La dama joven - 09

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carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido,
en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al
asiduo trabajo de Antonia y á los cuartejos ahorrados por la vieja en su
antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había
olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fué asesinada,
encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus
caudales y ciertos pendientes y brincos de oro; nadie, tampoco, el
horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no
era sino el marido de Antonia, según ésta misma declaraba, añadiendo que
desde mucho atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra,
con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo,
el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos
ó tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en
vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fué tan
indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la
esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató á la
vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como la
que los matachines dan á los cerdos, con un cuchillo ancho y
afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo, no cabía duda en que el
culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó á
infundir sagrado terror, cuando fué esparciéndose el rumor de que su
marido _se la había jurado_ para el día en que saliese de presidio, por
acusarle. La desdichada quedaba en cinta, y el asesino la dejó avisada
de que, á su vuelta, se contase entre los difuntos.
Cuando nació el hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo; tal era su
debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el
crimen la aquejaban; y como no le permitía el estado de su bolsillo
pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho, dieron de
mamar por turno á la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de
todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó
con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada
palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su
silenciosa actividad, su aire apacible.
¡Veinte años de cadena! En veinte años (pensaba ella para sus adentros),
él se puede morir ó me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho
todavía. La hipótesis de la muerte natural no la asustaba; pero la
espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas
vecinas la consolaban, indicándole la esperanza remota de que el inicuo
parricida se arrepintiese, se enmendase, ó, como decían ellas, se
volviese de mejor idea: meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando
sombríamente:
--¿Eso él? ¿de mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le
saque aquel corazón perro y le ponga otro...
Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de
Antonia.
En fin, veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más
cruel. Algunas veces, figurábasele á Antonia que todo lo ocurrido era un
sueño, ó que la ancha boca del presidio, que se había tragado al
culpable, no lo devolvería jamás; ó que aquella ley, que al cabo supo
castigar el primer crimen, sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa
entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y
confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora, mano de hierro
que la sostendría al borde del abismo. Así es que á sus ilimitados
temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el
tiempo transcurrido, y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.
¡Singular enlace el de los acontecimientos! No creería de seguro el rey,
cuando vestido de capitán general y el pecho cargado de condecoraciones,
daba la mano ante el ara á una princesa, que aquel acto solemne costaba
amarguras sin cuento á una pobre asistenta, en lejana capital de
provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo,
no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentada en el umbral de la
puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras
el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:
--Mi madre... ¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!
El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó
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á Antonia; algunas se dedicaron á arreglar la comida del niño, otras
animaban á la madre del mejor modo que sabían. Era bien tonta en
afligirse así. ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no
tenía más que llegar y matarla! Había gobierno, gracias á Dios, y
audiencia, y serenos; se podía acudir á los celadores, al alcalde...
--¡Qué alcalde!--decía ella con hosca mirada y apagado acento.
--Ó al gobernador, ó al regente, ó al jefe de municipales; había que ir
á un abogado, saber lo que dispone la ley...
Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar á su marido
para que le _metiese un miedo_ al picarón; otra, resuelta y morena, se
brindó á quedarse todas las noches á dormir en casa de la asistenta; en
suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que
Antonia se resolvió á intentar algo, y sin levantar la sesión, acordóse
consultar á un jurisperito, á ver qué recetaba.
Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de
cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo á preguntarle
noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de
protegerla, obligaba á la hija de la víctima á vivir bajo el mismo
techo, maritalmente, con el asesino!
--¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las
hacen las aguantaran!--clamaba indignado el coro.--¿Y no habrá algún
remedio, mujer, no habrá algún remedio?
--Dice que nos podemos separar... después de una cosa que le llaman
divorcio.
--¿Y qué es divorcio, mujer?
--Un pleito muy largo.
Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acababan
nunca, y peor aún si se acababan, porque los perdía siempre el inocente
y el pobre.
--Y para eso--añadió la asistenta--tenía yo que probar antes que mi
marido me daba mal trato.
¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado á la madre? ¿Eso no
era mal trato, eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada
con matarla también?
--Pero como nadie lo oyó... Dice el abogado que se quieren pruebas
claras...
