La dama joven - 01

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EMILIA PARDO BAZÁN


ES PROPIEDAD


EMILIA PARDO BAZÁN
LA
DAMA JOVEN
BUCÓLICA
NIETO DEL CID--EL INDULTO--FUEGO Á BORDO
EL RIZO DEL NAZARENO--LA BORGOÑONA--PRIMER AMOR
UN DIPLOMÁTICO--SIC TRANSIT
EL PREMIO GORDO--UNA PASIÓN--EL PRÍNCIPE AMADO
LA GALLEGA
DIBUJOS DE
M. OBIOLS DELGADO
Grabados de Thomás
[Imagen]
BARCELONA
BIBLIOTECA «ARTE Y LETRAS»
DANIEL CORTEZO Y C.ª-_Ausias-March, 95_
1885
[Imagen]


Establecimiento tipográfico-editorial de DANIEL CORTEZO y C.ª
[Imagen: Emilia Pardo Bazán]


[Imagen]


PRÓLOGO

Si esta colección llevase al frente un título significativo, podría ser
el de _Apuntes y miniaturas_, porque se compone de dos clases de
páginas: unas trazadas libremente, como los _apuntes_ en que los
dibujantes fijan impresiones ó tipos del natural, otras empastadas con
esmero, prolijamente trabajadas, como las _miniaturas_ del tiempo de
nuestras bisabuelas.
Resulta de la diversidad en los procedimientos la de los estilos. Apenas
parecen hijas de una misma pluma _Bucólica_ y _La Gallega_, _El Rizo del
Nazareno_ y _Fuego á bordo_. Y consiste en que _Fuego á bordo_, por
ejemplo, es la propia narración que oí de labios del cocinero del
incendiado buque; quién, por más señas, me refirió la catástrofe de tan
expresiva manera, con tal viveza de colorido y tan gráficos pormenores,
que ojalá tuviese yo allí á mano un taquígrafo para que sin omitir punto
ni coma, conservase en toda su pureza el original del interesante
relato, muy perjudicado, de seguro, en mi traslación, por más nimia y
fiel que sea. Juzgo imperdonable artificio en los escritores, alterar ó
corregir las formas de la oración popular, entre las cuales y la idea
que las dicta ha de existir sin remedio el nexo ó vínculo misterioso que
enlaza á todo pensamiento con su expresión hablada. Aun á costa de
exponerme á que censores muy formales me imputen el estilo de mis
héroes, insisto en no pulirlo ni arreglarlo, y en dejar á señoritos y
curas de aldea, á mujeres del pueblo y amas de cría, que se produzcan
como saben y pueden, cometiendo las faltas de lenguaje, barbarismos y
provincialismos que gusten. Menos comprometido, pero menos honroso
también, sería dictar á los párrocos de _Boan_ y _Naya_, á las comadres
del _Indulto_, períodos cervantescos y giros usuales en el centro de
España, y jamás usados en este rincón del Noroeste.
Mucho se ha debatido esta cuestión del estilo y forma, y tiene su más y
su menos, y á mí me da en que pensar á veces. Suele acontecer que un
estilo, por decirlo así, nielado y repujado; un estilo correcto, terso é
intachable, lejos de ayudar á que el lector comprenda y vea patente lo
que intenta mostrarle el autor, se interpone entre la realidad y la
mirada como un paño de púrpura ó un velo de gasa de oro (paños y velos
al fin), y fatiga al espíritu ansioso de percibir lo que el rico tejido
encubre. No es imposible que debajo de esas sedas y joyas retóricas que
neciamente estimamos, perezca ahogada una hermosura superior, invisible
por culpa de tanto adorno. Y no obstante, si van los autores al opuesto
extremo de desdeñar el primor artístico en el desempeño de sus obras,
cayendo en cierta flojedad y perezoso desaliño, el lector de gusto
delicado no goza ni distingue el libro del periódico, en cuanto á sabor
literario.
Por donde yo me hago mi composición de lugar, y es como sigue: cuando
habla el autor por cuenta propia, bien está que se muestre elegante,
elocuente y, si cabe, perfecto: á cuyo fin debe enjuagarse á menudo la
boca con el añejo y fragante vino de los clásicos, que remoza y
fortifica el estilo; pero cuando haga hablar á sus personajes, ó analice
su función cerebral y traduzca sus pensamientos, respete la forma en que
se producen, y no enmiende la plana á la vida. Este método mixto siguió
Cervantes; en _El Quijote_ alternan trozos de prosa acicalada, culta
entonces y ahora, con rústicas y soeces razones de fregonas, arrieros y
villanos.
