La dama joven - 14

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marqués de noche á la cocina del cortijo, y buscando por instinto de
sociabilidad invencible, la compañía del hombre, se arrimó al hogar,
calentó la palma de las manos castañeteando los dedos, y hasta se rió de
los cuentos que con chuscada andaluza referían el capataz y el pastor, y
reparó que la cocinera tenía muy buenos ojos. Entre otras conversaciones
más ó menos rústicas que le divirtieron, oyó que todos sus criados
proyectaban asociarse para echar un décimo á la lotería de Navidad.
Al día siguiente, muy temprano, el marqués despachaba un propio á la
ciudad próxima, y anochecía cuando el bondadoso señor penetró en la
cocina blandiendo unos papeles, y anunciando á sus domésticos, con suma
benignidad, que había cumplido sus deseos tomando un billete del sorteo
inmediato, billete en el cual les regalaba dos décimos quedándose él con
ocho, por tentar también la suerte. Al oir tal, hubo en la cocina una
explosión de alegría, con vivas y bendiciones hiperbólicas; sólo el
pastor, viejo cano, zumbón y sentencioso, meneó la cabeza, afirmando que
el que echaba con señores «espantaba la suerte», de lo cual le pesó
tanto al marqués, que condenó al pastor á no llevar ni un real en los
décimos consabidos.
Aquella noche el marqués no durmió tan á pierna suelta como solía desde
que Fuencar le cobijaba; le desvelaron algunos pensamientos de esos que
sólo mortifican á los solterones. No le había gustado pizca la avidez
con que sus criados hablaban del dinero que podía caerles.--¡Esa
gente--decíase el marqués--no aguardaría sino á llenar la bolsa para
plantarme! ¡Y qué planes los suyos! ¡Celedonio (el cochero), habló de
poner taberna... para beberse el vino sin duda! ¡Pues la pazguata de
doña Rita (era el ama de llaves), no sueña con establecer una casa de
huéspedes! Digo, y lo que es Jacinto (era el ayuda de cámara), bien se
calló, pero miraba con el rabo del ojo á esa Pepa (la cocinera), que,
vamos, tiene su sal... Juraría que proyectan casarse. ¡Bah! (al exclamar
_¡bah!_ el marqués de Torres-nobles dió una vuelta en la cama y se
arropó mejor, porque se le colaba el frío por la nuca); en resumidas
cuentas, ¿qué me importa todo ello? El premio gordo no nos ha de caer y
así... tendrán que aguardarse por las mandas que yo les deje! Y á poco
rato el buen señor roncaba. Dos días después celebrábase el sorteo, y
Jacinto, que era más listo que Cardona, se las compuso de modo que su
amo tuviese que enviarle á la ciudad en busca de no sé qué provisiones ú
objetos indispensables. La noche caía, nevaba á mas y mejor, y Jacinto
aún no había vuelto, á pesar de salir muy de madrugada.
Estaban los criados reunidos en la cocina, como siempre, cuando
sintieron las opacas pisadas del caballo sobre la nieve fresca, y un
hombre, en quien reconocieron á su compañero Jacinto, entró como una
bomba. Estaba pálido, temblón y demudado, y con ahogada voz acertó á
pronunciar:
--¡El premio gordo!!!
Hallábase á la sazón el marqués en su despacho, y, las piernas
arrebujadas en tupida manta, chupaba un habano, mientras el capellán le
leía la _política menuda_ de _El Siglo Futuro_. De pronto, suspendiendo
la lectura, ambos prestaron oído al estrépito que venía de la cocina.
Parecióles al principio que los criados disputaban, pero á los diez
segundos de atender se convencieron de que no eran sino voces de júbilo,
tan desentonadas y delirantes, que el marqués, amostazado y teniendo por
comprometida su dignidad, despachó al capellán á informarse de lo que
ocurría é imponer silencio. No tardó tres minutos en regresar el
enviado, y dejándose caer sobre el diván, pronunció con sofocado acento:
«¡Me ahogo!» y se arrancó el alzacuello y se desgarró el chaleco por
querer desabrocharlo... Corrió en su auxilio el marqués, y abanicándole
el rostro con _El Siglo Futuro_ logró oir brotar de sus labios una frase
entrecortada:
--El premio gordo... nos ha tocaaa...ado el prem...