Se armó una especie de motín; había mujeres determinadas á hacer, decían
ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contra-indulto; y, por
turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese
conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia de
que el indulto era temporal, y al presidiario aún le quedaban algunos
años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fué la
primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente
abiertos, pidiendo socorro.
Después de este susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para
la asistenta, consagrada á sus humildes quehaceres. Un día, el criado de
la casa donde estaba asistiendo, creyó hacer un favor á aquella mujer
pálida, que tenía su marido en presidio, participándole cómo la reina
iba á parir, y habría indulto, de fijo.
Fregaba la asistenta los pisos, y al oir tales anuncios soltó el
estropajo, y descogiendo las sayas que traía arrolladas á la cintura,
salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. Á los recados
que le enviaban de las casas, respondía que estaba enferma, aunque en
realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele
los brazos á labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de
la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo
quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó á esperar que
un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿por qué le había de
coger el indulto á su marido? Ya le habían indultado una vez, y su
crimen era horrendo; matar á la indefensa vieja que no le hacía daño
alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena
volvía á presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó
aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los
labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pié del catre.
Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto
al fogón. ¡Bah! si habían de matarla, mejor era dejarse morir.
Sólo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.
--Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?
Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando
un lío de ropa sucia, echó á andar camino del lavadero. Á las preguntas
afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con
vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.
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¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía
su ropa lavada y torcida é iba á retirarse? ¿Inventóla alguien con fin
caritativo, ó fué uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que
en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos ó los
individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre
Antonia, al oirlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y se
dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.
--¿Pero de veras murió?--preguntaban las madrugadoras á las recién
llegadas.
--Sí, mujer...
--Yo lo oí en el mercado...
--Yo en la tienda...
--¿Á ti quién te lo dijo?
--Á mí, mi marido.
--¿Y á tu marido?
--El asistente del capitán.
--¿Y al asistente?
--Su amo...
Aquí ya la autoridad pareció suficiente, y nadie quiso averiguar más,
sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en
vísperas de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la
asistenta alzó la cabeza, y por vez primera se tiñeron sus mejillas de
un sano color, y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y
nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su
alegría justa. Las lágrimas se agolpaban á sus lagrimales, dilatándole
el corazón, porque desde el crimen se había _quedado cortada_, es decir,
sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba
tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido, que á la asistenta no le
cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.
Aquella noche, Antonia se retiró á su casa más tarde que de costumbre,
porque fué á buscar á su hijo á la escuela de párvulos, y le compró
rosquillas de _ginete_, con otras golosinas que el chico deseaba hacía
tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los escaparates,
sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la
vida y en volver á tomar posesión de ella.
Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de
su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño,
entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y
retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó
de la mesa, y el grito que subía á los labios de la asistenta se ahogó
en la garganta.
Era él; Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la
siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto
sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que
aterrado se le cogió á las faldas. El marido habló:
--¡Mal contabas conmigo ahora!--murmuró con acento ronco, pero
tranquilo; y al sonido de aquella voz, donde Antonia creía oir vibrar
aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como
desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo á su hijo
en brazos, echó á correr hacia la puerta. El hombre se interpuso.
--¡Eh... chst! ¿Á dónde vamos, patrona?--silabeó con su ironía de
presidiario.--¿Á alborotar el barrio á estas horas? ¡Quieto aquí todo el
mundo!
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Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán
agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo,
su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto
de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente; ampararse del niño.
¡Su padre no le conocía, pero al fin era su padre! Levantóle en alto y
le acercó á la luz.
--¿Ese es el chiquillo?--murmuró el presidiario. Y descolgando el
candil, llególo al rostro del chico. Este guiñaba los ojos, deslumbrado,
y ponía las manos delante de la cara como para defenderse de aquel padre
desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación
universal. Apretábase á su madre, y ésta, nerviosamente, le apretaba
también, con el rostro más blanco que la cera.
--¡Qué chiquillo feo!--gruñó el padre, colgando de nuevo el
candil.--Parece que lo chuparon las brujas.
