La dama joven - 13

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cierto domingo que fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy
graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba á los quince. Estábamos
muy entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las
chiquillas, la menor, doce primaveras á lo sumo, disimuladamente me
cogió la mano, y conmovidísima, colorada como una brasa, me dijo al
oído:
--Toma.
Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca,
y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se
apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un
puritanismo digno del casto José, grité á mi vez:
--¡Toma!
Y le arrojé el capullo á la nariz; desaire que la tuvo toda la tarde
llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y
tiene tres hijos, no me ha perdonado.
Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas que
entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin
á guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día
escondiéndome de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se
me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía
todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería
rascarme una pulga, atarme un calcetín ó cualquiera otra cosa menos
conforme con el idealismo de mi amor purísimo, sacaba primero la
miniatura, la depositaba en sitio seguro, y después me juzgaba libre
para hacer lo que más me conviniese. En fin, desde que hube consumado el
robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la almohada y me dormía
en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto hacia la pared, yo
hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor de que
viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la
almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla
izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados
adornos del marco.
El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama
del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones,
viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su
palacio en un tren rápido y volador. Con dulce autoridad me hacía sentar
á sus piés en un cogín, y me pasaba la torneada mano por la cabeza
acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía en un
gran misal, ó tocaba el laúd, y ella se dignaba sonreirse,
agradeciéndome el placer que le causaban mis lecturas y canciones. En
fin, las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya era
paje, ya trovador.
Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un
modo notable, y que lo observaron con gran inquietud mis padres y mi
tía.
--En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante--dijo
mi padre--que solía leer libros de medicina, y estudiaba con recelo las
ojeras oscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre
todo, la completa falta de apetito que se apoderaba de mí.
--Juega, chiquillo; come, chiquillo--solía decirme.
Y yo le contestaba con abatimiento:
--No tengo ganas.
Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al teatro;
me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién ordeñada y
espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua
fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa ó por
las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me miraba
fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo
abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los
ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En
librándome de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba yo con
mi dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme á ella, acordé
suprimir el frío cristal: titubeé al ir á ponerlo por obra; al cabo pudo
más el amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y
con gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de
marfil.
Al apoyar en la pintura los labios y percibir la tenue fragancia de la
orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona
viviente la que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se
apoderó de mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la
miniatura.
Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía,
todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro
y el susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:
--Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.
Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y
yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.
--Pero, chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!--exclamaba ella.
¿No ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo
enseñaré, cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le
haces daño.
--Déjaselo--suplicaba mi madre--el niño está malito.
--¡Pues no faltaba más!--contestó la solterona. ¡Dejarlo! ¿Y quién hace
otro como ese... ni quién me vuelve á mí ahora á los tiempos aquellos?
¡Hoy en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me
acabé y no soy lo que ahí representa!
Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé
cómo pude articular:
--Usted... el retrato... es usted...
--¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah, veintitrés años son más
bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta; al
fin, nadie ha de robármelos!
Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi
padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de
Oporto.
Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.
[Imagen]


UN DIPLOMÁTICO
[Imagen]

Entró la camarera, bandeja de plata en mano, y presentó á la duquesa el
correo. Había en él periódicos franceses, _Ilustraciones_ metidas en su
fino camisón de seda, dos ó tres cartas de satinado sobre y heráldico
timbre, y, nota desafinada en aquel concierto, otra carta más, cerrada
consigo misma, sellada con obleas verdes, regado de gruesa arenilla el
sobrescrito.
Quizás la propia extrañeza que le causó ver tan tosca misiva moviese á
la duquesa á echarle mano, anteponiéndola á las demás; pero aún no bien
puso los ojos en ella, cuando dijo festivamente:
--¡Si es para el ama!... Que venga, que tiene carta de sus padres.
La camarera salía ya, y la duquesa añadió con mucho interés:
--Que traiga la chiquitina... Que la traiga abrigada; hoy es un día
fresco.
