que lo eran por unas groserísimas caretas de cartón y por ciertos
detalles muy exagerados del traje que vestían, que no era otro sino el
de los paisanos de esta localidad. Había tres hombres y tres mujeres:
tres parejas muy cogidas del brazo. Las mujeres traían panderos y
castañuelas; uno de los hombres una gaita, que tocaba áspera y
destempladamente; otro esgrimía una vejiga de puerco hinchada y puesta
al extremo de un cordel, con la cual sacudía vejigazos á sus compañeros
y compañeras, y otro, por la abertura de la careta, soplaba un cuerno
descomunal, arrancándole sonidos lúgubres y grotescos. En cuanto me
vieron las máscaras, movieron un alboroto formidable, y corrieron al
asalto, subiendo la escalera y penetrando en mi habitación, que
asordaron con sus gritos y tocatas. En un momento me ví empujado,
abrazado, _vejigueado_, pellizcado y sin saber qué cara poner ante la
bulliciosa alegría de los que yo juzgaba aldeanos en día de jarana.
Recordé los deberes que impone la hospitalidad, y corriendo á mi
alacena, saqué de ella cuantas botellas de vino y licor poseía, y las
ofrecí á mis visitantes. Con gran sorpresa mía no las rehusaron ni se
lanzaron á apurarlas, sino que aceptaron cortésmente algunas copas, y
una de las máscaras femeninas pidió un vaso de agua. Llamé á Maripepa
para que lo sirviese, y empecé á reparar que las máscaras, afectando el
lenguaje y modales de los paisanos, mostraban en no sé qué pormenores
pertenecer á otra clase social. La observación me interesó, y ya me
divertía algo la mascarada. Una de las hembras, destapando la fiambrera
que llevaba colgada del cuello, me ofreció con los dedos _filloas_,
especie de tortilla delgada como una hoja de papel, redonda como una
hostia y bastante grande, que aquí suele comerse en tiempo de
Carnestolendas; y al ver el buen ánimo con que me eché al coleto media
docena de aquellas porquerías, las otras dos damiselas (que ya me iban
pareciendo tales) me sacaron, quieras que no quieras, al centro de la
sala, y empezaron á bailar, meneando panderos y castañuelas y
convidándome con muchas vueltas y mudanzas. Por no aparecer pedante me
dejé embullar y dí cuatro brincos, con poquísima gracia de seguro, pues
ya conoces la extensión de mis habilidades coreográficas. Después dos
bailarinas se colgaron de mis brazos, pidiéndome que les enseñase la
casa y la huerta.
Insistí para que se descubriesen, y no fué posible lograrlo;
resistiéronse, pretextando que tenían una gran broma para mí y les
importaba conservar la careta. En efecto, apenas llegamos á la huerta
empezaron á darme una carga terrible, describiéndome, con más gracia y
donaire del que yo esperaba, y en un chapurrado mitad castellano y mitad
gallego, la linda figura que haríamos Maripepa y yo de bracero por
Madrid, asombrando á la corte. Competían en chiste las dos máscaras, y á
cada una se le ocurrían detalles risibles: ésta pintaba á Maripepa
calzándose botitas de raso blanco para ir al besamanos del Rey: la otra
recalcaba y la suponía metiendo trabajosamente las manos en los guantes
y manejando el abanico al entrar en el cuarto de la Infanta. Por esta
manía de considerarme á mí hombre que frecuenta el real palacio y
tendría forzosa obligación de ir con su mujer á saludar á las augustas
personas, y también por ciertos indicios de estatura, voz gruesa, etc.,
vine en conocimiento de que mis máscaras no eran sino las señoritas de
la feria.
Un rayo de luz me iluminó, y comprendí quiénes debían ser dos, por lo
menos, de los máscaras varones. Sin duda alguna el barbarote que soplaba
en el cuerno era el notario; el inhábil tocador de gaita sería el
señorito, y no me atreví á calcular cómo se llamaría el que con tal
agilidad manejaba la vejiga de puerco, por no ofender con juicios
temerarios su respetable carácter sacerdotal.
