Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (4 de 5) - 12

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hombre de duras entrañas. Los autorizaba solo la práctica: por lo que
siendo de aplicación arbitraria solíase con ellos causar mayor daño
que con la misma tortura. ¡Quién hubiera dicho que esta y los mismos
apremios, si bien prosiguiendo abolidos después de 1814, habían de
imponerse a las calladas por presumidos crímenes de estado, y a veces
[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-6.)] en virtud de consentimiento u orden
secreta emanada del soberano mismo!
[Marginal: Discusión y decreto sobre señoríos y derechos
jurisdiccionales. (* Ap. n. 16-7.)]
Asunto de mayor importancia, si no de interés más humano, fue el que
por entonces ventilaron también las cortes, tratando de abolir los
señoríos jurisdiccionales y otras reliquias del feudalismo: sistema
este que, como dice Montesquieu,[*] se vio una vez en el mundo, y que
quizá nunca se volverá a ver. Traía origen de las invasiones del norte,
pero no se descogió ni arraigó del todo hasta el siglo X. En España,
aunque introducido como en los demás reinos, no tuvo por lo común la
misma extensión y fuerza; mayormente si, conforme al dictamen de un
autor moderno,[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-8.)] era «la feudalidad una
confederación de pequeños soberanos y déspostas, desiguales entre sí,
y que teniendo unos respecto de otros obligaciones y derechos, se
hallaban investidos en sus propios dominios de un poder absoluto y
arbitrario sobre sus súbditos personales y directos.» Las diferencias
y mitigación que hubo en España tal vez pendieron de la conquista de
los sarracenos, ocurrida al mismo tiempo que se esparcía el feudalismo
y tomaba incremento. Verdad es que tampoco se ha de entender a la
letra la definición trasladada, no habiendo acaecido estrictamente
los sucesos al compás de las opiniones del autor citado. Edad la
del feudalismo de guerra y de confusión, caminábase en ella como a
tientas y a la ventura; trastornándose a veces las cosas a gusto del
más poderoso y, digámoslo así, a punta de lanza. Por tanto variaban
las costumbres y usos no solo entre las naciones, pero aun entre las
provincias y ciudades, notando Giannone, [*] [Marginal: (* Ap. n.
16-9.)] con respecto a Italia, que en unos lugares se arreglaban los
feudos de una manera y en otros de otra. No menos discordancia reinó en
España.
Al examinar las cortes este negocio, presentábanse a la discusión tres
puntos muy distintos: el de los señoríos juridisccionales; el de los
derechos y prestaciones anexas a ellos con los privilegios del mismo
origen, llamados exclusivos, privativos y prohibitivos; y el de las
fincas enajenadas de la corona, ya por compra o recompensa, ya por la
sola voluntad de los reyes.
Antes de la invasión árabe, el Fuero Juzgo, o código de los visigodos,
que era un complejo de las costumbres y usos sencillos de las naciones
del norte, y de la legislación más intrincada y sabia de los Teodosios
y Justinianos, había servido de principal pauta para la dirección de
los pueblos peninsulares. Según él,[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-10.)]
desempeñaban la autoridad judicial el monarca y los varones a quien
este la delegaba, o individuos nombrados por el consentimiento de
las partes. Solían los primeros reunir las facultades militares a
las civiles. Intervenían también los obispos[*]: [Marginal: (* Ap.
n. 16-11.)] disposición no menos acomodada a las costumbres del
septentrión, transmitidas a la posteridad por la sencilla y correcta
pluma de César [*] [Marginal: (* Ap. n. 16-12.)] y por la tan vigorosa
de Tácito,[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-13.)] cuanto conforme al
predominio que en el antiguo mundo romano había adquirido el sacerdocio
después que Constantino había con su conversión afirmado el imperio de
la Cruz.
Inundada España por las huestes agarenas, y establecida en lo más del
suelo peninsular la dominación de los califas y de sus tenientes, como
igualmente la creencia del Corán, se alteraron o decayeron mucho en la
práctica las leyes admitidas en los concilios de Toledo y promulgadas
por los Euricos y Sisenandos. En el país conquistado prevaleció, de
consiguiente, sobre todo en lo criminal, la sencilla legislación de los
nuevos dueños; [Marginal: (* Ap. n. 16-14.)] decidiéndose los procesos
y las causas por medio de la verbal y expedita justicia del cadí o
de un alcalde particular,[*] siempre que no las cortaba el alfanje o
antojo del vencedor.
