El Escuadrón del Brigante - 03

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techo, iluminado por un velón, con una mesa de aspas y varios sillones
fraileros.

EL DIRECTOR
Esperamos un momento y apareció un señor vestido de negro, un hombre
de unos cincuenta años, de facciones duras, pero expresivas, con aire
clerical. Era el director. Le di la carta del padre Pajarero, la leyó y
nos sometió á un nuevo interrogatorio.
Le chocó bastante mi palidez y le conté lo que nos había pasado en el
mesón del Segoviano, en Briviesca.
Mi relato le interesó muchísimo y sirvió para hacerme simpático.
--¿Pero ya está usted bien?--me dijo.
--Sí, estoy bien.
--¿No quiere usted que le mande un médico?
--No; ya, ¿para qué?
--Bueno, pues entonces--concluyó diciendo--déjenme ustedes sus nombres
y sus señas, y la semana que viene yo les avisaré. Va á venir un
delegado de la Nueva Junta Central desde Sevilla para organizar la
resistencia.
Como el padre Pajarero, en su nota al director, había puesto los
nombres con que figurábamos en los pasaportes, seguimos llamándonos:
Ganisch, Garmendia, y yo, Echegaray.
--Ahora, ¿dónde van ustedes á dormir?
--El padre Pajarero nos ha dicho que vayamos al convento de la Merced.
--¿Saben ustedes dónde está?
--Sí, creo que lo encontraremos.
--Mi criado les acompañará.
Nos despedimos del director y salimos á la calle acompañados de un mozo
envuelto en una manta.
Luchando con el viento helado salimos á la orilla del Arlanzón. La
luna resplandecía en el cielo, iluminando la ciudad. Las torres de la
catedral y los pináculos de la capilla del condestable brillaban como
barnizados de plata. Unos caballos corrían por el cauce del río.
Siguiendo la orilla, á pocos pasos llegamos á un edificio grande. Llamó
el mozo con los dedos en la puerta.
--¡Ave María Purísima!
--Sin pecado concebida--dijo de adentro una voz suave y frailuna--.
¿Qué quieren?
--Estos señores que vienen á dormir de parte de mi amo, el director.
Un lego nos salió al paso y nos llevó á Ganisch y á mí á una celda,
donde dormimos perfectamente.


