La dama joven - 10

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había compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del oleaje, y lo
imposible que era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas, por
meterse en los esquifes. Aún parece que oigo las voces con que decían
al contramaestre:
--¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que lo parió; la mano,
nuestramo!
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Y él en su maldita jerga catalana, respondía:
--_No'm fa rés; no'm fa rés._
Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban á la
borda, los de dentro, desenvainando los cuchillos, amenazaban coserles á
puñaladas.
De esta vez hubo ya bastantes víctimas: los esquifes se alejaron, y con
ellos se fué nuestra esperanza. Después de recoger á aquellos primeros
náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse al
pairo el temporal.
¡Á todo esto, si viese Vd. cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el
roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo horrendo,
y á cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del
buque y hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos á la parte
de popa, pues además el calor del suelo se hacía insoportable, y del
piso de hierro cubierto con planchas de madera salían, por los agujeros
de los tornillos, llamitas cortas, igual que si á un tiempo se
inflamasen varias docenas de fósforos sembrados aquí y acullá. Ya ni el
frío ni la oscuridad eran de temer: qué disparate! buena oscuridad nos
dé Dios: la popa algunas veces estaba tan clara como un salón de baile:
iluminación completa: daba gusto ver el horizonte cerrado por unas olas
inmensas, verdes y negruzcas, que se venían encima, y sobre las cuales
volaba una orillita de espuma más blanca que la nieve. También divisamos
otro buque, un paquete de vapor, que se paraba, sin duda, para
auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la gente se animó. El segundo,
el señorito de Armero, se llegó á mí y me tocó en el hombro.
--Salgado, ¿puede Vd. bajar á la cámara? Necesito un farol.
--Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo, me va faltando
la vista.
--Aunque sea á tientas... Quiero un farol.
Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un
horno, el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué
al segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad,
pues el esquife en que él y otros cuantos se decidieron á meterse, era
el más chico y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro
consiguieron sentarse en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente
á lanzarse al mar para salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas
caían al agua, morían todos. Alguno se rompió la cabeza contra los
costados del buque; pero la mayor parte, sin tropezar en nada, espiró
instantáneamente. ¿Era que hervía el agua con el calor del incendio y
los cocía? ¿Era que se les acababan las fuerzas? Lo cierto es que daban
dos paladitas muy suaves para nadar, subían de pronto las rodillas á la
altura de la boca, y flotaban cadáveres ya.
Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe
después que, á la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por el
fondo, hacía agua, y se sumergía; que pusieron en la abertura sus
chaquetas, sus botas, cuánto pudieron encontrar; y no bastando aún, el
señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió á un marinerillo, lo
sentó ó, por mejor decir, lo embutió en el boquete y le dijo (con
perdón):
--¡No te menees y tapa con el...!
Gracias á lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre
cubierta. No sé si nos pesaba ó no el habernos quedado allí sin probar
el salvamento. ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados... qué
felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar á que
Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo que
tardase. Es verdad que nuestro _San Gregorio_ aún podía durar. Al fin
era un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer á las
llamas. El caso era refugiarse en alguna esquina para no perecer asados.
Al capitán se le ocurrió la idea de trepar á la cofa del gran árbol de
hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder
mantenerse allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su
jaula. Yo, que le ví acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida.
--No suba Vd., capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar en
cuanto se ponga candente?
El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas al rededor del
palo, estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la
catástrofe, más pronto sucede. ¡El árbol... pim! se dobló de pronto, lo
mismo que el dedo de una persona, y, arrastrado por su peso, besó el
suelo con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba cerca,
un alambre candente de la plataforma le cogió el pié por cerca del
tobillo, y se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo á un tiempo
mismo la amputación y el cauterio: respondo de que ningún cirujano se lo
cortaba con más limpieza.
Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al extremo de la popa,
le instalamos del mejor modo para que estuviese descansado. Se quejaba
muy bajito, entre dientes, como si masticase el dolor, y medio le oí:
¡Mi pobre mujer! ¡mis hijitos queridos, qué será de ellos! Pero de
repente, sin más ni más, empezó á gritar como un condenado, pidiendo
socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas estábamos! Ya el
fuego había llegado á la cámara, y á pesar del ruido de la tormenta,
oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la vajilla.