Pocos litigios en un principio debieron de suscitarse en las
circunscriptas y ásperas comarcas que los cristianos conservaron
libres; sujetándose probablemente el castigo de los delitos y crímenes
a la pronta y severa jurisdicción de los caudillos militares.
Ensanchado el territorio y afianzándose los nuevos estados de
Asturias, Navarra, Aragón y Cataluña, restableciéronse parte de las
usanzas y leyes antiguas, y se adoptaron poco a poco, con mayor o
menor variación, las reglas y costumbres feudales, introducidas con
especialidad en las provincias aledañas de Francia: tomando de aquí
nacimiento la jurisdicción que podemos llamar patrimonial.
Conforme a ella, nombraban los señores, las iglesias y los monasterios
o conventos, en muchos parajes, jueces de primera instancia y de
segunda, que no eran sino meros tenientes de los dueños, bajo el título
de alcaldes ordinarios y mayores, de bailes u otras equivalentes
denominaciones. El gobierno de reyes débiles, pródigos o menesterosos,
y las minoridades y tutorías acrecentaron extraordinariamente estas
jurisdicciones. De muy temprano se trató de remediar los males que
causaban, aunque sin gran fruto por largo tiempo. Las leyes de
Partida, como el Fuero Juzgo, no conocieron otra derivación de la
potestad judicial que la del monarca o la de los vecinos de los
pueblos, diciendo:[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-15.)] «Estos tales
[los juzgadores] non los puede otro poner si non ellos [emperadores
o reyes] o otro alguno a quien ellos otorgasen señaladamente poder
de lo fazer, por su carta o por su privillejo, o los que pusiesen
los menestrales...» Adviértase que esta ley llama privilegio a la
concesión otorgada a los particulares, y no así a la facultad de que
gozaban los menestrales de nombrar sus jefes en ciertos casos: lo
que muestra, para decirlo de paso, el respeto y consideración que ya
entonces se tenía en España a la clase media y trabajadora. Otra ley
[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-16.)] del mismo código dispone que si el
rey hiciere donación de villa o de castillo, o de otro lugar, «non se
entiende que él da ninguna de aquellas cosas que pertenecen al señorío
del regno señaladamente; así como moneda o justicia de sangre...» Y
añade que, aun en el caso de otorgar esto en el privilegio, «... las
alzadas de aquel logar deben ser para el rey que fizo la donación e
para sus herederos.» No obstante lo resuelto por esta y otras leyes, y
haberse fundado una protección especial sobre los vasallos dominicales,
creando jueces o pesquisidores que conociesen de los agravios, así en
los juicios como en la exacción de derechos injustos, continuaron los
señores ejerciendo la plenitud de su poder en materia de jurisdicción,
hasta el reinado de Don Fernando el V y de Doña Isabel su esposa.
Ceñidas entonces las sienes de estos monarcas con las coronas de
Aragón y Castilla, conquistada Granada, descubierto un Nuevo Mundo,
sobreviniendo de tropel tantos portentos, hacedero fue acrecer y
consolidar la potestad soberana y poner coto a la de los señores. El
sosiego público y el buen orden pedían semejante mudanza. Coadyuvaron
a ella el arreglo y mejoras que los mencionados reyes introdujeron
en los tribunales, la nueva forma que dieron al consejo real y la
creación de la suprema Santa Hermandad, magistratura extraordinaria
que entendiendo, por vía de apelación, en muchas causas capitales, dio
fuerza y unidad a las hermandades subalternas, y enfrenó a lo sumo
los desmanes y violencias que se cometían bajo el amparo de señores
poderosos, armados del capacete o revestidos del hábito religioso.