VI
LA CONJURACIÓN

Estaba deseando que nuestro alistamiento se arreglase, porque el dinero
nos comenzaba á faltar. Doña Celia, Fermina, la Riojana y Ganisch
gastaban del fondo común, ya tan mermado que de un momento á otro iba á
dar el último suspiro.
Ganisch, enredado con la Riojana, vivía con ella como marido y mujer.
Yo ansiaba que nos llamara el director para acabar con aquella vida de
posada, de chismes y disputas.
A los cinco ó seis días me avisaron que fuera á la calle de la Calera
por la tarde.
Fuí en seguida. Saludé al director, quien me presentó inmediatamente al
deán de Lerma, don Benito Taberner, después obispo de Solsona.
El deán era un cura de esos guapos, altos, que encantan á las mujeres;
tenía el tipo romano, los ojos negros, la nariz fuerte, la frente
desguarnecida, el pelo con bucles y los dientes blancos.
Nos comunicó el director la noticia de haber llegado el comisario regio
de la Junta Suprema Central, el presbítero Peña, el cual traía la
misión de organizar la guerra de partidarios en el Norte.
Realmente, nosotros no sabíamos si esta Junta Central existía ó era
un mito; pero, puesto que venía á preparar la lucha, no se tuvo
inconveniente en dar su existencia como efectiva.
Discurríamos el director, el deán y yo acerca de nuestros medios,
cuando se presentó Peña. Era un cura andaluz, un poco zonzo, charlatán,
no muy activo ni inteligente.
Traía una carta del secretario de la Junta Central, don Martín Garay,
para el director. Se leyó la carta en voz alta y se habló de las
providencias que había que tomar.
Peña se quejó dos ó tres veces del frío de Burgos, cosa que al deán
y al director les produjo un efecto pésimo. Un verdadero patriota no
debía fijarse en estas cosas.
Cuando se fué Peña, el director nos dijo:
--Hay que prescindir de este hombre; es un inútil.
--Lo malo es si, además de inútil, es perjudicial--dijo el deán de
Lerma.
--Le voy á escribir ahora mismo que los franceses le espían, que no
salga de casa ni hable con nadie. Echegaray, ¿quiere usted redactar esa
carta?
--Sí, señor.
Escribí la carta, que firmó el director, y seguimos tratando nuestro
asunto. Se discutió la manera de organizar las guerrillas, y el
deán y el director convinieron en dirigirse al cura de Villoviado,
don Jerónimo Merino, el cual contaba ya con una pequeña partida de
guerrilleros.
Esta partida podía ser el núcleo de otra mayor. La cuestión era
engrosarla y aguerrirla todo lo posible.
--Yo supongo que el cura de Villoviado no se opondrá--dijo el director.
--¡Qué se va á oponer!--exclamó el deán.
--Es que estos curas de pueblo son muy cerriles, y si teme que alguien
le quite el mando es capaz de decir que no.
--Entonces yo, como abad mitrado de la Colegiata de Lerma y superior
jerárquico, le ordenaré lo que deba hacer--dijo don Benito.
--¿Por qué no tienen ustedes una conferencia con él?--pregunté yo.
--Es buena idea--dijo el director--. ¿No le parece á usted, deán?
--Muy bien. ¿En dónde podríamos vernos?
--En algún convento--dije yo; porque como todo se trataba entre curas y
frailes, me parecía el lugar más á propósito.
--¡En qué convento podría ser!--exclamó el deán.
--¿No sería buen sitio el convento de San Pedro de Arlanza?--preguntó
el director.
--No diga usted más. El mejor.
Quedó acordado que tendríamos una reunión en San Pedro de Arlanza con
Merino.
Esta fué la primera vez que oí hablar de aquel cura cabecilla.

NOTICIAS DE MERINO
Jerónimo Merino había nacido en Villoviado, pueblo del partido de
Lerma, en la provincia de Burgos.
A los siete años Jeromo era pastor. A pesar de ser cerril, y quizá
por esto le hicieron estudiar para cura, y con grandes esfuerzos y la
protección del párroco de Covarrubias, le ordenaron y lo enviaron á
Villoviado.
Este clérigo de misa y olla no sabía una palabra de latín, ni maldita
la falta que le hacía, pero, en cambio, con una escopeta y un perro era
un prodigio.
La invasión francesa decidió el porvenir de Jeromo, el ex pastor, que,
de cura de escopeta y perro, llegó á ser brigadier de verdad.
Un día de Enero de 1808 descansó en Villoviado una compañía de
cazadores franceses.
Querían seguir por la mañana su marcha á Lerma y el jefe pidió al
Ayuntamiento bagajes, y como no se pudiera reunir número de caballerías
necesario, al impío francés no se le ocurrió otra cosa mas que
decomisar á los vecinos del pueblo como acémilas, sin excluir al cura.
Para mayor escarnio, le cargaron á Merino con el bombo, los platillos,
un cornetín y dos ó tres tambores.
Al llegar á la plaza de Lerma, Merino tiró todos los instrumentos al
suelo y, con los dedos en cruz, dijo:
--Os juro por ésta que me la habéis de pagar.
Un sargento que le oyó le agarró de una oreja y, á culatazos y á
puntapiés, lo echaron de allí.
Merino iba ardiendo, indignado.
¡A él! ¡á un ministro del Señor hacerle cargar con el bombo!
Merino, furioso, se fué al mesón de la Quintanilla, se quitó los
hábitos, cogió una escopeta y se emboscó en los pinares. Al primer
francés que pasó, ¡paf!, abajo.
Por la noche entró en Villoviado y llamó á un mozo acompañante suyo en
las excursiones de caza.
Le dió una escopeta, y fueron los dos al pinar.
Cuando pasaban franceses, el cura le decía al mozo:
--Apunta á los que veas más majos, que yo haré lo mismo.
Los dos se pusieron á matar franceses como un gato á cazar ratones.
Cada tiro costaba la vida á un soldado imperial.
La espesura de los matorrales y el conocimiento del terreno en todas
sus sendas y vericuetos les aseguraba la impunidad.
Poco después se unió á la pareja un sobrino del cura, y esta trinidad
continuó en su evangélica tarea de ir echando franceses al otro mundo.
Semanas más tarde, el cura Merino contaba con una partida de veinte
hombres que le ayudó á armar el Empecinado.
Todos ellos eran serranos de los contornos, conocían á palmos los
pinares de Quintanar, no se aventuraban á salir de ellos, y atacaban á
los destacamentos franceses de escaso número de soldados, preparándoles
emboscadas en los caminos y desfiladeros.


