La dama joven - 16

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--Se me figura que entendéis poco de este oficio; pero sabréis algún
otro, eso no lo dudo. ¿Qué sabéis?
Amado se quedó muy confuso, y no acertó á contestar. Quería decir:--Sé
extender la mano para que me la besen, y sé hacer cortesías
graciosísimas que todos los figurines de mi reino han copiado, y
sé...--Pero no se atrevió á responder así, figurándose que Florina no
apreciaría bien el mérito de tales habilidades. Ésta, como le vió
callado, añadió:
--Sospecho que carecéis completamente de instrucción; procurad, pues,
atender á mis pobres lecciones, y siquiera aprenderéis el oficio de
jardinero, que es muy bonito, y nunca faltará quien os dé pan por cuidar
de los jardines.
En efecto, Florina siguió viniendo todas las mañanas á enseñar á Amado
la jardinería. De paso le dió unas nociones de Botánica y Astronomía, y
le corrigió las faltas gordas que cometía en la lectura y en la
escritura, para que pudiese leer bien los libros que trataban de plantas
y flores. Florina vestía con mucha sencillez trajes cortos y lisos para
no enredarse en las matas, zapatos flojos para correr y un sombrerillo
de paja; pero era tan linda, que Amado la miraba con gusto. Amado no
podía consentir en que Florina fuese de la misma especie que las damas
de la reina Serafina, que eran las pobrecillas tontas como ánsares, que
se pasaban el día abanicándose y murmurando, y que lloraban como
perdidas cuando el príncipe no les alababa mucho el peinado y el traje.
Resultó de estos pensamientos que Amado se enamoró de Florina, y un día
se lo dijo, ofreciéndole casarse con ella. Florina contestó echándose á
reir; y entonces Amado, muy ofendido porque pensó que Florina le
despreciaba por su pobreza, declaró con orgullo que era el heredero del
trono de Colmania. Pero Florina siguió riendo, y dijo á Amado:
--¡El trono de Colmania! Ese trono ya no existe; y, aunque fuérais su
heredero, habíais de reinar tan mal que no me lisonjearía nada compartir
con vos la corona.
Amado lloró, se afligió; se arrodilló delante de Florina, la cual
entonces le dirigió este discurso:
--Si es cierto que sois el príncipe de Colmania, yo os declaro que es
una fortuna para vuestros vasallos el que no los gobernéis, siendo, como
sois, incapaz todavía de gobernaros á vos mismo. Ahora bien, si queréis,
caro príncipe, casaros conmigo, idos por el mundo y no volváis hasta que
podáis ofrecerme un pequeño caudal ganado por vos, una flor descubierta
por vos, una relación de vuestros viajes escrita por vos. Esta puerta
estará siempre abierta, y yo esperándoos siempre aquí. Adiós, y buen
viaje.
--¿Y mis padres?--contestó Amado.--¿No os acordáis de mis padres? ¡Tengo
que vengarlos! ¡Tengo que libertarlos!
--En cuanto á vengarlos--repuso Florina--ya lo ha hecho el rey de
Malaterra. Después de conceder al conde del Buitre el cargo de primer
ministro, permitiéndole desempeñarlo por espacio de veinticuatro horas,
lo ha encerrado en una jaula, colgándole al cuello la carta en que el
conde se ofrece á entregar á traición el reino de Colmania, y así
enjaulado lo pasean por Colmania, y en cada aldea los chicos le arrojan
lodo y piedras, y lo silban y lo insultan. Al rey de Malaterra no le
agradan los traidores, aunque se valga de ellos como de un despreciable
instrumento. Por lo que toca á libertar á vuestros padres, os advierto
que están libres; que viven muy tranquilos en un palacio que les ha
concedido el rey de Malaterra; que nadie se mete con ellos, y que yo me
encargo de decirles que su hijo está sano y salvo, y que viaja para
completar su educación.
No quiso oir más Amado, y emprendió el camino. Embarcóse en el primer
puerto de Malaterra como grumete de un navío mercante, y este cuento
sería el de nunca acabar si os contase una por una las peripecias que en
sus excursiones le sucedieron. Básteos saber que al cabo de algunos años
volvió siendo dueño de un caudalito que había ganado con su trabajo; de
una flor preciosa descubierta en unos montes inaccesibles, que en los
tiempos modernos ha vuelto á encontrarse y se ha llamado camelia, y de
una descripción exactísima de sus viajes, en que se revelaban los muchos
conocimientos adquiridos, con el estudio y la práctica de la vida. Al
regresar á Malaterra, supo que el rey había muerto en una batalla y que
mandaba su hijo, mancebo muy querido del pueblo, porque, sin ser tan
aficionado á guerras como su padre, era valeroso é instruído, y no se
desdeñaba de trabajar por sus manos ni de aprender continuamente. Llegó
Amado á la capital, y presto encontró abierta la puertecilla del jardín.