Jiménez de Cisneros, Carlos V, Felipe II ensancharon aún más la
autoridad y dominio de la corona. Lo mismo aconteció bajo los
reyes, sus sucesores, y bajo la estirpe borbónica: llegando a punto
que en 1808, si bien proseguían los señores nombrando jueces en
muchos pueblos, tenían los elegidos que estar dotados de cualidades
indispensables que exigían las leyes, sin que pudiesen conocer de otros
asuntos que de delitos o faltas de poca entidad y de las causas civiles
en primera instancia, quedando siempre el recurso de apelación a las
audiencias y chancillerías.
Aunque tan menguadas las facultades de los señores en esta parte, claro
era que aun así debían desaparecer los señoríos jurisdiccionales,
siendo conveniente e inevitable uniformar en toda la monarquía la
administración de justicia.
En cuanto a derechos, prestaciones y privilegios exclusivos, había
mucha variedad y prácticas extrañas. Abolidos los señoríos, de suyo lo
estaban las cargas destinadas a pagar los magistrados y dependientes
de justicia que nombraban los antiguos dueños. La misma suerte tenía
que caber a toda imposición o pecho que sonase a servidumbre, no
debiendo sin embargo confundirse, como querían algunos, el verdadero
feudo con el foro o enfiteusis, pues aquel consiste en una prestación
de mero vasallaje, y el último se reduce a un censo pagado por tiempo
o perpetuamente en trueque del usufructo de una propiedad inmueble.
Servidumbre, por ejemplo, era _la luctuosa_, según la cual a la muerte
del padre recibía el señor la mejor prenda o alhaja, añadiéndose al
quebranto y duelo la pérdida de la parte más preciosa del haber o
hacienda de la familia. Igualmente aparecía carga pesada, y aún más
vergonzosa, la que pagaba un marido por gozar libremente del derecho
legítimo que le concedían sobre su esposa el contrato y la bendición
nupcial. Tan fea y reprensible costumbre no se conservaba en España
sino en parajes muy contados: más general había sido en Francia, dando
ocasión a un rasgo festivo de la pluma de Montesquieu,[*] [Marginal: (*
Ap. n. 16-17.)] en obra tan grave como lo es el Espíritu de las Leyes.
No le imitaremos, si bien prestaba a ello ser los monjes de Poblet los
que todavía cobraban en la villa de Verdú 70 libras catalanas al año
en resarcimiento de uso tan profano, y conocido por nuestros mayores
bajo el significativo nombre de derecho de _pernada_. Los privilegios
exclusivos de hornos, molinos, almazaras, tiendas, mesones, con otros,
y aun los de pesca y caza en ciertas ocasiones, debían igualmente ser
derogados como dañosos a la libertad de la industria y del tráfico,
y opuestos a los intereses y franquezas de los otros ciudadanos. Mas
también exigía la equidad que, así en esto como en lo de alcabalas,
tercias y otras adquisiciones de la misma naturaleza, se procurase
indemnizar en cuanto fuese permitido y en señaladas circunstancias
a los actuales dueños de las pérdidas que con la abolición iban a
experimentar. Pues reputándose los expresados privilegios y derechos
en los tiempos en que se concedieron por tan legítimos y justos como
cualquiera otra propiedad, recia cosa era que los descendientes de
un Guzmán el Bueno, a quien, en remuneración de la heroica defensa
de Tarifa se hizo merced del goce exclusivo del almadraba o pesca
del atún en la costa de Conil, resultasen más perjudicados por las
nuevas reformas que la posteridad de alguno de los muchos validos que
recibieron, en tiempo de su privanza, tierras u otras fincas, no por
servicios, sí por deslealtades o por cortesanas lisonjas. El distinguir
y resolver tantos y tan complicados casos ofrecía dificultades que no
allanaban ni las pragmáticas, ni las cédulas, ni las decisiones, ni
las consultas que al intento y en abundancia se habían promulgado o
extendido en los gobiernos anteriores; por lo que menester se hacía
tomar una determinación, en la cual, respetando en lo posible los
derechos justamente adquiridos de los particulares, se tuviese por
principal mira y se prefiriese a todo la mayor independencia y bien
entendida prosperidad de la comunidad entera.