VII
LERMA Y COVARRUBIAS

Dos días después de la conversación que tuvimos en casa del director,
los conjurados salíamos por la mañana á caballo, camino de Lerma.
Dormimos en el palacio del abad, y al día siguiente se avisó á las
personas notables del pueblo para que acudiesen á una reunión.
Se presentaron todos los citados y reinó en la junta un gran entusiasmo.
Como directores provisionales de los trabajos en Lerma se nombraron
al escribano don Ramón Santillán y al abogado don Fermín Herrero;
los demás congregados prometieron contribuir con su dinero y con sus
hijos cuando se les llamara, y este ofrecimiento lo hicieron los
representantes de las familias más importantes de la villa: los Lara,
Pablos, Sancha, San Cristóbal, Páramo, etc.
A la mañana siguiente, los mismos que habíamos salido de Burgos, el
director, el deán, Peña y yo nos encaminamos á Covarrubias, villa
bastante importante, colocada á orillas del río Arlanza, con una
iglesia antigua que en otro tiempo fué Colegiata.
Cruzamos Covarrubias, que tiene un par de plazas irregulares y una
docena de calles tortuosas, y nos detuvimos delante de una antigua casa
á orillas del río.
Era la casa del párroco. Subimos y el vicario del pueblo, don Cristóbal
Mansilla, nos hospedó y nos trató espléndidamente.
Don Cristóbal vivía con el ama y con una sobrina verdaderamente bonita.
El párroco notó que el deán frunció el ceño al ver á las dos mujeres.
A éste, sin duda, aunque no lo dijo, le pareció que don Cristóbal
Mansilla era, ó un truhán, ó un hombre excesivamente virtuoso.
Don Cristóbal, al saber que pensábamos marchar al día siguiente, mandó
preparar todo lo necesario para la expedición.
Habíamos salido de Burgos jinetes en caballos prestados, sin dinero
ni medios de ninguna clase, y, á pesar de esto, todo se allanaba en
nuestro camino.
Por la noche, en casa del párroco de Covarrubias, después de cenar, se
habló de las partidas patrióticas, y vinieron varios vecinos del pueblo
á ofrecerse para todo lo que hiciera falta.
Uno de ellos era un hombre seco, cetrino, de mediana estatura, de unos
cuarenta años, brusco de palabras y muy velludo.
Vestía un traje raído como de hombre que anda entre breñales y
descampados, calzón de ante, polaina antigua, levitón abrillantado por
el uso, chaleco muy cerrado por el cuello, corbata negra de muchas
vueltas y sombrero de copa cubierto con un hule. Parecía un aldeano
acomodado. Me chocó las miradas de inteligencia que se cruzaban entre
el director y él.
Por iniciativa del deán se comenzó á hacer una lista de suscripción;
luego se discutieron varios proyectos, y el director indicó que lo
primero era hablar con Merino, á quien veríamos al día siguiente.


