La dama joven - 15

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Lo peor de las horas que pasó solito, dice él que fueron unos lobos
que le salieron y que los espantó encendiendo fósforos. Á pesar de
la desgracia, asegura que no le pesó venir á la sierra. Se conoce
que la mina de oro promete. Tendrá la bondad de dar un besito á los
niños, y de saludar con la más fina atención á los señores y mandar
á este su reconocido servidor y capellán
q. s. m. b.
_José Taboada Rey_.»

_Moraleja._--De cómo por verle los huesos á la tierra, rompió Bruck sus
huesos propios.


EL PRÍNCIPE AMADO
[Imagen: CUENTO[1]]

I
El rey Bonoso y la reina Serafina gobernaban pacíficamente, hacía veinte
años largos de talle, uno de los reinos más fértiles y ricos del
continente Oceánido, que se llamaba el reino de Colmania. No aconsejo á
los lectores, si estudian Geografía, que se molesten en buscar en mapa
ni en atlas alguno este reino y este continente, porque hace tantos
siglos que ocurrió lo que voy contando que, ó mudarían de nombre
aquellas regiones, ó se las tragaría el mar, como aseguran que sucedió
con otra muy grande que nombran Atlántida.
Pues, como digo, los vasallos del rey Bonoso eran muchos y vivían
felices, porque el rey y la reina tenían el genio más dulce y la pasta
mejor del mundo, y ni los agobiaban á contribuciones, ni perdonaban
medio de prodigarles beneficios. Colmania gozaba de un clima igual y
templado, y era abundante en trigo, en vino, en toda clase de productos
agrícolas, con lo cual los colmanienses no tenían que temer la miseria,
y andaban alegres como unas Pascuas por aquellas ciudades y aquellos
campos, cantando cada villancico y cada seguidilla que daba gusto.
Pero como no hay felicidad perfecta en este pícaro mundo, el rey Bonoso
y la reina Serafina estaban de cuando en cuando tristes y de mal humor,
y entonces el reino se ponía también compungido para acompañar en sus
pesares á los buenos reyes. El motivo de la pena de éstos era que no les
había concedido Dios hijo alguno, y cada vez que la reina Serafina
pasaba por delante de una cabaña y veía á la puerta jugar muchos niños
descalzos, risueños y frescos, se le soltaban de envidia unos lagrimones
como puños. No es posible contar las ofertas y rogativas que hizo la
pobre reina para que el cielo le enviase una criatura que alegrase el
palacio y fuese heredero del trono de Colmania; pero ya hacía veinte
años que la reina pedía y la criatura no acababa de llegar. Los súbditos
también deseaban mucho que viniese el heredero, porque temían que, si
los reyes Bonoso y Serafina morían sin tener hijos, el rey de un país
vecino, que se llamaba el país de Malaterra, se empeñase en conquistar á
Colmania, lo que haría sin duda alguna, porque era un rey muy
emprendedor y ambicioso, y muy aficionado á dar batallas. Así es que los
habitantes de Colmania se morían porque á la reina Serafina le naciese
un príncipe; y como á este príncipe le querían tanto aun antes de que
existiese, hablaban de él cual de una persona real y efectiva, y le
pusieron el nombre de _Príncipe Amado_.
Un día, estando la reina Serafina solazándose en sus jardines y echando
pan á los pececillos colorados que nadaban en el tazón de mármol de una
fuente, sintió mucho sueño y pesadez en los párpados, y sin poder
resistir al deseo de descabezar la siesta se reclinó en un banco de
césped cubierto con un toldo de jazmines, y se quedó dormida en un abrir
y cerrar de ojos. Cuando estaba en lo mejor del sueño sintió que la
tocaban en un hombro, alzó la vista y vió ante sí una dama muy linda,
vestida con un traje de color extraño, que no era blanco ni azul, sino
una mezcla de las dos cosas, algo parecida al matiz especial que tiene
la luz de la luna. En la mano derecha llevaba una varita de plata, y la
reina, que no era lerda, conoció por la varita que era un hada ó maga
benéfica aquella señora. La cual, con una vocecita de miel, dijo
inmediatamente:
--Yo soy el hada del Deseo cumplido, y vengo á causarte gran alegría. Yo
bajo rara vez de las cimas de mis hermosas montañas para visitar á los
mortales; pero cuando éstos me envían allá tantos y tantos deseos
juntos, no puedo resistir y los cumplo casi siempre. Los deseos de tus
vasallos, de tu esposo y tuyos me están molestando continuamente: voy á
ver si, cumpliéndolos, me dejáis en paz.