Pocos minutos tardó en menearse el cortinaje de brocado crema sobre
fondo azul, y en oirse un _tlin... tlin..._ de menudos cascabeles, y
antes que asomase la fornida persona del ama, la duquesa sonrió á una
manecita pálida, hoyosilla; una manecita de diez meses que esgrimía un
sonajero de plata.
--¡Vente, angelote... á mamá... mil besos!
--Mmiií...--gorjeó la criatura, palpando con afán el medallón de
turquesas y brillantes que resplandecía sobre la bata de negro
terciopelo de la dama, mientras las caricias de ésta, como golosas
moscas, se le posaban sobre el cuello, frente y ojos.
--Está descolorida, ama... está ojerosita... ¿Cómo ha dormido? ¿Qué dice
_miss_?
--_Miss_ dice... es decir, no dice nada... ay, sí, dice que también allá
por su tierra los chiquillos, cuando andan con dientes... ya ve
ucencia... rabian de Dios y se ponen _esmirriaditos_.
Alzó levemente los hombros la duquesa, como indicando: «Buen par de
apuntes estáis tú y _miss_.» Y hablándose á sí misma, murmuró:
--Sánchez del Abrojo no debe tardar... ¡Ah!--pronunció ya con voz más
fuerte;--ama, aquí hay carta de tu casa...
En vez de alegrarse, se oscureció el semblante del ama, moreno, tostado
y recio, cual los molletes de pan de su país.
--¡Y qué dirá ahí, ucencia!--suspiró sin extender la mano para tomar la
epístola.--Nunca por cosa buena escriben.
--¡Qué sé yo, mujer! Te hablarán de tu madre... del chico que te
dejaste... de las vacas, ¿eh? ¡ó te pedirán dinero! Anda, toma, sal de
dudas.
--Ucencia ha de dispensarme... como yo no sé de letra... y en la cocina
á lo mejor se burlan de las cosas que me cuenta el señor padre, que es
quien pone las cartas....--suplicó el ama, medio enternecida ya.
--Vamos, querrás que te la lea, ¿no es eso?
--Si ucencia se quiere molestar...
Al decir esto, se apresuró á coger la niña, que por su parte no anduvo
rehacia en irse á los robustos brazos del ama, la cual, previo un «con
el permiso de ucencia...» desabrochó el justillo, alzó el pañuelo de
vivos colores que se cruzaba sobre su seno de Cibeles, y metiendo en la
boquita del ángel lo que éste más deseaba, volvió á cubrirse con tanto
recato como si delante de un regimiento se encontrase. Rasgó la duquesa
el tosco sobre, y aún no lo había desdoblado, cuando se oyeron pisadas
de botas rechinantes y varoniles en el pasillo, y una faz correcta,
patilluda, apareció entre los pliegues del cortinaje, y una voz que
apoyaba mucho en las erres, preguntó:
--¿Estás visible, hija? ¿Puede entrar Sánchez del Abrojo?
--Adelante, adelante, doctor... ¡Pues ya lo creo! Pensando estaba en él
ahora mismo.
Hízose atrás el duque para dejar pasar primero al doctor, según manda la
cortesía, y ambas notabilidades (cada uno de los recién entrados lo era
en su género) se adelantaron hacia el rincón del gabinete donde se
destacaba la airosa cabeza de la duquesa sobre un fondo de aterciopelado
follaje de begonias.
El duque, aunque frisaba en los cincuenta y seis, era derecho, elegante,
distinguidísimo hasta en su lucia y limpia calva; usaba no sé qué
cintajo en el ojal, y podría usar, amen de las hidalgas veneras de
Alcántara y Santiago, que ya de casta le venían, como dos docenas de
insignias de órdenes nacionales y extranjeras, de las más ilustres,
concedidas por diferentes gobiernos en justa recompensa del tino y
acierto con que durante su ya larga carrera diplomática había
desempeñado arduas y peliagudas misiones, y enredado los cabos de más de
veinte madejas políticas, que el demonio que las devanase. Ostentaba el
duque en su despacho, y enseñaba con orgullo, además de las
condecoraciones, pieles de zorro azul, regaladas por el czar, el collar
de esmaltes de una momia, obsequio del _jedife_, y un sable japonés de
abrirse el vientre, con pedrerías en la empuñadura, gracioso donativo
del _mikado_.
