La dama joven - 12

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El cosechero, que había dejado escapar visibles muestras de impaciencia,
no pudo sufrir semejante escena, y murmurando entre dientes, empujó á
unos y otros fuera de la cocina, dando por concluída la velada. Cuando
dejó de oirse el ruido de los gruesos zapatos de los labradores que
partían, pidió lacónicamente la cena. Según costumbre del país, la
Borgoñona sirvió á su padre y al forastero; éste, callado y humilde como
al principio, apenas probó del rústico banquete, y rogó le permitiesen
retirarse. La Borgoñona le condujo á una sala baja donde había extendida
paja fresca; y en seguida, volviéndose á la cocina, intentó cenar.
Los bocados se le atravesaban en la garganta; su estómago rehusaba el
alimento; y viendo á su padre sombrío y ceñudo, resolvióse á preguntar
qué opinaba acerca de los discursos del peregrino y lo que había dicho
respecto á la caridad.
--Paréceme, padre--añadió--que si no nos engaña el gentil predicador,
nuestro fin será irnos al infierno en derechura, pues en nuestra casa
hay oro, pan y vino en abundancia, y nunca damos limosna.--Al pronunciar
estas palabras, sonreíase dulcemente para congraciar al viejo; pero él,
montando en cólera terrible, golpeó fuertemente la mesa con su vaso de
estaño, maldijo á la hija que le había traído á casa aquel mendigo
desharrapado y loco, que acaso fuese un bandido disfrazado, y amenazó ir
sin demora á cogerle de un brazo y echarle de la granja; con lo cual, la
doncella se retiró á su cuarto trémula y confusa.
En toda la noche apenas logró pegar los ojos. Veía al viajero, oía de
nuevo su persuasiva y cálida voz, y notaba las variaciones de su rostro
transfigurado por la unción y fervor de la plática.
El lecho de la Borgoñona tenía ascuas y espinas; su conciencia estaba
tan despierta como si hubiese cometido un crimen; durmióse un instante y
vió en sueños á su padre arrastrado por negros demonios que lo
aporreaban con sacos llenos de monedas. Apenas un rayo de luz pálida
anunció el amanecer, la Borgoñona saltó de la cama, y á medio vestir y
en cabello corrió á la estancia del peregrino.
Éste tenía la puerta abierta y rezaba de rodillas con los brazos en
cruz, y hallábase tan arrebatado en la oración, que le pareció á la niña
que más de un palmo se levantaba del suelo. Al ruido de los pasos de la
Borgoñona, el forastero se puso en pié de un salto, y mostró el rostro
bañado en lágrimas, y al mismo tiempo resplandeciente de un júbilo
celestial; pero cuando se fijó en la Borgoñona, al punto mudó el
semblante; fué como si le cerrasen con llave las facciones; bajó los
ojos, y cruzándose de brazos preguntó á la niña qué deseaba. Ella, con
un movimiento rapidísimo, se echó á sus piés, y abrazando sus rodillas
toda turbada, rompió á decirle que en aquella casa había riquezas
estériles, tesoros malditos, que causarían la perdición de su dueño; que
allí jamás se había dado al pobre ni un puñado de espigas, antes era su
sudor el que rellenaba las arcas; que ella se encontraba arrepentida y
resuelta, para asegurar su salvación y la de su padre, á irse por el
mundo descalza, pidiendo limosna y haciendo penitencia; para lo cual
pedía al forastero su bendición y que la llevase en su compañía y le
enseñase á predicar y á seguir la regla del beato Francisco, la humildad
y pobreza absoluta.
[Imagen]
Permanecía el misionero mudo y parado; no obstante, las palabras de la
Borgoñona debían producirle extraño efecto, porque ésta sentía que las
rodillas del penitente se entrechocaban temblorosas, y veía su faz
demudada y sus manos crispadas, cual si se clavase en el pecho las uñas.