Y como la reina escuchase con la boca abierta, el hada extendió la
varita y añadió:
--Tendrás un hijo.
Y se fué tan ligera, que la reina no pudo comprender por dónde. Excusado
es decir lo contenta que quedó la reina Serafina con la promesa del
hada, y mucho más cuando vió que salía cierta, y que le nacía un hijo
varón, robusto como un pino y hermoso como el sol mismo. Las fiestas y
regocijos que por tal acontecimiento celebró el reino de Colmania no
pueden escribirse en veinte volúmenes. Baste decir que en las plazas
públicas de las ciudades se pusieron unas fuentes de cinco caños de oro
purísimo, y por un caño manaba vino generoso, por otro leche azucarada,
por otro rubia miel, por los dos restantes agua de olor y licor de
guindas. De estas fuentes podía beber todo el mundo, y llenar jarros y
barriles para llevárselos á su casa. Pero la diversión que más gustó á
los colmanienses fueron unas luminarias monstruosas que se colocaron con
gran dispendio en la cumbre de los altos montes, y que trazaban en
letras de fuego los nombres de Bonoso y Serafina. Hasta en la superficie
del mar se pusieron tales luminarias, valiéndose para ello de muchos
barcos, que cada uno iba envuelto en un globo de luz de distinto color,
y que se situaron de manera que dibujasen sobre las aguas tranquilas una
gigantesca B y una S enorme. Pero ¿quién me mete á mí en narrar tales
fiestas? No acabaría el año que viene. Dejémoslas, y vamos á la alcoba
de la reina Serafina, en donde se halla la cuna de marfil, incrustada en
esmeraldas, del pequeño Amado (porque por unanimidad se dió al recién
nacido este nombre). En aquel instante acababan de salir de la alcoba
todos los ministros, títulos, generales, altos funcionarios y
notabilidades de Colmania, que habían venido á cumplir la etiqueta
besando respetuosamente la manecita que Amado, dormido como un santo,
dejaba asomar por entre los ricos encajes de la sábana. Cuando
desapareció en el umbral de la puerta el último faldón de frac bordado y
el último uniforme, el rey Bonoso y la reina Serafina se dieron un
abrazo para desahogar el júbilo, que no les cabía en el pellejo. Estaban
así abrazados y llorando como unos bobos, cuando he aquí que de pronto
se les presenta el hada del Deseo cumplido. Venía más guapa que nunca:
su traje brillaba como la luna misma, y el pelo suelto y negrísimo
flotaba por sus hombros y caía hasta sus piés; en la cabeza lucía una
corona de estrellitas que no se estaban quietas, sino que temblaban,
temblaban como tiemblan de noche las estrellas en el cielo. El rey
Bonoso iba á hincarse de rodillas ante el hada, pues no ignoraba que le
debía su dicha; pero el hada, extendiendo la varita sobre la cuna, le
dijo:
[Imagen]
--Rey de Colmania, por aumento de bienes voy á dar á tu hijo hermosura,
inteligencia y buen carácter; ahora á ti te toca educarle de manera que
sea feliz.
Y el hada, bajándose, besó tres veces suavemente al príncipe en los
ojos, en la frente y en el corazón. No se despertó el niño, y el hada
desapareció otra vez de la vista del rey y de la reina.
Quedáronse los reyes medio atortolados, gozosos con los dones que el
hada otorgara al niño, pero cavilando en aquello de educarle de manera
que fuese feliz. El hada lo había dicho con un tono solemne que daba en
qué pensar, y los reyes, que un momento antes no se acordaban sino de
mirar á Amadito, y comérsele á besos, ahora se quebraban la cabeza
discurriendo métodos de educación.