Á despecho de sus achaques, brincó hasta la cocina el marqués con no
vista ligereza, y llegando al umbral, detúvose atónito ante la extraña
escena que allí se representaba. Celedonio y doña Rita bailaban no sé si
el jaleo ó la cachucha, con mil zapatetas, saltando como monigotes de
saúco electrizados; Jacinto, abrazado á una silla, valsaba rauda y
amorosamente; Pepa hería con el rabo de un cazo la sartén, haciendo
desapacible música, y el capataz, tendido en el suelo, se revolcaba,
gritando ó mejor dicho aullando salvajemente: «¡Viva la Virgen!» Apenas
divisaron al marqués, aquellos locos se lanzaron á él con los brazos
abiertos, y sin que fuese poderoso á evitarlo lo alzaron en volandas, y
cantando y danzando y echándoselo unos á otros como pelota de goma lo
pasearon por toda la cocina, hasta que viéndole furioso lo dejaron en el
suelo; y aun fué peor entonces, pues la cocinera Pepa, cogiéndole por el
talle, quieras que no quieras le arrastró en vertiginoso galop, mientras
el capataz, presentándole una bota de vino, se empeñaba en que probase
un trago, asegurando que el licor era exquisito, cosa que él sabía á
ciencia cierta por haber trasegado á su estómago casi toda la sangre de
la bota.
Así que pudo el marqués soltarse, refugióse en su habitación, con ánimo
de desahogar su enojo refiriendo al capellán la osadía de sus criados y
platicando acerca del premio gordo. Con gran sorpresa vió que el
capellán salía envuelto en su capote y calándose el sombrero.
--¿Á dónde va Vd., don Calixto, hombre de Dios?--exclamó el marqués
admirado.
--Pues, con su licencia, don Calixto iba á Sevilla, á ver á su familia,
á darle la alegre nueva, á cobrar en persona su parte de décimo, un
confite de algunos miles de duros.
--¿Y me deja Vd. ahora? ¿Y la misa? y...
En esto asomó por la puerta su hocico agudo el ayuda de cámara. Si el
señor marqués le daba permiso, él también se marcharía á recoger lo que
le tocaba. El marqués alzó la voz, diciendo que era preciso tener el
diablo en el cuerpo para largarse á tales horas y con una cuarta de
nieve, á lo cual respondieron unánimes don Calixto y Jacinto que á las
doce pasaba el tren por la estación próxima, que hasta ella llegarían á
pié ó como pudiesen. Y ya abría el marqués la boca para pronunciar:
«Jacinto se quedará, porque me hace falta á mí,» cuando á su vez se
encuadró en el marco de la puerta la rubicunda faz del cochero, que sin
pedir autorización y con insolente regocijo venía á despedirse de su
amo, porque él se largaba, ¡ea! á coger esos monises.
--¿Y las mulas?--vociferó el amo.--¿Y el coche, quién lo guiará, vamos á
ver?
--Quien vuecencia disponga... ¡Como yo no he de cochear
más!...--respondió el auriga volviendo la espalda y dejando paso á doña
Rita, que entró no medrosa y pisando huevos como solía, sino toda
despeinada, alborotadica y risueña, agitando un grueso manojo de llaves,
que entregó al marqués advirtiéndole:
--Sepa vuecencia que ésta es de la despensa... ésta del ropero... ésta
del...
--¡Del demonio que cargue con Vd. y con toda su casta, bruja del
infierno! ¿Ahora quiere Vd. que yo saque el tocino y los garbanzos, eh?
Váyase Vd. al...
No oyó doña Rita el final de la imprecación, porque salió pitando, y
tras ella los demás interlocutores del marqués, y en pos de éstos el
marqués mismo, que les siguió furioso al través de las habitaciones y
estuvo á punto de alcanzarles en la cocina, sin que se atreviese á
seguirles al patio por no arrostrar la glacial temperatura. Á la luz de
la luna que argentaba el piso nevado, el marqués les vió alejarse,
delante don Calixto, luégo Celedonio y doña Rita de bracero, y por
último Jacinto muy cosido á una silueta femenina que reconoció ser Pepa
la cocinera... ¡Pepilla también! Tendió el marqués la vista por la
cocina abandonada, y vió el fuego del hogar que iba apagándose, y oyó
una especie de ronquido animal... Al pié de la chimenea, muy
esparrancado, el capataz dormía la mona.