No dió dos pasos por él sin tropezar á Florina sentada en su banco de
costumbre. En un minuto la enteró de cómo volvía, habiendo cumplido las
condiciones que ella le impusiera. Entonces Florina le tomó de la mano
y, llevándole hasta la verja que dividía su jardín, la abrió y entraron
en otro jardín más hermoso y ancho. Anduvieron largo rato por arboledas
magnificas, dejando atrás fuentes, estatuas y estanques soberbios, y al
fin entraron por el peristilo de un gran palacio, y los guardias que
estaban en la escalera se apartaron con respeto dejando pasar á Florina.
Ante una puerta cubierta con rico tapiz de seda y oro estaba un hujier
que, inclinándose, dijo:
--Su Majestad espera.
Atónito Amado, iba á preguntar qué era aquello; pero se encontró en una
espléndida sala, colgada de terciopelo carmesí y baldosada de mármol
rojo y negro, en donde vió sentados á una mesa y jugando al ajedrez á
dos viejecitos, en quienes conoció á Bonoso y Serafina. Estos, al verle,
arrojaron un grito, y llorando se fueron á abrazarle. Amado no sabía lo
que le pasaba; pero más se admiró cuando vió á un rey joven y hermoso
con corona de oro abrirle también los brazos, y pudo reconocer en él á
Ignoto, el leñador de la selva. Afortunadamente las cosas agradables se
explican pronto, y así no tardó Amado en enterarse de que Ignoto era el
hijo del rey de Malaterra, que, disfrazado de leñador, estaba próximo á
la frontera para ayudar á su padre en la sorpresa de Lagoumbroso; que
había salvado á Amado porque le tomó cariño en aquella tarde en que
Amado le vió cortar leña; que después de salvarle había querido
instruirle, y para eso le había colocado en aquel jardín donde recibiese
las lecciones de Florina; que Florina era hermana de Ignoto, y que, al
casarla con Amado, le daba en dote el reino de Colmania. Me parece
inútil añadir que con tan felices sucesos Bonoso y Serafina, que estaban
ya algo chochitos, lloraban á más y mejor; que Florina y Amado no cabían
en sí de gozo, y que todo era júbilo en el palacio. Para colmo de
alegría, aquella noche el hada del Deseo cumplido vino á honrar con su
presencia una cena ostentosísima y un baile mágico que se celebró en
aquellos salones. El hada dijo á Bonoso y Serafina que, aunque habían
hecho lo posible porque su hijo fuese infeliz, ella, ayudada del hada de
la Necesidad, lograra educarlo algo para la Dicha. Los pobres reyes
confesaron que eran unos bolos, y su buena intención hizo que el hada
les perdonase, no sin encargarles que, cuando tuviesen nietos, no se
mezclasen en su educación por amor de Dios.
Aquí tenéis cómo el reino de Colmania volvió á ser regido por su
legítimo príncipe Amado, á quien tanto querían. Los habitantes de aquel
reino no se cansaban de admirar la metamórfosis que había experimentado
el príncipe, que salió hecho un rapazuelo encanijado y medio bobo, y que
volvía hombre robusto, inteligente y muy capaz de mandar él solo sin
necesidad de recurrir á ministros, que á veces pueden ser tan malos como
el conde del Buitre.