Al punto me hice cargo de las chanzas que iba á tener que sufrir, de
todo lo que aquellas gentes se preparaban á decirme, é hice provisión de
paciencia; porque, estaba visto, el cura les había informado de todo y
venían dispuestos á divertirse conmigo sin misericordia. Poco me agradó
la perspectiva; pero echando mano de la reflexión, me resolví á sufrir
con resignación y exterior agrado cuánta matraca me diesen, apuntándola
como primer partida en la cuenta del subido precio á que el mundo cobra
el cumplimiento del deber. Echéme, por decirlo así, en brazos de las
máscaras, y ellas comenzaron á zarandearme, unas llevándome á un rincón,
otras á otro, y todas diciéndome, en sustancia, lo mismo.
Lo que me dijeron... Lo que me dijeron, Camilo, no fué lo que yo
suponía, y aquí empieza la parte de confidencia que más debes olvidar de
toda esta denigrante historia. Me dijeron... En fin, Camilo, yo pensaba
que me atacarían por ser un Quijote, y resultó que estaba siendo un
sandio; resultó que había caído en la más ridícula majadería; que
juzgaba haber pisoteado una flor, y no había hecho sino recoger de la
carretera la flor pisoteada ya... Y por qué piés, ¡Dios mío! ¡Por qué
inmundos y villanos piés!
Sentí que toda la sangre me afluía al rostro, y bajé la cabeza, oyendo
resonar en mi cerebro vacío carcajadas afrentosas; no supe qué contestar
ni qué hacer; fingí serenidad y oculté la sorpresa, dándome por
enterado, y ví con satisfacción acercarse la noche y á mis huéspedes
prepararse á partir. Antes que lo hiciesen llamé aparte á uno de ellos,
y cogiéndole la mano y oprimiéndosela con rabia, le dije:
--Si eres persona decente, asegúrame á cara descubierta eso que me
acabas de contar con ella tapada.
El máscara apartó la careta y ví la faz lánguida, enjuta y grave del
señorito de Limioso, que con un aire de sinceridad que hizo penetrar en
mí profunda y humillante convicción, me contestó:
--Nos puede creer, Rojas, mire que no le engañamos; á fe, nos daba
lástima verle tan equivocado, y nos animamos á venir hoy, más bien para
sacarle las telarañas de los ojos que para pasar el rato... Ya sabíamos
que se divertía con la chica; ¡cosas de la edad! adelante; nadie tiene
que meterse en líos agenos; pero el cura me ha contado que Vd. le dijera
que se casaba, y eso ya es gordo, amigo... ¡Ay! Déjeme limpiarme el
sudor, que me sofoqué soplando en la maldita gaita.
No obstante, así que la comparsa desfiló, entró en mi ánimo la duda. ¿No
podía ser aquello una cruel venganza del notario contra Maripepa? ¿No
podían estar de acuerdo todos para burlarse del señorito madrileño? Y,
por último, para colmo de rubor, ¿no sentía yo á Maripepa aposentada
dentro de mi corazón, y no me traían los afrentosos celos, además de
sangre á las mejillas, lágrimas de rabia á los candentes lagrimales?
Tiré, pues, mis líneas, tendí mis redes, esperé y observé. Me convertí
en espía, me oculté y me envilecí hasta atisbar... ¡atisbar en un
establo, detrás de un pesebre, recogiendo el aliento grueso y húmedo de
la vaca, que rumiaba tranquila sus puñados de florida hierba! ¡Cuán poco
tiempo necesité para convencerme! ¡Y yo me corría de que el notario me
disputase á Maripepa! Ahora mi rival era Manuel, aquel bárbaro al cual
la falta de los dedos de la mano daba un aspecto tan repulsivo.
Salí de mi escondrijo deseoso de ocultarme, á ser posible, bajo siete
estados de tierra; hice la maleta y dispuse que me ensillasen el jaco
para la mañana siguiente. Al traerme algunos objetos que le pedí,
observé que Maripepa lloraba, limpiándose con la manga de la camisa el
llanto. No pude contener un impulso de ira; la cogí por los hombros, la
sacudí y la increpé. Lo confesó todo, como la cosa más natural del
mundo, llorando franca y apaciblemente. Manuel es su prometido hace dos
ó tres años. Si no se han casado ya, es que no hay cuartos para el
grosero ajuar y la comida de boda. He desempeñado papel más lucido de lo
que pensaba, pues realmente aquí el engañado fué ese bestia de Manuel.