Á la mañana siguiente, el pastor, que no quiso «espantar la suerte,»
hizo para el marqués de Torres-nobles de Fuencar unas migas y un ajo
molinero, y así pudo este noble señor comer caliente el primer día en
que se despertó millonario.
* * * * *
Me parece excusado describir la suntuosa instalación del marqués en
Madrid; lo que sí no debe omitirse es que tomó un cocinero cuyos guisos
eran otros tantos poemas gastronómicos. Se cree que los primores de tan
excelso artista, saboreados con excesiva delectación por el marqués, le
produjeron la enfermedad que le llevó á la tumba. No obstante, yo creo
que el susto y caída que dió cuando se desbocaron sus magníficos
caballos ingleses, fué la verdadera causa de su fallecimiento, ocurrido
á poco de habitar el palacio que amuebló en la calle de Alcalá.
Abierto el testamento del marqués, se vió que dejaba por heredero al
pastor de Fuencar.
[Imagen]


UNA PASIÓN
[Imagen]

Siempre que nos reuníamos en Madrid ó en Galicia mi amigo Federico Bruck
y yo, echábamos un párrafo ó varios párrafos sobre su ciencia
predilecta, la geología; pues aunque Bruck es hombre de bastantes
conocimientos y en alto grado posee esto que hoy llaman _cultura
general_, inclínase á hablar de lo que mejor conoce y más ama, por
instinto tan natural como el de las aguas al buscar su nivel.
De origen anglo-sajón, según revela el apellido, soltero, independiente
y no pesándole los años, Bruck se consagró en cuerpo y alma al culto de
la gran diosa Demeter, la Tierra madre. Esa ciencia erizada de
dificultades, inaccesible á los profanos, le cautivó, gracias al feliz y
sabio reparto que Dios hace de las aficiones y gustos, para que ningún
altar se quede sin devotos y ningún santo sin su velita de cera.--Yo
confieso ingenuamente el error en que caí. Al pronto, juzgando con
arreglo á mis sentimientos propios, pensé que lo que interesaba á Bruck
eran los ejemplares de mineralogía, _los pedruscos bonitos_; pero ví con
sorpresa que mi colección, distribuída en las primorosas casillas del
estante como joyas en sus estuches, no despertaba en él sino la
curiosidad que produciría en cualquier aficionado á ciencias naturales,
mientras las piedras de construcción, el vulgarísimo granito esparcido
en la calle, fijaba sus miradas y le sumía en reflexiones profundas.
Desde entonces tuvimos asunto para discutir. Con mi doble instinto de
mujer y de colorista, yo prefería, en el vasto reino mineral, los
productos mágicos que sirven al adorno, á la industria y al arte humano,
y describía con entusiasmo la eflorescencia rosa del cobalto, el intenso
anaranjado del oropimente, la misteriosa fluorescencia de los espatos,
que exhalan lucecicas como de Bengala, verdes y azules, los tornasolados
visos del _labradorito_, semejantes al reflejo metálico del cuello de
las palomas, la fina red de oro sobre fondo turquí del lápiz-lázuli, las
irisaciones sombrías de la pirita marcial y de la marcasita; coloridos
nocturnos, vistos en mi imaginación como al través de la roja luz de una
gruta caldeada por las fraguas y hornos de Vulcano. Con la exigencia
refinada del gusto moderno, que se prenda de lo exótico, ponderaba hasta
las ponzoñosas descomposiciones del color, el moho verdoso del níquel,
el verde manzana de los arseniatos, los extraños cambiantes del cobre;
encarecía después el amarillo de miel del ámbar, las gotas de leche
incrustadas en la roja faz del jaspe, la transparencia vaga y suave de
las calizas, que parecen nieve mineral. Yo argüía, y para mí era
argumento definitivo, que los colores más vivos, más brillantes, la
mayor cantidad de luz atesorada en un cuerpo, no se encontraba ni en el
cáliz de la flor, ni en el ala de la mariposa, ni en la pluma del
pájaro, sino que era preciso buscarla allá en las entrañas del globo,
serpenteando por sus rocas, clavada en ellas, hasta que la inteligencia
humana la extraía tallando la piedra preciosa, ó refinando el petróleo
para descubrir los matices espléndidos de la anilina.