Bajando de las alturas cervantinas á las pequeñeces de mi libro, digo
que en apariencia le falta unidad, siendo heterogéneas y diversísimas en
tamaño y asunto las partes que lo componen. Con todo, guardan entre sí
estrecha conexión: su conjunto, mejor que ninguna de mis obras, revela
mis variados gustos y aficiones, ó copia lugares donde he vivido y
escenas que he presenciado. Chico mérito es; sin embargo hay quien lo
aprecia, gustando de encontrar en los libros algo de la personalidad del
autor.
_Bucólica_ y también _Nieto del Cid_ son apuntes de paisajes, tipos y
costumbres de una comarca donde pasé floridos días de juventud y asistí
á regocijadas partidas de caza, á vendimias, romerías y ferias; tierra
original del interior de Galicia, que he recorrido á caballo y á pié,
recibiendo el ardor del sol y la humedad de su lluvia, y ha dejado en mi
mente tantos recuerdos pintorescos, que no cabían en el breve recinto de
_Bucólica_ y fué preciso dedicarles otro lienzo más ancho, al cual doy
ahora las últimas pinceladas. Han transcurrido dos lustros, y parece que
era ayer cuando mi tordo, jadeante, con una gota de sudor en cada pelo,
se detenía bajo la parra de algún _Pazo de Limioso_, después de vencer,
á desatinado galope, las cuestas del camino real. Aún pienso estar
bajando, con el credo en la boca como suele decirse, por el abrupto
sendero, orillado de precipicios, que conduce al románico y derruído
_Priorato_, y sentir temblar, bajo el casco de la montura, las podridas
tablas del puente de madera, casi anegado por el ímpetu de la corriente.
Todavía engaña mi memoria á los sentidos, y trae al olfato el virgiliano
perfume de las colmenas suspendidas sobre el río Avieiro, ó el olor de
la madura pavía y racimo almibarado, y al paladar el dejo de la miel y
de las azucarosas castañas, y al oído el són de la gaita triste, de la
dulce flauta y el hinchado bombo, y á los ojos el verdinegro matiz de
los pinares contrastando con la fresca verdura ó el rojo tostado de las
parras... Reminiscencias más vivas para mí que las de países muy
celebrados, verbigracia Suiza y Venecia: y no porque estas lindas
comarcas del riñón de Galicia superen en hermosura, como erróneamente
suele decirse, á Helvecia y á Italia, sino porque poseen el hechizo
inestimable de la virginidad, y aún no se poblaron de _hoteles_, ni las
ensalzaron _Guías_, ni las desfloraron pacíficos viajantes en trenes de
recreo, ni andan en cosmoramas, ni apenas en _Ilustraciones_.
_El Indulto_ no es más que un _sucedido_, como diría Fernán Caballero:
sucedido que me contaron en Marineda y yo apunté sin quitar una tilde.
Apenas vió la luz en la difunta _Revista Ibérica_, fueron atribuídas al
_Indulto_ intenciones trascendentales, afirmando que tenía mucha miga y
planteaba toda especie de problemas sociales, morales y jurídicos, y
ponía en tela de juicio no sólo el derecho de indulto, sino la
indisolubilidad del matrimonio. Celebro esta ocasión de protestar.
Tendrá _El Indulto_ esa miga que dicen; entrañará un problema ó media
docena de ellos; pero en Dios y en mi ánima declaro que no lo hice
adrede, ni es culpa mía si me refieren un drama popular, y me
impresiona, y lo traslado á las cuartillas, sin comentarios. Surgirán
acaso del hecho en sí esas cuestiones pavorosas y terribles: los hechos
suelen jugar malas partidas á las teorías, y conflictos hay en la pícara
realidad que el diablo que los resuelva, cuanto más el artista, obligado
únicamente á no eliminar de sus obras ningún elemento importante, como,
por ejemplo, lo que llaman _trascendencia_.