Venía después de las jurisdicciones feudales y de los derechos y
privilegios anexos a ellas, el examen del punto, aún más delicado, de
los bienes raíces o fincas enajenadas de la corona. Cuando la invasión
de las naciones septentrionales en la península española, dividieron
los conquistadores el territorio en tres partes, reservándose para sí
dos de ellas, y dejando la otra a los antiguos poseedores. Destruyeron
los árabes o alteraron semejante distribución, de la que sin duda
hasta el rastro se había perdido al tiempo de la reconquista de los
cristianos. Y, por tanto, no siendo posible, generalmente hablando,
restituir las propiedades a los primitivos dueños, pasaron aquellas a
otros nuevos, y se adquirieron: 1.º, por repartimiento de conquista;
2.º, por derecho de población o cartas pueblas; 3.º, por donaciones
remuneratorias de servicios eminentes; 4.º, por dádivas que dispensaron
los reyes, llevados de su propia ambición o mero antojo, y por
enajenación con pacto de _retro_: 5.º, por compras u otros traspasos
posteriores.
Justísima y gloriosa la empresa que llevaron a cima nuestros abuelos
de arrojar a los moros del suelo patrio, nadie podía disputar a los
propietarios de la primera clase el derecho que se derivaba de aquella
fuente. Tampoco parecía estar sujeto a duda el de los que le fundaban
en cartas pueblas, concedidas por varios príncipes a señores, iglesias
y monasterios, para repoblar y cultivar yermos y terrenos que quedaron
abandonados de resultas de la irrupción árabe, y de las guerras y
otros acontecimientos que sobrevinieron. Solo podía exigirse en
estas donaciones el cumplimiento de las cláusulas bajo las cuales se
otorgaron, mas no otra cosa.
Respetaban todos las adquisiciones de bienes y fincas que procedían
de servicios eminentes, o de compras y otros traspasos legales. No
así las enajenaciones de la corona hechas con pacto de _retro_ por la
sola y antojadiza voluntad de los reyes, inclinándose muchos a que
se incorporasen a la nación del mismo modo que antes se hacía a la
corona; doctrina esta antigua en España, mantenida cuidadosamente por
el fisco, y apoyada en general por el consejo de hacienda, que a veces
extendía sus pretensiones aún más lejos. La fomentaron casi todos los
príncipes,[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-18.)] y apenas se cuenta uno de
los de Aragón o Castilla que, habiendo cedido jurisdicciones, derechos
y fincas, no se arrepintiese en seguida y tratase de recuperarlas a la
corona.
Pero no era fácil meterse ahora en la averiguación del origen de
dichas propiedades, sin tocar al mismo tiempo al de todas las otras.
Y, ¿cómo entonces no causar un sacudimiento general, y excitar temores
los más fundados en todas las familias? Por otra parte, el interés
bien entendido del estado no consiste precisamente en que las fincas
pertenezcan a uno u a otro individuo, sino en que reditúen y prosperen,
para lo que nada conduce tanto como el disfrute pacífico y sosegado de
la propiedad. Los sabios y cuerdos representantes de una nación huyen
en materias tales de escudriñar en lo pasado: proveen para lo porvenir.
No se apartaron de esta máxima en el asunto de que vamos tratando las
cortes extraordinarias. Dio principio a la discusión en 30 de marzo
Don Antonio Lloret, diputado por Valencia y natural de Alberique,
pueblo que había traído continuas reclamaciones contra los duques del
Infantado, formalizando dicho señor una proposición bastantemente
racional dirigida a que [*] [Marginal: (* Ap. n. 16-19.)] «se
reintegrasen a la corona todas las jurisdicciones, así civiles como
criminales, sin perjuicio del competente reintegro o compensación a los
que las hubiesen adquirido por contrato oneroso o causa remuneratoria.»
Apoyaron al señor Lloret varios otros diputados, y pasó la propuesta
a la comisión de constitución. Renovola en 1.º de junio y le dio
más ensanches el señor Alonso y López, diputado por Galicia, reino
aquejado de muchos señoríos, pidiendo que, además del ingreso en
el erario, mediante indemnización de ciertos derechos, como tercias
reales, alcabalas, yantares,[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-20.)] etc. «se
desterrase sin dilación del suelo español y de la vista del público
el feudalismo visible de horcas, argollas y otros signos tiránicos e
insultantes a la humanidad, que tenía erigido el sistema feudal en
muchos cotos y pueblos...»
