El Escuadrón del Brigante - 08

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Hay gente que supone que en el día no puede ocurrir nada extraordinario
ni original. Para muchos, la extraordinariez y la originalidad no se
encuentran mas que en las cosas pasadas.
Lo que ha ocurrido ya, para los que piensan tener toda la ciencia
en el bolsillo, además de original y raro, les parece necesario y
lógico. ¿Pero no les parecería igualmente lógico si hubiera ocurrido lo
contrario?
Respecto á la originalidad, es indudable que si alguno pudiera ver las
acciones de los hombres en conjunto, las encontraría todas iguales;
pero, en realidad, no lo son, como no lo son las hojas de un mismo
árbol.
Yo por mi parte y fuera de esto creo que basta el sentimiento íntimo de
que lo que uno hace es espontáneo y original para que lo sea.
El Brigante era un poco inclinado al fatalismo, doctrina quizá buena
para un filósofo, pero mala para un hombre de acción.
Yo intentaba demostrar que debíamos hacer algo fuera de todos los
hábitos rutinarios de los demás.
El Brigante me oía sin replicar.
--Si tuviéramos mil hombres dirigidos por ti--decía yo--, podríamos dar
batallas verdaderas.
El Brigante se quedaba ensimismado.
--Aunque tuviéramos quinientos, ¿eh?
Poco á poco me aventuré á hablar más claro, y le dije que debíamos
abandonar á Merino.
--¿Y qué vamos á hacer?
Este era el problema. Lo más fácil hubiera sido dejar la partida y
entrar en el ejército regular; pero al Brigante y á mí no nos gustaba
estar sometidos á ser siempre peones. Queríamos conservar nuestra
independencia, y la vida aventurera y cambiante nos parecía mejor que
la reglamentada.
Sentíamos también los guerrilleros un poco de desprecio por las
paradas y las batallas de bandera y música. La disciplina estrecha, la
burocracia militar, el cuartel; todo esto nos parecía repugnante.
Ser guerrillero y pelear y matar está bien; ser militar para andar
probando ranchos y acompañando procesiones es cosa ridícula.
El proyecto de incorporarnos al ejército regular, por difícil y poco
halagüeño lo abandonamos.
Desechado esto, discutimos la posibilidad de desertar con el escuadrón
ó con parte de él, internarnos en la Rioja ó en Burgos y formar partida
independiente.
En el caso de querer incorporarnos á otra partida, las teníamos
cerca. Mina guerreaba en Navarra; Jáuregui, en Guipúzcoa; Renovales y
Campillos, en Aragón; Longa, en Alava y en la ribera del Ebro; y el
Empecinado, en la Alcarria.
El Brigante me oyó, y como, á pesar de su valor, era hombre prudente,
me dijo:
--Hay que esperar la ocasión. Y ten cuidado, Eugenio; otro te puede
escuchar como yo, y luego ir con el cuento... Y ya sabes lo que te
espera.
El Brigante tenía razón. Había que esperar. Yo lo comprendía, pero me
impacientaba.

LAS SIMPATÍAS DE NUESTRA GENTE
Comencé á explorar el ánimo de mis guerrilleros, y me encontré
sorprendido al notar que todos eran más partidarios de Merino que del
Brigante.
El valor, la audacia del jefe de nuestro escuadrón no producía efecto
en nuestras huestes.
Es terrible esto de no poder arrastrar á nadie. De contar con los
ciento cincuenta hombres del escuadrón, se hubiera podido hacer algo;
pero los guerrilleros eran, ante todo y sobre todo, incondicionales del
cura.
El pueblo tiene su instinto que le sirve de lógica. En nosotros, en
el Brigante, en Lara, en el Tobalos y en mí, veían algo extraño: una
tendencia á sacar las cosas de sus cauces naturales llevándolas por
otros caminos, una inclinación á no seguir los usos sancionados y un
desdén por sus hábitos de crueldad.
Los guerrilleros nos consideraban como gente extranjerizada.
En cambio, Merino era de los suyos, discurría como ellos, pensaba como
ellos, equiparaba la crueldad con el valor. Era un campesino hecho jefe.
Al comprobar esto me desesperé.
¡Qué ocurrencia la mía de ir á Burgos y unirme con Merino!
Habiendo guerrilleros vascos célebres, Mina y Renovales que eran
navarros, Jáuregui guipuzcoano, y Longa vizcaíno, tres de ellos muy
liberales, la suerte hacía que yo, vasco y liberal, me uniera á un
castellano absolutista.
Después, en el transcurso de mi vida, el haber estado á las órdenes de
Merino fué un obstáculo para mis planes.
Si en la conversación se hablaba de los sucesos del año 8 al 14 y yo
daba detalles, me preguntaban:
--¿Es que estuvo usted en la guerra de la Independencia?
Yo contestaba que sí.
Era para mí un gran honor.
--¿Con quién?--me preguntaban.
--Con el cura Merino.
Y todo el que me oía creía que era un absolutista.
El general Mina, hombre intransigente y algo arbitrario, nunca se fió
de mí, sólo por eso. Varias veces dijo á algunos amigos suyos y míos
que bastaba que yo hubiese guerreado con Merino para que no creyese en
la sinceridad de mis ideas liberales.