La doncella, creyendo persuadir mejor, apretaba las manos, escondía la
cara en el sayal, empapándolo en sus calientes lágrimas. Poco á poco el
penitente aflojó los brazos y por fin los abrió, inclinándose hacia la
niña; pero de pronto, con una sacudida violenta, se desprendió de ella y
casi la echó á rodar por el suelo; la cabeza de la Borgoñona dió contra
las losas del pavimento; y el penitente, haciendo la señal de la cruz y
exclamando:--¡Hermano Francisco, valme!--saltó por la ventana, y se
perdió de vista en un segundo. Cuando la Borgoñona se incorporó
llevándose la mano á la frente lastimada, sólo quedaba del misionero la
señal de su cuerpo en la paja donde había dormido.

II
Todo el día se lo pasó la Borgoñona cosiendo una túnica de burel grosero
de la misma tela con que solían vestirse los villanos y jornaleros
vendimiadores. Al anochecer, salió á la granja y cortó un bastón de
espino; bajó á la cocina y tomó de un rimero de cuerdas una muy gruesa
de cáñamo; y subiendo otra vez á su habitación, empezó á desnudarse
despacio, dejando sobre la cama, colocadas en orden, las diversas
prendas de su traje. En el siglo XIII pocas personas usaban camisa de
lino; era un lujo reservado á los monarcas; la Borgoñona tenía pegado á
las carnes un justillo de lienzo grueso y un faldellín de tela más burda
aún; quitóse el justillo y soltó sobre sus blancas y mórbidas espaldas
la madeja de pelo rubio que de día aprisionaba la cofia. Enarboló la
tijera que solía llevar pendiente de la cintura, y desmochó sin piedad
aquel bosque de rizos, que iban cayendo suavemente á su alrededor como
las flores en torno del arbusto sacudido por el aire. Se tentó la
cabeza, y hallándola ya casi mocha, igualó los mechones que aún
sobresalían; luégo se descalzó; aflojó la cintura del faldellín, se
puso el sayal sosteniendo el faldellín con los dientes por no quedarse
del todo desnuda; soltó al fin la última prenda femenina, se ciñó la
cuerda con tres nudos como la traía el penitente, y empuñó el bastón;
pero acudió una idea á su mente, y recogiendo las matas de pelo
esparcidas aquí y allí, las ató con la mejor cinta que tenía, y las
colgó al pié de una tosca madona de plomo que protegía la cabecera de su
lecho. Aguardó á que la noche cerrase, y, de puntillas, se lanzó á
oscuras al corredor; bajó á tientas la escalera carcomida; se dirigió á
la sala baja donde había hospedado al penitente, abrió la ventana, y
salió por ella al campo. Tal arte se dió á correr, que cuando amaneció,
estaba á tres leguas de la granja, camino de Dijón, cerca de unos hatos
de pastores.
Rendida se metió en un establo, del cual vió salir el ganado antes, y
acostándose en la cama de las ovejas, tibia aún, durmió hasta mediodía.
Al despertarse, resolvió evitar á Dijón, donde algún parroquiano de su
padre podría conocerla. En efecto, desde aquel día procuró buscar las
aldeas apartadas, los caseríos solitarios, en los cuales pedía de
limosna un haz de paja y un mendrugo de pan. Mientras caminaba, rezaba
mentalmente, y si se detenía, arrodillábase y oraba con los brazos en
cruz, como el peregrino. El recuerdo de éste no se apartaba un punto de
su memoria, y copiaba por instinto sus menores acciones, añadiendo otras
que le sugería su natural despejo. Guardaba siempre la mitad del pan que
le ofrecían, y al día siguiente lo entregaba á otro pobre que encontrase
en el camino. Si le daban dinero, iba corriendo á distribuirlo entre
los necesitados, pues recordaba que, según el penitente, nunca el beato
Francisco de Asís consintió tener en su poder moneda acuñada. Al paso
que seguía esta vida la Borgoñona, se le desarrollaba un dón de
elocuencia extraordinario: poníase á hablar de Dios, de los ángeles, del
cielo, de la caridad, del amor divino, y decía cosas que ella misma se
admiraba de saber, y que las gentes reunidas en rededor suyo escuchaban
embelesadas y enternecidas. Á donde quiera que llegaba, la rodeaban las
mujeres, los niños se cogían á su túnica, y los hombres la llevaban en
triunfo.