En estos títulos fiaba el duque para obtener en breve la embajada más
importante quizás de Europa.
Por lo que hace á Sánchez del Abrojo, regordete, sanguíneo, de
chispeantes ojos negros, era un médico á la moda, que curaba con su
ciencia á la mitad de los enfermos, y con su animación y energía á la
otra mitad... siempre que tuviesen cura, por supuesto.
Mientras la duquesa entablaba con el galeno animadísimo diálogo, el
duque se acercó al ama, y se inclinó con cierta familiaridad, no exenta
de señorío, para ver el rostro de la niña, que maldita la gana que tenía
de enseñárselo.
--Golosilla... hola, estamos tragando, ¿eh? ¿Qué tal se porta, ama? ¿Qué
tal se porta?
Y sin esperar la respuesta, volvióse á su mujer y al doctor.
--¿Le explicas á Sánchez lo de la chiquitina? Amigo del Abrojo; esta
nena, con sus dientes, nos da en qué pensar. ¡Oh! y tanto como nos da.
Estamos preocupadísimos.
--Ya se ve, única y tardía...--respondió el médico, mientras calculaba
para su sayo, tan involuntariamente como el matemático suma dos cifras
que ve una debajo de otra, las probabilidades de ulterior sucesión que
podía tener aquel matrimonio.--¿Y qué dice el ama?--añadió en alta voz.
--El ama...--murmuró la duquesa, y recordando de súbito la carta, que
aún conservaba en la mano, exclamó:--Á propósito, permítanme Vds... Un
instante... Lo prometido es deuda.
--¿Qué es eso? ¿Qué carta es esa tan rara?--interrogó el duque.
--Del ama, de Jacinta... Le prometí que se la leería. Es de su gente...
--Si quieres ahorrarte el trabajo... yo me encargo, hija--pronunció con
magnánima sonrisa el duque.
--No, gracias...
La duquesa, por instinto, oprimió la carta.
--Pero si es una niñería que te empeñes en molestarte... Eso estará
escrito en chino.
--Si Vds. quieren que yo...--exclamó oficiosamente Sánchez del Abrojo.
--No, yo he de ser--declaró la duquesa con firmeza.
Y diciendo y haciendo, comenzó la lectura:
--«Mi amada y estimada hija Jacinta...»
--Repare Vd. la ortografía de esa pobre gente, Sánchez,--murmuró por lo
bajo el duque, que se inclinaba sobre el hombro de su esposa
deletreando.--¡Ponen _Jacinta_ con G! ¿Es gracioso, no?
--«Jacinta... me alegraré que al recibo de estas cortas letras...»
--Etcétera. Siempre comienzan así: es ya una fórmula consagrada--explicó
gravemente el duque.--¿Á que añade: «te halles con la cabal salud que yo
para mí deseo?»
--«...La mía buena á Dios gracias...»--prosiguió la duquesa.--«Con
dolores de mi corazón y alma, estimada hija, tengo que participarte la
mayor desd...»
La duquesa, por cuyo rostro se extendía leve palidez, sufrió, llegando á
este párrafo, un acceso de tos.
--¿Ves cómo no entiendes la letra, María? Yo continuaré. «...desdicha
que Dios fué servido de mandarnos... y que tu afligida madre y padre y
tío Antón tienen el honor de partici...»
--Te suplico--gritó la duquesa con sorda angustia,--que me dejes
acabar... ¿entiendes?
--¡Ay ucencia, por la Virgen Santísima! ¿Qué desgracia será
esa?--interrogó el ama, cuyo color de figura de barro cocido se trocaba
en palidez de granito recién labrado.