Metí la mano en el bolsillo y saqué todo el dinero que tengo, menos el
preciso para el viaje; saqué también el reloj y se lo eché en el regazo
á Maripepa. Después la empujé suavemente hacia la puerta. Me parece que
esperaba alguna caricia de despedida; pero ya no me sería posible ni
tocarle amorosamente al pelo de la ropa. La ví salir, y me quedé
abismado. ¡Quién sabe lo que hubiera sido para mí esta mujer, nacida en
distinta condición, educada no diré de otro modo, sino de algún modo!
Tal vez la más leal de las esposas--de seguro una de las más amantes.
Al día siguiente (hoy), monté temprano, fuí al Pazo de Limioso á apretar
la mano del señorito bajo unas parras que entoldan su blasonada puerta,
pasé por Naya y seguí á Cebre, despidiéndome con sendos abrazos del cura
y del notario, y llegué á Pontevedra á las cinco de la tarde. Estoy
escribiéndote porque ya no he cogido el coche que sale á Tuy. Lo cogeré
mañana, me detendré un día en Oporto, y veinticuatro horas después de
recibir ésta, repito que puedes ir á esperarme á la estación.
Silencio, nada de alusiones, nada de burlas, al menos por ahora, que aún
sangra la herida. Sé para mí un juez indulgente. Yo sospecho que lo he
de ser con todo el mundo.
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NIETO DEL CID
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El anciano cura del santuario de San Clemente de Boán cenaba
sosegadamente sentado á la mesa, en un rincón de su ancha cocina. La luz
del triple mechero del velón señalaba las acentuadas líneas del rostro
del párroco, las espesas cejas canas, el cráneo tonsurado, pero
revestido aún de blancos mechones, la piel rojiza, sanguinea, que en
robustas dobleces rebosaba del alzacuello.
Ocupaba el cura la cabecera de la mesa; en el centro su sobrino, guapo
mozo de veintidós años, despachaba con buen apetito la ración; y al
extremo, el criado de labranza, remangada hasta el codo la burda camisa
de estopa, hundía la cuchara de palo en un enorme tazón de caldo
humeante y lo trasegaba silenciosamente al estómago.
Servía á todos una moza aldeana, que aprovechaba la ocasión de meter
también cucharada, ya que no en los platos, en las conversaciones.
El servicio se lo permitía, pues no pecaba de complicado, reduciéndose á
colocar ante los comensales un mollete de pan gigantesco, á sacar de la
alacena vino y platos, á empujar descuidadamente sobre el mantel el
tarterón de barro colmado de patatas con unto.
--Señorito Javier--preguntó en una de estas maniobras--¿qué oyó de la
gavilla que anda por ahí?
--¿De la gavilla, chica? Aguárdate...--contestó el mancebo alzando su
cara animada y morena...--¿Qué oí yo de la gavilla? No, pues algo me
contaron en la feria... Sí, me contaron...
--Dice que al señor abad de Lubrego le robaron barbaridá de cuartos...
cien onzas. Estuvieron esperando á que vendiese el centeno de la _tulla_
y los bueyes en la feria del quince, y ala que te cojo.
--¿No se defendió?
--¿Y no sabe que es un señor viejecito? Aun para más aquellos días
estaba encamado con dolor de huesos.
El párroco, que hasta entonces había guardado silencio, levantó de
pronto los ojos, que bajo sus cejas nevadas resplandecieron como cuentas
de azabache, y exclamó:
--Qué defenderse ni qué... En toda su vida supo Lubrego por dónde se
agarra una escopeta.
--Es viejo.
--Bah, lo que es por viejo... Sesenta y cinco años cumplo yo para
Pentecostés y sesenta y seis hará él en Corpus, lo sé de buena tinta, me
lo dijo él mismo. De modo que la edad... lo que es á mí no me ha quitado
la puntería, alabado sea Dios.