LA GALLEGA
[Imagen]

Describióla á maravilla la musa del gran Tirso. La bella y robusta
serrana de la Limia, amorosa y dulce como una tórtola para quien bien la
quiere, colérica como brava leona ante los agravios, aún hoy se
encuentra, no sólo en aquellos riscos, sino en toda la región
cántabro-galáica. No obstante, región que es en paisajes tan variada,
tan accidentada en su topografía, que tiene comarcas enteramente
meridionales por su claro cielo, otras que por sus brumas pertenecen al
Norte, manifiesta en su población la misma diversidad, y posee tipos de
mujeres bien distintos entre sí, marcados en lo moral y en lo físico con
el sello de las diferentes razas que moraron en el suelo de Galicia, que
lo invadieron ó lo colonizaron. Celtas, helenos, fenicios, latinos y
suevos vivieron en él, y sus sangres, mezcladas, yuxtapuestas, nunca
confundidas, se revelan todavía en los rasgos y apostura de sus
descendientes. Pero hay un tipo que domina, y es el característico de
todos los países en que largo tiempo habitó la noble raza celta: el de
Bretaña é Irlanda. Donde quiera que se alce sobre las empinadas cumbres
ó se esconda en la oscura selva el viejo dolmen tapizado de liquen por
la acción de los años, hallará el etnólogo mujeres semejantes á la que
voy á describir: de cumplida estatura, ojos garzos ó azules, del
cambiante azul de las olas del Cantábrico, cabello castaño, abundoso y
en mansas ondas repartido, facciones de agradable plenitud, frente
serena, pómulos nada salientes, caderas anchas, que prometen fecundidad,
alto y túrgido el seno, redonda y ebúrnea la garganta, carnosos los
labios, moderado el reir, apacible el mirar. Es la belleza de la mujer
gallega eminentemente plástica; consiste sobre todo en la frescura de la
tez, blanca y sonrosada, no con la fría albura de las inglesas sino con
esa animación que indica el predominio de la sangre sobre la bilis y la
linfa, y en la riqueza y amplitud de las formas, que algunas veces se
exagera y hace pesados sus movimientos y planturosa en demasía su
carnación. No arde en sus ojos la chispa de fuego que brilla en los de
las andaluzas; su pié no es leve, ni quebrado su talle: mas en cambio
el sol no logra quemar su cutis, y sus mejillas tienen el sano carmín
del albaricoque maduro y de la guinda temprana.
Siempre que cruzo, en los flemáticos coches de la llamada diligencia, el
trecho que separa á Lugo de León, me entretengo considerando el íntimo
enlace que existe entre la tierra y la mujer, la relación que guardan
los paisajes con las figuras que los animan. Conforme va quedándose
atrás la provincia gallega, cesan de ser verdes los vallecillos, y
herbosos los prados; y frecuentes los arroyos, bórranse los manchones de
castaños, olmos y nogales, desaparecen las blancas manzanillas y los
amarillos tojos, y se presentan interminables y pardas llanuras,
escuetas montañas salpicadas de fragmentos de granito, ó revestidas de
negruzcas láminas de pizarra. Las últimas mujeres que recuerdan á
Galicia son las que salen á ofrecer al viajero el vaso de aromática
leche de vaca: mozas sucias, desgreñadas, maltraídas por la intemperie y
el trabajo, pero femeniles aún en su hechura, tratables en sus carnes y
no sin cierta lozanía en el rostro. Corridas algunas leguas más, al
entrar por los tristes poblachones del territorio leonés, asómanse á las
ventanas ó salen por las puertas de las casuchas terrizas, mujeres de
enjuta piel pegada á los huesos, semblantes de recias y angulosas
facciones, de color de arcilla ó ladrillo, cual si estuviesen amasadas
con el árido terruño ó talladas en la dura roca de las sierras.
No desmiente la mujer gallega las tradiciones de aquellas épocas lejanas
en que, dedicados los varones de la tribu á los riesgos de la guerra ó
á las fatigas de la caza, recaía sobre las hembras el peso total, no
sólo de las faenas domésticas, sino de la labor y cultivo del campo.
Hoy, como entonces, ellas cavan, ellas siembran, riegan y deshojan,
baten el lino, lo tuercen, lo hilan y lo tejen en el gimiente telar;
ellas cargan en sus fornidos hombros el saco repleto de centeno ó maíz,
y lo llevan al molino: ellas amasan después la gruesa harina mal
triturada, y encienden el horno tras de haber cortado en el monte el haz
de leña, y enhornan y cuecen el amarillo torterón de borona ó el negro
mollete de mistura. Ellas, antes de que la pubertad desarrolle y
ensanche su cuerpo, llevan en brazos al hermano recién nacido, que grita
que se las pela; ellas, rústicas zagalas, apacentan el buey, y comprimen
los gruesos ubres de la vaca para ordeñarla; y cuando ven colmado un
tanque de leche cándida y espumosa, en vez de beberla, con sobriedad
ejemplar y religioso cuidado, colocan el tanque en una cesta de mimbres
que acaban de llenar con un par de pollos atados por las patas, cosa de
dos docenas de huevos, un rimero de hojas de berza y tres ó cuatro
quesos de tetilla, y sentando en la cabeza la cesta, dirígense al
mercado de la villa más próxima, donde venden sus artículos regateando
hasta el último miserable ochavo. Así vive la mujer gallega, afanándose
sin tregua ni reposo, luchando cuerpo á cuerpo con el hambre que la
acecha para colársele en casa y sentársele en mitad de la piedra del lar
humilde. Pobre mujer que de todos es criada y esclava, del abuelo gruñón
y despótico, del padre mujeriego y amigo de andar de taberna en
taberna, del marido, brutal quizás, del chiquillo enfermizo que se
agarra á sus faldas lloriqueando, de la vaca ante la cual se arrodilla
para ordeñarla, del ternero, al cual trae en el regazo un haz de yerba,
del cerdo para el cual cuece un caldo no muy inferior al que ella misma
come, de la gallina á la cual atisba para recoger el huevo que cacarea,
y hasta del gato, al cual sirve en una escudilla de barro las pocas
sobras del frugal banquete.