--Verás, mujer... no te asustes, si no es nada... «el honor de
participarte... pues sabrás, estimada hija de nuestro cariñoso amor,
como ayer se mu... se murió el novillo nuestro...»
--¡Novillo!--dijo pensativa el ama.--En casa no había sino dos vacas...
la blanca y la roja.
--Lo comprarían...--replicó la duquesa, respirando como si
suspirase.--Vamos, pues eso no vale la pena, ama... «Todos estamos
traspasados de puñales...» Bien, se comprende; para vosotros es una gran
pérdida... Yo te daré con qué comprar dos, ó una pareja de bueyes...
¡Ea!
--¡Viva ucencia mil años, y nunca las manos se cansen!... ¿Qué pone al
último?
--«Consérvate como un repollo de sana... Cuida bien á esa infanta de las
Españas que estás criando...» ¡Ah! y que les mandes diez duros, si puede
ser. Irá eso y mucho más.
--Ahora--dijo el diplomático recogiendo con impensado movimiento la
carta de manos de la duquesa--permíteme que vea la ortografía... Si es
divertidísima.--¡Calle!--exclamó sin hacer caso de los desesperados
ademanes de su mujer.--Bien dije yo que no era para tus ojos esta letra,
María querida... Si aquí no habla de novillo... No; donde leíste
_novillo_, hay escrito _chiquillo_... ¡Estos signos paleográficos no son
para usted, señora duquesa! No me haga usted señas... ¡Pues si los
diplomáticos, por oficio, tenemos que saber leer cosas más peliagudas!
_Chiquillo_; ¿ve Vd., Sánchez? «Se murió el chiquillo tuyo... Todos
estamos traspasados de puñales...»
Pronta como el rayo, se precipitó la duquesa hacia Jacinta y le arrancó
de los brazos la tierna criatura, que rompió en tristísimo llanto al
soltar la ubre. Era tiempo. Un grito ronco salió de la comprimida
garganta del ama; puso los ojos en blanco; sus facciones amoratadas se
descompusieron, y leve espuma apareció en sus labios morados. Á pesar de
los esfuerzos de Sánchez del Abrojo para sostenerla, se desasió y rodó
al suelo, retorciéndose con la desesperada elasticidad de la convulsión.
La duquesa se colgó de la campanilla, mientras con el brazo izquierdo
apretaba contra su corazón á la criatura desconsolada.
--Vea Vd.--decía algún tiempo después Sánchez del Abrojo á su compañero
el doctor Cortadillo, en ocasión que salían juntos de San Carlos;--yo lo
he creído siempre: es preferible, es más lucido, desde el punto de vista
del pronóstico, trabajar sobre un viejo que sobre un chiquillo. La
patogenesia del niño es dificilísima, especialmente mientras lacta,
mientras vive, por decirlo así, en íntima comunión con la naturaleza
femenina. Nada, que le mudamos el ama á la niña de los duques de
Fuente-Real (una niña algo delicada, que nació tarde, y cuando sus
padres no esperaban ya familia, ¿sabe Vd.?); pero bastó el poco tiempo
que por fuerza hubo de mamar de la otra, de la que recibió aquel tiro á
boca de jarro y tuvo el ataque nervioso (¡ nervios en las aldeanas! Pero
¿qué fueron las energúmenas?) para llevar á la criatura al hoyo... ó al
cielo, señor espiritualista: como V. guste. Claro que estaba en el
período de la dentición; ya sabe Vd. la receptividad, la plasticidad del
temperamento de los niños; y así como un fuerte golpe no derriba,
verbigracia, una cómoda, y sí un objeto pequeño que se halle colocado
encima de ella, la terrible impresión no hizo gran mella en aquel
castillo, en la mocetona del ama; pero á la chiquita... Yo por lo menos
tuve que atribuirlo á eso. El ataque á la cabeza afectó forma
convulsiva.
--¡La heredera del duque de Fuente-Real, muriendo de la muerte del hijo
de una labradora!--murmuró reflexivamente Cortadillo.