Además de estas hermosuras incomparables del color de los minerales, me
cautivaban y excitaban mi fantasía los peregrinos caprichos que en ellos
satisface la naturaleza; citaba la luz fosfórica del cuarzo cambiante ú
_ojo de gato_, las arenillas doradas de la venturina, los curiosos
listones del ónice y sardónice, las vetas y dibujos varios de la familia
de las calcedonias. ¿Dónde hay cosa más linda que el ópalo, con sus
diafanidades boreales, como el lago al amanecer; que el hidrófano, que
sólo brilla y se irisa cuando le mojan, lo mismo que una mirada cariñosa
refulge al humedecerla el llanto; ó la límpida hialita, tan parecida á
lágrimas congeladas? ¿Pues no es digna de admiración la singular
birefringencia del espato de Islandia, la figura de X que se encuentra
dentro de la macla ó _chias-tolita_, los magníficos dodecaedros del
granate y las cruces prismáticas de la _armotoma_? Filigranas de la
creación, caladas y alicatadas por el buril de los gnomos ó geniecillos
de las cavernas subterráneas se me figuraban todos estos minerales, y
así los alababa con sumo calor, haciendo sonreirse á Federico Bruck.
Pero donde empezaban mis herejías anti-científicas era al declarar que
tamaños portentos me parecían mucho más asombrosos después de que la
mano del hombre completaba en ellos, con la forma artística, el trabajo
oculto y paciente de las fuerzas creadoras.
Para mí, por ejemplo, el mármol de Paros no adquiría pureza y excelsitud
hasta considerarlo labrado por Fidias; el _kaolin_ era barro grosero, y
sólo me enamoraba convertido en porcelana sajona; el zafiro había nacido
para rodearse de brillantes y adornar un menudo dedo; el brillante para
temblar en un pelo negro; el basalto rosa para que en él esculpiesen los
egipcios el coloso de Ramsés; el ágata, para que Cellini excavase
aquellas copas encantadoras en torno de las cuales retuerce su escamoso
cuerpo una sirena de plata. El arte, señor de la naturaleza, tal fué mi
divisa.
Bruck afirmaba que estos gustos míos tenían cierta afinidad con los del
salvaje que se prenda de unas cuentas de vidrio más que del oro nativo
recogido en sus remotas cordilleras; y que lo verdaderamente grandioso y
bello, con severa belleza clásica, en la tierra, no son esos caprichos
del color ni esos jugueteos de la línea, sino las formas internas de las
rocas, el plano arquitectónico, regular y majestuoso, de tan vasto
edificio. Encarecía la magnitud de las anchas estratificaciones, que se
extienden como ondas petrificadas del océano de la materia; los macizos
y valientes pilares graníticos, fundamentos del globo, colocados con
simetría solemne; las columnatas de pórfido y basalto, más elegantes que
las de ninguna catedral de la Edad media. Sobre todo y aparte del
especial deleite estético que encontraba en esa disposición sorprendente
de las rocas, decía Bruck que le enamoraba ver escrita en ellas la
historia del globo, de su formación, del desarrollo de sus montañas y
hundimiento de sus valles.
Á simple vista, con una ojeada rápida, discernía la estructura de un
terreno cualquiera, su yacimiento y su origen. Distinguía al punto las
rocas eruptivas,--que parecen conservar en sus formas coaguladas
indicios del misterioso hervor que las arrancó de los abismos del globo
y las hizo rasgar su superficie, á manera de colmillos enormes,--de los
terrenos de sedimento, cubiertos de capas y más capas lo mismo que de
fajas la momia. Sabía por cuál secreta ley las rocas alpestres se
levantan y parten en agujas tan atrevidas, puntiagudas y escuetas,
mientras las sierras del mediodía de España se aplanan en chatos
mamelones, figurando que una mano fuerte les impidió ascender y las
redondeó con las redondeces de un seno turgente, henchido de licor
vital.