Mientras la gallega permanece en estado de soltería, aún es tolerable la
no escasa ración de trabajo que le toca; pero al casarse empeora su
situación. Sólo el imperioso mandato de la naturaleza, la ley que fuerza
al germen á brotar, á espigar á la miés, al árbol á rendir su fruto y á
la materia toda á sacudir la inercia y animarse, puede obligar á la
mujer gallega á constituir una familia. Damas del gran mundo, vosotras
para quienes el tapicero viste de seda las paredes de la alcoba nupcial,
y los dedos ágiles de la modista combinan artísticamente ricas estofas
en los trajes de gala, voy á referiros cómo está decorada la vivienda de
la novia gallega, y á pintaros su ajuar. Entrad en la casa: el piso es
de tierra húmeda y desigual; el techo á tejavana, por donde muy á su
sabor se introducen agua y ventisca; en los ángulos hay colgaduras de
primoroso encaje que labraron las arañas; la alfombra compónela algún
troncho de col alternando con vainas de habas, hojas secas de maíz y
excremento de animales domésticos. Sobre la losa del hogar pende de la
férrea cremallera el negro pote; en el rincón reluce la tapa de la
artesa, bruñida de tanto pan como en ella amasaron, y se ve la maciza
arca apelillada depositaria del _trousseau_, que llegará á un repuesto
de tres camisas de lienzo gordo y algún mandilón de burdo picote. El
tálamo conyugal lo hacen cuatro tablas sin acepillar, formando una como
caja pegada á la pared y abierta por donde es preciso que lo esté para
dar ingreso á sus ocupantes. Dos pasos más allá, asoman la cabeza
terneras y bueyes, que con ojazos tristones contemplan á los novios, y
con prolongados mugidos les cantan el epitalamio, mientras las gallinas
escarban el suelo en derredor y el cerdo gruñe hozando contra el lecho.
Es verdad que el festín de bodas fué lucido: sopa de fideos muy
azafranada, bacalao y carne á discreción, vino á jarros, puches de arroz
con leche á calderadas, pan de trigo y añejos dulces de hojaldre. Pero
después de tan babilónico regodeo, en la mañana en que los germanos
solían hacer á sus desposadas un dón, la gallega salta descalza del
lecho, y enciende la lumbre, y echa en la oscura concavidad del pote los
ingredientes del caldo, y equilibra en su cabeza la sella para ir á la
fuente por agua. Y son éstos los más llevaderos de sus deberes y afanes.
Impónele la naturaleza un hijo por año, como impone su cosecha anual á
la campiña; y si en los primeros meses de la gestación, período de
languidez tan inevitable y profunda, la gallega trabaja, según frase del
país, _como una loba_, en los últimos, abultada y pesadísima, tragina
más si cabe, y á veces el trance terrible la sorprende camino de la
feria, ó en el monte partiendo el espinoso tojo; á veces suelta la hoz
de segar, ó la masa de la borona, para oprimir el talle en la primer
explosión de dolor materno, y quizás el inocente sér ve la luz al pié de
un vallado ó en plena carretera, y metido en la propia cesta y envuelto
en el _mantelo_ de su madre entra en el domicilio paternal; pero al
venir al mundo así, como por casualidad, halla la tierna criatura
dispuesto el seno próvido que ha de alimentarla; la gallega tiene de
sobra licor de vida con que atender á sus hijos, amén de los agenos que
suele encargarse de amamantar, oficio que desempeña con no menos
felicidad que las amas pasiegas. Así es que la semblanza de la mujer
gallega puede bosquejarse suponiéndola rodeada de sus hijuelos como la
gallina de su echadura, llevando de la mano un rapaz de siete años,
asidas del refajo dos ó tres mocosas poco menores en edad, colgado del
ubérrimo seno un mamón de doce meses, y sintiendo acaso en lo más íntimo
de su organismo el vago estremecimiento de otra nueva vida, de otro sér
que se forma en sus entrañas.