--El dinamismo incalculable de los hechos, amigo mío... Heriberto
Spencer pone eso en su punto.
--¿Y el duque?--preguntó Cortadillo con interés.
--¡Calle Vd., hombre! Acaba de salir para su embajada...
Cortadillo sonrió con su boca amarilla y sin dientes, y los carnosos
labios de Sánchez del Abrojo hicieron el dúo, plegándose con ironía
indefinible. Después su rostro se puso grave.
--La pobre madre... la pobre duquesa... ¡Ah, qué espectáculo! Esa se ha
quedado en Madrid... La veo con frecuencia, y bien necesita mis
cuidados, se lo aseguro á Vd.
--Lo que necesitará sobre todo--advirtió Cortadillo--es paciencia, y
creer á puño cerrado que esa criatura no está sólo en la fosa, compañero
del Abrojo.
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SIC TRANSIT...
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Me trajo el mozo la copa de _cognac_ pedida dos minutos antes, y
mientras la paladeaba despacito, fijé una escrutadora mirada en el
individuo que ocupaba la mesa próxima.
Era él, él mismo: no podía caberme duda ya. ¡Pero cuán ajado, maltrecho
y diferente de sí propio! Sobre el grasiento cuello de panilla de su
gabán caían en desorden los lacios y entrecanos mechones de la
descuidada cabellera; la camisa no se veía, probablemente estaría sucia
y la ocultaba por pudor social. Como tenía inclinada la cabeza para leer
un periódico francés, sólo pude ver su perfil devastado y marchito, y
las abolsadas ojeras que rodeaban sus pálidos ojos.
Contemplábale yo con punzante curiosidad, y me acudían en tropel
recuerdos de la última vez que asistí á uno de sus triunfos. Hallábase
entonces en la plenitud de sus facultades y talento: es verdad que
algunos malcontentadizos _dilettanti_ empezaban á decir que _decaía_,
mas el público opinaba de muy distinta manera. Y por señas que, como
justamente la postrer noche que pasé en Madrid fuese la del beneficio
del gran artista, aflojé los cinco pesos que el _Pájaro_ me exigió por
la butaca, y asistí á una ovación entusiasta, delirante.
¡Qué voz, cielo santo, qué voz pura, apasionada, angelical! ¡Con qué
facilidad ascendía á las alturas vertiginosas de los _dos_ y _síes_ más
inaccesibles á gargantas profanas! ¡Qué modo de filar las notas, y de
emitirlas, cada una aparte, distinta y clara, y al par ligada con la
anterior y posterior, sin esfuerzo alguno, sin desgañitarse, antes con
serenidad y gracia encantadora!
Y además de estos primores de ejecución, ¡qué bellezas de sentimiento en
las distintas modulaciones de tan soberana voz, y en la inteligente
mímica que las realzaba! El papel de _Edgardo_ en _Lucia_ no fué nunca
mejor comprendido que aquella inolvidable noche. ¿Era hermoso ó feo el
excelso tenor? Lo ignoro, pero pienso que Walter Scott, el
novelista-poeta que inmortalizó las desventuras del _laird_ de
Ravenswood, no pudo soñar más melancólico, varonil é interesante
_Edgardo_. Tierno y dulce en la escena del jardín; trágico y sublime en
la de los desposorios; sombrío y fiero en la del reto; transido de amor
en la bellísima final, siempre era el tipo romántico que las
imaginaciones ardorosas y juveniles se figuran ver alzarse entre las
nieblas de Escocia.
Hundíase el teatro, como suele decirse, á puras salvas de aplausos;
llovían sobre la escena coronas y ramos de flores; y del fondo rojo
oscuro del proscenio, donde ostentaba su soberbia _toilette_ una
aristocrática beldad, se destacó un brazo escultural, enguantado de
blanco, y un ramillete de nevadas camelias, sobre las cuales negreaban
dos cifras formadas de oscurísimos pensamientos, cayó, envuelto aún en
el perfumado pañuelo de encaje, á los piés de _Edgardo_, mientras un
cuchicheo discreto inclinaba unas hacia otras las cabezas femeniles en
los demás palcos, cual se doblan las espigas al soplo del aire. El tenor
daba gracias al público, apoyando sobre el corazón la mano izquierda, en
cuyo dedo meñique lucia un solitario como una avellana, regalo del Czar.