Mas como indicaba que para ello se instruyese expediente por el
consejo de Castilla y por los intendentes de provincia, levantose
el señor García Herreros y enérgicamente expresó:[*] [Marginal: (*
Ap. n. 16-21.)] «Todo eso es inútil... En diciendo, _abajo todo,
fuera señoríos y sus efectos_, está concluido... No hay necesidad de
que pase al consejo de Castilla, porque si se manda que no se haga
novedad hasta que se terminen los expedientes, jamás se verificará.
Es preciso señalar un término, como lo tienen todas las cosas, y no
hay que asustarse con la medicina, porque en apuntando el cáncer hay
que cortar un poco más arriba.» Arranque tan inesperado produjo en las
cortes el mismo efecto que si fuese una centella eléctrica, y pidiendo
varios diputados a Don Manuel García Herreros que fijase por escrito su
pensamiento, animose dicho señor, y diole sobrada amplitud, añadiendo
«a la incorporación de señoríos y jurisdicciones la de posesiones,
fincas y todo cuanto se hubiese enajenado o donado, reservando a los
poseedores el reintegro a que tuviesen derecho...» Modificó después sus
proposiciones, que corrigió también la misma discusión.
Empezó esta el 4 del citado junio, leyéndose antes una representación
de varios grandes de España en la que, en vez de limitarse a reclamar
contra la demasiada extensión de la propuesta hecha por el señor García
Herreros, entrometíanse aquellos imprudentemente a alegar en su favor
razones que no eran del caso, llegando hasta sustentar privilegios
y derechos los más abusivos e injustos. Lejos de aprovecharles tan
inoportuno paso, dañoles en gran manera. Por fortuna hubo otros grandes
y señores que mostraron mayor tino y desprendimiento.
La discusión fue larga y muy detenida, prolongándose hasta finalizar
el mes. Puede decirse que en ella se llevó la palma el señor García
Herreros, quien con elocución nerviosa, a la que daba fuerza lo
severo mismo y atezado del rostro del orador, exclamaba en uno de sus
discursos: «¿Qué diría de su representante aquel pueblo numantino
[llevaba la voz de Soria, asiento de la antigua Numancia], que por
no sufrir la servidumbre quiso ser pábulo de la hoguera? Los padres
y tiernas madres que arrojaban a ella sus hijos, ¿me juzgarían digno
del honor de representarlos, si no lo sacrificase todo al ídolo de la
libertad? Aún conservo en mi pecho el calor de aquellas llamas, y él
me inflama para asegurar que el pueblo numantino no reconocerá ya más
señorío que el de la nación. Quiere ser libre, y sabe el camino de
serlo.»
En los debates no se opuso casi ningún diputado a la abolición de lo
que realmente debía entenderse por reliquias de la feudalidad. Hubo
señores que propendieron a una reforma demasiado amplia y radical, sin
atender bastante a los hábitos, costumbres y aun derechos antiguos,
al paso que otros pecaron en sentido contrario. Adoptaron las cortes
un medio entre ambos extremos. Y después de haberse empezado a votar
el 1.º de julio ciertas bases que eran como el fundamento de la medida
final, se nombró una comisión para reverlas y extender el conveniente
decreto. Promulgose este con fecha de 6 de agosto,[*] [Marginal: (*
Ap. n. 16-22.)] concebido en términos juiciosos, si bien todavía dio
a veces lugar a dudas. Abolíanse en él los señoríos jurisdiccionales,
los dictados de vasallo y vasallaje, y las prestaciones así reales
como personales del mismo origen: dejábanse a sus dueños los señoríos
territoriales y solariegos en la clase de los demás derechos de
propiedad particular, excepto en determinados casos, y se destruían los
privilegios llamados exclusivos, privativos y prohibitivos, tomándose
además otras oportunas disposiciones.