LIBRO CUARTO
LA EMBOSCADA DE HONTORIA


I
DOÑA MARIQUITA LA DE BARBADILLO

Cuando se va de Salas de los Infantes á Burgos, á la izquierda del
camino, en un valle poco fértil, se ve una aldea bastante grande, de
esas aldeas serranas que parecen montón confuso de piedras negruzcas y
de tejados color de sangre.
Esa aldea es Barbadillo del Mercado.
Barbadillo está al pie de una montaña desnuda y gris, pared plomiza
poblada por matorrales y carrascas que después se une con la peña de
Villanueva.
La mayoría de las casas de Barbadillo son pequeñas y miserables; pero
tiene también el pueblo algunas grandes, antiguas y cómodas.
En una de ellas estuve yo viviendo varias semanas con licencia por
enfermo. Padecía un reumatismo febril, á consecuencia de la vida á la
intemperie y de la humedad.
Como los guerrilleros teníamos buenos amigos, fuí alojado en casa de
don Ramón Saldaña, administrador de Rentas del pueblo.
Los primeros días estuve en cama, mirando tristemente desde la ventana
los tejados rojos y llenos de piedras y las chimeneas puntiagudas de
Barbadillo.
Pronto pude levantarme y andar, aunque renqueando, y la vida se hizo
para mí agradable.
El administrador don Ramón, el dueño de la casa, un muchacho joven
recién casado, se manifestaba patriota entusiasta.
Su mujer, doña Mariquita, tenía gracia y simpatía para volver loco
á cualquiera. Era una morena con grandes ojos negros y unos lunares
subversivos.
Yo le decía muchas veces:
--Mire usted, doña Mariquita, no se ponga usted esos lunares. Porque
eso es ya provocar.
--¡Si no me los pongo--! decía ella riendo--. Son naturales.
--¿De verdad? ¿De verdad?
--De verdad.
--Pues yo creía que se los ponía usted para hacer la desesperación de
los hombres.
Ella se reía. Doña Mariquita mandaba en la casa, hacía lo que le daba
la gana, pero contando con su marido. Doña Mariquita era de una familia
rica de Barbadillo y tenía una hermana menor, Jimena, una preciosidad.
Algunas noches iba Jimena á casa de doña Mariquita, y yo pedía permiso
para callar y estar admirándola.
Ella sonreía. Jimena era una mujer verdaderamente arrogante; tenía el
perfil casi griego, el mentón fuerte y las cejas algo unidas. Esto daba
á su fisonomía un carácter de energía y de firmeza.
Yo me figuraba siempre á Jimena con una espada flamígera en la mano,
representando la Ley, la Justicia ó alguna otra de esas concepciones
severas é implacables.
A pesar de su aspecto imponente, era la muchacha sencilla y tímida.
Mi escuadrón, por entonces, estaba en Barbadillo, y el Brigante, con
el pretexto de verme, solía ir por las noches de visita á casa del
administrador.
El Brigante y Fermina la Navarra llegaron á ser contertulios asiduos de
la casa.
Juan Bustos se iba enamorando de Jimena por momentos.
Ella parecía mirarle también con simpatía.
Juan me pidió que consultara á doña Mariquita si la familia acogería
con agrado el que él se dirigiera á Jimena, y doña Mariquita me
contestó que creía que Jimena era un poco fría y desdeñosa; pero que si
el Brigante sabía conquistarla, ni su marido ni ella pondrían obstáculo
alguno al matrimonio.
Estábamos pensando en estos amores (yo me encontraba ya bueno), cuando
una noche se presentó en nuestra tertulia don Jerónimo Merino.
Nos dijo que acababa de recibir una carta del director diciéndole
que tenía alojado en su casa, en Burgos, á un coronel de caballería
imperial.
Este coronel, recién venido á la ciudad castellana iba á ser enviado á
operar á la sierra con una columna bastante grande.
Merino contó esto sin más comentario; pero se comprendió que tenía algo
más que añadir, que estaba tramando otra cosa.
Después de un largo silencio nos dijo:
--La cuestión sería saber qué propósitos tiene ese coronel francés.
--¿Y eso cómo se podría averiguar?--preguntó Fermina la Navarra.
El cura quedó pensativo, y de pronto, dirigiéndose á doña Mariquita y á
Fermina, exclamó:
--¿Ustedes no se atreverían á ir á Burgos á casa del director?
Este era el pensamiento de Merino desde que había llegado; pero, como
siempre, había ido guardándoselo hasta encontrar el momento oportuno de
expresarlo.
--Yo, por mi parte, sí--contestó Fermina la Navarra.
--Yo también--repuso doña Mariquita.
--¿Qué pretexto podrían ustedes llevar?
--Me pueden acompañar á mí, que voy á Burgos á que me vea un
médico--indiqué yo.
--¡Hombre! Es verdad. Este pisaverde siempre tiene salida--dijo
Merino--. Muy bien.
Se decidió que durante el viaje y la estancia en Burgos yo sería
hermano de doña Mariquita y marido de Fermina.
Ellas vestirían de serranas; yo, de aldeano acomodado.
Se hicieron los preparativos, y á la mañana siguiente salimos los tres
en un birlocho.
Por la tarde llegamos á Burgos.