Asintió calurosamente el sobrino.
--¡Vaya! Y si no que lo digan las perdices de ayer, ¿eh? Me remendó Vd.
la última.
--Y la liebre de hoy, ¿eh, rapaz?
--Y el raposo del domingo--intervino el criado, apartando el hocico de
los vapores del caldo.--¡Cuando el señor abad lo trajo _arrastando_ con
una soga así (y se apretaba el gaznate) gañía de Dios! Ouú... Ouú...
--Allí está el maldito--murmuró el cura señalando hacia la puerta, donde
se extendía, clavada por las cuatro extremidades, una sanguinolenta
piel.
--No comerá más gallinas--agregó la criada amenazando con el puño á
aquel despojo inerte.
Esta conversación venatoria devolvió la serenidad á la asamblea, y
Javier no pensó en referir lo que sabía de la gavilla. El cura, después
de dar las gracias mascullando latín, se enjuagó con vino, cruzó una
pierna sobre otra, encendió un cigarrillo, y alargando á su sobrino un
periódico doblado, murmuró entre dos chupadas:
--Á ver luégo qué trae _La Fe_, hombre.
Dió principio Javier á la lectura de un artículo de fondo, y la criada,
sin pensar en recoger la mesa, sacó para sí del pote una taza de caldo y
sentóse á comerla en un banquillo al lado del hogar. De pronto cubrió la
voz sonora del lector un aullido recio y prolongado. La criada se quedó
con la cuchara enarbolada sin llevarla á la boca. Javier aplicó un
segundo el oído, y luégo prosiguió leyendo, mientras el cura,
indiferente, soltaba bocanadas de humo y despedía de lado frecuentes
salivazos. Transcurrieron dos minutos, y un nuevo aullido, al cual
siguieron ladridos furiosos, rompió el silencio exterior. Esta vez el
lector dejó el periódico, y la criada se levantó tartamudeando:
--Señorito Javier... señor amo... señor amo...
--Calla--ordenó Javier; y, de puntillas, acercóse á la ventana, bajo la
cual parecía que sonaba el alboroto de los perros; mas éste se aquietó
de repente.
El cura, haciendo con la diestra pabellón á la oreja, atendía desde su
sitio.
--Tío--siseó Javier.
--Muchacho.
--Los perros callaron; pero juraría que oigo voces.
--¿Entonces, cómo callaron?
No contestó el mozo, ocupado en quitar la tranca de la ventana con el
menor ruido posible. Entreabrió suavemente las maderas, alzó la
falleba, y animado por el silencio, resolvióse á empujar la vidriera. Un
gran frío penetró en la habitación; vióse un trozo de cielo negro
tachonado de estrellas, y se indicaron en el fondo los vagos contornos
de los árboles del bosque, sombríos y amontonados. Casi al mismo tiempo
rasgó el aire un silbo agudo, se oyó una detonación, y una bala, rozando
la cima del pelo de Javier, fué á clavarse en la pared de enfrente.
Javier cerró por instinto la ventana, y el cura, abalanzándose á su
sobrino, comenzó á palparlo con afán.
--¡Re... condenados! ¿Te tocó, rapaz?
--¡Si aciertan á tirar con munición lobera.... me divierten!--pronunció
Javier algo inmutado.
--¿Están ahí?
--Detrás de los primeros castaños del soto.
--Pon la tranca... así... anda volando por la escopeta... las balas...
el frasco de la pólvora... Trae también el _Lafuché_... ¿oyes?
Aquí el párroco tuvo que elevar la voz como si mandase una maniobra
militar, porque el desesperado ladrido de los perros resonaba cada vez
más fuerte.
--Ahora, ahí, ladrar... ¿Por qué callarían antes, mal rayo?
--Conocerían á alguno de la gavilla; les silbaría ó les hablaría--opinó
el gañán, que estaba de pié, empuñando una horquilla de coger el tojo,
mientras la criada, acurrucada junto á la lumbre, temblaba con todos sus
miembros y de cuando en cuando exhalaba una especie de chillido
ratonil.