En _El Rizo del Nazareno_ y _La Borgoñona_ me he desviado del camino de
la observación, pagando tributo á mis perennes inclinaciones místicas,
al deleite difícil de expresar, y entretejido con dulces melancolías,
que me causa la contemplación de objetos donde se revela y encarna el
sentimiento religioso. Cierta noche del Jueves Santo, estuvo á punto de
sucederme lo que al protagonista del _Rizo_; quedarme cerrada en la
iglesia, por embelesarme en mirar la severa y dolorida y sublime imagen
del Divino Nazareno, que jamás he visto sin sentir devoción profunda,
tal es el poder de sus mansos ojos y lo patético de su actitud. Esta
efigie y la de la Virgen de los Dolores, que en el mismo templo se
venera, gozan del privilegio de moverme á contrición en grado muy
subido, y como son aquí las más amadas del pueblo, la atmósfera de la
capillita y del camarín llamado de _Dolores_ parece que está
palpablemente saturada de oraciones fervorosas, en los días de Semana
Santa. Y ríase quien se ría, que esto es tan _real_ como _El Indulto_.
Al consultar los libros indispensables para mi _San Francisco de Asís_,
encontré el asunto de _La Borgoñona_, con otros muchos semejantes, que
se destacaban de la monotonía de las crónicas, lo mismo que las letras
mayúsculas de color descuellan sobre los negros y uniformes caracteres
góticos de un viejo libro de coro. Ya es una doncella prometida á Dios,
á la cual obligan á tomar marido y al ser conducida al altar se cubre de
lepra; ya la momia de una abadesa muerta en olor de santidad, que se
levanta del sepulcro y viene á presidir el rezo de maitines; ya una
cortesana que se convierte ante el cadáver de su amante cosido á
puñaladas; ya un fraile que trueca las zarzas en rosas con el contacto y
la pureza de su cuerpo... Á este tenor pude recoger un rosario de
leyendas agiográficas, apiñadas como flores en vara de azucena, y
embalsamadas con el vaho de incienso que comunica _La Borgoñona_ á este
profano libro: aroma del éxtasis y de la bienaventuranza, despertador de
las mismas ideas ultraterrestres que el claustro franciscano de
Compostela, donde todo es paz y silencio.
De otras aficiones bien distintas, harto platónicas y malogradas, se
muestra el juguete titulado _Una pasión_. Mi inteligencia curiosa, ávida
de abarcarlo todo, limitada en su afán por la imposibilidad práctica de
conseguir nada de provecho en ciencias que reclaman la vida entera del
que aspira á profundizarlas, ha intentado jugar con el martillo del
geólogo, el compás del astrónomo y el soplete del químico, y los ha
soltado con desaliento, como suelta el niño un arma grave,
convenciéndose de que le faltan fuerzas, no ya para manejarla, sino para
empuñarla un minuto. La gran poesía de la ciencia positiva la siento yo
allá en serenas regiones intelectuales, á semejanza de los que sin saber
latín perciben armonía maravillosa en los versos de Virgilio, y con eso
me contento, dejando á la poco numerosa hueste de los _Bruck_ la gloria
de romperse los huesos en obsequio de nuestra madre la tierra.
Respecto al _Príncipe Amado_, diré que es el único cuento para niños que
he escrito en mi vida, y á la vez el único escrito que ha hecho vacilar
un tanto mis firmes convicciones estéticas. Al trazarlo, pensaba que
quizás es vano orgullo este que nos lleva á desdeñar por completo el fin
útil y perseguir tan sólo la hermosura, mirando con tedio géneros y
ramos de la producción literaria, cuyo cultivo acreditaría nuestra
destreza y honraría nuestro corazón. En España no existe una colección
de cuentos para la infancia que reuna al carácter nacional la acabada
maestría de la forma y la enseñanza alta y pura. Tenemos, eso sí, un
rico tesoro de fabulistas, tesoro casi enterrado, pues hoy las fábulas
han caído en injusto olvido y descrédito; mas por lo que toca á
narraciones, á novelas y leyendas infantiles, vivimos de prestado,
dependiendo de Francia y Alemania, que nos envían cosas muy raras y
opuestas á la índole de nuestro país, y en vez de nuestras clásicas
_brujas_, _hadas_, _gigantes_ y _encantadores_ nos hacen trabar
conocimiento con _ogros_, _elfos_ y otros seres de la mitología y
demonología septentrional: aparte de que el color terrorífico de algunos
cuentos de Grimm y Andersen, por ejemplo, más es para poner espanto en
el ánimo de los chiquillos, y apocarlos y llenarles el cerebro de
telarañas, de ahorcados y espectros, que para darles un rato de solaz y
una disimulada lección. Sería muy de desear la aparición de un tomo de
cuentos de niños, hechos con el primor literario y limpieza de estilo
que distingue á los grandes fabulistas castellanos, con la sencillez
necesaria para que los niños los entendiesen, y en suma con los
requisitos indispensables, á fin de que la obra remediase una urgente
necesidad y tapase un hueco en nuestra bibliografía. El libro
alcanzaría, de seguro, extraordinario éxito y repetidas ediciones.