BURGOS BAJO EL DOMINIO FRANCÉS
Burgos, en esta época, abandonado por casi todo el vecindario rico,
presentaba un aspecto triste de soledad y miseria. El pueblo entero
era una cloaca infecta; el hambre, la ruina, la desesperación se
enseñoreaban por todas partes.
Tres pies de inmundicia llenaban las calles; para pasar de una acera á
otra los vecinos abrían zanjas con el pico y con la azada.
Los hospitales se hallaban atestados de heridos y convalecientes, y
á pesar de que casi todos morían, las camas vacantes se llenaban en
seguida y no se encontraba sitio en las salas.
Doña Mariquita, Fermina y yo fuimos los tres á parar á casa del
director. A doña Mariquita y á Fermina las pusieron en un cuarto, y á
mí en otro.
Para cubrir el expediente, yo llamé á un médico, á pesar de que ya
estaba bien, y me dispuse á seguir su tratamiento, ó, por lo menos, á
decir que lo seguía, y fuí á la botica por las medicinas que me recetó.
En Burgos, entonces, se hablaba á todas horas del general en jefe conde
de Dorsenne y de su mujer.
Dorsenne era la representación más acabada del general del Imperio. Se
mostraba fatuo, orgulloso, falso y, sobre todo, cruel.
Era muy petulante. Se firmaba unas veces: conde de Dorsenne, coronel
general de la caballería de granaderos de la Guardia Imperial, y en
los edictos y proclamas se llamaba jefe del ejército del Norte, de
guarnición en Burgos.
El conde de Dorsenne daba todos los días el espectáculo de su persona á
los buenos burgaleses. Se paseaba por el Espolón con sus ayudantes. Le
gustaba atraer todas las miradas.
Realmente, tenía una gran figura. Era alto, de colosal estatura, y
quería parecer más alto aún, para lo cual llevaba grandes tacones y un
morrión de dos palmos lo menos.
Tenía Dorsenne un rostro perfecto, ojos negros, nariz griega. Iba
completamente afeitado, y llevaba el pelo largo con bucles.
Le encantaban los perfumes; luego, años después, se dijo que había
muerto de un envenenamiento producido por ellos, aunque parece que la
causa de su muerte fué un absceso del cerebro.
El conde se cuidaba como una damisela. Vestía á la polaca, con todo
el oro posible; llevaba los dedos llenos de alhajas, y las muñecas de
pulseras.
Montado á caballo, con la larga cabellera al viento, parecía un
emperador asiático.
Según decían los oficiales, su tocado retrasaba muchas veces dos horas
la marcha de las tropas.
Madama Dorsenne brillaba con tanta luz como su arrogante esposo; había
tomado también en serio la misión de dejar estupefactos á los sencillos
burgaleses con sus joyas, sus vestidos y sus salidas de tono. Su salón
era el punto de cita de la elegancia de Burgos.
Hablaba madama Dorsenne con gran libertad; pretendía demostrar que
una condesa-generala podía decir cuanto se le ocurriera sin ser nunca
impertinente.
Un día preguntó á una señora española si no tenía hijos.
--No--contestó ella--; hace ocho años que estoy casada, y Dios no nos
ha querido dar descendencia.
--¿Y le gustaría á usted tener hijos?
--¡Oh, muchísimo!
--Entonces... ya que no sirve su marido, ¿por qué no cambia usted de
hombre?
La pobre señora quedó espantada.
Dorsenne y su mujer viajaban escoltados por regimientos. Un día, de
calor horrible, la generala mandó al cochero que los caballos de su
carretela marcharan al paso en el camino de Burgos á Torquemada, con
lo cual tuvieron que ir á la enfermería más de cincuenta soldados,
enfermos de insolación y de congestiones cerebrales.
Los oficiales franceses decían que la brillante carrera de Dorsenne se
debía á las mujeres, sobre todo, á madama D' Orsay.
De esta madama había sido Dorsenne su monsieur Pompadour durante algún
tiempo.

