La dama joven - 03

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Encogióse Gormaz levemente de hombros, y resignándose, prestó alguna
atención al dejo sevillano contrahecho de la estanquera. Era preciso
activar porque la hora de la función se aproximaba, y ya dos ó tres
músicos, con sus instrumentos muy enfundados en bayeta verde debajo del
brazo, se asomaban por la puerta de entrada, retirándose después de
escuchar algunos minutos curiosamente. El último acto se atropelló un
poco, pero Concha sabía al dedillo el papel y Gormaz, como de paso, pudo
aún indicarle algunos toques maestros. Al final le apretó
misteriosamente la mano.
--Hasta luégo... y á ver cómo nos lucimos!
Concha se dirigió al tocador, donde la esperaba su hermana vigilando la
cesta de los trajes, mientras Rosalía y Julia, ocupando todo el hueco
del espejo, se daban polvos de arroz por quintales, limpiándose después
cejas y pestañas con la tohalla húmeda. Como no tenían trazas de hacer
sitio, Dolores gritó á Concha en voz alta:
--Hija, arrímate al espejo... Estás sin peinar aún, acuérdate...
Las dos usurpadoras del tocador se desviaron con majestuoso paso de
reinas ofendidas, y empezaron á calzarse en un rincón, secreteando y sin
dejar su actitud hostil. El tocado de Concha fué corto; su juventud y su
fresca tez no requerían gran afeite. Sus ojos brillaban y sus mejillas
estaban algo sonrosadas. Al remangarse el pelo con unas agujas de
azabache, recordó el beso de Ramón, y se enrojeció hasta la frente.
¡Qué poco había durado! ¿Lo sabría Dolores? ¡Bah! ¿Cómo lo había de
saber? Esforzóse en desechar aquel orden de ideas, recordando que era
preciso hacer un esfuerzo para representar bien y que don Manolo no se
quejase de ella.
[Imagen]
Cuando puso los piés en la escena, el corazón le latió, según costumbre,
un poquillo, al ver el aspecto imponente del teatro. Sin que pudiese
precisar quiénes eran los espectadores que llenaban las butacas,
atestaban los palcos y se apiñaban en la galería, bien comprendió que
estaba allí todo Marineda, la gente fina, el _señorío_; público
inusitado en aquel local, donde por lo regular el elemento dominante
eran los socios y sus familias. Veía vagamente, sobre el fondo granate
del papel que reviste el teatro, agitarse una triple hilera de cabezas
femeniles, adornadas con flores; los colores claros y ricos de los
trajes hacían una decoración abigarrada; y de las butacas, subía hacia
Concha, como una ola de curiosidad, el reflejo de los cristales de los
gemelos instantáneamente clavados en ella, y el susurro de voces que muy
quedito pronunciaban ó preguntaban su nombre. Zumbáronle algo los oídos,
y se le apretó la garganta al articular las primeras frases del papel;
pero recordando de pronto un consejo de Gormaz, alzó los ojos y fijó en
el auditorio una mirada tranquila. Distinguió entonces con más claridad
la concurrencia, y respiró. De pronto volvió á alterar su serenidad la
cara de Ramón, que desde las primeras filas de butacas, acechaba una
ojeada de su novia. Apartó la vista y se dedicó á recitar lo mejor
posible el papel. Gormaz, asomando de tiempo en tiempo entre bastidores
su cabeza sudorosa, recorría el teatro, fijándose en un palco
entresuelo, el único vacío que quedaba ya; después hacía una señal de
inteligencia á Concha, aprobando y animando.