Voy á poner punto. En estos párrafos de introducción he rehuído hasta
nombrar el _naturalismo_. No quiero prevalerme de las cortas batallas
reñidas y de los escasos servicios prestados á la renovación de nuestras
letras para aburrir al público exponiendo otra vez principios ya
conocidos y programas siempre enfadosos. Presiento y adivino lo que de
este libro dirán críticos y lectores: que hay en él páginas
acentuadamente naturalistas, al lado de otras saturadas de idealismo
romántico. Yo sé que todas son _verdad_, con la diferencia de darse en
la esfera práctica, que llamamos de los hechos, ó en otra no menos real,
la del alma. Vida es la vida orgánica, y vida también la psíquica, y tan
cierta la impresion que me produce un Nazareno ó una Virgen, como los
crudos detalles de _La Tribuna_, ó las rusticidades de _Bucólica_.
Reclamo todo para el arte, pido que no se desmiembre su vasto reino, que
no se mutile su cuerpo sagrado, que sea lícito pintar la materia, el
espíritu, la tierra y el cielo.
Para explicar cómo esta teoría no es un eclecticismo de ancha manga, que
admita y sancione y dé por buena toda cuanta literatura existe en el
orbe, necesitaría yo ahora doblar el tamaño del prólogo, y... tengo
compasión del discreto leyente, que de puro bien criado no se atrevería
á interrumpirme.
EMILIA PARDO BAZÁN.

La Coruña, Setiembre 5 de 1884.


LA DAMA JOVEN
[Imagen]

¡Aún ardía el quinqué de petróleo, pero con qué Tufo tan apestoso y
negro! Para alimentar la carbonizada y exprimida mecha, quedaban sólo,
en el fondo del recipiente, unas cuantas gotas de aceite mineral,
envueltas en impurezas y residuos. La torcida, sedienta, se las chupaba
á toda prisa.
Renegando de la luz maldita, subiéndola á cada momento, cual si, á falta
de combustible, pudiese mantenerse del aire, las dos hermanas trabajaban
con ardor. En medio del silencio de las altas horas nocturnas, se oía
distintamente el choque metálico de las tijeras, el rechinar de la aguja
picando la seda y tropezando contra el dedal, el crujido de la tela á
cada movimiento de la mano. ¡Qué lástima que se apagase el quinqué!
Estaban en lo mejor de la faena; mas la luz, que no gastaba miramientos,
parpadeó, y con media docena de bufidos y chisporroteos avisó que no
tardaría en cerrar su turbia pupila. La hermana menor levantó la cabeza,
respirando, y escupiendo para soltar una hebra de seda que tenía
enredada entre los dientes.
--Dolores?
--Qué?--murmuró la mayor, sin interrumpir la costura.
--Que nos quedamos á oscuras, chica.
--Si no me das otra noticia...
--Pero es que yo á oscuras no coso. ¿Hay petróleo?
--Ni miaja.
--¿Cabos de vela?
--Tampoco. ¡Echa cabos!
--Pues entonces, ¿qué haces ahí, tonta? Á dormir. Á mí ya me duele el
cuerpo de estar doblada.
Suspiró Dolores, y el quinqué, suspirando también estertorosamente, dió
principio á su rápida agonía. Apenas tuvieron tiempo las costureras de
echar la labor sobre un sofá inmediato, cubriéndola con un lienzo: tal
fué de pronta la muerte de aquella angustiada luz. Al quedar en
tinieblas, el primer movimiento de las dos muchachas fué soltar la risa.