LOS PROCEDIMIENTOS DE DORSENNE
Dorsenne era uno de tantos generales ineptos con que cuenta todo
ejército, aun el más seleccionado, como el de Napoleón.
Realmente, los jefes que envió á España Bonaparte con el ejército
imperial se distinguían, muchos, como valientes; algunos, Soult, Suchet
y Massena, como buenos estratégicos; pero en política, no hubo uno que
dejara de ser una perfecta nulidad.
Además, todos ellos trascendían á cuartel que apestaban. A pesar de sus
títulos, perfumes, bordados de oro y penachos, se veía siempre en ellos
al soldadote cerril.
El francés, que es capaz de inventar en las ciencias y de trabajar como
excelente obrero en las artes y en la industria, no tiene la curiosidad
generosa necesaria para entender á los demás pueblos. En esto no se
parece en nada al ateniense ni al romano. Al francés no le interesa mas
que su Francia y su París.
Es, naturalmente, _casanier_, como dicen ellos.
Sólo así se explica el fracaso de la dinastía de Bonaparte en España.
Dorsenne, que no sabía atraerse á la gente, consideró el súmmun de
su política la crueldad. Llevado por este sistema radical y sumario,
ahorcaba á cuanto aldeano se encontraba en el campo por delaciones y
vagas sospechas de relación con los guerrilleros.
Cuando consideraba la complicidad evidente ó suponía era necesario un
escarmiento, mandaba colgarlos de antemano por los pulgares.
En la orilla izquierda del Arlanzón había mandado levantar en una
colina tres horcas, y este Calvario era el sitio elegido para las
ejecuciones por el bello Poncio francés.
Decía la gente del pueblo que le gustaba á Dorsenne ver desde su casa
tres cuerpos de patriotas colgando, quizá por razón de ese amor á la
simetría, á la cual rinde culto el alma francesa desde los tiempos de
Racine. Una mañana el conde vió que faltaba un ahorcado en el cerro
de las ejecuciones, quizá comido por los cuervos ó devorado por los
gusanos, é inmediatamente envió á un oficial suyo con orden de que
sacase un preso de la cárcel y lo mandara colgar en la horca vacante
que por clasificación le correspondía.
Dorsenne quería que los árboles próximos á Burgos ofrecieran á los
ojos del caminante, como frutos de la insurrección, los cuerpos de los
campesinos colgados.
Los guerrilleros, para completar la flora peninsular, junto al árbol
adornado con españoles ofrecían el engalanado por los soldados
franceses.
Uno y otro árbol, en las noches calladas, debían comunicarse sus
quejas, arrancadas por el viento, y el perfume pestilente de sus frutos
podridos.