VIII
LA REUNIÓN EN SAN PEDRO DE ARLANZA

Cuando se parte de Covarrubias por el camino de Salas de los Infantes á
buscar Lerma, siguiendo por la carretera y bordeando el río, á una hora
ú hora y media de marcha se encuentra el convento de benedictinos de
San Pedro de Arlanza.
Es aquél un sitio grave, solitario, triste; no hay en él más población
que los monjes; alrededor, soledad, silencio, ruido de las fuentes,
murmullo de cascadas espumosas en que se precipita el Arlanza.
Muy temprano, al amanecer, fuimos al monasterio.
Recuerdo aquel día de nuestra llegada al convento. Un cielo azul, con
unas nubes muy blancas alumbraba la tierra.
Perdimos la vista de los tejados rojos, torcidos y llenos de piedras de
Covarrubias, y nos encaminamos hacia el monasterio.
Un amante de la naturaleza se hubiera quedado absorto contemplando
el ruinoso convento, próximo al riachuelo espumoso, con su torreón
cuadrado, su fuente en medio y sus viejas tumbas de guerreros.
Yo confieso que á mí estas cosas no me han entusiasmado nunca. El
contemplar pasivamente no está en mi temperamento.
El deán, el director, Peña y yo íbamos impulsados por una idea de
guerra, de violencia, y no nos fijamos en los primores arqueológicos
del convento ni en la belleza del paisaje.
Entramos en el claustro. El criado que nos salió al encuentro fué á
llamar al superior y nos condujo á la sala capitular. Había pocos
frailes en el monasterio: un abad, ocho ó diez clérigos y cuatro ó
cinco legos. Todos llevaban hábito negro.
Esperamos unos minutos, y poco después entró el abad de los
benedictinos. Era un hombre imponente, con la barba entrecana, la
mirada brillante y fuerte.
Sabía de antemano el objeto de nuestra visita, pues le habían escrito
el director y el deán de Lerma.
El abad de los benedictinos nos dijo:
--Merino está avisado; dentro de un momento se presentará aquí.
Preguntó el deán al abad si podría contar con algunas personas de su
confianza, y el abad dió una lista de nombres que aseguró contribuirían
á la suscripción.
Yo fuí escribiendo los nombres en un papel.
Se habló de las probabilidades de éxito del levantamiento contra los
franceses, y cuando se debatía este punto entró un lego á decir que don
Jerónimo Merino se encontraba en el claustro.