¿Acertarían con la cama? Á tientas y con las manos extendidas avanzaron
en busca de sus lechos, tropezándose en mitad del camino, lo cual las
puso de mejor humor si cabe.
--Ahora no te equivoques y por acostarte en la cama te acuestes en el
sofá--exclamó Dolores.
--Mujer... lo peor será si cojo la almohada para los piés.
Se percibía ruido de corchetes desabrochados, resbale de sayas, música
de enaguas con almidón: le siguió la estrepitosa caída del calzado, y el
gemido de los jergones bajo el peso del cuerpo. De una de las camas
salió también un rumor confuso, como de voz que mascullaba muy bajito
oraciones diferentes. La otra cama no chistó, dando motivo á una
interpelación de la rezadora.
--Concha?
--Eh?
--¿No rezas hoy, ó qué te pasa?
--Mujer... tengo más gana de dormir que de rezar.
--Vaya que un credo y una salve, no te privarán el sueño.
Concha obedeció, y después del rezo dió varias vueltas en la cama, lo
mismo que si alguna inquietud la desvelase. Volvió su hermana á
interrogarla. ¿Qué tenía?
--No tengo sueño. Me he despabilado.
--Pues mañana ya sabes que hay que madrugar.
--Madrugar! ¿Tú qué hora piensas que es?
--Qué sé yo... ¿Las dos y media?
--Las cuatro, chica. En el reloj de la Intendencia las acabo de oir.
--¡Tú estás loca!
--Sí, sí, descuídate... Las cuatro.
--Ea, pues chitito y á dormir.
Callaron ambas, pero la excitación de la afanosa vigilia producía su
efecto, y aunque rendidas y deseosas de sueño, no podían conciliarlo.
Era el instante en que se piensa en todo, recordando lo pasado, evocando
con terror ó ilusión lo futuro. Mientras los ojos ven en la sombra
abrirse un círculo de lívida luz, una especie de foco trémulo y
oscilante, verde, violado y amarillo, la imaginación exaltada acumula
cuidados y memorias, un tropel de deseos, esperanzas, dolores muertos
que renacen, figuras y escenas ya borradas que vuelven á tomar cuerpo al
calor de leve fiebrecilla.
Dolores, la mayor, cavilaba. Tenía doce años más que su hermana, y
contaba apenas trece cuando quedaron huérfanas. Se veía tan chiquilla
aún, calentando el biberón por la mañanita, antes de salir para el
taller donde trabajaba, y metiendo el pezón artificial, tibio y blando,
en la boca del pobre angelito, para que no llorase. Los domingos era
dichosa, porque podía tener en brazos todo el día á la nené. Por fin, el
rollo de carne con patas echaba á andar, y Dolores, hecha ya una mujer,
un tanto relevada de sus tempranas obligaciones maternales, empezaba á
dejarse tentar, alguna vez qué otra, á ir á los bailes de los Circos. En
Carnaval asistía á tres seguidos, con flores en el pelo y guantes
prestados. Después... un episodio que Dolores no quería recordar, pero
cuyos menores detalles tenía grabados, como en bronce, allá en no sé qué
rincones del cerebro donde habita la memoria de las cosas tristes...