Y cuando pudiese engañarse la vista, tenía Bruck para conocer, sin
metáfora, el terreno que pisaba, una señal infalible, la presencia ó
ausencia, en la roca, de ciertos restos fósiles, valvas menudas de
moluscos, el carbonizado tronco de un planta, la huella de un helecho ó
de un licopodio. De estos restos se encontraban muchos en los terrenos
de sedimento, que son á manera de museo donde puede estudiarse la flora
y fauna del tiempo--digámoslo así--del rey que rabió, mientras las rocas
eruptivas se hallan vacías, agenas á toda vida, sin rasgos de organismos
en sus mudas profundidades. Y aquí Bruck y yo volvíamos á disputar;
porque mientras á mí me parecía digno de superior atención el terreno
donde se tropiezan fósiles, él hablaba con el mayor respeto de esas
rocas muertas, las primeras y más antiguas, verdaderos cimientos del
planeta. Las otras eran unas rocas de ayer acá, que contarían, á lo
sumo, algunos cientos de miles de años.
Yo no comprendía la preferencia de Bruck, porque siempre me agrada
encontrar vida é indicios de ella. Los fósiles me hacían soñar con
paisajes antediluvianos, con animalazos gigantescos, medio lagartos y
medio peces. Bruck, al contrario, se remontaba á los tiempos en que el
mundo, dejando de ser una bola de gas incandescente, comenzaba á
enfriarse, y sus queridas rocas emergían, rompiendo la película delgada,
la corteza del gran esferóide. En resumen, á Bruck le importaban poco
las plantas, que son vestidura de la tierra; los minerales preciosos,
que son sus joyas, y los fósiles, que son sus archivos y relicarios;
sólo se sentía atraído por la anatomía de su monstruoso esqueleto.
Valía la pena de oirle defender esta afición. Extasiábase hablando de la
unidad que preside á las formaciones de las rocas, y del poderoso y
visible imperio que ejerce la ley en los dominios de la verdadera
geología ó _geognosia_. Ahí es nada eso de que la corteza terrestre sea
igual en el Polo que en la zona tórrida, y que mientras los infelices
naturalistas y botánicos se encuentran, en cada clima, con especies
diferentes, el martillo del geólogo en todas partes rompa la propia
piedra! La piedra inmóvil, grave, uniforme, idéntica á sí misma,
figurábasele á Bruck majestuosa. Á mí me daba frío, y... así como sueño.
Pero que no lo sepa ningún geólogo, por todos los santos de la corte
celestial.
Bruck no era un sabio de gabinete, ni se conformaba con ver los
fragmentos y láminas de roca en las agenas colecciones ó en los museos,
con su etiqueta pegada. Por valles, montañas y cerros, allí donde
trazaban un camino, perforaban un túnel ó excavaban una mina, andaba
Bruck con su caja de instrumentos, inclinándose ávidamente para ver, al
través de la rota epidermis y de la morena carne de la gran Diosa, su
osamenta formidable. Quería crear la geología ibérica, estudiar el
terreno español tan á fondo como lo ha sido ya el francés, inglés y
americano. Así es que cuando delante de Bruck nombraban alguna región de
nuestra patria, Asturias, Galicia, Málaga, Sevilla, no se le ocurría
nunca exclamar--«hermoso país!--costa pintoresca!--cielo azul!--¡qué
poéticas son las Delicias! ó ¡qué bonito el Alcázar!»--como nos sucede á
cada hijo de vecino; sino que las ideas que acudían á su mente y
brotarían de sus labios si Bruck fuese locuaz, eran sobre poco más ó
menos del tenor siguiente:--«terreno hullero--buen yacimiento de
gneiss--terreno triásico--formación cuaternaria!»
He dicho que Bruck no pecaba de locuaz; pero, fiel á su oriundez
anglo-sajona, era tenacísimo. Jamás se cansaba, ni se desalentaba, ni
variaba de rumbo. Todos amamos nuestras aficiones, y, sin embargo,
cometemos infidelidades; tenemos nuestras horas de inconstancia, y
volvemos luégo á abrazarlas con mayor cariño. Hay días contados en que
yo no quiero que me nombren un libro, en que lo negro sobre lo blanco me
aburre, y en que diera todo el papel impreso y manuscrito por un rayo de
sol, un momento de alegría, la sombra de un árbol, la luz de la luna y
el olor de las madreselvas. Bruck no conocía semejantes alternativas; su
amor por las rocas era, como ellas, firme, perenne, invariable.