El público, sin embargo, no daba más indicio de agradecer los esfuerzos
de Concha que, por parte de los hombres, no quitarle los gemelos de
encima. En conjunto se veía que la representación hacía reir
disimuladamente á los que no fastidiaba. Dos ó tres carcajadas sofocadas
habían resonado ya, una aguda y aflautadilla en un palco, otras más
sonoras en las butacas. Por mucho que las señoras procurasen aparentar
que se divertían y prestaban atención, notábanse los bostezos de á
cuarta, mal encubiertos por el abanico. _Sotto voce_, los espectadores
se comunicaban sus impresiones de aburrimiento. ¡Las tales funciones de
aficionados! ¡Venir á ver lo mismo que se ve en el Teatro todos los
días, sólo que echado á perder! Luégo, ¡qué programa tan largo, santo
Dios! ¡Tres actos de _Consuelo_, el Orfeón, lectura de poesías y un
sainete! No se salía de allí menos de la una. Y el caso es que no cabía
marcharse dejándolos con la palabra en la boca, por compromiso con el
Intendente, que se picaría, de seguro, si se le hiciese un desaire á su
protegido... ¡Buen tipo tenía el protegido! ¡Vaya un galán para el papel
de _Fernando_! Las patillas postizas se le estaban cayendo: por no saber
en qué ocupar las manos, no cesaba de dar vueltas á la cadena del
reloj... ¡Pues y las mujeres! ¡Qué modo de vestirse! Aparte de que no se
les oía una palabra, y como estaban aguardando lo que dijese el
apuntador para hablar, resultaba que el acto no concluía nunca... ¡Y qué
acción! Lo mismo que esas muñecas, á las cuales se les tira de un
cordelito y levantan los brazos... La _Consuelo_ pronunciaba más claro;
á esa al menos se le entendía bien: ¡pero qué trazas de descarada y
pizpireta!...
En las butacas también se comentaba lo indigesto de la función, con otra
salsa más picante, y sobre todo con tan unánimes elogios á la buena cara
y simpática voz de Concha, que Ramón se volvió dos ó tres veces
impaciente y sobresaltado, como si algún bicho le picase en la nuca.
Sólo respiró el pobre novio, al caer con pausa el telón, tras la fuga
de _Consuelo_.
Concha atravesaba los bastidores con su hermana para regresar al tocador
y vestirse de nuevo, cuando su novio le cerró el paso. Llamóle la
atención verle tan fosco y cariacontecido, y con la mayor inquietud le
preguntó:
--¿Qué hay de nuevo?
--Nada--murmuró él repentinamente avergonzado, al ver á Dolores allí, de
las ideas tontas que venían ocurriéndosele.--¿Vas á vestirte?
--Sí... abur, que después me cogen el sitio las otras.
Gormaz, que vagaba por allí como alma en pena, la empujó, dándole prisa:
--¡Vamos, hija... vamos!
Sacó después el ex-actor un cigarrillo y lo encendió, paseándose
inquieto y con taconeo nervioso por la solitaria escena. De rato en rato
pegaba el ojo izquierdo á un agujerillo del telón, y siempre veía, en el
lleno completo y brillante de la sala, el hueco del palco vacío, como
una mella en una hermosa dentadura. Al fin hizo un ademán de contento:
la puerta del palco se abría, entrando por ella dos hombres, el uno de
mediana edad, grueso, lampiño, de pelo negro y liso como el hule,
fisonomía entre clerical y chulesca, que Gormaz reconoció por el
_gracioso_ ó primer actor cómico de la compañía: el otro viejo, de
borbónico perfil, con una de esas caras inteligentes y castizas de
pelucona rancia, que aún hoy se ven en aldeanos del centro de Castilla y
en algún torero. Era un rostro movible, donde a intervalos se
transparenta ya la ironía indulgente, ya la enérgica voluntad vencedora
de los muchos años. La nariz y la barba, en demasía aficionadas á gastar
conversación, se combinaban bien con el mondo cráneo, lleno de
protuberancias color marfil. La apostura era mucho más firme y
desembarazada de lo que la edad pedía, y el traje, severo y correcto.
Así que Gormaz reconoció á Estrella, de algunos brincos estuvo en su
palco.
--¡Manolillo!