Unos amoríos breves, la seducción, la deshonra, el desengaño... Historia
vulgar y tremenda. La enfermedad trajo de la mano la miseria; el fruto
de las entrañas de Dolores, mal nutrido por una leche escasa y pobre,
languideció y sucumbió pronto, dejando contagiada á la niña de cuatro
años, á Concha, con la horrible tos ferina, tos que arrancaba de sus
tiernos pulmones estrías de sangre. No tuvo Dolores tiempo de llorar á
su hijo: era preciso cuidar á su hermana, hacerla mudar de aires en
seguida... Y no poseía un céntimo, y había empeñado hasta sus botas de
salir á la calle y su único mantón. No olvidaría, no, la tarde en que á
cuerpo, tiritando de frío, entró en la iglesia de San Efrén, á rezar una
salve á la Virgen del Amparo. Al lado del camarín clareaba la reja de un
confesonario: tras de la reja un sacerdote. Arrodillada, con
inexplicable consuelo, refirió todas sus cuitas. Al otro día la
visitaban dos socias de san Vicente de Paul: al final de la semana le
daban bonos de pan, chocolate y carne: de allí á medio mes le colocaban
á Concha en casa de una lechera que vivía á dos leguas, en una aldehuela
alegre y sana: al mes y medio, la niña regresaba robustecida, curada de
su tos y acostumbrada á comerse una libra de pan de maíz en un cuartillo
de leche. Dolores la adoraba: ya no tenía más pensamiento que aquella
criatura. Anhelaba borrar lo pasado y proteger á Concha. Aborrecía á los
hombres: que no la hablasen de bailes ni de jaleos. Confesábase primero
cada mes, luégo cada domingo. Ya no necesitaba el socorro de los
paúles, y se había apresurado á decírselo, redimiéndose, no sin cierto
vanidoso contentamiento, de una protección que el artesano laborioso
juzga siempre humillante, por lo que trasciende á limosna. Mas le
restaba el auxilio moral, la recomendación de las socias, que jamás la
consintió carecer de trabajo. Prefería las casas al taller, porque en
las cocinas le permitían dar de comer á Concha, y aun le rogaban que la
llevase, enamorados de la hermosura y despejo de la rapaza. Así que ésta
fué creciendo y pudo coser también, se hizo preciso mudar de sistema y
volver á los talleres: no era fácil que en las casas facilitasen labor á
dos modistas á un tiempo, y antes se dejaría Dolores cortar una mano,
que apartarse una pulgada de su chiquilla, alta ya y formada, tentadora
como el fruto que empieza á madurar. ¡Eso sí que no! Para desgraciada
bastaba ella: á Concha que no la tocase ni el aire: corría de su cuenta
defenderla con dientes y uñas. Todo cuidado era poco en aquella ciudad
de Marineda, donde chicos del comercio, calaveras y señoritos ociosos no
pensaban más que en seguir la pista á las muchachas guapas. Temía
Dolores, en particular, á los señoritos: ¿por qué no se dedicaban á las
de su clase? ¡Tanta señorita sin novio, y las artesanas obsequiadas,
perseguidas, cazadas como perdices! Mirando lo que sucedía, era cosa de
temblar: ¡cuántas chicas preciosas, que serían buenas si no hubiesen
encontrado con un pícaro, y que se veían perdidas, desgraciadas para
siempre! Unas, teniendo que mantener dos y tres criaturas; otras,
descendiendo poco á poco desde el primer desliz hasta caer en la vida
airada... Daba compasión. ¡Y el lujo! Eso, eso era lo que ponía á
Dolores fuera de sí. ¡Bailes, chaquetas de terciopelo, disfraces en
Carnaval, bolitas de á cuatro duros! ¡Muchachas que ganaban una peseta y
cinco reales diarios, dígame usted por Dios de dónde lo han de sacar! Ya
se sabe: teniendo un oficio de día y otro de noche. ¡Malvadas!
No eran tales soliloquios nuevos en Dolores, sino tan antiguos como las
inquietudes respecto á su hermana; mas lo curioso del caso fué que, sin
que un solo día dejase de hacer semejantes reflexiones, á medida que
Concha se desarrollaba y empezaba á celebrarse su linda presencia,
despertábase en la hermana mayor esa vanidad característica de las
madres, y á costa de privaciones y escaseces la emperejilaba y componía,
para que no quedase por bajo de las demás, y por el delito de mantenerse
honrada, no pareciese la puerca Cenicienta. Con este motivo sufrió
Dolores alguna fuerte reprimenda de su confesor, jesuíta sagaz, que le
decía:--Si tú misma fomentas en la chiquilla la presunción ¿cómo quieres
que no te dé á la hora menos pensada un disgusto? Pónla de hábito, anda.
¿No has aprendido en tu cabeza?
¡De hábito! Dolores lo usaba hacía muchos años, desde su _desgracia_:
pero... cubrir con aquella estameña burda el gentil cuerpo de Concha!
Prefirió confesarse menos, y se retrajo algo de sus devociones, á fin de
no ser reñida por su inocente vanidad maternal. Redobló, eso sí, la
vigilancia, y se hizo centinela asiduo, infatigable, alerta siempre.