El rey Bonoso, que no tenía la vanidad de creerse más ilustrado que todo
el reino junto, abrió inmediatamente un concurso ofreciendo premios á
los autores que más á fondo tratasen y mejor resolviesen la cuestión de
cómo se debe educar á un niño para que sea feliz. Emborronáronse con tal
motivo más de 8,000 resmas de papel, y se imprimieron arriba de 24,800
Memorias, llenas de preceptos higiénicos y de sistemas muy eruditos, muy
elegantes, pero que no sacaron de dudas al rey. Este convocó entonces á
todos los sabios de Colmania y los reunió en su palacio á fin de que
discutiesen y ventilasen el punto, prometiéndose atenerse á las
decisiones de tan docta Asamblea. Allí se juntaron sabios de todos
colores y clases: unos sucios, vestidos de andrajos y con luengas
barbas; otros afeitados, peinaditos y con quevedos de oro; unos viejos,
amarillos, sin dientes, que todo lo hallaban difícil y malo; otros
jóvenes, petulantes, que para todo encontraban salida y respuesta.
Abierto el debate sobre la educación del príncipe Amado, se emitieron
los pareceres más diferentes: unos opinaban que, para hacerle feliz,
convenía enseñar al príncipe á mandar desde la niñez, con lo cual no le
pesaría más tarde la corona en las sienes; otros, que era preciso
adiestrarle en las armas para que adquiriese renombre de invencible; y
hasta hubo un sabio que propuso que, para la dicha del príncipe, lo
mejor era estrellarle la cabeza contra un muro, pues, no teniendo
pecados, se iría de patitas á la gloria; por cuyo dictamen la reina
Serafina mandó que sus criados arrojasen al sabio por las escaleras á
empellones. En suma, el rey no sacaba más en limpio del Congreso de
sabios que de las Memorias del concurso, y entonces resolvió tentar el
extremo opuesto, es decir, llamar á una porción de mujeres sencillas del
pueblo y consultarlas acerca del caso. Esta vez no hubo discordia; todas
las mujeres opinaron que la felicidad consistía en poseer cuanto se
deseaba, sin restricción de ninguna especie, y que, por consiguiente, el
modo de hacer dichoso al principito era cumplirle todos, todos los
gustos, y bailarle el agua delante. El consejo satisfizo por completo al
rey Bonoso, que estaba muerto por mimar á su hijo; á la reina, que ya lo
mimaba desde que nació; á las damas, pajes y servicio de Palacio, que
andaban bobos con las gracias del chiquitín, y á todos los colmanienses,
que idolatraban en su príncipe Amado. Arreglada así la cosa, nadie
volvió á acordarse de la advertencia del hada, y todo el mundo se
entregó al placer de adivinarle los antojos al recién nacido, que pocos
tenía aún.

II
Creció Amado en medio del cariño universal, y sus juegos y sus
ocurrencias traían embelesado el reino entero. Por supuesto que,
consecuentes con el programa de educación que adoptaron, sus padres
prevenían los más mínimos caprichos del heredero; y si en la época de la
lactancia no le dieron dos amas en vez de una, fué porque los médicos de
Palacio declararon que tal exceso podría comprometer su salud. No bien
el príncipe comenzó á interesarse por los objetos exteriores, le
pusieron entre las manos cuánto señalaba con su dedito; y como llega una
edad en que los niños quieren tocar á todo, no hay que decir las
preciosidades que hizo añicos, sin saberlo, el príncipe. En sólo una
mañana destrozó la colección más rica de porcelanas y esmaltes que
poseía Colmania, y que se guardaba en el Museo de los reyes como tesoro
artístico inestimable. También tuvo el placer de reducir á fragmentos
unos abanicos delicadísimos de nácar y marfil, regalo de boda que
estimaba mucho la reina Serafina, y unas sabonetas muy curiosas que el
rey Bonoso se entretenía en arreglar y poner en hora diariamente; sin
hablar de las flores exóticas que arrancó en el invernadero, ni de los
libros raros y únicos que rasgó en la biblioteca. Al empezar la época de
los juguetes, ya se comprenderá lo pronto que Amado se aburrió de
trompos, pelotas, cuerdas, soldados de plomo, tambores y otras baratijas
comunes; todos los días pedía juguetes nuevos y distintos, y he aquí que
Colmania se puso en conmoción para idear novedades que distrajesen al
príncipe. Llamados de real orden, acudieron á Palacio los mecánicos más
hábiles, y se dieron á discurrir creando muñecas que hablaban, cantaban
y bailaban; bueyes que pacían, borricos que rebuznaban y multitud de
artificios semejantes; pero sucedió que Amado hacía ya muecas de desdén
á cada invención; y, por último, una noche, habiendo visto la luna, que
apacible y majestuosa se reflejaba en un estanque, se empestilló en
pedir aquel juguete, que le gustaba más que todos. Al verle patear y
llorar, el rey Bonoso se puso casi de rodillas ante el mejor mecánico,
rogándole que, por Dios, hiciese una luna falsa para aplacar á Amado con
ella. El mecánico labró un lindo disco de plata muy reluciente, y
haciendo como que se inclinaba al estanque para recogerlo, lo entregó al
príncipe. Pero éste, que, según la promesa del hada, no tenía pelo de
tonto, siguió gimiendo y asegurando que aquella luna era de
mentirijillas y que no alumbraba como la otra. En semejante ocasión es
fama que el mecánico, anticipándose mucho á los adelantos de la ciencia
moderna, descubrió una aplicación de la luz eléctrica por medio de la
cual logró que el disco esparciese una claridad suave como la de la
luna, y contentó á Amado, haciéndole creer que poseía realmente el
astro nocturno.