¡Si me parecía que le estaba viendo aún! Mediante la transfiguración del
arte, el hombre viejo y mal vestido que tenía enfrente iba
convirtiéndose en el _Edgardo_ arrebatador que me sedujo diez años
antes. Levantábase ante mí su gallarda figura, su italiana y morena tez
empalidecida por el reflejo del gas, su negra barba, sus ojos
centelleantes, su descubierta garganta de estatua, cuyos tendones se
dibujaban bajo el limpio cutis, su traje de terciopelo negro con cuello
de _guipur_, la noble actitud con que arrojaba su capa y se quedaba
inmóvil, cruzado de brazos, sobre la escalinata de la cámara donde se
celebraban los desposorios de _Lucia_. Oía de nuevo su voz, el acento
desesperado con que pronunciaba: _Stirpe iniqua_, y sus notas
penetrantes recorrían mis nervios y me producían inexplicable
escalofrío. Era el mismo _Edgardo_, ¡y estaba á dos pasos en la mesa
próxima!
Movido por irresistible impulso me acerqué, y le tendí la mano,
preguntándole si tenía el gusto de hablar al célebre tenor. Preguntélo
no sé por qué, por el placer de oirlo de sus labios. Alzó sus ojos
apagados é indiferentes, y á media voz, me dijo un:--¡El mismo!--que me
pareció lleno de tristeza y resignación.
--¡Pero Vd. por aquí!
--En efecto.
--Yo le he admirado á Vd. en el Real... En _Puritanos_... en _Lucia_...
¿Se acuerda Vd.?
--Ah, sí... ¡otros días!...--pronunció en italiano.
Ví animarse un tanto sus mejillas, donde unos atisbos de colorete y
albayalde, mal borrados por la tohalla, parecían los últimos arreboles
de su gloria.
--¿Y es cierto que viene Vd. á cantar aquí?
Sacó del bolsillo una petaca muy usada de cuero de Rusia, con iniciales
de oro, resto sin duda del pasado esplendor, y de ésta un cigarro, y me
pidió fuego.
--Cantaré... sí, como pueda.
Díjolo carraspeando, y noté que la voz del ángel se parecía ahora al
glocitar de un pollo.
--¿En una capital de provincia? ¿En un teatro tan malo? ¿Ante una
concurrencia?...
Mis palabras despertaron al tenor de oficio, al hombre habituado á
captarse con afables palabras las simpatías de los concurrentes entre
bastidores.
--¡Oh!--exclamó.--El ilustrado público de Marineda... ¡Oh! Yo _he
escuchado hacer_ elogios de su competencia... ¡Oh!
Y diciendo esto, una halagadora sonrisa, casi suplicante, entreabrió sus
labios, y su mirada se posó cariñosamente en mí. No me dejé seducir.
--¿Es cierto--le pregunté--que ha perdido Vd. la voz á consecuencia de
un enfriamento que cogió en New-York?
Inclinó la cabeza sobre el pecho y no contestó palabra. Comprendí que el
asunto de conversación le era displicente, y llamé al mozo, pidiéndole
unas copas de _Chartreuse_ de la más fina.
--¡Oh! _¡Grazie!_--murmuró al verlas delante.--No uso... Licores, vinos,
especies... ¡Oh! Pimienta, pimienta, _¡sopra tutto!_ Los _yankees_
abusan de las especies y los vinos... Yo no llevé á New-York mi
cocinero, _sentite_...