--¡Juanito! ¡Ejeem! Se agradece, hombre, se agradece la venida. Á la
verdad, tenía gusto en que hoy te dejases ver por aquí. Adiós, Gálvez.
--Pues no faltaba más. Aquí me tienes. Y le daré un aplausillo á tu
gente, para que no se te desanime. ¿Eh? Ya nos entendemos.
Estrella sonreía: Gormaz le miró de un modo singular, y aquella ojeada
que se cruzó entre los dos actores acostumbrados á declarar con la
expresión tantas cosas, para Estrella fué equivalente á un discurso. Sin
embargo, adivinó á medias.
--¿Qué?--pronunció.--¿Que hay algo bueno que ver, eh? ¿Una chica guapa?
¡Ay Manolo de mi vida! Si yo ya no sirvo de nada, hijo. Estoy para que
me saquen en un cesto al sol.
Protestó Gormaz, no sin melancolía.
--¡Pues si tú dices eso! ¡Tú, que con doce añitos más que yo, te atreves
con _La Aldea de San Lorenzo_ y el repertorio de Cano y Echegaray! ¡Tú!
¡Pues si tú... eres un roble!
--Psh... Los pulmones y la garganta no andan aún del todo mal; pero,
hijo mío, el resto... ¿Con que una chica guapa? Pues haz cuenta que
yo... como si tal cosa.
--No le crea Vd., intervino Gálvez, que hasta entonces se había
contentado con reir maliciosamente. Diga usted que no. Es muy taimado y
nos engaña. Más travesuras es él capaz de hacer, que Vd. y yo juntos.
--Hombre, fíate en mí. Díle á esa damisela que llame á otra puerta... ó
que se entienda con Gálvez.
--Yo no te revelo nada por ahora... Ya volveré en el entreacto, que van
á subir la cortina.
Á pesar de todas sus protestas, por aquello de que los ojos nunca
envejecen, apenas subió el minúsculo telón, Estrella sacó del bolsillo
trasero de la levita sus gemelos, cuyos cristales limpió primorosamente,
asestándolos después á la escena. La mujer que entonces se hallaba en
ella, Rosalía Cañales, no le pareció tan bien como esperaba, ni siquiera
la mitad; y con un fruncimiento expresivo de cejas, casi anudadas sobre
su enérgica nariz, bajó los gemelos, limitándose á asistir á la función
resignadamente, como persona fina convidada á un espectáculo que nada le
importa. Familiarizado con torpezas y gazapos de principiantes, durante
su larga carrera de actor y director de compañía, no alteraban su
plácido reposo ni las salidas y entradas á destiempo, ni el modo de
recitar, monótono como salmodia de breviario ó desmenuzado como
picadillo, ni el acento duro, ni los brazos cosidos al cuerpo, ni las
caras paradas, como hechas de cartón. Gálvez le pisó disimuladamente el
pié, dos ó tres veces, por supuesto, con blandura. No dió señales de
vida. Tal era su actitud cuando salió Concha.
Al verla, Estrella dijo con indiferencia indulgente:--Es bonita, hombre;
cierto que sí.--Pero apenas hubo pronunciado algunos versos, cuando
volvió á limpiar con rapidez los gemelos y á pegarlos á los párpados,
enderezándose en la silla para mejor atender. De la atención pasó en
breve al interés subido: sacó el cuerpo fuera, y en los palcos
proscénicos empezaron á mirarle con sorpresa, mientras en las butacas se
levantaban dos ó tres cabezas, que pronto, por comunicación eléctrica,
hicieron erguirse otras muchas. Poco á poco todo el teatro se fijó en
los movimientos de Estrella, y la gente aburrida, que no acertaba á
entretener aquellos actos interminables, se dedicó á observar,
pacientemente, como se observa en provincia,--donde la telaraña de la
curiosidad se teje y se desteje cada día con las mismas mallas
menudas--la cara del eminente actor. No cabía duda: lo que le llamaba la
atención en la escena era la chica encargada del papel principal: bien:
Y por qué? Por lo guapa? Estrella había sido un gran conquistador en
otro tiempo: puede que aún le durase el humor... Tan viejo? ¡Quién sabe!