Es de notar que todos la tenían por un jovencito muy lindo, y á nadie se
le ocurrió que fuese una doncella quien tan valerosamente arrostraba la
intemperie y demás peligros de andar por despoblado. Su pelo corto, su
cutis oscurecido ya por el sol, sus piés endurecidos por la descalcez,
le daban trazas de muchacho, y el sayal grueso ocultaba la morbidez de
sus formas. Gracias al disfraz, pudo pasar entre bandas de soldados
mercenarios y aun de salteadores, sin más riesgo que el de sufrir
algunos latigazos dados con las correas del tahalí, género de broma que
no perdonaban los soldados. Muchos se compadecieron de aquel rapaz
humilde y le dieron dinero y vino; otros se burlaron; pero nadie atentó
á su libertad ni á su vida. En la selva de Fontainebleau sucedióle á la
Borgoñona la terrible aventura de abrigarse bajo un árbol de donde
colgaban humanos frutos: los piés péndulos de un ahorcado le rozaron la
frente: entonces, con valor sobrehumano, abrió una fosa, sin más
instrumentos que su bastón de espino y sus uñas; descolgó el cadáver
horrendo, que tenía la lengua defuera y los ojos saliéndose de las
órbitas, y estaba ya picado de grajos y cuervos, y mal, como supo,
reuniendo sus fuerzas, lo enterró. Aquella noche vió en sueños al
penitente, que la bendecía.
Pero tantas fatigas, tan larga abstinencia, tan duras mortificaciones,
una vida tan áspera y desacostumbrada, abrieron brecha en la Borgoñona,
y su salud empezaba á flaquear, cuando llegó á una gran villa, que,
preguntando á los aldeanos vendedores de legumbres, supo era París.
Entró pues en París, pensando si quizás moraría allí el peregrino, si lo
encontraría casualmente y podría rogarle que le buscase un asilo como el
que Clara ofrecía á sus hijas, un convento donde acabar su penitencia y
morir en paz. Con estos propósitos se internó en un laberinto de calles
sucias, torcidas, estrechas, sombrías--el París de entonces.--Embargaba
á la Borgoñona singular recelo: en aquella ciudad vasta y populosa,
donde veía tanto mercader, tanto arquero, tantos judíos en sus tiendas,
tantos clérigos graves que paseaban á su lado sin volver la cabeza, no
se atrevía á pedir hospitalidad, ni un pedazo de pan con que aplacar el
hambre. Los edificios altos, las casas apiñadas, las plazuelas
concurridas, todo le infundía temor. Vagó como alma en pena las horas
del día, entrando en las iglesias para rezar, apretándose la cuerda para
no percibir el hambre; y á la puesta del sol, cuando resonó el toque del
cubre-fuego, que acá decimos de la queda, cubriósele á ella
verdaderamente el corazón, y con mucha angustia rompió á llorar bajito,
echando de menos por primera vez su granja, donde el pan no le faltaba
nunca, y donde al oscurecer tenía seguro su abrigado lecho. Al punto
mismo en que estas ideas acudían á su atribulado espíritu, vió que se le
acercaba una vejezuela gibosa, de picuda nariz y ojuelos malignos, y le
preguntaba:--¿Cómo tan lindo mozo á tales horas solito por la calle, y
si era que por ventura no tenía posada?
--Madre--contestó la Borgoñona--si tú me la dieses, harías una gran
caridad, pues cierto que no sé dónde he de dormir hoy, y á más no probé
bocado hace veinticuatro horas.
Deshízose la vieja en lástimas y ofrecimientos, y echando á andar
delante, guió por callejuelas tristes, pobres y sospechosas, hasta
llegar á una casuca, cuya puerta abrió con una roñosa llave. Estaba la
casa á oscuras, pero la vieja encendió un candil, y alumbró por las
escaleras hasta un cuarto alto. Ardía un buen fuego en la chimenea; la
Borgoñona vió una cama suntuosa, sitiales ricos, y una mesa preparada
con sus relucientes platos de estaño, sus jarras de plata para el agua y
el vino, su dorado pan, sus bollos de especias, y un pastel de aves y
caza que ya tenía medio alzada la cubierta. Todo olía á lujo, á
refinamiento, y aunque el caso era sorprendente atendido el pergeño de
la vieja y la pobreza del edificio, como la Borgoñona sentía tanta
hambre y de tal modo se le hacía agua la boca ante el espectáculo de los
manjares, no se le ocurrió manifestar extrañeza. Iba buenamente á
sentarse y á trinchar el pastel, pero la vieja lo impidió, diciéndole
que convenía aguardar al dueño de la habitación, un hidalgo estudiante
muy galán, que ya no tardaría, y era de tan afable condición, que á buen
seguro que no pusiese el menor reparo en partir su cena con el
forastero. En efecto, bien pronto se oyeron resueltos pasos, y un
caballero mozo, envuelto en oscura capa y con pluma de garza en el
airoso birrete, entró en la estancia.