Pisando así sobre rosas, y viendo prevenidos sus deseos más leves, fué
el príncipe haciéndose de párvulo niño, y de niño mancebo, y cumpliendo
los diez y ocho años sin haber aprendido cosa de provecho; porque, es
claro, como su primer movimiento fué negarse á trabajar y á estudiar,
nadie soñó en insistir ni en molestarle. Por otra parte, su buena
memoria y su natural despejo suplían un tanto á la instrucción que le
faltaba; y como era, además de listo, muy guapo, rubio como unas
candelas, con unos ojazos azules que daban gloria, toda Colmania
consideraba á Amado el más perfecto de los príncipes.
Notábase, eso sí, que Amado tenia el rostro algo descolorido, y los
bellos ojos algo apagados y tristes; que no mostraba interés por cosa
alguna de este mundo, y que después de una temporada en que tuvo gran
afición á perros, y después á loros y pájaros, y por último á la caza de
cetrería, que se hace con unas aves amaestradas que llaman halcones, el
príncipe había caído en absoluta indiferencia, y su hermoso semblante
revelaba un aburrimiento invencible. Temióse que su salud se hubiese
alterado, y el reino hizo públicas plegarias por su restablecimiento,
con tanto más motivo cuanto que, hallándose el rey Bonoso muy cascadito
y viejo, y la reina Serafina hecha una pasa, nadie dudaba de que presto
pondrían ambos el cetro en manos de Amado, retirándose ellos del
gobierno y del trono. Y es de advertir que los colmanienses deseaban
muchísimo que así sucediese, porque desde hacía algunos años el reino
andaba muy mal regido y los vasallos descontentos. El rey y la reina,
buenos como siempre, pero embobados con su hijo, descuidaron los asuntos
públicos, y un ministro orgulloso y audaz, el conde del Buitre, se hizo
dueño del poder cargando al pueblo de tributos, persiguiendo aquí,
encarcelando acullá, y dándose tal maña en derrochar los fondos del
Erario, que, si en Colmania hubiese papel de tres, de fijo estaría casi
tan por los suelos como el de España. Bonoso y Serafina se quejaban,
pero no tenían resolución para coger al ministro y castigarle
debidamente; y, entre tanto, en Colmania había muchas provincias cuyos
habitantes perecían de hambre ó se alimentaban con las yerbas y raíces
del monte, no queriendo cultivar sus heredades porque no les producían
lo necesario para satisfacer las contribuciones inmensas que exigía el
conde del Buitre. De manera que el pueblo, irritado y furioso, maldecía
al ministro, y hablaba de sublevarse y de arrojarlo por fuerza del
poder.
El rey y la reina, aunque no dejaban de afligirse por lo que sabían del
mal estado del país, por más que el conde del Buitre se lo ocultaba todo
lo posible, pintándoles, al contrario, una situación muy halagüeña,
pensaban principalmente en Amado, cuya apacible melancolía empezaba á
inquietarles. Si bien no imaginaban haber omitido nada para hacer á su
hijo feliz, tenían barruntos de que no lo era viéndole pálido y abatido.
Consultaron al médico de cámara, el cual recetó una temporada de campo.