LA ESTAMPA DEL CURA
El abad mandó que le hicieran pasar á la sala. Reconocí en el
guerrillero el comensal de la noche anterior, el hombre cetrino de
gran levitón y sombrero de hule. Al entrar el cabecilla nos levantamos
todos; se sentó luego el abad y volvimos á sentarnos los demás. Siguió
la plática.
Yo estuve observando al guerrillero. Era Merino hombre de facciones
duras, de pelo negro y cerdoso de piel muy atezada y velluda.
Fijándose en él era feo, más que feo, poco simpático: tenía los ojos
vivos y brillantes de animal salvaje; la nariz, saliente y porruda; la
boca, de campesino, con las comisuras para abajo, una boca de maestro
de escuela ó de dómine tiránico. Llevaba sotabarba y algo de patillas
de tono rojizo.
No miraba cara á cara, sino siempre al suelo ó de través.
El que le contemplasen le molestaba.
Al primer golpe de vista me pareció un hombre astuto, pero no fuerte y
valiente.
El cabecilla daba muestras de inquietud mirando á derecha é izquierda.
El abad explicó á Merino de qué se trataba, y éste contestó haciendo
señales de asentimiento.
El cabecilla tenía una voz metálica, aguda, poco agradable. El deán,
como superior jerárquico del cura, le exhortó á que defendiera la
Religión y la Patria.
Después el comisario regio, Peña, leyó el decreto de la Junta Central.
Concluída la lectura, el director tomó la palabra é hizo estas
proposiciones, que sometió al juicio de los demás:
Primera, que se eligiese una junta permanente en Burgos y en las
cabezas de partido para allegar recursos; segunda, que el comisario
Peña indicase al señor don Martín Garay la conveniencia de nombrar
teniente coronel de la partida de guerrillas de la Sierra de Burgos y
Soria á don Jerónimo Merino, y tercera, que enviaran desde Sevilla en
comisión un comandante de caballería de ejército que fuera buen táctico
en el arma, un capitán y varios sargentos instructores para formar una
academia de oficiales y clases en la Sierra.
Aceptadas las proposiciones del director, el abad de Lerma se levantó,
y sacando el crucifijo de cobre colgado de su cuello y enarbolándolo en
el aire, nos hizo jurar guardar el secreto.
Nos levantamos todos para jurar. Cuando miré de nuevo alrededor, ya
Merino había desaparecido.
Después el abad del convento nos llevó á la iglesia, donde iba á decir
misa.
Doce guerrilleros de Merino se pusieron al pie del altar con la
bayoneta calada; luego nos arrodillamos nosotros, que tuvimos que
estar durante toda la misa de rodillas.
Oficiaba un fraile viejo y le acompañaba el sonido del órgano y las
voces de los frailes dominadoras en el coro.
Tenía aquello un aire verdaderamente imponente.
Después de la misa tomamos cada uno un pocillo de chocolate con
bizcochos, vimos los alrededores del convento antes de comer, y á las
primeras horas de la tarde marchábamos de vuelta camino de Burgos.
Peña se fué á Sevilla con una corta memoria dirigida á don Martín
Garay, en la cual se especificaban los deseos de los patriotas
castellanos, y el director y yo comenzamos á hacer gestiones para
nombrar la Junta Permanente con que arbitrar recursos.


IX
LOS PREPARATIVOS

Durante varios días fuí á casa del director á trabajar con él en
la organización de las juntas. Se pensaba establecerlas en toda la
provincia, principalmente en las cabezas de partido. Las gestiones se
hacían con exquisita precaución para no comprometerse.
Muchas cosas el director no me las comunicaba, pues, aunque tenía
bastante confianza conmigo, temía una imprudencia.
La primera junta patriótica que se constituyó en Burgos la formaron
tres personas: don Eulogio Josef de Muro, persona muy rica; un fraile
mercedario, superior del padre Pajarero, y un capellán del hospital
de la Concepción, á quien sustituyó después don Pedro Gordo, cura de
Santibáñez.
El director no quiso decir á nadie los nombres de estas personas que
trabajarían en silencio, y sólo pasado algún tiempo me enteré yo de sus
nombres.
Además de la junta permanente de Burgos se organizaron otras en Roa,
Aranda de Duero, Lerma, Salas de los Infantes, Castrojeriz y Belorado.
La junta de Lerma fué la que trabajó con más entusiasmo; la formaban el
escribano don Ramón Santillán, el abogado don Fermín Herrero y el abad
mitrado de Lerma don Benito Taberner.
Estos tres junteros no gastaban nada; todo lo hacían con sus manos:
escribían cartas, llevaban la contabilidad y pagaban los sellos. Su
organización era verdaderamente generosa y admirable.
El director me dictó varias cartas excitando á las juntas á que se
dirigieran á todo el mundo pidiendo prestado para comprar armas y
caballos, porque no había un maravedí.
Los tiempos eran muy miserables, y el dinero iba convirtiéndose para
los españoles en algo mitológico y legendario.
A pesar de la pobreza general, los labradores, los curas, los tenderos,
los campesinos más desvalidos contribuyeron á la suscripción con
verdadera largueza.
La junta de Burgos reunió en unos días veinticinco mil duros, el
director dió de su bolsillo diez mil reales, y el presidente, don
Eulogio, cuarenta mil.
Las otras juntas reunieron entre todas en el mismo tiempo veinte mil
duros.
Se hizo una clasificación para el empleo del dinero, y más de la mitad
se dedicó á comprar caballos.