Al verle, quedóse estupefacta la Borgoñona; y no era para menos, pues
aquel gallardo caballero tenía la mismísima cara y talle del penitente!
Conoció sus grandes ojos negros, sus nobles facciones; sólo la expresión
era distinta; en éste dominaba un júbilo tumultuoso, una especie de
energía sensual. Quitóse el birrete, descubriendo rizados y largos
cabellos; soltó la capa, y contestó con una carcajada á las disculpas de
la vieja, que le explicaba cómo aquel pobrecito penitente partiría con
él, por una noche, la cena y el cuarto. Sentóse á la mesa muy risueño, y
declaró que aunque el camarada no parecía animado, él haría porque la
cena fuese divertida. Dijo esto con la propia voz sonora del penitente.
Retiróse la vieja, y la Borgoñona tomó asiento confusa y atónita,
mirando á su comensal y sin dar crédito al testimonio de los sentidos.
Mientras mataba el hambre con el apetitoso pastel, sus ojos no se
apartaban del mancebo, que comía y bebía por cuatro; y con mil chanzas,
llenaba el vaso y el plato de la Borgoñona, que proseguía comparando al
misionero con el estudiante. Sí, eran los mismos ojos, sólo que antes no
brillaba en ellos un fuego vívido y generoso, ni cabía ver el negror de
las pupilas, porque estaban siempre bajos. Sí, era la misma boca, pero
marchita, contraída por la penitencia, sin estos labios rojos y frescos,
sin estos dientes blancos que descubría la sonrisa, sin este bigote fino
que acentuaba la expresión provocativa y caballeresca del rostro. Sí,
era la misma frente blanca y serena, pero sin los oscuros mechones de
pelo que jugueteaban en torno. Era el mismo aire, pero con otras
posturas menos gallardas y libres. Y así, poco á poco, tratando de
cerciorarse de si el penitente y el hidalgo componían un solo individuo,
la doncella iba deteniéndose con sobrada complacencia en detallar las
gracias y buenas partes del mancebo, y ya le parecía que si era el
penitente, había ganado mucho en gentileza y donosura. El caballero,
festivamente, le escanciaba en el vaso vino y más vino, y la Borgoñona
distraída lo bebía. El vino era color de topacio, fragante, aromatizado
con especias, suave al paladar, pero después se sentía correr por las
venas como líquida llama.
Á cada trago de licor, la Borgoñona juzgaba más discreto y bizarro á su
compañero de mesa. Cuando la mano de éste, por casualidad, al ofrecerle
el vaso, rozaba la suya, un delicioso temblor, un escalofrío dulcísimo,
le subía desde las yemas de los dedos hasta la nuca. Su razón vacilaba,
la habitación daba vueltas, la luz de cada uno de los cirios que
alumbraban el festín se convertía en miles de luces. Y he aquí que el
caballero, después de beber el último trago, se levantó, y juró que, á
fe de hidalgo estudiante, era hora de acostarse, y digerir la cena con
un sueño reparador.
Semejantes palabras despejaron un poco las embotadas potencias de la
doncella. Acordóse de que en la habitación no había más que un solo
lecho, y alzándose de la mesa alegó humildemente, en voz baja, que sus
votos obligaban á tener por cama el suelo, y que así dormiría, no siendo
razón que se molestase el señor hidalgo. Pero éste, con generoso empeño,
protestó que no lo sufriría, y tendiendo en el suelo su capa, afirmó que
dormiría sobre ella, si el mozo penitente no le otorgaba un rincón del
lecho, donde ambos cabían muy holgados. La Borgoñona se negó con espanto
á admitir la propuesta, y el estudiante, con vigor hercúleo, cogióla en
brazos, y la depositó sobre la cama. Ella, sintiendo otra vez desmayar
su voluntad, cerró los ojos, y con singular contentamiento se dejó
llevar así, apoyando la cabeza en el hombro del caballero y percibiendo
el roce de sus negros, perfumados bucles.