Sin embargo, los gestos aprobadores de Estrella desmentían la presunción
de un flechazo súbito. Más bien parecía--cosa inverosímil--que le
agradaba el modo de representar de la chica. ¡Bah! Imposible. ¡Gustarle
á un actor de tanto mérito una aficionadilla de tres al cuarto! Y con
todo... La verdad es que la muchacha poseía una voz tan fresca, tan
clara, de un timbre tan grato... El caso es que lo hacía mejor que las
otras: á ella se le oía y entendía todo... Y no decía mal, no señor...
Así, favorablemente prevenido, pudo ya el público interpretar con
exactitud el pensamiento de Estrella; y todas las dudas se disiparon
cuando, al decir _Consuelo_ aquella frase fatal que trastorna la cabeza
á _Fernando_, aquel femenil y pérfido _no seas ingrato_, el actor,
ahogando un _bravo!_ entre dientes, aplaudió con brío. La concurrencia
vaciló un segundo, y por fin, subyugada y convencida, hizo coro al
aplauso, y sordos rumores de aprobación corrieron por las butacas. Se
daban unos á otros la noticia:
--¿Ha visto Vd.?
--Promete mucho esa niña, vaya!
--Cuando Estrella se entusiasma... eh? ¿Si habrá conocido actrices
Estrella?
--Yo ya lo decía en el primer acto, esa chica vale... No sé cómo no se
hicieron Vds. cargo desde el principio...
--Hombre, no nos jeringue Vd.! Vd. no dijo palabra; váyase Vd. al
canario.
--Ta, ta, ta, yo no lo dije, porque me hubiesen ustedes comido; aquí
todos Vds. son partidarios de la Julia Marqué y de la otra...
--Bah, bah! Lo cierto es que no nos habíamos fijado, ni Vd. ni nadie...
¿Y quién es ella? ¿Una modista?
--Sí; mis primas la conocen... Una modistilla, dicen que de buena
conducta.
--Eso ya... averígüelo Vargas.
Ramón subió entre bastidores enojado y sombrío. Todo el teatro haciendo
conversación de su novia! Aquella inesperada ovación le daba á él qué
pensar. Que en Concha pudiese haber facultades artísticas suficientes
para explicar el fenómeno, no se le ocurrió un instante: creyó
sencillamente que Concha era bonita y los espectadores unos truhanes de
marca. Encapotado y ceñudo llegó á donde estaba Concha recibiendo la
felicitación calurosísima de Gormaz: el rostro de éste, sofocado por la
asmática tos y dilatado por el placer, parecía un queso de bola de los
más teñidos. Al ver á Ramón, aprovechó la coyuntura para escaparse al
palco de Estrella, á quien halló en el corredor fumando y charlando
animadamente con Gálvez.
--¿Qué me dices, Juanillo?
--¿Chico, de dónde ha salido eso?
--De un taller de modista. Y habrás notado que está enteramente por
hacer. Diamante en bruto.
--Ssss! Ya se sabe: pero la madera...
--Soberbia. De patente. Hoy es el primer día que trabaja en tres actos.
Nunca ha pasado de piececillas.
--Y dí, hombre: ¿hace tiempo que la enseñas?
--Medio año ó poco más; pero... Ejeem!
Aquí Gormaz entornó los ojos.
--Pero puede decirse que no la he enseñado nada... En el ensayo de hoy
me he tomado algún trabajo, porque venías tú... Nada más, hijo...
--¿Pues cómo es eso?