Dos ó tres años hacía que no aportaba Bruck por mi país, y yo le suponía
entregado á trascendentales investigaciones allá por las cuencas mineras
de Extremadura ó por las alturas imponentes de los Pirineos, cuando una
tarde se me presentó de la manera más impensada, enfundado en su traje
habitual de _hacer geología_. El paño de su _chaquet_ caía flojo y
desmañado sobre su vasto cuerpo; una camiseta de color le ahorraba la
molestia de ocupar el baúl con camisas planchadas; su sombrero,
abollado, lucía una capa de polvo á medio estratificar; y como le ví que
traía calzados los guantes, comprendí al punto que estaba de excursión,
pues Bruck no usa guantes sino para el monte, dado que en la ciudad no
hay peligro de estropearse las manos.
Preguntéle el motivo de su viaje. La vez anterior vino á examinar, en
persona, la dirección de los estratos del gneiss en esta parte de la
costa cantábrica; y ahora, con voz reposada, me dijo que el objeto de su
expedición era verle el pié... _honni soit qui mal y pense_! á la sierra
de los Castros.
--Pero cuidado que sólo á V. se le ocurre!... Estamos en Diciembre, se
chupa uno los dedos de frío, y luégo el viaje en diligencia es
entretenido de verdad! ¿Cómo no aguardó V. á la inauguración del
ferrocarril, al verano, etc., etc.?
Explicó que no podía ser de otro modo, porque ya había llegado á un
punto tal, que sin ver la base de la sierra, inmediatamente, no haría
cosa de provecho. Bruck apuntaba metódicamente en cuadernos los
resultados de sus observaciones, y luégo los daba al público, no en una
obra extensa y monumental, sino de modo más conforme al espíritu
analítico y positivo de la ciencia moderna, en breves monografías de
esas que por Inglaterra y los Estados Unidos se llaman «contribuciones
al estudio de tal ó cual materia,» folletitos concretos, atestados de
hechos y labrados y cortados con precisión matemática, como sillares
dispuestos ya para un edificio futuro. Cuando en mitad de uno de sus
trabajos le ocurría á Bruck la más leve duda, la necesidad de exactitud
rigurosa y veracidad extricta en sus asertos no le dejaba pasar más
adelante; y no cociéndosele, como suele decirse, el pan en el cuerpo,
tomaba el tren, la diligencia, lo que hubiese, y se iba á comprobar
sobre el terreno sus datos. No se cuidaba de si las circunstancias eran
favorables; lo mismo hacía rumbo á Extremadura durante la canícula, que
á Burgos en el corazón del invierno.
Aunque Galicia no es tan fría como Burgos, ni muchísimo menos, el plan
de verle el pié á la sierra de los Castros en Diciembre, no dejó de
parecerme descabellado. La lluvia, incesante en tal época, la nieve, la
escasez de recursos, la falta de esos hoteles diseminados por las
cordilleras de otros países, donde el viajero se restaura, y mil y mil
inconvenientes, se me ofrecieron al punto y los comuniqué á Bruck. Sin
haber llegado nunca á sentarme en las faldas de la abrupta sierra,
conocía mucho de oídas el país, y sabía que á veces, en tres ó cuatro
leguas de circuito, no se encontraba unto para condimentar el caldo de
pote, ni una arena de sal para sazonarlo. Mas ví al geólogo tan firme en
su propósito, que lo único que pude hacer en beneficio suyo, fué darle
una carta de recomendación para el cura de los Castros. Justamente este
buen señor había sido algunos meses capellán de nuestra casa.
Dos epístolas recibidas algún tiempo después, completarán la historia
del episodio que refiero. La primera de Bruck, del cura la segunda. Aquí
las copio, para conocimiento y solaz del que leyere.
«Las Engrovas, 1.º de Enero.
»Mi distinguida amiga: no pensé empezar el año escribiendo á V.
desde estas montañas; pero el hombre propone, y las
circunstancias--ya sabe V. que soy algo determinista--disponen.
Heme aquí en las Engrovas: ¿ha estado V. por acá alguna vez? Parece
mentira, cuando uno se acuerda de esas Mariñas tan risueñas, tan
alegres hasta en la peor estación del año, que Galicia encierre
sitios tan agrestes y salvajes.