Abrió el estudiante la cama, metió dentro á la Borgoñona, le arregló la
sobrecama bordada de seda, y con la misma dulzura con que se habla á los
niños, preguntó si no le sería lícito al menos tenderse á los piés, que
siempre estarían más blandos que el santo suelo. No encontró la
Borgoñona objeción fundada que oponer, y el hidalgo se envolvió en su
capa y se tumbó, poniendo por cabezal un almohadón, y al poco tiempo se
le oyó respirar tranquilo, como si durmiese.
La Borgoñona en cambio se revolvía inquieta. En vano quería recordar las
oraciones acostumbradas á aquella hora; no podía levantar el espíritu;
su corazón se derretía, se abrasaba; el penitente y el estudiante
formaban para ella una sola persona, pero adorable, perfecta, por quien
se dejaría hacer pedazos sin exhalar un ay. La blandura del lecho,
invitando á su cuerpo á la molicie, reforzaba las sugestiones de su
imaginación; en el silencio nocturno, le ocurrían las resoluciones más
extremosas y delirantes; llamar al hidalgo, declararle que era una
doncella perdida de amores por él, que la tomase por mujer ó esclava,
pues quería vivir y morir á su lado. Pero ¿y aquellas matas de pelo
colgadas al pié de la efigie de Nuestra Señora, acaso no eran prenda de
un voto solemne? Con estas dudas la frente se le abría, las venas le
saltaban, zumbándole los oídos, y la respiración sosegada del estudiante
se le figuraba honda como el ruido de gigantesca fragua. ¡Oh tentación,
tentación! La Borgoñona se sentó en el lecho, y á la luz del fuego, que
aún ardía, miró al estudiante dormido, pareciéndole que en su vida había
contemplado cosa que tanto le agradase; y así embebida en el gusto de
mirar, fuese acercando hasta casi beberle el aliento. De pronto el
durmiente se incorporó bien despierto, abriendo los brazos y sonriendo
con sonrisa extraña. La doncella dió un gran grito, y acordándose del
penitente, exclamó:--¡Hermano Francisco, valme!--Al mismo tiempo saltó
del lecho y huyó de la habitación como loca.
Cuatro á cuatro bajó las escaleras, halló la puerta franca, y
encontróse en la calle; siguió corriendo, y no paró hasta una gran
plaza, donde se elevaba un edificio de pobre y humilde arquitectura;
allí se detuvo sin saber lo que le pasaba: trató de coordinar sus
pensamientos; los sucesos de la noche le parecían soñados; y lo que la
confirmaba en esta idea era que no podía por más que se golpeaba la
frente, recordar la linda figura del estudiante: la última impresión que
de ella le quedaba era la de un rostro descompuesto por la ira, unas
facciones contraídas por furor infernal, unos ojos inyectados, una
espumante boca...
Del edificio humilde salieron cuatro hombres vestidos de túnicas grises
amarradas con cuerdas, y llevando en hombros un ataúd. La Borgoñona se
acercó á ellos, y ellos la miraron sorprendidos, porque vestía su mismo
traje. Impulsada por la curiosidad, la doncella se inclinó hacia el
ataúd abierto y vió, acostado sobre la ceniza--sin que pudiese caberle
duda alguna respecto á su identidad--el cadáver del penitente!
--¿Cuándo murió ese hombre?--preguntó trémula y horrorizada.
--Ayer tarde, al sonar del cubre-fuego.
--¿Y ese edificio donde vivía, qué es?
--Ahí habitamos los pobres de la regla de Francisco de Asís, los
Menores, tus hermanos--contestaron gravemente, y se alejaron con su
fúnebre carga.
La Borgoñona llamó á la portería del convento.
Nadie adivinó jamás el sexo del novicio, hasta que su muerte, después de
una larga y terrible penitencia, hubo de revelarlo á los encargados de
vestirle la mortaja. Hicieron la señal de la cruz, cubrieron el cuerpo
con un paño tupido, y lo llevaron á enterrar al cementerio de las
Minoritas ó Clarisas, que por entonces ya existían en París.