--Te diré... Es que...--y bajó la voz, mientras jugaba con la cadenilla
de oro de Estrella.--Es que aquí... mi posición... ya ves tú... tiene
sus compromisillos, eh? Aquí todas aspiran á oirse llamar artistas, y á
leerlo en los periódicos... Si distinguiese á esa y me parase más en
darle lecciones... se me pondrían las demás como avispas... Una
diablura... Que no se puede. Las otras tienen más amigos en la sociedad
y en la Junta directiva: hay una que es cuñada del secretario; otra que
es hija del contador... Ya hoy las tengo hechas un vinagre conmigo, por
lo poco que me dediqué ayer á sacar partido de esa... Para darle el
papel principal he tenido que urdir mil enredos, diciendo que el de
_Consuelo_ es insignificante, y que los verdaderos papeles trágico y
cómico de la obra, son el de la madre y la criada... En fin, ya ves que
si he de sostenerme en mi puesto, me conviene alguna prudencia...
--Ya estoy... Pero á mí en tu caso, me sería difícil... ¡Ay chico! En
los tiempos que corremos, cuando se ve algo que promete valer alguna
cosa... Porque la verdad es que no hay ni esto... Qué decadencia!
--Permita Vd., señor de Estrella... con todo el respeto que Vd. me
merece...--articuló Gálvez, metiendo su cucharada.
--No hay respeto que valga...--exclamó Estrella relampagueándole los
ojos y dilatadas las ventanillas de su borbónica nariz.--No hay hoy
nada, nada, nada, y tres veces nada... Hay un par de galanes
regulares... pero lo que se llama un actor de facultades y fuerza, un
Carlos Latorre, un Julián Romea... ¿á ver, va Vd. á hacerme el obsequio
de decirme dónde está? Un actor de corazón, de esos que crean papeles de
tal manera que ya nadie puede hacerlos después, como el _Sullivan_ de
Romea por ejemplo? ¿Pues y las mujeres?... Ahí, ahí quiero yo que Vd. me
replique... ¿Qué hay en mujeres, qué hay? Cuatro gatitas, que sueltan
unos mayidos, que sacan unas colas de raso y están pensando en ellas
toda la noche... ¡Ah! Los que hemos alcanzado á Bárbara y Teodora
Lamadrid y á la pobre Matilde, con aquella gracia suya, y sobre todo á
la Concepción Rodríguez, la sublime trágica... ¿Te acuerdas tú de
Concepción Rodríguez?
--¡Que si me acuerdo!--exclamó Gormaz electrizado á su vez.--Aún me
parece que la estoy viendo y oyendo, con su voz que llegaba al alma...
Dí: ¿y no te parece á ti que esta chica tiene un metal de voz, que así
que lo trabaje, podrá asemejarse algo al de Concepción Rodríguez?
--Estaba pensando en decírtelo... La voz de esta chica es un tesoro,
cuando lo pueda explotar bien... Además, su figura es sumamente bella.
--Por ahí le duele á don Juan--exclamó Gálvez dándole una palmadita en
el hombro.
--Quiá! hombre. Si á mí no me queda ya sino lo que les queda á los
toreros viejos: el sentido. Una chica guapa... ps... por el hecho de
serlo, si uno fuese muchacho, se le podrían decir cuatro cosas... Pero
para el arte, qué tiene que ver la belleza... La fealdad puede vencerse:
y sinó, diga Vd.: ¿le parezco yo á usted, bonito?
Echáronse á reir Gálvez y Gormaz, y el primero dijo llanamente:
--Lo que es bonito, señor don Juan...
--Pues nunca fuí mejor mozo, y aquí donde Vd. me ve, aún he conseguido y
consigo á veces que el público llore, ó se ría... De eso se trata. No
obstante, á esa chica no le estorbará su buen físico para los primeros
tiempos de la carrera... Además, parece muy niña...
--De diez y ocho á diez y nueve años.