El cura, abriendo un ventanillo practicado en las maderas de la ventana,
metió por él el puño y rompió un cristal; en seguida pegó la boca á la
abertura, y con voz potente gritó á los perros:
--¡Á ellos, Chucho, Morito, Linda... Chucho, duro en ellos, ahí, ahí...
ánimo. Linda, hazlos pedazos!
Los ladridos se tornaron, de rabiosos, frenéticos; oyóse al pié de la
misma ventana ruido de lucha; amenazas sordas, un ¡ay! de dolor, una
imprecación, y luégo quejas como de animal agonizante.
--¡El pobre Morito... ya no dará más el raposo!--murmuró el gañán.
Entretanto el cura, tomando de manos de Javier su escopeta, la cargaba
con maña singular.
--Á mí déjame con mi escopeta de las perdices... vieja y tronada... Tú
entiéndete con el _Lafuché_... yo, esas novedades... ¡Bah! estoy por la
antigua española. ¿Tienes cartuchos?
--Sí señor--contestó Javier disponiéndose también á cargar la carabina.
--¿Están ya debajo?
--Al pié mismo de la ventana... Puede que estén poniendo las escalas.
--¿Por el portón hay peligro?
--Creo que no. Tienen que saltar la tapia del corral, y los podemos
fusilar desde la solana.
--¿Y por la puerta de la bodega?
--Si le plantan fuego... Romper no la rompen.
--Pues vamos á divertirnos un rato... Aguarday, aguarday, amiguitos.
Javier miró á la cara de su tío. Tenía éste las narices dilatadas, la
boca sardónica, la punta de la lengua asomando entre los dientes, las
mejillas encendidas, los ojuelos brillantes, ni más ni menos que cuando
en el monte el perdiguero favorito se paraba señalando un bando de
perdices oculto entre los retamares. Por lo que hace á Javier,
horrorizábanle aquellos preparativos de caza humana. En tan supremos
instantes, mientras deslizaba en la recámara el proyectil, pensaba que
se hallaría mucho más á gusto en los claustros de la Universidad, en el
café ó en la feria del quince, comprándoles rosquillas y caramelos á las
señoritas del Pazo de Valdomar. Volvió á ver en su imaginación la feria,
los relucientes ijares de los bueyes, la mansa mirada de las vacas, el
triste pelaje de los rocines, y oyó la fresca voz de Casildita del Pazo,
que le decía con el arrastrado y mimoso acento del país:
--¡Ay, déme el brazo por Dios, que aquí no se anda con tanta gente!
Creyó sentir la presión de un bracito... No, era la mano peluda y
musculosa del cura, que le impulsaba hacia la ventana.
--Á apagar el velón... (hízolo de tres valientes soplidos). Á empezar la
fiesta. Yo cargo, tú disparas... tú cargas, yo disparo... ¡Eh,
Tomasa!--gritó á la criada;--no chilles, que pareces la comadreja... Pon
á hervir agua, aceite, vino, cuanto haya... Tú, añadió dirigiéndose al
gañán, á la solana. Si montan á caballo de la muralla, me avisas.
Dijo, y con precaución entreabrió la ventana, dejando
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sólo un resquicio por donde cupiese el cañón de una escopeta y el ojo
avizor de un hombre. Javier se estremeció al sentir el helado ambiente
nocturno; pero se rehizo presto, pues no pecaba de cobarde, y miró
abajo. Un grupo negro hormigueaba; se oía como una deliberación en voz
misteriosa.
--¡Fuego!--le dijo al oído su tío.
--Son veinte ó más--respondió Javier.
--Y qué!--gruñó el cura al mismo tiempo que apartaba á su sobrino con
impaciente ademán; y apoyando en el alféizar de la ventana el cañón de
la escopeta, disparó.
Hubo un remolino en el grupo, y el cura se frotó las manos.
--¡Uno cayó patas arriba... _quoniam_!--murmuró pronunciando la palabra
latina, con la cual, desde los tiempos del seminario, reemplazaba todas
las interjecciones que abundan en la lengua española.--Ahora tú, rapaz.
Tienen una escala: al primero que suba...