Con la publicación del decreto mucho ganaron en la opinión las cortes,
cuyas tareas en estos primeros meses de sesiones en Cádiz no quedaron
atrás por su importancia de las emprendidas anteriormente en la Isla de
León.
[Marginal: Primeros trabajos que se presentan a las cortes sobre
constitución.]
Mirábase como la clave del edificio de las reformas la constitución
que se preparaba. Los primeros trabajos presentáronse ya a las cortes
el 18 de agosto, y no tardaron en entablarse acerca de ellos los
más empeñados y solemnes debates. Lo grave y extenso del asunto nos
obliga a no entrar en materia hasta uno de los próximos libros que
destinaremos principalmente a tan esencial y digno objeto.
[Marginal: Ofrecen los ingleses su mediación para cortar las
desavenencias de América.]
También empezaron entonces a tratar en secreto las cortes de un negocio
sobradamente arduo. Había la regencia recibido una nota del embajador
de Inglaterra, con fecha de 27 de mayo, incluyéndose en ella un pliego
de su hermano el marqués de Wellesley, de 4 del mismo mes, en cuyo
contenido, después de contestar a varias reclamaciones fundadas del
gabinete español sobre asuntos de ultramar, se añadía, como para mayor
satisfacción,[*] [Marginal: (* Ap. n. 16-22 bis.)] «que el objeto del
gobierno de S. M. B. era el de reconciliar las posesiones españolas
de América con cualquier gobierno [obrando en nombre y por parte de
Fernando VII] que se reconociese en España...» Encargándose igualmente
al mismo embajador que promoviese «con urgencia la oferta de la
mediación de la Gran Bretaña, con el objeto de atajar los progresos de
aquella desgraciada guerra civil, y de efectuar a lo menos un ajuste
temporal que impidiera, mientras durase la lucha con la Francia,
hacer un uso tan ruinoso de las fuerzas del imperio español...» Se
entremezclaban estas propuestas e indicaciones con otras de diferente
naturaleza, relativas al comercio directo de la nación mediadora con
las provincias alteradas, como medio el más oportuno de facilitar su
pacificación; pero manifestando al mismo tiempo que la Inglaterra no
interrumpiría en ningún caso sus comunicaciones con aquellos países.
Pidió además el embajador inglés que se diese cuenta a las cortes de
este negocio.
Obligada estaba a ello la regencia, careciendo de facultades
para terminar en la materia tratado ni convenio alguno; y en su
consecuencia pasó a las cortes el ministro de estado el día 1.º de
junio, y leyó en sesión secreta una exposición que a este propósito
había extendido.
Nada convenía tanto a España como cortar luego y felizmente las
desavenencias de América, y sin duda la mediación de Inglaterra
presentábase para conseguirlo como poderosa palanca. Pero variar de un
golpe el sistema mercantil de las colonias era causar, por de pronto
y repentinamente, el más completo trastorno en los intereses fabriles
y comerciales de la península. Aquel sistema habíanle seguido, en sus
principales bases, todas las naciones que tenían colonias, y sin tanta
razón como España, cuyas manufacturas más atrasadas imperiosamente
reclamaban, a lo menos por largo tiempo, la conservación de un
mercado exclusivo. Sin embargo las cortes acogiendo la oferta de la
Inglaterra, ventilaron y decidieron la cuestión en este junio bastante
favorablemente. Omitimos en la actualidad especificar el modo y los
términos en que se hizo, reservándonos verificarlo con detenimiento en
el año próximo, durante el cual tuvo remate este asunto, si bien de un
modo fatal e imprevisto.
[Marginal: Tratos con Rusia.]
Por el mismo tiempo en que ahora vamos, se entabló otra negociación
muy sigilosa y propia solo de la competencia de la potestad ejecutiva.