Antonia, sin soltar al niño, se arrimó á la pared, pues desfallecía. La
habitación le daba vueltas al rededor, y veía unas lucecicas azules en
el aire.
--Á ver, ¿no hay nada de comer aquí?--pronunció el marido.
Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura
lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó á dar
vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas; sacó pan,
una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se
esmeraba, sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo.
Sentóse el presidiario y empezó á comer con voracidad, menudeando los
tragos de vino. Ella permanecía de pié, mirando, fascinada, aquel rostro
curtido, afeitado y seco que relucía con ese barniz especial del
presidio. Él llenó el vaso una vez más, y la convidó.
--No tengo voluntad...--balbució Antonia; y el vino, al reflejo del
candil, se le figuraba un coágulo de sangre.
Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más
bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando
grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza
sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin
matarla; ella, después, cerraría á cal y canto la puerta, y si quería
matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos.
¡Sólo que, probablemente, le sería imposible á ella gritar! Y carraspeó
para afianzar la voz. El marido, apenas se vió saciado de comida, sacó
del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el
pitillo en el candil.
--¡Chst!... ¿Á dónde vamos?--gritó, viendo que su mujer hacía un
movimiento disimulado hacia la puerta.--Tengamos la fiesta en paz.
--Á acostar el pequeño--contestó ella sin saber lo que decía; y
refugióse en la habitación contigua, llevando á su hijo en brazos. De
seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para
tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de
su madre: pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria
que siguió á la muerte de la vieja, obligó á Antonia á vender la cama
matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en salvo, empezaba á
desnudar al niño, que ahora se atrevía á sollozar más fuerte, apoyado
en su seno; pero se abrió la puerta y entró el presidiario.
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Antonia le vió echar una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con
suma tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el
lecho de la víctima. La asistenta creía soñar; si su marido abriese una
navaja, la asustaría menos quizás que mostrando tan horrible sosiego.
Él se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y
suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y
limpia.
--¿Y tú?--exclamó dirigiéndose á Antonia.--¿Qué haces ahí quieta como un
poste? ¿No te acuestas?
--Yo... no tengo sueño--tartamudeó ella, dando diente con diente.
--¿Qué falta hace tener sueño? ¿Si irás á pasar la noche de centinela?
--Ahí... ahí... no... cabemos... Duerme tú... Yo aquí, de cualquier
modo...
Él soltó dos ó tres palabras gordas.
--¿Me tienes miedo ó asco, ó qué rayo es esto? Á ver cómo te acuestas, ó
si no...
Incorporóse el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de
la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la
esclava, empezaba á desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las
cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas.
En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño...
* * * * *
Y el niño fué quien, gritando desesperadamente, llamó al amanecer á las
vecinas, que encontraron á Antonia en la cama, extendida, como muerta.
El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró
sacarle gota de sangre. Falleció á las veinticuatro horas, de muerte
natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre
que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y
viendo que no respondía, echó á correr como un loco.
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FUEGO Á BORDO
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Cuando salimos del puerto de Marineda--serían, á todo ser, las diez de
la mañana--no corría temporal: sólo estaba la mar rizada y de un
verde... vamos, un verde sospechoso. Á las once servimos el almuerzo, y
fueron muchos pasajeros retirándose á sus camarotes, porque el oleaje,
no bien salimos á alta mar, dió en ponerse grueso, y el buque cabeceaba
de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras
llegaba la hora de preparar la comida, nos divertíamos en tocar el
acordeón y hacer hablar al pinche, un negrito muy feo: y nos reíamos
como locos, porque el negro con las cabezadas de la embarcación y sus
propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno
de los muchachos camareros, que les dicen _stewarts_, se llega á mí.
--Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.
--Pues vaya Vd. al ropero y cójalas, hombre.
--Allá voy.
Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.
¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado...
Dios me perdone, el infeliz del camarero lo dejó encendido, arrimado á
los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta
blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles,
sábanas y servilletas, había en el _San Gregorio_ rimeros de paños de
cocina, altos así, que llegaban á la cintura de un hombre. Por fuerza el
cabo se quedó pegadito á alguno de ellos, ó cayó de la mesa, encendido,
sobre la ropa. En fin, era nuestra suerte, que estaba así preparada.