EL ALBÉITAR FRANCÉS
Nos avistamos el director y yo con un albéitar que se llamaba Arija,
hermano de un sombrerero que en 1821 se levantó con Merino, Cuevillas y
otros realistas contra el Gobierno constitucional. Arija, el albéitar,
era hombre activo, y á él se le encomendó la compra del ganado.
Muchos caballos se adquirieron en las ferias de los pueblos próximos, y
algunos los regalaron los mismos propietarios.
De primera intención se hizo un envío de cincuenta con sus respectivas
monturas á los pinares.
En esta expedición marcharon Ganisch, Fermina y la Riojana.
Después, Arija y yo, fuimos al valle de Burón de Riaño y á las
provincias de Valladolid y Segovia. Allí nos hicimos amigos de un
albéitar gascón, legitimista, llamado Hipólito Montgiscard, que había
ido á aquellos puntos á comprar mulas para el ejército francés.
Montgiscard era un tipo extraño, uno de esos tipos que, teniendo todos
los instintos y la manera de ser de sus paisanos, los odian sin motivo.
Esto sucede rara vez en Europa, y con mucha frecuencia en América, en
donde un español ó un italiano comienza de pronto á sentir un rencor
por su país verdaderamente frenético.
A Montgiscard le había dado por ahí; no quería nada con los franceses,
constantemente hablaba mal de ellos, calificándolos de franchutes,
gabachos, etc.
Napoleón, el gran Napoleón, era su pesadilla. Tenía por el emperador
una inquina personal un tanto cómica.
Montgiscard era tan antibonapartista que accedió á entenderse con
nosotros en cuanto concluyera su comisión.
Entre Arija, Montgiscard y yo compramos más de cien cabezas de ganado
caballar, que se enviaron con sus monturas en pequeñas secciones á la
Sierra.
Volvíamos los tres hacia Burgos, cuando supimos á poca distancia de
la ciudad, en la Venta de la Horca, que una división española, al
mando del general Belveder, había sido atacada y dispersada por los
franceses en la carretera, entre Villafría y el Gamonal. Los franceses
habían entrado en la ciudad, entregándola al saqueo, y Napoleón había
instalado allí su cuartel general y publicado un decreto de amnistía y
una lista de proscripción.
Entramos en Burgos; las violencias de los franceses habían exacerbado
al pueblo. Los pobres se marchaban al campo y las personas pudientes
emigraban hacia el Mediodía.
Nosotros, el Director, Arija y yo, con la complicidad de Montgiscard el
gascón, seguimos en nuestros preparativos.
Se compraron muchos caballos de desecho del ejército francés, vendidos
por defectos de poca monta.
Cuando llegó el tiempo de ir al campo, Arija se negó; en cambio el
albéitar gascón, decidió desertar de las tropas imperiales y unirse con
los guerrilleros que peleaban contra su patria.
Son los contrastes de la vida. El español no quiso ir y el francés
sí. Montgiscard sacrificaba la patria á sus ideas legitimistas y
antibonapartistas; en cambio, yo ponía la patria por encima de mis
ideas revolucionarias, viviendo entre curas y frailes y demás morralla
molesta y desagradable.