EL DEMONIO
Un oficial de quien se hablaba mucho en Burgos, por escandaloso é
impío, era un capitán á quien llamaban el Demonio.
El Demonio se manifestaba anticatólico furioso. Un día, el día de
Pascua, entró en la catedral, se santiguó y se colocó delante del altar
mayor. Comenzó la misa, y el Demonio se puso á cantar con los curas,
luciendo su voz, que hacía retemblar las vidrieras de la catedral.
Otro día se empeñó en subir al púlpito, asegurando que tenía que
predicar la vida y milagros de San Napoleón Bonaparte.
Con las atrocidades de Dorsenne y las bromas del Demonio, Burgos entero
estaba horrorizado. Probablemente, los burgaleses se espantaban más
de las impiedades del Demonio que de las suspensiones ordenadas por
Dorsenne, porque el hombre es bastante absurdo para dar más importancia
á los ídolos que inventa él, que no á la vida que le crea y le
sostiene.


II
LA COQUETERÍA DE DOÑA MARIQUITA

Al día siguiente de llegar á Burgos estaba yo hablando con el director
en su despacho, cuando se presentó el coronel de caballería alojado en
su casa.
Monsieur Charles Bremond era un normando de unos treinta á treinta y
cinco años, alto, rojo, fuerte, guapo mozo, si no hubiera trascendido
tanto á cuerpo de guardia. El director, Bremond y yo estuvimos hablando
un momento.
En esto se presentó la familia del director, en compañía de doña
Mariquita y Fermina, las dos vestidas de serranas, con refajo corto de
color, pañoleta y moño de picaporte.
El coronel Bremond se quiso mostrar ante las dos serranas gracioso y
amable.
Sabía algo de castellano, y hablando despacio se podía explicar.
Doña Mariquita supo contestar, unas veces desdeñosamente, otras con
burlas, y siempre con coquetería, al francés.
Al terminar la comida, el coronel se levantó y se fué á tomar café á
casa del conde de Dorsenne.
Cuando nos quedamos solos, el director dijo á la de Barbadillo;
--Ha hecho usted en el coronel un efecto terrible. No nos vaya usted,
doña Mariquita, á hacernos traición y á pasarse á los franceses.
--Es la influencia de los lunares--dije yo--. Esos lunares no debían
ser permitidos.
--¡Bah!--replicó ella riendo--. No tengan ustedes cuidado. No cambio mi
serrano por el francés más guapo del mundo. Si alguna vez, ¡Dios no lo
quiera!, engaño á mi marido, tendría que ser con algún español.
--¿Le sirvo á usted yo, doña Mariquita?--le dije, poniéndome la mano en
el pecho.
--No, usted no.
--¿Por qué?
--Porque está usted muy reumático.
--¡Pero si estoy curado ya, doña Mariquita!
A Fermina, que no le hacían gracia estas bromas, cambiando de
conversación, puso al director al corriente de lo que pasaba, y le dijo
que veníamos enviados por Merino para averiguar los proyectos de los
franceses.
--¡Sus proyectos!--exclamó el director--. Sus proyectos son claros.
Consisten en fusilar, ahorcar, agarrotar á todo bicho viviente. En
particular, el conde de Dorsenne y el gobernador Solignac se han
decidido á acabar con los españoles y á arrasar el país.
Fermina la Navarra afirmó colérica que había que contestar á la guerra
de exterminio, exterminando á todo francés que cayera en nuestras manos.
--¡Si pudiéramos averiguar qué planes tienen!--exclamó doña Mariquita.
--Yo he hecho lo posible--dijo el director--para sonsacar al coronel,
que parece que tiene el deseo de dar una batida por el campo y de ir
á la sierra; pero en detalle no he averiguado nada. Probablemente,
desconfía. A ver si ustedes tienen más suerte.
--Veremos--dijeron ellas.
--Mañana, después de comer, á los postres, Echegaray, y yo nos
levantamos con cualquier pretexto, para ir á mi despacho, y les dejamos
á ustedes dos con mi mujer é hijos, que, en caso de necesidad, les
servirán de intérpretes y charlan con el coronel é intentan sonsacarle
sus planes.
Yo, por la mañana, haciéndome el valetudinario, andaría husmeando por
el pueblo á ver lo que podía averiguar.