Entonces el desdichado comenzó á rogar, con palabras muy tristes, que le
echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad á bordo,
mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con que no
había cosa que atarle: y él, que al mismo tiempo estaba sereno, recordó
que en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque allí no
puede entrar hierro ni otro metal que haga desviar la aguja imantada.
Por más que nos resistimos, fué preciso arrancarla, y colgársela del
cuello: y como el peso era grande y le obligaba á bajar la cabeza, tuvo
que sostenerlo con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá.
Como llevaba en el bolsillo su rewólver, lo armó, y suplicó que le
permitiesen pegarse un tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente
que nos opusimos! Le instamos para que dejase amanecer; con el día se
calmaría la tormenta, y algún barco de los muchos que cruzaban nos
salvaría á todos. Le porfiábamos y le hacíamos reflexiones de que el
mayor valor era sufrir. Por último, desmontó y guardó el rewólver,
declarando que lo hacía por sus hijos nada más. Se quejó despacito y se
empeñó en que habíamos de buscar y enseñarle el pié que le faltaba.
¡Querrá Vd. creer que anduvimos tras del pié por toda la cubierta y no
pudimos cumplirle aquel gusto?
Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me
figura que de todos los horrores de la noche fué el que más me afectó.
¡Lo que somos, lo que somos! Nada: una miseria. El tercero era un joven
que tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del viaje. La
quería muchísimo ¡vaya si la quería! Como que en el viaje anterior le
trajo de Manila preciosidades, en pañuelos, en abanicos de sándalo, en
cajitas, en mil monadas. No obstante... ó por lo mismo... en fin, qué sé
yo! Desgracias y flaquezas de los mortales... el pobre andaba triste,
preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo que hizo
no lo hizo _queriendo_, porque ya lo tenía pensado de antes y porque le
pareció buena la ocasión de realizarlo. Sino, ¿qué trabajo le costaba
intentar el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado á
morir, tanto le daba de un modo como de otro, y al menos, podía suceder
que en el esquife consiguiese librar la piel. Bien, no cavilemos. Él no
dió señales de pretender combatir el fuego y mientras nosotros
manejábamos el _caballo_ y soltábamos mangas de agua contra las puertas,
envueltos en llamas y humo, él quietecito y como atontado. Al marcharse
el señorito de Armero, le llamó á la cámara, para entregarle su
reloj,--un reloj precioso, con tapa de brillantes--y dos sortijas muy
buenas también, encargándole que se las llevase á su novia como
recuerdo y despedida. Lo que yo digo: el hombre se encontraba resuelto á
morir. Luégo subió á popa, y le ví sentado, muy taciturno, con la cabeza
entre las manos. Á dos pasos me coloqué yo. Él se volvió y me dijo:
--Cocinero, ¿tiene Vd. ahí un cigarro?
--Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero
éste tiene tabacos, de seguro...--añadí, señalando á un camarero que
estaba allí cerca.--¿Querrá Vd. creer que el bruto del camarero se
resistía á meter la mano en el bolsillo y soltar el cigarro? Animal--le
grité--no seas tacaño ahora; ¿de qué te servirá el tabaco si vamos todos
á perecer?--En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro. El
tercero lo encendió, y daría, á todo dar, tres chupadas: á cada una le
veía yo la cara con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo. Á
la tercer chupada, acercó á la sien el rewólver, y oímos el tiro. Cayó
redondo, sin un _ay_.
Nadie se asustó, nadie gritó: casi puedo decir que nadie se movió:
estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el
capitán preguntó desde el sofá:--¿Qué es eso? ¿qué ocurre?--El tercero
que se acaba de levantar la tapa de los sesos.--¡Hizo bien!--De allí á
poco rato, murmuró:--Echarle al mar.--Obedecimos y á ninguno se le
ocurrió rezar el _Padre nuestro_.
¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese Vd.
que, en los primeros instantes, recogió el capitán, de la caja, seis mil
duros y pico en oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron
rodando por allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso, ni los
mirase. En cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar el
cuaderno de bitácora, y se desdichaba todo porque no daba con él, lo
mismo que si fuese indispensable apuntar á qué altura y latitud
dejábamos el pellejo. Pues otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién
pensará Vd. que me infundía más lástima? El perro del capitán, un
terranova precioso, que días atrás se había roto una pata y la tenía
entablillada: el animalito, echado junto al timón, remedaba á su amo:
los dos iguales, inválidos y aguardando por la muerte. Si seré majadero!