Entonces, incitado por mis preguntas y mi no fingido interés, comenzó á
explicar el régimen funesto seguido en New-York, las primeras notas
veladas, la desesperación de la primer ronquera, la _indisposición
repentina_, la cólera del público, la reaparición, los inútiles
esfuerzos para reavivar el entusiasmo, las palmadas escasas y frías,
esos síntomas iniciales de indiferencia, desgarradores en todo amor...
Sus mejillas se encendían, y á veces, por entre su voz resquebrajada,
asomaba una inflexión de terciopelo, como de la arruinada pared de un
palacio cuelgan aún girones de rica tapicería...
Por último se levantó y llamó al mozo para pagarle; pero yo le había
hecho una disimulada seña, y el mozo, con muchas cortesías, se negó á
recibir un cuarto. El tenor me estrechó la diestra y por un momento, en
su rostro que iluminó el júbilo, observé la feliz transformación que se
nota en la cara de una mujer, ayer hermosísima y hoy marchita por la
edad, si algún soldado ó gañán, en la calle, le dirige á su manera un
requiebro.
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EL PREMIO GORDO
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Allá en tiempo de Godoy, el caudal de los Torres-nobles de Fuencar se
contaba entre los más saneados y poderosos de la monarquía española.
Fueron mermando sus rentas las vicisitudes políticas y otros
contratiempos, y acabó de desbaratarlas la conducta del último marqués
de Torres-nobles, calaverón despilfarrado que dió mucho que hablar en la
corte cuando Narváez era mozo. Próximo ya á los sesenta años, el marqués
de Torres-nobles adoptó la resolución de retirarse á su hacienda de
Fuencar, única propiedad que no tenía hipotecada. Allí se dedicó
exclusivamente á cuidar de su cuerpo, no menos arruinado que su casa; y
como Fuencar le producía aún lo bastante para gozar de un mediano
desahogo, organizó su servicio de modo que ninguna comodidad le faltase.
Tuvo un capellán que amén de decirle la misa los domingos y fiestas de
guardar, le hacía la partida de brisca, burro y dosillo (tales
sencilleces divertían mucho al ex-conquistador), y le leía y comentaba
los periódicos políticos más reaccionarios; un mayordomo ó capataz que
cobraba á toca-teja y dirigía hábilmente las faenas agrícolas; un
cochero obeso y flemático que gobernaba solemnemente las dos mulas de su
ancha carretela; un ama de llaves silenciosa, solícita, no tan moza que
tentase ni tan vieja que diese asco; un ayuda de cámara traído de
Madrid, resto y reliquia de la mala vida pasada, convertido ahora á la
buena como su amo, y discreto y puntual ahora y antes; y por último, una
cocinera limpia como el oro, con primorosas manos para todos los guisos
de aquella antigua cocina nacional, que satisfacía el estómago sin
irritarlo y lisonjeaba el paladar sin pervertirlo. Con ruedas tan
excelentes, la casa del marqués funcionaba como un reloj bien arreglado,
y el señor se regocijaba cada vez más de haber salido del golfo de
Madrid á tomar puerto y carenarse en Fuencar. Su salud se restablecía;
el sueño, la digestión y demás funciones necesarias al bienestar de esta
pobre túnica perecedera que sirve de cárcel al espíritu, se
regularizaban, y en pocos meses el marqués de Torres-nobles echó carnes
sin perder agilidad, enderezó algo el espinazo, y su sano aliento indicó
que ya la feroz gastralgia no le roía el estómago.
Si el marqués vivía bien, no lo pasaban mal tampoco sus servidores. Para
que no le dejasen les pagaba mejores soldadas que nadie en la provincia,
y además los obsequiaba á veces con regalos y mimos. Así andaban ellos
de contentos: poco trabajo, y ese metódico é invariable; salario
crecido, y de cuando en cuando sorpresitas del dadivoso marqués.
El mes de Diciembre del año antepasado, hizo más frío de lo justo, y la
dehesa y término de Fuencar se envolvieron en un manto de nieve como de
una cuarta de grueso. Huyendo de la soledad de su gran despacho, bajó el
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