Concha era fácil de guardar: no quería salir sola: á los bailes, á los
temibles bailes, prefería el teatro, su única afición. Tomaban dos
entradas de cazuela, y la niña, colgada de la barandilla, gozaba lo
indecible. Al regresar á casa, se sabía de memoria trozos de verso,
fragmentos de escenas. Semejante gusto no parecía peligroso: mas el
diablo la enreda, y he aquí cómo vino á resultar alarmante. Dolores
conservaba una casa, donde cosía desde tiempo inmemorial, y cuya dueña
era cuñada del vice-presidente del Casino de Industriales, la sociedad
más floreciente y numerosa de Marineda. Acababa esta sociedad de
organizar una sección de declamación, dirigida por un ex-actor, y
menudeaban en el teatrillo del Casino funciones de aficionados. La parte
masculina no estaba del todo mal, ni faltaban aprendices; en cambio las
mujeres escaseaban. Al saber las disposiciones dramáticas de Concha,
tramóse en casa del vice-presidente un pequeño complot; comprometieron á
Dolores, que no pudo desenredarse, y su hermana hubo de tomar parte en
algunas piececillas.
Nuevo disgusto con el confesor, que censuró agriamente la debilidad de
Dolores. Esta, bajando la cabeza, reconoció toda su culpa. En efecto,
con el tal teatro se había introducido en la existencia de las dos
hermanas un elemento de desorden: se trasnochaba, se pasaban las horas
muertas discurriendo trajes y adornos: Concha no pensaba más que en
estudiar y ensayar su papel; á los ensayos, por supuesto, la acompañaba
Dolores, cosida á sus enaguas; con todo, era muy arduo vigilar, en la
confusión de entradas y salidas al vestuario y escenario. Prueba de
ello fué que una noche, al regresar á su casa, Concha sacó del bolsillo
un papel blanco dobladito, y echándolo en el regazo de la hermana, le
dijo desenfadadamente:
--Mira eso.
Dolores lo cogió palideciendo, con dedos ávidos. Era una declaración
amorosa, y al través de las frases, tomadas indudablemente de algún
libro de fórmulas epistolario-amatorias, de los _volcanes que ardían en
el corazón_, las _amorosas llamas_ y otras simplezas por el estilo,
percibió Dolores así como un olor de honradez, que se exhalaba de la
gruesa letra, del tosco papel y sobre todo del párrafo final, que
contenía una proposición de casamiento y una afirmación de limpios y
sanos propósitos. Respiró. Al menos, no era un señorito, sino un
artesano, un igual suyo, resuelto á casarse. ¡Casar á Concha, ante el
cura, con un hombre de bien, era el ensueño de Dolores! Creyó no
obstante que su dignidad le imponía el deber de enojarse un poco, y de
exclamar:
--¿Y cuándo te han dado este papelito, vamos á ver?
--Hoy... Cuando pasé al cuarto para vestirme, allí detrás de la
decoración me lo dió.
--¡Valiente papamoscas! ¿Y tú, qué dices?
--Mujer... ¿y qué he de decir? Si me pide que le conteste, le diré que
hable contigo antes.
--Eso es, eso es, las cosas derechitas--murmuró Dolores del todo
satisfecha.
Y así sucedió. Dolores no cabía en sí de júbilo. Fué á contar al
confesor el caso, y le ponderó las prendas del mozo, un chico honrado,
formal, ebanista, que tardaría en casarse lo que tardase en poder
establecer por cuenta propia un almacén de muebles. Nadie le conocía una
querida: ni jugador, ni borracho. Vivía con su madre, muy viejecita. En
fin, sin duda la Virgen del Amparo había oído las oraciones de Dolores.
Otras andaban tras de los señoritos, de los empleaditos, de los
dependientes de comercio: ¿y para qué? Para salir engañadas, como había
salido ella.--Cada oveja con su pareja, hija, confirmó tranquilamente el
Padre.--¿Sólo que... á pesar de todas las bondades del novio... conviene
no descuidarse, eh? Tu obligación es no perderlos de vista, hasta que
tengan encima las bendiciones.
¡Buena falta le hacía á Dolores el encargo! ¡Perderlos de vista! Nunca
estuvo más adherida á su hermana. Los novios se veían al salir del
taller; él las acompañaba hasta su casa. Veíanse también en el Casino,
los días de función ó ensayos, sólo brevísimos instantes, pues Dolores
no quería dar que hablar allí. ¡La gente es tan maliciosa! Dando una
vuelta en su cama, Dolores pensaba en el día de la boda, el día de la
tranquilidad completa, porque desde entonces las dos hermanas coserían
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