--Pues antes de que sea una gran actriz, por de pronto, será la primer
_dama joven_ de España... Que sí, hombre... La Boldún no fué nunca otra
cosa sino una _dama joven_ muy simpática y laboriosa... Esta será
encantadora: se escribirán papeles para ella. Esa juventud, ese aire de
candor, esa frescura, unidos al talento, ya verá Vd. lo que dan de sí.
Gálvez se sonreía, declarando no haber conocido nunca á don Juan tan
entusiasmado, sin poder desechar la idea de que le agradaba la chica
como mujer. En cambio Gormaz, cuya vista penetrante de actor machucho
distinguía mejor de colores, estaba muy hueco, lo mismo que si le tocase
alguna parte en el milagro. Corrió á participar á Concha la opinión de
Estrella, y encontró á la modista muy alterada. Al principio del
entreacto, había reñido con Ramón. ¿Pues no tenía éste la peregrina
ocurrencia de exigir ahora, á la hora crítica, que no se presentase
escotada, que se pusiese un cuerpo alto? Por más que le hizo mil
observaciones, advirtiéndole que, según decía la comedia, el escote en
aquel acto era de rigor, que además no tenía otra cosa que poner, que
era ya imposible discurrir un traje diferente, él, con obstinación de
mula manchega, con la cabeza baja y el gesto torvo, insistió en que, si
salía escotada, romperían para siempre. Así es que cuando Concha entró
en el tocador vestuario, llevaba los ojos preñados de lágrimas. Dolores
la interrogó, y ella contó todo en voz baja, rabiosa, prendiéndose con
mano febril un grupo de camelias en el pelo y dándose polvos á puñados,
sin saber lo que hacía, temblando toda de despecho. Era la primera vez
que disputaban Ramón y ella ¡y en qué ocasión! Dolores trató de
conciliar, de sosegar la tormenta.
--Mujer, puedes echarte por los hombros una toquilla de encaje, la que
sacó Rosalía en el primer acto... Yo se la pediré prestada... Á los
hombres no les gustan estas escotaduras, y tienen razón: ¡moda más
indecente!
--Déjate de cuentos--articuló furiosa Concha...--Es un tonto; bien sabía
lo del escote, y no tenía para qué darme ahora este mal rato... Pues no
señor, que he de ir lo mismo que pensaba. ¡Mire Vd....!
Y con un dedo impaciente, bajó el tul que rodeaba la línea del escote,
como si quisiese aumentar el crimen. Salió á las tablas sofocada aún de
haber llorado, con los ojos brillantes y las facciones animadas bajo la
capa de polvos que las cubría, colérica, nerviosa, admirable en suma
para aquel papel de _Consuelo_ en el último acto, que es todo de celos y
furia, primero sorda y luégo desatada. El público, advertido ya, la
saludó á su entrada con un aplauso, y Estrella enarboló los gemelos.
Ramón, deslumbrado por aquella aparición blanca y rubia envuelta en
tarlatana azul, cegado por el brillo alabastrino de los hermosos brazos
y desnudos hombros, espectáculo que hacía latir dolorosamente las
arterias de sus sienes, azuzado por el rumor lisonjero que acogió la
entrada de su novia, se levantó de la butaca tambaleándose y por la
puerta más inmediata lanzóse al corredor. Iba tan ciego, que no vió á un
caballero gordo, con melenas, que le detuvo.
--¿Eh... amigo, á dónde va Vd.?
--Ahí fuera... Vuelvo en seguida--contestó el ebanista reconociendo al
director del Orfeón.
--No olvidarse... Mire Vd. que la _Barcarola_ se canta en el otro
intervalo.
Ramón salió del edificio como un loco. Al verse fuera, se paró un
minuto. La corona le estorbaba allí, debajo de la levita, en el pecho.
La cogió y la despidió, balanceándola por las cintas, á no sé cuantos
metros de distancia. ¿Volver al teatro? ¿Oir de nuevo las voces que
penetraban como lancetas en todo lo que él más quería, en la reputación,
en la garganta, en la carne de Concha? Jamás. Y silbando, de puro
desesperado, la _Barcarola_, desapareció.