Don Francisco Cea Bermúdez había pasado a San Petersburgo en calidad
de agente secreto de nuestro gobierno, y en junio, de vuelta a Cádiz,
anunció que el emperador de Rusia se preparaba a declararse contra
Napoleón, pidiendo únicamente a España que se mantuviese firme por
espacio de un año más. Despachó otra vez la regencia a Cea con amplios
poderes para tratar, y con repuesta de que no solo continuaría el
gobierno defendiéndose el tiempo que el emperador deseaba, sino mucho
más y en tanto que existiese, porque prescindiendo de ser aquella su
invariable y bien sentida determinación, tampoco podría tomar otra,
exponiéndose a ser víctima del furor del pueblo siempre que intentase
entrar en composición alguna con Napoleón o su hermano. Partió Cea,
y viéronse a su tiempo cumplidos pronósticos tan favorables. Bien se
necesitó para confortar los ánimos de los calamitosos desastres que
experimentaron nuestras armas al terminarse el año.
[Marginal: Sucesos militares.]
La campaña cargó entonces de recio contra el levante de la península,
llevando el principal peso de la guerra los españoles. Y del propio
modo que los aliados escarmentaron y entretuvieron en el occidente
de España durante los primeros meses de 1811 la fuerza más principal
y activa del ejército enemigo, así también en el lado opuesto, y en
lo que restaba de año, distrajeron los nuestros exclusivamente gran
golpe de franceses, destinados a apoderarse de Valencia y exterminar
las tropas allí reunidas, las que, si bien deshechas en ordenadas
batallas, incansables según costumbre y felices a veces en parciales
reencuentros, dieron vagar a Lord Wellington, como las otras partidas y
demás fuerzas de España, para que aguardase tranquilo y sobre seguro el
sazonado momento de atacar y vencer a los enemigos.
[Marginal: Expedición de Blake a Valencia.]
Luego que hubo el general Blake abandonado el condado de Niebla,
determinó pasar a Valencia, asistido del ejército expedicionario,
ya para proteger aquel reino, muy amenazado después de la caída de
Tarragona, ya para distraer por levante las fuerzas de los franceses.
Íbale bien semejante plan a Don Joaquín Blake, mal avenido con el
imperioso desabrimiento de Lord Wellington, a quien tampoco desagradaba
mantener lejos de su persona a un general en gran manera autorizado
como presidente de la regencia de España, y de condición menos blanda y
flexible que Don Francisco Javier Castaños.
[Marginal: Facultades que se otorgan a Blake.]
Necesitó Blake del permiso de las cortes para colocarse a la cabeza de
la nueva empresa. Obtúvole fácilmente, y la regencia, dando a dicho
general poderes muy amplios, puso bajo su mando las fuerzas del 2.º y
3.º ejércitos con las de las partidas que dependían de ambos, y además
las tropas expedicionarias.
[Marginal: Desembarca en Almería.]
Se componían estas de las divisiones de los generales Zayas y
Lardizábal, y de la caballería a las órdenes de Don Casimiro Loy, de 9
a 10.000 hombres en todo. Aportaron a Almería el 31 de julio, y tomaron
pronto tierra, excepto la artillería y parte de los bagajes, que fueron
a desembarcar a Alicante. En seguida, y de paso para su destino,
[Marginal: Incorpóranse las tropas de la expedición momentáneamente
con el tercer ejército.] se incorporaron aquellas momentáneamente con
el tercer ejército, que, al mando de Don Manuel Freire, ocupaba las
estancias de la Venta del Baúl, teniendo fuerzas destacadas por su
derecha e izquierda. Permaneció allí hasta el 7 de agosto Don Joaquín
Blake, día en que partió camino de Valencia, anticipándose a sus
divisiones con objeto de preparar y reunir los medios más oportunos de
defensa.
[Marginal: Operaciones de ambas fuerzas reunidas.]
Delante de Freire alojábase el general Leval, que regía el 4.º cuerpo
francés, bastante apurado por el brío que en su derredor había cobrado
el ejército español y los partidarios. Esto y el temor que inspiraba
el movimiento de las fuerzas expedicionarias impelió al mariscal Soult
a marchar en auxilio de Granada, maniobrando de modo que pudiese
envolver y aniquilar al ejército español. [Marginal: Medidas que toma
Soult.] Con este propósito ordenó al general Godinot que, en la noche
del 6 al 7 de agosto, cayese con su división, compuesta de unos 4000
hombres y 600 caballos, sobre Baeza, y ciñese y abrazase la derecha de
los españoles que, al cargo de Don Ambrosio de la Cuadra, permanecía
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