Yo no sé qué cosa me daba á mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda.
Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas,
y hasta parece que me hace falta alguna broma con los amigos, y la
familia. Pues de esta vez... tan cierto como que nos hemos de morir...
tenía yo atravesado algo en el gaznate, y ni reía ni apenas hablaba. La
víspera del embarque le dije á mi esposa:
--Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir
limpio á bordo.
Por la mañana entró con la camisola, y le dije:
--Mujer, tráeme el pequeño que mama.
Vino el chiquillo y le dí un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de
allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía á la
garganta. También la víspera fuí á casa del segundo oficial, el señorito
de Armero, y estaba la familia á la mesa; y la madre, que es así una
señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo:
--Tome Vd. esta yema, Salgado.
--Mil gracias, señora, no tengo voluntad.
--Pues lléveles éstas á los niños... ¿Y qué le pasa á usted, que está
qué sé yo cómo?
--Pasar, nada.
--¿Y qué le parece del viaje, Salgado?
--Señora, la mar está bella, y no hay queja del tiempo.
--No, pues Vd. no las tiene todas consigo... Le noto algo en la cara.
Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio: por
cierto que en la compra se me fué lo último que me quedaba: setenta
duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes
superiores, herramientas muy finas de picar y adornar; porque en el
barco, ya se sabe: le dan á uno buena batería de cocina, grandes cazos y
sartenes, carbón cuanto pida, y víveres á patadas: pero ciertas
monaditas de repostería y de capricho, si no se lleva con qué
hacerlas... Y como yo tengo este pundonor de que me guste sobresalir en
mi arte y que nadie me pueda enseñar un plato... Por cierto que esta
vanidad fué mi perdición cuando sostuve _restaurant_ abierto. Me daba
vergüenza que estuviese desairado el escaparate, sin una buena polla en
galantina, ó solomillo mechado, ó jamón en dulce, ó chuletas bien
panadas y con su penachito de papel en el hueso... Y los parroquianos no
acudían; y los platos se morían de viejos allí; y cuando empezaban á
oler, nos los comíamos por recurso: mis chiquillos andaban mantenidos
con trufas y jamón, y el bolsillo se desangraba... Si no levanto el
_restaurant_ no sé qué sería de mí: de manera que encontrar colocación
en el barco y admitirla fué todo uno. Pensaba yo para mi
chaleco:--Ánimo, Salgado: de veintiocho duros que te ofrecen al mes, mal
será que no puedas enviarle doce ó quince á la familia. No es la primera
vez que te embarcas: vámonos á Manila: ¿quién sabe si allí te ajustas en
alguna fonda y te dan mil ó mil quinientos reales mensuales y eres un
señor? Lo dicho: la suerte, que arregla á su modo nuestros pasos...
Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes, y pasar lo que pasé,
y volver á Marineda.
¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo: faltaría hora y media para la comida,
cuando nos pareció que salía humo por la puerta del ropero. El que
primero lo notó no se atrevía á decirlo: nos mirábamos unos á otros, y
nadie rompía á gritar. Por fin, casi á un tiempo, chillamos:
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--¡Fuego! ¡Fuego á bordo!
--Mire Vd., no cabe duda: lo peor, en esos momentos en que suceden cosas
horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió el
aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si media docena
de hombres serenos tomasen la dirección imponiéndose, y aislasen el
fuego en las entrañas del barco, estoy seguro de que el siniestro se
evitaba. Yo que todo lo presencié, que no perdí detalle, puedo jurar que
no entiendo cómo en un minuto se esparció la noticia y ya no se vieron
sino gentes que corrían de aquí para allí, locas de miedo. Para mayor
desdicha empezaba á anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el
temporal cada vez más recio, aumentaban el susto. Aquello se convirtió
en una Babel, donde nadie se entendía, ni obedecía á las voces de mando.