»Por supuesto que para mí son los mejores. Esa parte donde V. vive,
es una tierra blanda, deshuesada, sin consistencia. Aquí encuentro
magníficas rocas metamórficas, terrenos de transición, con todas
sus curiosas variedades. Sólo me estorba mucho la vegetación feraz
y compacta, que me impide reconocer bien el terreno. Espero que en
el corazón de la sierra, las rocas se me presentarán en su noble y
augusta desnudez.
»Me han asegurado que si me meto más en la montaña, me expongo á
tropezar con manadas de lobos, á no encontrar dónde dormir. No me
importaría si no estuviese calado; pero es tanta la lluvia que ha
caído por mí, que el traje se me pudre encima. Dirá V. ¿y el
impermeable? ¡El impermeable! Hecho girones, señora: los escajos,
los espinos, las zarzas han puesto fin á su vida. Cuando llegue á
la hospitalaria mansión del cura de los Castros, voy á pedirle que
me ceda un balandrán ó cosa por el estilo, porque andar desnudo en
Diciembre no es agradable.
»De la comida poco puedo decir á V.; yo suelo pasarme diez ó doce
horas sin recordar que es preciso dar pasto al estómago; y cuando
se lo doy, al cuarto de hora ya no sé lo que he mascado. No
obstante, aquí noto que me falta lastre. Creo que hay días en que
me alimento con un plato de puches de harina de maíz. Gracias si
puedo regarlos con leche de vaca.
»En resumen, hambre, frío, sed de vino y café (de agua no es
posible, pues el cielo la vierte á jarras); pero yo contentísimo,
porque estas rocas valen un Perú, y su estudio arroja clarísima luz
sobre diversos problemas que me preocupaban.
»Mañana me internaré en lo más despoblado y agrio de la región.
Aprovecho la coyuntura de enviar al Ferrol esta carta, para que la
echen al correo. Siempre á sus órdenes su amigo afectísimo
_Federico Bruck_.»

«Parroquia de S. Remigio de los Castros, 27 Febrero.
»Estimada señorita: le escribo para darle razón del señor forastero
que V. se sirvió recomendarme en el mes de Diciembre del pasado
año. Ese señor salió de las Engrovas el 2 de Enero, muy tempranito,
á caballo, pensando llegar á los Castros á _la mediodía_. Yo nunca
ví tanto frío, que mismo cortaba; hasta al consagrar parece que se
me caía la partícula de los dedos; la noche antes heló mucho, y los
caminos resbalaban como si estuviesen untados con sebo. Ese señor
traía un chiquillo para tenerle cuenta de la caballería y llevarle
una caja y no sé qué más lotes; y el chiquillo, que es hijo de mi
compadre Antón de Reigal, me ha contado cómo pasó el lance. El
señor se bajó del caballo á medio camino, en el sitio que llaman
_Codo-torto_, y sacando un martillo comenzó á arrancar pedacitos
de piedras, que se conoce que los ingleses, sabiendo que aquí hay
oro, quieren buscarlo y acaso hacer minas. Piedras fueron, que se
pasó así toda la mañana, hasta que el chiquillo, cansado de esperar
y no viéndolo por ninguna parte, y muriéndose de ganas de comer,
tuvo la debilidad de venirse á los Castros solo, y el caballo
detrás, muy pacífico. Luégo, cuando el rapaz vió que se hacía de
noche, y que no parecía su amo, vino llorando á contarme el lance.
»Como, según el chiquillo, ese señor se encaminaba á mi casa, en
seguida me dió la espina de que sería algún amigo ó pariente de V.;
llamé á tres feligreses, les hice encender _fachucos_ de paja bien
retorcidos para que durasen, y nos metimos por la sierra, busca que
te buscarás al viajero. ¿Dónde le fuímos á encontrar? En el
despeñadero de Codo-torto, que lo rodó de una vez, señorita, y
pásmese, no se mató, sólo se rompió una pierna. Le trajimos en
brazos como se pudo, y gracias al _algebrista_ de Gondás, ¿no sabe
V.? aquel hombre que cura toda rotura y dislocación sin reglas ni
sabiduría, con unas tablillas, unos cordeles y siete _Ave Marías_
con sus _Gloria Patris_, no tendrá que gastar muleta el señor de
_Brús_ ó como se llame, aunque siempre al andar se le conocerá un
poquito.
»Yo y mi hermana la viuda, lo cuidamos lo mejorcito que supimos,
que nos dió mucha lástima; es un señor llano y parece un infeliz.
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