Mientras tanto Concha experimentaba una sensación muy extraña. Aquel
público, aburrido en el primer acto, vacilante en el segundo, ahora se
volvía todo ojos y entusiasmo para la joven aficionada. Sólo el que lo
ha presenciado puede darse cuenta de cómo se transmiten,--mucho más
rápidamente que por el telégrafo,--las nuevas, en un teatro, paseo ó
reunión de provincia. La muerte ó enfermedad repentina; la llegada del
personaje notable; la disputa acalorada que puede parar en lance de
honor; y hasta la plática amorosa, que naturalmente pasa sólo entre los
dos interesados, todo corre y se sabe á los pocos minutos y es asunto de
comentarios y aun suele publicarlo la prensa en velados sueltos. En el
recinto donde Concha trabajaba, durante el corto espacio de un acto á un
entreacto, había cundido como mancha de aceite la noticia del efecto
producido en el célebre actor Estrella por la modista-actriz, y lo que
decía de sus facultades; sólo que, como pasa á menudo en casos análogos,
el cuento, al correr, engrosaba, engrosaba, se ponía hidrópico. Ya
aseguraban sin rebozo que Estrella quería contratar á la chica, y que le
ofrecía cantidades fabulosas. Y estas voces, circulando de un extremo á
otro del teatrillo, picaban la curiosidad y hacían que el público,
interesado en la representación, no se aburriese ya mucho ni poco. Aquel
hervor, aquella vida psíquica, por decirlo así, del público, cuyo foco
era Concha, se reflejaban en ella comunicándole no sé qué misteriosa
animación, no sé qué hormigueo de fluido vital. Lejos de estorbarla, la
atención de la concurrencia la estimulaba hasta el punto de que,
excitándose al sonido de su propia voz, y al eco de los aplausos que ya
fácilmente arrancaba, había olvidado por completo la riña con su novio,
y embriagada y penetrada hasta lo más íntimo de su sér, sentía esas
cosquillas indefinibles, esa corriente magnética que pone en
comunicación, por un instante, el alma de un artista con muchos miles de
almas; singular amor colectivo--pues no es posible darle otro
nombre--que une al individuo con la multitud.
Entre bastidores estaba la serpiente del florido ramo que con tanto
deleite respiraba Concha. Sus dos eclipsadas rivales, que en el tercer
acto apenas tenían que salir á la escena, desquitábanse hablando fuera
de ella á su sabor. En el corrillo inevitable que se forma en semejantes
sitios, estaban los amigotes y los parientes de las desdeñadas: ¡y cómo
se esgrimían allí las lenguas! Todo salía en la colada, la actitud de
Estrella, la petulancia de la chica, la precipitada fuga de Ramón
avergonzado de las cosas que oía en las butacas á causa del
inconveniente escote de su novia, la disputa en el entreacto... Gormaz,
arrimado á no sé qué accesorio, se roía las uñas, deseoso de intervenir
en la conversación; pero impedíale hacerlo el temor de recibir alguna
rociada, acusándole de haberlas deslucido, á ellas, Rosalía y Julia,
poniendo todo su conato en ensayar á Concha solamente.
Hubo un momento en que el formidable corro calló de golpe: era que
Dolores, deseosa de echar un ojo á la escena, rondaba por allí. Y
entonces menudearon los codazos y los chsss! significativos. Resonó en
el teatro una nueva salva de aplausos y su ruido dió al traste con la
prudencia de las dos artistas postergadas. Dolores, haciéndose la
distraída, lo oyó todo.
Al salir Concha de la escena, contrastaba el semblante de las dos
hermanas, vertiendo satisfacción el de la menor, ceñudo el de la mayor.
Concha, sin repararlo, se echó casi en brazos de Dolores, con alegría de
chiquilla.