BREMOND Y FICHET
Al día siguiente era domingo, y el coronel no se presentó solo, sino
con un comandante, el comandante Fichet, joven gascón, alto, flaco,
moreno, buen tipo.
El coronel Bremond pidió permiso al director para sentar en la mesa á
su amigo y camarada. El director accedió amablemente.
La idea del coronel era sencilla; necesitaba un compañero que
entretuviera á Fermina mientras él galanteaba á doña Mariquita.
Nos sentamos á la mesa el director, los dos franceses, doña Mariquita,
Fermina, la mujer del director, sus dos hijos y yo. En total, nueve.
El comandante Fichet sabía castellano bastante bien y galanteó á
Fermina con finura. Ella se le mostró esquiva; pero á veces no pudo
menos de reir, porque el gascón era alegre y divertido como un diablo.
Bremond, poco diplomático, le dijo á Fichet en voz baja, señalándome á
mí:
--Este imbécil nos va á fastidiar.
--Cállate--le dijo Fichet.
Yo me hice el desentendido.
A los postres, el director y yo comenzamos una discusión acerca de si
un pueblo de la sierra se encontraba desde Burgos más cerca ó más lejos
que otro, y el director me invitó á pasar á su despacho á ver un plano
de la provincia.
Me levanté yo, renqueando, y salí del comedor.
Al marchar nosotros, el coronel Bremond preguntó á doña Mariquita:
--¿Se puede saber de dónde es usted?
--¿Yo? De Barbadillo del Mercado.
--¿Está muy lejos de Burgos?
--¡Ya lo creo! Lo menos hay nueve leguas.
--¿Y de Soria?
--No sé; creo que más.
--Si yo fuera á Barbadillo, ¿me recibiría usted en su casa?
--Sí, señor; ¿por qué no?
--¿No tendría usted miedo?
--Miedo, ¿á qué? No creo que me iba usted á comer.
--¿Cuándo va usted á volver á Barbadillo?
--Dentro de un par de días.
--Pues allí me va usted á tener, doña Mariquita. Pienso pedir al
Ayuntamiento boleta para que me envíe á su casa de alojado.
--Muy bien.
Al mismo tiempo, el comandante Fichet le preguntaba á Fermina:
--¿Vive usted muy lejos, madama Fermina?
--En Hontoria del Pinar.
--¿Está muy lejos de aquí?
--Sí, muy lejos.
--Tengo que ir allá á verla á usted.
--No, no vaya usted.
--¿Por qué?
--Porque hay mucho guerrillero y le harían á usted pedazos.
--¡Bah! ¿Cuántos habrá? ¿Doscientos?
--Más.
--¿Trescientos?
--Más.
--Creo que tiene usted una imaginación muy española.
--Yo creo que habrá lo menos cuatrocientos.
--Nosotros podemos llevar el doble.
--Cada uno de los españoles vale por dos de ustedes--dijo Fermina con
desgarro.
Fichet se echó á reir y exclamó:
--Es usted una mujer encantadora; pero tiene usted una idea muy mala
del ejército del gran Napoleón. Yo le demostraré á usted que está usted
equivocada, madama Fermina.
Cuando volvimos el director y yo al comedor, Bremond y Fichet se
levantaban y, haciendo grandes genuflexiones, se despedían de las
señoras. No querían faltar á casa del conde de Dorsenne, porque éste y
su mujer eran los que otorgaban grados y recompensas á sus favoritos.
Al despedirse de nosotros, Bremond hizo una reverencia y Fichet me
alargó la mano, que yo estreché maquinalmente.
Se oyeron los pasos de los dos en el vestíbulo, sonaron sus espuelas y
salieron los militares á la calle.
Fermina y doña Mariquita se asomaron al mirador del cuarto, y por entre
los visillos vieron á los dos oficiales que de cuando en cuando se
volvían para mirar á la casa.
Al día siguiente el director me llamó.
--Ya se sabe que el coronel Bremond va á salir mandando una columna
hacia la sierra. Piensa parar en Barbadillo y en Hontoria.
--¿Lleva mucha fuerza?--le pregunté yo.
--No sabemos á punto fijo.
Esta conversación la teníamos un lunes por la mañana.
Al día siguiente se marcharon doña Mariquita y Fermina de Burgos.
El director y yo quedamos de acuerdo en inquirir por todos los medios
posibles el número de hombres que mandaría Bremond y el día de la
marcha.
No nos costó gran trabajo averiguar que la columna expedicionaria
constaría de trescientos hombres de infantería y de quinientos caballos.
Averiguamos también que la infantería probablemente tendría que
quedarse en Salas de los Infantes.
Las cosas iban con tal rapidez, que el martes los franceses se ponían
en marcha.
El director y Merino habían organizado un servicio de correos y
peatones para comunicarse, y en unas cinco horas, la noticia llegaba de
Burgos á nuestro campamento.
Yo salí también el martes, y el miércoles me incorporé á mi escuadrón.
Me encontraba ya completamente bien.
Había elegido Bremond la calzada de Burgos á Soria para hacer su
correría. Pensaba detenerse en los pueblos, sobre todo, en Barbadillo
del Mercado y en Hontoria.
El coronel francés y su comandante aspiraban á rendir culto al mismo
tiempo á Venus y á Marte, y á dejar el pabellón bien plantado en la
guerra y en el amor.