Los dedos de Javier se crispaban sobre su hermosa carabina Lefaucheux,
mas al punto se aflojaron.
--Tío--atrevióse á murmurar--entre esos hay gente conocida; me acuerdo
ahora de que lo decían en la feria. Aseguran que viene el cirujano de
Solás, el cohetero de Gunsende, el hermano del médico de Doas. ¿Quiere
Vd. que les hable? Con un poco de dinero puede que se conformen y nos
dejen en paz, sin tener que matar gente.
--¡Dinero, dinero!--exclamó roncamente el cura.--¿Tú sin duda piensas
que en casa hay millones?
--¿Y los fondos del santuario?
--Son del santuario, _quoniam_, y antes me dejaré tostar los piés como
le hicieron al cura de Solás el año pasado, que darles un ochavo. Pero
mejor será que le agujereen á uno la piel de una vez y no que se la
tuesten. ¡Fuego en ellos! Si tienes miedo, iré yo.
--Miedo no--declaró Javier; y descansó la carabina en el alféizar.
--Lárgales los dos tiros--mandó su tio.
Dos veces apoyó Javier el dedo en el gatillo, y á las dos detonaciones
contestó desde abajo formidable clamoreo: no había tenido tiempo el
mancebo de recoger la mano, cuando se aplastó en las hojas de la ventana
una descarga cerrada, arrancando astillas y destrozándolas: componían su
terrible estrépito estallidos diferentes, seco tronar de pistoletazos,
sonoro retumbo de carabinas y estampido de trabucos y tercerolas. Javier
retrocedió, vacilando; su brazo derecho colgaba; la carabina cayó al
suelo.
--¿Qué tienes, rapaz?
--Deben haberme roto la muñeca--gimió Javier, yendo á sentarse en el
banco casi exánime.
El cura, que cargaba su escopeta, se sintió entonces asido por los
faldones del levitón, y á la dudosa luz del fuego del hogar vió un
espectro pálido que se arrastraba á sus piés. Era la criada, que
silabeaba con voz apenas inteligible:
--Señor... señor amo... ríndase, señor... por el alma de quien lo
parió... señor, que nos matan... que aquí morimos todos...
--¡Suelta, _quoniam_!--profirió el cura lanzándose á la ventana.
Javier, inutilizado, exhalaba ayes, tratando de atarse con la mano
izquierda un pañuelo; la criada no se levantaba, paralizada de terror;
pero el cura, sin hacer caso de aquellos inválidos, abrió rápidamente
las maderas y vió una escala apoyada en el muro, y casi tropezó con las
cabezas de dos hombres que por ella ascendían. Disparó á boca de jarro y
se desprendió el de abajo; alzó luégo la escopeta, la blandió por el
cañón y de un culatazo echó á rodar al de arriba. Sonaron varios
disparos, pero ya el cura estaba retirado adentro, cargando el arma.
Javier, que ya no gemía, se le acercó resuelto.
--Á este paso, tío, no resiste Vd. ni un cuarto de hora. Van á entrar
por ahí ó por el patio. He notado olor á petróleo; quemarán la puerta de
la bodega. Yo no puedo disparar. Quisiera servirle á Vd. de algo.
--Viérteles encima aceite hirviendo con la mano izquierda.
--Voy á sacar la Rabona de la cuadra por el portón, y á echar un galope
hasta Doas.
--¿Al puesto de la Guardia?
--Al puesto de la Guardia.
--No es tiempo ya. Me encontrarás difunto. Rapaz, adiós. Rézame un Padre
nuestro y que me digan misas. ¡Entra, taco, si quieres!
--¡Haga Vd. que se rinde... entreténgalos... Yo iré por el aire!