Los reyes entonces se fueron
[Imagen]
con el príncipe á un magnifico sitio de recreo que se llamaba
Lagoumbroso, y que estaba casi en las fronteras del reino, tocando con
el país de Malaterra. Este lugar, que pocas veces visitaban los reyes,
era amenísimo y de aspecto singular. Grandes bosques de árboles
centenarios, cubiertos de musgo y liquen, rodeaban por todas partes un
lago diáfano y sereno, en una de cuyas orillas, y sobre imponentes
peñascos, se elevaba el castillo, residencia real; el castillo era ya
muy antiguo y de arquitectura grandiosa; sus torres, cercadas de
balconcillos calados de granito, se reflejaban en el lago; y la yedra,
trepando por los muros, daba graciosísimo aspecto á la azotea, en cuyo
borde unas estatuas de mármol, amarillosas ya con la intemperie, se
inclinaban para mirarse en el lago también. Era tal la frondosidad de
aquel parque, que parecía que jamás el pié humano pisara sus sendas. Á
Amado le gustó mucho el sitio, y mostró animarse paseando por él y
recorriéndolo en todas direcciones, por más que á los pocos días
volviese á mostrarse taciturno y alicaído como antes. Una tarde el rey y
la reina salieron con Amado, dirigiéndose á un punto muy fragoso del
bosque que no conocían aún. El rey Bonoso, aunque sus años y sus
achaques no le hacían muy á propósito para sostén de nadie, daba el
brazo á Amado porque éste no se fatigara, y detrás iban dos pajes
dispuestos á reemplazar al rey y á servir de apoyo al príncipe. Más
atrás venía un palafrenero llevando del diestro el caballo favorito de
Amado, por si á éste se le ocurría montar, y después seguían lacayos con
una silla de manos, otros con blandos cojines, otros cargados de
refrescos y dulces, todo por si el príncipe experimentaba en la selva
ganas de sentarse, ó de comer, ó de beber. Amado fué despacio y por su
pié hasta el sitio marcado, que era un valle en que un torrente;
saltando entre dos negras rocas, caía al borde de un prado de fresca y
menuda hierba, bañando las raíces de álamos gigantescos que sombreaban
la pradería. Ésta convidaba al descanso, y olía á manzanilla, á menta,
recreando la vista con las mil flores silvestres y acuáticas que al lado
del torrente abrían sus corolas. Amado se quiso tender sobre el tapiz de
helechos y ranunclos; pero, por listo que anduvo, ya sus pajes le
colocaron en el suelo dos ó tres almohadones de terciopelo y seda, en
los cuales quedó sentado. Estuvo así un rato sin hablar palabra, hasta
que un espectáculo nuevo atrajo su atención. Al otro extremo de la
pradería vió á un hombre que con un hacha estaba partiendo las ramas
secas que alfombraban el piso, y juntándolas para reunir un haz de leña.
Manejaba el hacha con tanto garbo, que Amado no apartaba la vista del
leñador.
Amado se levantó y, escurriéndose entre los árboles, logró acercarse sin
que el trabajador lo sintiese, y observarle. Era un mancebo de unos
veinte años, pero robusto y vigoroso, con músculos de acero, que se
señalaban en su cuello y brazos á cada golpe del hacha. Su estatura era
alta, y su rostro noble y distinguido; y lo más extraño para Amado fué
ver que el pobre leñador llevaba bajo un traje tosco una fina camisa de
batista, y que los largos rizos de su cabello castaño oscuro relucían y
eran suaves como si estuviesen ungidos de balsámico aceite. Amado salió
de la espesura, y, llegándose al leñador, empezó á hacerle mil
preguntas, á que éste contestó con respeto, pero sin turbarse. Dijo que
se llamaba Ignoto; y como Amado se empeñase en que le había de mostrar
su cabaña, el leñador le condujo á una próxima y muy pobre, en que sólo
había un cántaro con agua, un banco de madera y tres ó cuatro pucheros y
escudillas de barro. Amado, que simpatizaba cada vez más con Ignoto, no
paró hasta que le hizo comer de los exquisitos manjares y catar los
vinos y helados que sus pajes traían, á lo cual se prestó el leñador con
muy buen apetito, asegurando que pocas veces gustara tan delicadas
golosinas. El rey y la reina se maravillaban de lo divertido que Amado
parecía hallarse con el leñador, y propusieron á éste que entrase al
servicio del príncipe; pero Ignoto, con gravedad que hizo reir á toda la
comitiva, contestó que su clase no le permitía servir á nadie, ni aun al
heredero de una corona. Con esto se despidieron, y Amado prometió volver
al otro día para pasar un rato con el leñador.