III
DISPOSICIONES DE MERINO

Cuando se sigue el camino de Salas de los Infantes á Hontoria del
Pinar y se remonta un arroyo afluente del Arlanza bordeando la peña de
Villanueva, se llega á un valle no muy ancho, donde se levantan los
pueblos de Villanueva, Aedo, Gete y otros más pequeños.
La peña de Villanueva, en cuya base se encuentran estas aldeas, se
trunca en su cúspide, convirtiéndose en una meseta calva, llamada
de Carazo, que tiene en medio y en lo alto una escotadura que la
caracteriza.
Enfrente de la peña de Villanueva hay una planicie dominada por el alto
de Moncalvillo y el Picón de Navas.
Esta planicie es, aunque poco honda, la depresión ó cuenca producida
por un arroyo que se llama el Pinilla.
A medida que se acerca uno á lo áspero de la sierra, la depresión
va profundizándose y estrechándose, y al llegar á las cercanías de
Hontoria del Pinar se convierte en un barranco, y éste, á su vez, en un
desfiladero.

EL PORTILLO
El desfiladero de Hontoria, cubierto, en parte, de pinar, es estrecho
en la entrada y en la salida, y bastante ancho en el centro.
A la entrada, después de pasar el Portillo de Hontoria (enorme
hendidura del monte) tiene dos cerros, uno frente á otro; á la salida
termina en lomas suaves cubiertas de hierba y de monte bajo.
Entre las dos angosturas de los extremos y en una extensión de
una legua, hay lugar para un valle sembrado de grandes piedras
desparramadas, que parecen restos de una construcción ciclópea, junto
á las cuales nacen grupos espesos de jara y de retama y plantas de
beleño y de digital. El camino, una calzada estrecha por donde apenas
pueden marchar tres hombres á la par, se abre al principio, como una
cortadura, entre dos paredes de roca, luego bordea el valle y huye
serpenteando hasta dominar el desfiladero. El boquete de la entrada,
abierto en roca, es el que se llama el Portillo de Hontoria.
En este Portillo pensó Merino preparar la emboscada y sorprender á los
franceses.
Había al comienzo del desfiladero, pasado el boquete que le da acceso á
la izquierda, dominando el camino, oculto por varias filas de árboles,
un cerro ingente formado por peñascos. Visto por entre los árboles,
parecía un castillo arruinado.
Era un verdadero baluarte, con trincheras naturales, sin subida alguna
para llegar á lo alto. Merino mandó empalmar dos escaleras y ascendió
al cerro.
Esta fortaleza natural hubiera dominado la calzada, si las filas de
pinos que tenía delante no lo impidieran.
El cura mandó llamar á los aserradores de Hontoria y les hizo cortar
aquellos árboles de una manera especial, que consistía en no serrarlos
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