La silueta negra del mancebo cubrió un instante el fondo rojo de la
pared del hogar, y luégo se hundió en las tinieblas de la solana. El tío
se encogió de hombros, y asomándose, descargó una vez más la escopeta á
bulto. Luégo corrió al lar y descolgó briosamente el pesado pote que
pendiente de larga cadena de hierro hervía sobre las brasas. Abrió de
par en par la ventana, y sin precaverse ya, alzó el pote y lo volcó de
golpe encima de los enemigos. Se oyó un aullido inmenso, y como si aquel
rocío abrasador fuese incentivo de la rabia que les causaba tan heróica
defensa, todos se arrojaron á la escala, trepando unos sobre los hombros
de otros; y á la vez que por las tapias se descolgaban dos ó tres
hombres y luchaban con el gañán, una masa humana cayó sobre el cura, que
aún resistía á culatazos. Cuando el racimo de hombres se desgranó, pudo
verse á la luz del velón que encendieron, al viejo, tendido en el suelo,
maniatado.
Venían los ladrones tiznados de carbón, con barbas postizas, pañuelos
liados á la cabeza, sombrerones de anchas alas y otros arreos que les
prestaban endiablada catadura. Mandábalos un hombre alto, resuelto y
lacónico, que en dos segundos hizo cerrar la puerta y amarrar y poner
mordazas al criado y la criada. Uno de sus compañeros le dijo algo en
voz baja. El jefe se acercó al cura vencido.
--Eh, señor abad... no se haga el muerto... Hay ahí un hombre herido por
Vd. y quiere confesión...
Por la escalera interior de la bodega subían pesadamente conduciendo
algo; así que llegaron á la cocina vióse que eran cuatro hombres que
traían en vilo un cuerpo, dejando en pos charcos de sangre. La cabeza
del herido se balanceaba suavemente; sus ojos, que empezaban á
vidriarse, parecían de porcelana en su rostro tiznado; la boca estaba
entreabierta.
--¡Qué confesión, ni!...--dijo el jefe.--¡Si ya está dando las
boqueadas!
Pero el moribundo, apenas lo sentaron en el banco, sosteniéndole la
cabeza, hizo un movimiento, y su mirada se reanimó.
--¡Confesión!--clamó en voz alta y clara.
Desataron al cura y lo empujaron al pié del banco. Los labios del herido
se movían como recitando el acto de contrición; el cura conoció el
estertor de la muerte y distinguió una espuma color de rosa que asomaba
á los cantos de la boca. Alzó la mano y pronunció _ego te absolvo_ en el
momento en que la cabeza del herido caía por última vez sobre el pecho.
--Llevárselo--ordenó el jefe.--Y ahora diga el señor abad dónde tiene
los cuartos.
--No tengo nada que darles á Vds.--respondió con firmeza el cura.
Sus cejas se fruncían, su tez ya no era rubicunda, sino que mostraba la
palidez biliosa de la cólera, y sus manos, lastimadas, estranguladas por
los cordeles, temblaban con temblequeteo senil.
--Ya dirá Vd. otra cosa dentro de diez minutos... Le vamos á freir á Vd.
los dedos en aceite del que usted nos echó. Le vamos á sentar en las
brasas. Á la una... á las dos...
El cura miró alrededor y vió sobre la mesa donde habían cenado el
cuchillo de partir pan. Con un salto de tigre se lanzó á asir el arma, y
derribando de un puntapié la mesa y el velón, parapetado tras de
aquella barricada, comenzó á defenderse á tientas, á oscuras, sin
sentir los golpes, sin pensar más que en morir noblemente, mientras á
quemarropa le acribillaban á balazos...
El sargento de la Guardia civil de Doas, que llegó al teatro del combate
media hora después, cuando aún los salteadores buscaban inútilmente bajo
las vigas, entre la hoja de maíz del jergón, y hasta en el Breviario,
los cuartos del cura, me aseguró que el cadáver de éste no tenía forma
humana, según quedó de agujereado, magullado y contuso. También me dijo
el mismo sargento que desde la muerte del cura de Boán abundaban las
perdices; y me enseñó en la feria á Javier, que no persigue caza alguna,
porque es manco de la mano derecha.
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EL INDULTO
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De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda,
ateridas por el frío cruel de una mañana de Marzo, Antonia la asistenta
era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la
que refregaba con mayor desaliento; á veces, interrumpiendo su labor,
pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas
de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.
Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de
tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas,
se cruzaba un breve diálogo, á media voz, entretejido con exclamaciones
de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los
males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables
comentarios: nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo
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