El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho,
valentón, y no tiene que dar cuenta á Dios de nada, pues el pobrecillo
hizo cuánto estuvo en su mano, pero le atendían bien poco. Acaso debió
levantar la tapa de los sesos á alguno para que los demás aprendiesen:
bueno, no lo hizo: él fué el primero á pagarlo: ¡cómo ha de ser! Nos
metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué
importancia tenía el incendio: y apenas abrimos la puerta de hierro, nos
salió al paso tal columna de humo y tal velo de llamas, que apenas
tuvimos tiempo á retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados y á medio
asfixiar, en la pared. Yo le grité al capitán:
--Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro á
la parte de proa.
Él daría la orden á cualquiera de los que andaban por allí atortolados:
puede que al tercero de á bordo: no sé: lo cierto es que no se cumplió,
y en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, á toda
prisa, nos dedicamos á refrescar con chorros de agua las puertas de
hierro, para que el horno espantoso de dentro no las fundiese y saltasen
dejando paso á las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no sucedió por
allí sucedió por otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo remojando la
placa, envueltos en humareda y vapor: mas al oir que por la proa salían
las llamas ya, se nos cansaron los brazos, y huyendo de aquel infierno
pasamos á la cubierta.
Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las
esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en
librar, si era posible, la piel: eso, los que aún eran capaces de
pensar; porque muchísimos se tiraron en el suelo, ó se metieron á
arrancarse el pelo por los rincones ó se quedaron hechos estatuas, como
el tercero de á bordo, que tan pronto se declaró el incendio se sentó en
un rollo de cuerdas y ni dijo media palabra, ni se meneó, ni soñó en
ayudarnos.
Á las dos horas de notarse el fuego, la máquina se paró. Si no se para
tenemos la salvación casi segura: ardiendo y todo, llegaríamos al
puerto. Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo
hiciese estallar la caldera. Todos preguntábamos al _engineer_, un
inglés muy tieso, muy callado y con un corazón más grande que la
máquina. No se meneaba de su sitio, ni se demudó poco ni mucho: abrió
todas las válvulas, y nos dijo con flema:
--Mi responde con mi _head_, máquina _very-good_, seguros por ella no
explosión.
Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos si cabe más
aterrados; no creíamos que el incendio llegase hasta donde, por lo
visto, llegaba ya: comprendimos que el fuego no estaba localizado y
contenido, sino que era dueño de todo el interior del buque y no había
más remedio que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho.
--¡Barco perdido, don Raimundo!--dije al capitán.
--Barco perdido, Salgado.
--¿Y nosotros?
--Perdidos también.
--Esperanza en Dios, don Raimundo.
Y él se echó las manos á la cabeza y dijo de un modo que nunca se me
olvida:
--¡Dios!
Yo no sé qué le habíamos hecho á Dios los trescientos cristianos que en
aquel barco íbamos: pero algún pecado muy gordo debió ser el nuestro,
para que así nos juntase castigos y calamidades. De cuantas noches de
temporal recuerdo--y mire Vd. que algo se ha navegado--ninguna más
atroz, más furiosa que aquella noche. Una marejada frenética: el barco
no se sostenía: ola por aquí, ola por acullá: montes de agua y de espuma
que nos cubrían: ya no era balancearse, era despeñarse, caer en un
precipicio: parecía que la tormenta gozaba en movernos y abanicarnos
para avivar
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el incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar; y la noche
tan negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos
lloraban de tal modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos
decían:--¡Ay mis pobres hijos!--No entiendo cómo el timonel era capaz de
estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del
barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.
Pronto empezaron á alumbrarnos las llamas, que salían por la proa no ya
á intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las
soplasen con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que no
se pensase en esquifes; meterse en ellos, se reducía á adelantar la
muerte. En esto gritaron que se veía embarcación á sotavento.
¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de
disparar cohetes y fuegos de Bengala con objeto de que los buques, al
pasar cerca de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía
gente necesitada de socorro. Y vea Vd. cómo Dios, á pesar de lo que dije
antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos que
agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde se
encuentran los barcos que hacen rumbo al Atlántico y al Mediterráneo.
Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien nos socorriese.
Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los
esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad
de ninguna especie: los contramaestres se cogieron el esquife mejor, y
cabiendo en él treinta personas, resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya
se sabe lo que hace el miedo á morir: ni se reparaba en peligro, ni
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