Pero aquella noche ocurrió una cosa muy terrible en Colmania. Y fué que
el traidor conde del Buitre, sabiendo que el pueblo estaba decidido á
aprovechar la ausencia de los reyes para vengarse de él, y conociendo
que no podía resistir á la sublevación, porque hasta su misma guardia le
quería mal, escribió una carta al rey de Malaterra ofreciéndose á
entregarle el reino de Colmania si prometía hacerle á él primer
ministro de ambos reinos juntos. El rey de Malaterra, que, como
sabemos, era ambicioso y se moría por poseer á Colmania, aceptó en
seguida, y á favor de la noche invadió el reino, sorprendiendo á las
tropas descuidadas y penetrando en los cuarteles por medio de las llaves
que el conde del Buitre poseía. Colmania se rindió por sorpresa, y un
destacamento, mandado por el mismo rey de Malaterra, se dirigió al
castillo de Lagoumbroso á prender á los reyes. Sin dificultad lo
consiguieron; pero Amado, á quien despertó el tumulto, pudo ocultarse
dentro de un jarro enorme que contenía flores artificiales, con tal
primor imitadas, que parecían verdaderas. Allí, cubierto de dalias y
rosas de trapo, oyó el príncipe pasar á los que le buscaban, y les
escuchó decir que, si á los reyes viejos se contentarían con llevarlos á
Malaterra cautivos, á él era preciso matarle, porque así no había que
temer que hoy ó mañana reclamase su trono. Cuando los perseguidores se
alejaron después de registrar mucho, salió Amado de su escondite y,
viendo la ventana abierta y la azotea delante, arrancó un grueso y largo
cordón de seda que recogía el cortinaje de su lecho, lo ató al balaústre
y se descolgó por él hasta el pié del castillo, desde donde, y como si
tuviera alas en los talones, emprendió á correr y no paró hasta la
cabaña de Ignoto.

III
Ignoto no estaba en la cabaña; pero hacía luna, la puerta se hallaba
franca, y Amado pudo ver el pobre banco del leñador, sobre el cual se
tumbó muerto de fatiga. Lo que más admiraba á Amado era que, en medio de
tan terrible é imprevista catástrofe, con sus padres presos y su reino
perdido, no se sentía ni la mitad de fastidiado y triste que otras
veces. Estaba rendido, eso sí, pero muy satisfecho, porque al fin, si no
es por la destreza y el valor con que supo evadirse, á estas horas se
encontraría en la eternidad. Pensando en esto empezó á apoderarse de él
el sueño; y aunque sus huesos, acostumbrados á colchón de pluma de
cisne, extrañaban el duro banco de roble, ello es que se quedó dormido
como un lirón.
Cuando despertó brillaba el sol, y al pronto no pudo Amado comprender
cómo estaba en aquel sitio. Mas fué recordando los sucesos de la noche,
y al mismo tiempo notó cierta presión de estómago que significaba
hambre. Levantóse esperezándose, y como viese en una escudilla unas
sopas de leche y pan moreno, les hincó el diente con brío. ¡Qué plato
para el príncipe de Colmania, habituado á desdeñar melindrosamente
pechugas de faisán con trufas! En aquel momento entró Ignoto, y se
mostró muy alegre al ver á Amado. En dos palabras le enteró éste de lo
que ocurría, y concluyó diciendo:
--Ayer era heredero de una corona, y hoy no tengo ni cama en qué dormir.
Partiré leña contigo.
--No--respondió Ignoto;--lo primero es que dejes estos alrededores, que
son muy peligrosos para ti. Vente conmigo.
Y diciendo y haciendo, Ignoto tomó de la mano á Amado, y juntos se
pusieron en camino al través de la selva. Esta era muy espesa é
intrincada, y Amado andaba trabajosamente; cuando llegó la noche, le
sangraban los piés. Entonces Ignoto le descalzó los zapatos de raso que
aún llevaba el príncipe, y con corteza de olmo le fabricó unas abarcas
para que pudiese seguir marchando. Anduvieron muchos días, durante los
cuales pudo Amado ver lo dispuesto y ágil que era en todo su compañero.