--¿Has visto cómo me aplaudieron? has visto?
--Anda, anda, ven á desnudarte--murmuró la hermana extendiéndole por los
hombros una toquilla y empujándola al tocador.
Apenas estuvieron en él, al desabrocharle el cuerpo, le dijo en voz
baja:
--¿Y Ramón? ¿Es verdad que no está en el teatro?
--Jesús, mujer... ¿qué sé yo? Aguarda... Sí, me parece que salió...
--¿Que salió? ¿Á dónde? ¿Cómo es eso?
--Siendo!! También es fuerte cosa que yo te lo he de decir!
--Concha, Concha! No te andes con guasas... Los hombres tienen poco
aguante, y se cansan pronto de ciertas cosas... Hoy has llamado la
atención de todo el mundo. ¡Dicen de ti primores!... ¿Qué tienes aquí?
--Un alfiler... Uy! Me has pinchado... No, lo que es hoy, entre el otro
y tú...
Pronunció esto la niña medio llorando, impresionada, con esa facilidad
con que las personas nerviosas pasan de la expansión del placer á la del
dolor. Y casi en voz alta, á pesar de que Rosalía Cañales se desnudaba
allí á dos pasos con el oído en acecho, afirmó que ya la incomodaban
tales majaderías, que ella no había hecho nada de malo, y si Ramón no lo
quería así, que lo dejase. También era tontería de Dolores disgustarse
por eso: probablemente Ramón ya estaría de vuelta para cantar... Y sino,
buen viaje... Así que se hubo desnudado, salió aprisa, y al amparo de un
bastidor miró hacia la escena.
El Orfeón se alineaba ya en semicírculo al rededor del foso, ostentando
en el centro su charro estandarte azul bordado de plata, sobre el cual
se agrupaban coronas y premios ganados en certámenes, una lira de oro,
una flor del mismo metal: el director, grave y solícito, recorría las
filas, colocando bien á cada orfeonista: el aspecto era muy
satisfactorio: casi todos vestían, con la desmaña peculiar del obrero,
levitas negras y calzaban guantes blancos; no sabiendo cómo colocar los
brazos, dejábanlos caer á lo largo del cuerpo, buscando por instinto un
punto de apoyo en la decoración. El telón subió, y á la clara luz de las
candilejas y del gas, vió Concha que su novio no estaba allí. ¡Valiente
caprichoso! ¿Dónde se habría metido? Mientras ella cavilaba sobre el
asunto, el Orfeón preludiaba la _Barcarola_ con un suave mosconeo hecho
sin abrir la boca, que remedaba el silbo del viento y el murmullo del
oleaje. ¡Ya se lo diría de misas mañana! ¡Largarse así, dejándola en una
vergüenza delante de todo el mundo, para que aquellas mal intencionadas
se riesen de ella! No echarle siquiera la corona!
Entre tanto el Orfeón, sin interrumpir el acompañamiento imitativo,
rompía en una melodiosa estrofa, que hablaba de la luna, las bateleras,
de bogar, del barquichuelo; Concha oía maquinalmente; sus nervios se
templaban y á la rabieta sucedía una tristeza vaga, un deseo de amor.
¡Pasarle hoy tales cosas! ¡Hoy precisamente, cuando debía su novio
estarle tan agradecido! Columpiada por la música, el recuerdo del jardín
acudía, dulce, embellecido por la memoria y poetizado por el
acompañamiento de la barcarola soñolienta... La sacaron de su
distracción dos ó tres socios que venían á felicitarla por su brillante
triunfo, y el director de un periódico local, que le decía con aire de
suficiencia:
--Ya sabemos, ya sabemos que tenemos aquí una insigne artista, llamada á
dar días de gloria á la patria...
Estrella se había retirado de su palco, después de hablar breves
instantes con Gormaz. Alguna gente de las plateas, alarmada por el
anuncio de la lectura de poesías, desfilaba también, consultando el
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