Bien merece, bien merece disfrutar de un poco de solaz esta paridera y
criadora y madraza mujer gallega: dejadla, dejadla que el día del santo
patrón del lugar, ó en la primaveral y deliciosa noche de san Juan, ó
cuando las primeras castañas estallan al calor de la alegre hoguera y el
mosto remoja el gaznate de los vendimiadores, ella también se divierta y
pegue un par de brincos á la sombra del nocedal ó del castañar hojoso.
Dejadla que lave rostro y piés en la pública fuente ó en el regato que
atraviesa su huerto, y peine y alise sus dos trenzas, uniéndolas por las
puntas, y vista el gayo traje de las ocasiones solemnes.
Si ha nacido en la Mahia, en alguno de los fértiles valles que cercan á
Iria Flavia y Compostela, ceñirá á su cabeza, con cinta de vivos tonos,
la linda cofia de puntilla transparente. Si en el Ribero de Avia, ó en
las cercanías de Orense, llevará el pañolito de seda oscura, que realza
la suave palidez del rostro oval, y abrochará atrás el brevísimo dengue
con dos conchillas de plata. Si vió la luz en las poéticas orillas de
las Rías Bajas ó en Muros, vestirá el rico atavío que enamora á cuantos
lo ven: basquiña de claros matices, corpiño de negro raso, ancho
_mantelo_ de brillante sedán franjeado de panilla y recamado de
azabache, pañuelo de crespón color lacre ó canario, cuyos flecos caen
acariciando la cadera airosa, como las ramas del sauce sobre el tronco;
rodearán su garganta pesados collares de filigrana de oro, hilos de
cuentas, y de su menuda oreja colgarán largos zarcillos, y sobre el
pecho refulgirá la patena, conocida por _sapo_. Pero aun cuando presumen
con razón las muradanas, por su elegante arreo, de llevarse la palma en
Galicia, pienso que el traje clásico de _gallega_ es el usado por las
mujeres de mi país, las _mariñanas_. Lucen éstas dengue de escarlata
orlado de negro terciopelo y sujeto atrás con plateado broche; el
justillo, de fuerte drogué, se escota sobre la chambra de lienzo con
flojas mangas y puños de curiosa manera fruncidos; el soberbio mantelo
no cede en riquezas á otro alguno, y se ata atrás con cintas de seda de
charros colorines; bajo la franja del mantelo se ve media cuarta de saya
de grana, y se entrevé un dedo de refajo de amarilla bayeta, y el zapato
de cuero con lazadas de galón azul; ciñe su cuello la gargantilla de
filigrana, y cubre sus hombros el pañuelo de blanca muselina,
prolijamente rameado. Cuando con estas bizarras ropas salen á bailar la
tradicional _muiñeira_--danza nacional desde mucho antes de los remotos
tiempos en que guerrillas gallegas y lusitanas auxiliaban á Aníbal y
contrastaban el poder de Roma,--es imposible imaginar más regocijado y
pintoresco golpe de vista: pasan las mujeres, bajos y entornados los
ojos, la trenza al viento, arrebolada la tez, movido el dengue por la
oscilación del seno, rozando unas con otras las yemas de los dedos, el
pié hiriendo blandamente la tierra, en cadencioso girar, arremolinándose
á cada vuelta del cuerpo las sayas multicolores, mientras la gaita
exhala sus sonidos agrestes y melancólicos, graves ó agudos, pero
siempre penetrantes, y el tamboril apresura la repercusión de sus notas
secas y estridentes, y la pandereta lanza sus carcajadas melodiosas, y
los cohetes aran con surcos de luz el cielo y caen disolviéndose en
lágrimas de oro.
Pero cada día escasea más este espectáculo. Trajes, danzas, costumbres y
recuerdos van desapareciendo como antigua pintura que amortiguan y
borran los años. Á la _muiñeira_ sustituye el _agarradiño_, grotesca
parodia de la _polka_ húngara y del _wals_ germánico; á las sayas de
grana y bayeta, el faldellín de estampado percal francés; al dengue, el
mantón; á las trenzas, la _moña_ tamaña como un rosquete de pan; al
villanesco zapato de cuero, la bolita de rusél... y en breve será
preciso internarse hasta el corazón de las más recónditas y fieras
montañas para encontrar un tipo que tenga olor, color y sabor
genuinamente regional.
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