El perro me daba más pena.
Ya las llamas salían por sotavento, y la mañana se iba acercando. ¡Qué
amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed,
de frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer
en la vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió del
centro del barco una hoguera enorme: por el hueco del palo mayor, se
habían abierto paso las llamas, y la cubierta iba sin duda á hundirse,
descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y á pesar de que
contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos á clamar al cielo, y
muchos á enseñarle el puño cerrado, preguntando á Dios:
--¿Pero qué te hicimos?
El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo:
--Agua! por caridad, un sorbo de agua!
Agua! Puede que la hubiese en el algibe. Así que lo
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pensé fuí hacia él y se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca
en unos remates que tiene el algibe y son como biberones por donde sale
el agua. ¡Qué de juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les
abrasó la boca. Yo tuve la precaución de recibirla en mi casquete y
dejarla enfriar. El capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela
medio templada aún. Me miró con unos ojos!
--Gracias, Salgado.
--No hay de qué, capitán... Se hace lo que se puede!
La tormenta, en vez de ir á menos, hasta parece que arreciaba desde que
era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos á la barandilla. Pasó un
barco y por más señales que le hicimos, no se detuvo: y debió vernos,
pues cruzó á poca distancia. Á mí me dolían de un modo cruel los ojos,
secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía yo, no
distinguiendo los objetos sino como al través de una niebla. Por otra
parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no
probaba bocado, y se me iba el sentido. Casualmente se encontraban sobre
cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el consumo
del buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los que
nos caíamos de necesidad nos echamos sobre aquel gigantesco rosbif,
medio crudo, y refrescamos la boca con la sangre que soltaba. Nos
reanimamos un poco.
Á medio día sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre
la proa y la popa, derrumbándose con gran estrépito media cubierta y
viéndose
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el brasero que formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas
altísimas, como salen de los volcanes, y recomendamos el alma á Dios,
porque creímos que iban á alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones:
primera, por tener el buque, en vez de obra muerta de madera, barandilla
de hierro; segunda, por estar las puertas de hierro cerradas hacia la
parte de popa, lo cual contuvo el incendio por allí, obligándole á
cebarse en la proa. De todas maneras, no debían las llamas andar muy
lejos de nuestras personas, ya que á eso de las tres de la tarde
empezamos á advertir que el piso nos tostaba las plantas de los piés.
Atamos á una cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar,
vertiéndolo por el suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo
estéril del recurso, y en medio de lo apurados que estábamos, no faltó
quien se riese viendo que era menester levantar primero un pié y luégo
bajar aquel y levantar el otro, para no achicharrarse. Serían las tres.
El capitán me llamó despacito.
--Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez!
--Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen
Santísima nos saque de este apuro.
Claro que yo se lo decía para darle ánimos: allá en mi interior,
calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien
sabe Dios que ni pensaba en las herramientas que había perdido, ni en mi
propia muerte, sino sólo en los chiquillos que quedaban en tierra. ¿Cómo
los trataría su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían á pedir
limosna por las calles? Á lo que yo estaba resuelto era á no morir
asado. Miré dos ó tres veces al mar, reflexionando cómo me tiraría para
no romperme la cabeza contra el casco y no sufrir más martirio que el
del agua cuando me entrase en la boca. Para acabar de quitarnos el
valor, pasó un barco sin hacer caso de nuestras señales. Le enseñamos el
puño y hubo quién le gritó:--Permita Dios que te veas como nos vemos.
Ya nos rendía, los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que
era lo mismo que querer apagar con saliva una hoguera grande; y
convencidos de que perdíamos el tiempo y era igual perecer un cuarto de
hora antes ó después, el que más y el que menos empezó á pensar cómo se
las arreglaría para hacer sin gran molestia la travesía al otro barrio.
Yo me persigné, con ánimo de arrojarme en seguida al mar. ¡Qué
casualidades! Hete aquí que aparece una embarcación, y en vez de pasar
de largo, se detiene.
Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una
hermosa goleta que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los
que conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras
de oro, _Duncan_. Empezamos á gritar en inglés, como locos desesperados:
--_¡Schooner! ¡Schooner! ¡Come near!_
--_¡Throw to the water!_ nos respondían á voces, sin atreverse á
acercarse. ¡Echarnos al agua! No quedaba otro recurso, y éste era tan
arriesgado! En fin, qué remedio: los esquifes no podían aproximarse, por
el temporal, y el buque menos aun. Nuestro _San Gregorio_, cercado por
todas partes de llamas inmensas, ponía miedo. Había que escoger entre
dos muertes, una segura y otra dudosa. Nos dispusimos á beber el sorbo
de agua salada.
El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo, se
lo ofrecimos al capitán.
--Ánimo, le dijimos. Póngase Vd. el chaleco y al mar: mal será que no
bracee Vd. hasta la goleta.
--¡No puedo, no puedo!
--Vaya, un poco de resolución.
Se lo puso y medio murmuró, gimiendo:
--Tanto da así como de otro modo.
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Y acertaba. Aquello fué adelantar el desenlace y nada más. Se conoce que
ó la humedad del agua ó el sacudimiento de la caída le abrieron las
arterias del pié tronzado, y se desangró en un decir Jesús; ó acaso el
frío le produjo un calambre; no sé: el caso es que le vimos alzar los
brazos, juntarlos en el aire, y colarse por ojo, del salvavidas, al
fondo del mar. Quedaron flotando el chaleco y la gorra: á él no le vimos
ya más en este mundo.
Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente,
visto el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero
que nadie. Ya quería, de un modo ó de otro, salir del paso. Pero antes
de dar el salto mortal, reflexioné un poco y determiné echarme de
soslayo, como los buzos, para que la corriente, en vez de batirme
contra el buque, me ayudase á desviarme de él. Así lo hice, y en efecto,
tras de la zambullida, fuí á salir bastante lejos del _San Gregorio_.
Oía los gritos con que desde el _schooner_ me animaban, y oí también el
último alarido de algunos de mis compañeros, á quienes se tragó el agua
ó zapatearon las olas contra los buques. Yo choqué con la espalda en el
casco del _Duncan_: un golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me
halaron, caí sobre cubierta como un pez muerto.
Acordé rodeado de ingleses. Me decían: _¡go! ¡cook! ¡go!_ ¡á la cámara!
Me incorporé y quise ir adonde me mandaban, pero no veía nada, y después
de tantos horrores me eché á llorar por primera vez, exclamando:
--_Mi no cook..._ ciego... enséñenme el camino...
Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un
grumete y rompió también á llorar como un tonto. No sé las cosas que
hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron á beber de un
trago una copa enorme de _brandy_, me pusieron un traje de franela, me
dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuantas
mantas, y me dejaron solito.
¿Qué sentí aquella noche? Verá Vd.... Cosas muy raras: no fué delirar,
pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para
mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al oir el ruido
del mar, me parecía que aún estaba dentro de él, y que las olas me
batían y me empujaban aquí y allí. Luégo iban desfilando muchas caras:
mis compañeros, el tercero á la luz del cigarro, el capitán, y gentes
que no veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se me había muerto
años antes...
En fin, por acabar luégo: llegamos á Newcastle, se me alivió la vista,
el cónsul nos dió una guinea para tabaco, y á los pocos días nos
embarcamos en un barco español con rumbo á Marineda. ¡Qué diferencia del
buque inglés! Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol de las
velas, sobre un pedazo de lona: apenas conseguimos un poco de rancho y
galleta por comida: como si fuésemos perros.
De la llegada, ¿qué quiere Vd. que diga? Á mi mujer le habían dado por
cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas
anunciándosela. Supóngase Vd. cómo estaba, y cómo me recibió. Ahora he
de ir al santuario de la Guardia: no tengo dinero para misas: pero iré á
pié, descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me halaron sobre la
cubierta del _Duncan_: chaleco roto por los garfios del salvavidas,
pantalón chamuscado, y la cabeza en pelo: se reirán de verme en tal
facha: no me importa: quiero besar el manto de la Virgen, y rezar allí
una _Salve_.
Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del _San
Gregorio_... ¿Ha visto Vd. cómo quedó? El casco parece un esqueleto de
persona, y aún humea: el cargamento de algodón arde todavía: dentro se
ve un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y torcidas...