El pobre Amado, criado entre algodones, no sabía saltar un charco, ni
cruzar á nado un río, ni trepar á una montaña; en cambio, Ignoto servía
para cualquier cosa; era fuerte como un toro, veloz como un gamo, y no
cesaba de reirse de la torpeza de Amado, quien, á su vez, renegaba de su
inutilidad. No obstante, al fin del viaje iba ya adquiriendo el príncipe
algo de la soltura de su compañero; verdad es que estaba moreno como una
castaña, y sus bucles rubios, enmarañados y llenos de polvo, parecían
una madeja de lino.
Al cabo, un día, al ponerse el sol, divisaron ambos viajeros desde la
cima de una colina una gran masa de edificios, ó mas bien un mar de
cúpulas, techos, torres y miradores que, juntos, formaban una vasta
ciudad. Amado preguntó á Ignoto el nombre de aquella, al parecer, rica
metrópoli, y el leñador contestó:
--La capital de Malaterra.
--¡Cómo!--gritó el príncipe.--¡Falso guía, así me conduces á meterme en
la boca del lobo, en las uñas de mis enemigos!
--Mentira parece--respondió Ignoto--que te quejes cuando te traigo al
sitio en que se hallan prisioneros tus padres. ¿No quieres verlos?
¿Quién te ha de reconocer con ese avío?
En efecto, ni sus mismos pajes podrían decir que aquél era el elegante
príncipe de Colmania. Roto y destrozado, sin haber tenido en tantos días
más espejo que el agua de las fuentes, que, por mucho que se diga, no es
tan claro como una luna azogada, Amado parecía un mendigo. Entró, pues,
sin temor en la ciudad, que era grande y magnífica. Ignoto, que conocía
al dedillo las calles, le llevó por las más retiradas, hasta dar con una
tapia enorme que les cerró el paso. Pero Ignoto sacó del bolsillo una
llave y abrió una puertecilla medio oculta en el ancho muro. Por ella
entraron Amado y él, y se encontraron en un jardín pequeño, pero
cultivado con esmero extraordinario, y cubierto de flores raras y
olorosísimas.
--Espérame--dijo Ignoto;--vuelvo presto.
Y se escurrió entre los árboles, mientras Amado se sentaba en un banco
para aguardar cómodamente. Media hora tardaría Ignoto, y al cabo de ella
volvió acompañado de una mujer, que á la dudosa claridad nocturna le
pareció á Amado joven y muy bonita. Su traje era sencillo y casi
humilde, pero su voz muy dulce y su hablar distinguido.
--Señora--le dijo Ignoto presentándole á Amado,--aquí tenéis el
jardinero que os recomiendo. Es un joven muy honrado, y creo que con el
tiempo aprenderá lo que ahora no sabe.
--Bien está--contestó la dama.--Si es así, consiento en tomarlo á mi
servicio para que cuide del jardín. Ahora, que duerma y descanse: mañana
le iré enterando de su obligación.
La joven se retiró, y quedaron solos Ignoto y Amado, explicando aquél á
éste que la joven era una señorita noble de la ciudad, muy amiga de
flores y plantas, y que necesitaba un jardinero, y que era preciso que
Amado se resignase á pasar por tal para estar mejor oculto en Malaterra
y poder informarse de la suerte de sus padres. Con esto le condujo á un
pabelloncito en que había azadas, palas, almocafres y otros útiles de
jardinería, y una cama grosera, pero limpia; y despidiéndose de él y
ofreciendo volver á verle con frecuencia, le dejó que se entregase á un
sueño reparador.
Blanqueaba apenas el alba, cuando sintió Amado que llamaban á su puerta;
echóse de la cama, se puso aprisa una blusa y un pantalón de lienzo que
vió colgados de un clavo, y fué á abrir. Era la dueña del jardín, que lo
llamaba para el trabajo. Cogió los chismes el príncipe y la siguió. Todo
el día se lo pasaron ingertando, podando y trasplantando; es decir,
estas cosas las hacía la señorita, que se llamaba Florina; ella era la
que con mucha maña y actividad enseñaba á Amado, que estaba hecho un
papanatas, avergonzado de su ignorancia. Hacia la tarde, Florina le
dijo:
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