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PRIMER AMOR
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Qué edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían
trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras;
pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países
meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la
culpa de semejantes trastornos.
Si no recuerdo bien el _cuándo_, por lo menos puedo decir con completa
exactitud el _cómo_ empezó mi pasión á revelarse. Gustábame
mucho--después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus
devociones vespertinas--colarme en su dormitorio y revolverle los
cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos
cajones eran para mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna
cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el
aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la ropa
blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy doblados
entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura; un
_ridículo_ de terciopelo azul bordado de canutillo; un rosario de ámbar
y plata, fueron apareciendo por los rincones: yo los curioseaba y los
volvía á su sitio. Pero un día--me acuerdo lo mismo que si fuese hoy--en
la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de rancio
encaje, ví brillar un objeto dorado... Metí las manos, arrugué sin
querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre marfil,
que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.
Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la
vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse
del fondo oscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como yo
no la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los
primeros estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde,
vagas tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato
frisar en los veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á
medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de
la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada, los labios
carnosos, entreabiertos y risueños, los ojos lánguidamente entornados, y
un hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo
juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo
compacto, á manera de piña de bucles al lado de las sienes y un cesto de
trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo que remangaba en
la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta, donde el hoyo
de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al vestido...
Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo menos
recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de antaño
gastaban manga más ancha que los de ogaño; y me inclino á creer esto
último, porque hará unos sesenta años, las hembras se preciaban de
cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en
cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta
alguna señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín;
pues desde el talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves
ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de
nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar
antes en la tersa superficie del satinado escote. Con el propio impudor
se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos
esculturales... Al decir _manos_ no soy exacto, porque en rigor, sólo
una mano se veía, y esa apretaba un pañizuelo rico.
Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella
miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la
respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí
y acullá estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente en
las _Ilustraciones_, en los grabados mitológicos del comedor, en los
escaparates de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno
armonioso y elegante cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero
la miniatura encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran
gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital; advertíase
en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona
real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste
hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios
se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la
ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos naturales,
castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes del
original. Lo dicho; aquello, más que copia, era reflejo de persona viva,
de la cual sólo me separaba un muro de vidrio... Puse la mano en él, lo
calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa
deidad se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en
esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus
rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus piés gotosos. Tuve
tiempo no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo y
arrimarme á la vidriera adoptando una actitud indiferente y nada
sospechosa.
Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había
encrudecido el catarro ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados
ojillos, y dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me
preguntó si le había revuelto los cajones, según costumbre.
Después, sonriéndose con picardía:
--Aguarda, aguarda--añadió--voy á darte algo, que te chuparás los dedos.
Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó
cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me
infundieron asco.
La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se zampase
el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos
más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la hundida boca,
la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las
sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo
cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba las bolitas, ¡ea!
Un sentimiento de indignación, una protesta varonil se alzó en mí, y
declaré con energía:
--No quiero, no quiero.
--¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!
--Yo no soy ningún chiquillo--exclamé--creciéndome, empinándome en las
puntas de los piés--yo no quiero dulces.
La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia
que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la
espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se
besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos
arrugas, ó mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues, en
mejillas y párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le
columpiaban con las sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á
interrumpir las carcajadas, y entre risa y tos, involuntariamente, la
vieja me regó la cara con un rocío de saliva... Humillado y lleno de
repugnancia, me escapé de allí y no paré hasta el cuarto de mi madre,
donde me lavé con agua y jabón y me dí á pensar en la dama del retrato.
Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de
ella. Salir la tía y escabullirme yo hacia su aposento, entreabrir el
cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. Á
fuerza de mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la
voluptuosa penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su
blanco pecho respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla,
imaginando que se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el
corazón, ó arrimaba á ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos
se referían á la dama; tenía con ella extraños refinamientos y
delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir el
codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como ví después que
suele hacerse para acudir á las citas amorosas.
Me sucedía á menudo encontrar en la calle á otros niños de mi edad, muy
armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas,
retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también _mi niña_
con quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la
lengua, y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando
me pedían parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía
de hombros y las calificaba desdeñosamente de _feas_ y _fachas_. Ocurrió
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