¡Imponente!
¿Que si me da miedo volver á embarcarme?... ¡Bah! ¡Lo qué está de
Dios... por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación
buscada. ¿Quiere Vd. algo para Manila? ¿Que le traiga á Vd. algún
juguete de los que hacen los chinos? El domingo saldremos.
* * * * *
Dí al cocinero del _San Gregorio_ unos cuantos puros. Tiene el cocinero
del _San Gregorio_ buena sombra y arte para narrar con viveza y
colorido. Durante la narración, ví acudir varias veces las lágrimas á
sus ojos azules, ya sanos del todo.
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EL RIZO DEL NAZARENO
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Á la hora en que él cruzó el pórtico del templo, lucían las estrellas
con vivo centellear en el profundo azul, saturaba la primavera de
tépidos y aromosos efluvios el ambiente, hallábanse las calles
concurridas, rebosando animación, y los transeúntes cuchicheaban á media
voz, fluctuando entre el recogimiento de las recientes plegarias y la
expansión bulliciosa provocada por aquella blanda y halagüeña
temperatura de Abril. Eran casi las once de la noche del Jueves Santo.
Entróse á buen paso mi héroe por la iglesia, en cuya nave se espesaba
la atmósfera, impregnada de partículas de cera é incienso. En el altar
mayor ardían aún todas las luces del Monumento, simétricamente
dispuestas, alternando con vasos henchidos de gayas y pomposas flores de
papel, con ramos de hojarasca de plata, y allá arriba azulados bullones
de tul formaban un dosel de nubes, de trecho en trecho cogido por
angelitos vivarachos y de rosada carnación, con blancas alas en los
hombros, alas impacientes y cortas, que parecían, entre el trémulo
chisporroteo de los cirios, estremecerse preludiando el vuelo. Todo el
gran frente del altar irradiaba y esplendía como una gloria, envuelto en
áureo y caliente vapor, y animado por la continua y parpadeante
vibración de las candelas, y las notas de fuerte colorido de los
contrahechos ramilletes.
Él avanzó hacia el luminoso foco, atraído por dos negras figuras
femeniles,--esbeltas á despecho del largo manto que las recataba,--que
de hinojos ante el presbiterio, sobresalían destacándose encima de aquel
fondo de lumbre; mas en el propio instante las figuras se irguieron,
hicieron profunda reverencia al altar, signáronse, y rápidas tomaron
hacia la puertecilla de la sacristía, que á la derecha bostezaba,
abriéndose como una boca oscura. Echó él inmediatamente tras las
figuras, sin cuidarse de dar muestra alguna de respeto, cuando pasó
frente al Sagrario. Colóse por la misma boca que se había tragado á sus
perseguidas y se halló en la sacristía, mal alumbrada por mezquino cabo
de vela, que iba consumiéndose en una palmatoria puesta sobre la
antigua cómoda de nogal, almacén de las vestiduras sacras. En aquel
recinto semi-tenebroso no estaban las damas ya.
Empujó la puerta de salida de la sacristía, que daba á lóbrega y
retirada callejuela, y con ojos perspicaces escrutó las sombras, sin que
en la angostura del solitario pasadizo viese ondear ningún traje, ni
recortarse silueta alguna. Era evidente que se había perdido la pista de
la res: las fugitivas tapadas, llegando á las calles principales,
confundiéronse, sin duda, entre el gentío. Tras un minuto de indecisión,
mi protagonista, á quien me place llamar Diego, encogióse levemente de
hombros, y desandó lo andado, pero con menos prisa ya, no sin que
otorgase una mirada al lugar y objetos circunstantes. Vió las borrosas
pinturas pendientes en los muros, el lavabo de cantería con su grifo,
los ornatos dispersos aún sobre los bufetes, las crespas pellices que
tendían sus brazos blancos, el haz de cirios nuevos abandonado en un
rincón, los cajoncillos entreabiertos dejando asomar una punta de
cíngulo, todo el solemne desorden de la sacristía á última hora.
Lentamente penetró de nuevo en la desierta iglesia, y al encararse con
el altar, dobló el cuerpo en mecánica cortesía, sin que ningún murmullo
de rezo exhalasen sus labios, y alzando la vista al Monumento, paróse á
contemplar sus refulgentes líneas de luz. Llegaban éstas ya al término
de su vida; un hombre, vuelto de espaldas á Diego, y encaramado en una
escalerilla de mano, las mataba una á una, con ayuda de una luenga y
flexible caña, y no transcurría un segundo sin que alguna de aquellas
flamígeras pupilas se cerrase. Iban sumergiéndose en golfos de sombra
los frescos angelotes, los follajes de oropel y briche, las bermejas
rosas artificiales de los tiestos, las estrellas de talco sembradas por
el fantástico pabellón de nubes. Buen rato se entretuvo Diego en ver
apagarse las efímeras constelaciones del firmamento del altar, y cuando
sólo quedaron diez ó doce astros luciendo en él, dió media vuelta,
propuesto á abandonar el templo. Mas en mitad de la nave mudó
instintivamente de rumbo, dirigiéndose á una de las dos capillas que
hacían de brazos de la latina cruz que el plano de la iglesia dibujaba.
Era la capilla de la izquierda, fronteriza á aquella en cuyos muros
encajaba la puerta de la sacristía.
Cerraba la capilla de la izquierda labrada verja de hierro, abierta á la
sazón, y en el fondo, delante del retablo lúgubremente cubierto de
arriba á bajo con paños de luto, descollaban expuestas en sus andas las
imágenes que al día siguiente recorrerían las calles de la ciudad
formando la dramática procesión de los _Pasos_. Fijó Diego la vista en
ellas con sumo interés, recordando mediante una de las fugaces pero
vivísimas reminiscencias, que impensadamente suelen retrotraernos á
plena niñez, el pueril gozo con que en días muy lejanos ya, más lejanos
aun en el espíritu que en el tiempo, trayéndole su madre al propio
sitio, y elevándole en sus brazos, besaba él devotamente la orla bordada
de la túnica de aquel mismo Nazareno. Absorto en tales remembranzas,
consideraba Diego el aspecto de la capilla. Artista y observador,
parecíale mirar y comprender ahora las imágenes de muy otro modo que lo
hiciera allá en los albores de su infancia. Entonces eran para él
símbolos del cielo, invocado en sus cándidas oraciones; habitantes de
una comarca felicísima, hacia la cual él deseaba remontarse por un
impulso de las alas de querubín que en su espalda prendía la inocencia.
Hoy le inspiraban igual curiosidad que un objeto cualquiera de arte;
advertía sus detalles mínimos, las desmenuzaba, las profanaba
mentalmente tasándolas en su precio neto, según la destreza del escultor
que las labrara ó los conocimientos en indumentaria de la costurera que
cortó y dispuso los trajes. Sonrióse al distinguir en la túnica del
Nazareno unas franjas de ornamentación de gusto renaciente, y al notar
que la soldadesca de Pilatos vestía de medio cuerpo abajo á la usanza
española del siglo XVI, mientras Berenice, la tradicional _Verónica_,
lucía brial de joyante seda al estilo medio-évico. Anacronismos que
entretuvieron á Diego no poco, dándole ocasión de reconstruir en su
mente una por una las impresiones de la edad en que acudía á visitar la
capilla con erudición más corta y alma más simple y amante. En aquel
punto y hora se encontraba Diego en la iglesia, merced al más
irreverente de cuantos azares existen; el azar de seguir los pasos á una
bella mujer, largo tiempo rondada sin fruto, y cuyo desdén hizo de
martillo que arrancase chispas al indiferente y helado corazón de Diego,
bastando á empeñarle con ardiente ahínco en la demanda. De seguro que á
no haber visto dirigirse á la gentil dama con su más familiar
amiga,--ambas rebozadas en tupidos velos,--camino de la iglesia, donde
se rezan las estaciones en aquella noche solemne; á no pensar que la
hora, el tropel de gente arremolinada en el pórtico, brindaban ocasión
favorable de poner con disimulo rendido billete en unas manos quizá en
secreto ansiosas de recibirlo... no se estuviera él en tal sazón en la
capilla, sino en su casa, leyendo á la clara luz del quinqué los
diarios, ó respirando en el balcón la regalada brisa nocturna.
Mas como quiera que fuese, es lo cierto que había venido á dar á la
capilla y con la oleada de recuerdos infantiles olvidárase ya del
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