EN LA SIERRA
Montgiscard y yo salimos de Burgos llevando una carga de herraduras
en un carro cubierto de paja, expuestos los dos, principalmente él, á
ser fusilados sobre la marcha, y fuimos á Hontoria del Pinar, donde se
hallaba por entonces don Jerónimo Merino.
Merino nos recibió muy bien. El director le había dado buenos informes
de mí. Don Jerónimo deseaba que yo quedara adscripto á la parte
burocrática de su partida, de intendente.
--Bueno, sí, señor--dije yo--; pero yo quiero, cuando venga la ocasión,
pelear como todos.
--Bien, hijo, bien; pelearás como todos. ¿Sabes montar á caballo?
--Sí.
--¿Manejas bien las armas?
--Sé algo de esgrima.
--Pues á los húsares. Ahora, que al principio vas á tener que hacer las
dos cosas, hacer cuentas y al mismo tiempo andar en las maniobras.
--Bueno.
--Así me gusta á mí la gente, trabajadora.
Me llevó don Jerónimo á mi oficina, y al día siguiente comencé á
ocuparme de mis dos cargos.
Estaba todo sin organizar aún. Las Juntas seguían enviándonos
voluntarios, y era indispensable tomar su filiación, interrogarlos,
uniformarlos y armarlos.

LOS JÓVENES DE LERMA
De la parte de Lerma vinieron sesenta muchachos de la villa y de los
alrededores, algunos con su caballo enjaezado, el sable y dos pistolas
cada uno.
El escribano Santillán, presidente de la Junta de este pueblo, se
presentó con su hijo Ramón, que ansiaba alistarse como voluntario en
la partida y dejar la facultad de Derecho de Valladolid, en donde
estudiaba. Santillán, hijo, fué luego ayudante mayor del regimiento de
húsares de Burgos.
Al mismo tiempo llegaron al campamento varios jóvenes de Lerma: Julián
de Pablos, Eustaquio de San Cristóbal, Fermín Sancha, Miguel de Lara,
Ricardo Páramo y otros, que, en su mayoría, fueron luego capitanes
distinguidos del regimiento de Burgos, en que se convirtió andando el
tiempo parte de la guerrilla de Merino.
De los oficiales suyos, más de cuatro peleamos contra el cura después
de la guerra de la Independencia: yo, con una partida suelta, en 1821;
Páramo, en 1823, y Julián de Pablos, siendo coronel, en la guerra civil
actual.
Yo, al principio, trabajé mucho. Me habían destinado á un escuadrón
de pocas plazas, mandado por un ex mesonero, á quien llamaban Juan el
Brigante.
El Brigante, al verme, dijo que él no quería en su escuadrón pisaverdes.
Dos ó tres de los guerrilleros que le rodeaban se echaron á reir;
pero no siguieron riendo, porque les advertí que estaba dispuesto á
imponerles respeto á sablazos.
A pesar de esto, el mote me quedó, y muchos en el escuadrón me
siguieron llamando el Pisaverde.
No hubo más remedio que dejarlo, porque incomodarse era peor. Además,
para muchos de ellos, el apellido Echegaray era de una pronunciación
enrevesada y difícil.
El Brigante, á pesar de su mala disposición primera para conmigo,
rectificó su concepto y hasta me ofreció su amistad.
Yo tenía vara alta en la oficina, y siempre que podía favorecer á mi
escuadrón eligiéndole buenos caballos y armas, lo hacía.
Con las nuevas remesas enviadas por la Junta de Burgos al cura, y el
ganado que se fué apresando en varias correrías, al mes y medio de la
celebración de la solemne y decorativa Junta de San Pedro de Arlanza,
la partida de Merino ascendía á trescientos caballos montados por
jinetes provistos de excelentes armas.


LIBRO SEGUNDO
LOS GUERRILLEROS


I
EL BRIGANTE Y SUS HOMBRES

Al principio de reunirse la gente nueva de la partida hubo gran
confusión entre nosotros; luego vinieron á nuestro campamento de
Hontoria los comandantes Blanco y Angulo, enviados por la Junta
Central, y dos oficiales de Administración, y se comenzaron á poner las
cosas en orden.
El comandante Blanco organizó las fuerzas de caballería. Era hombre
inteligente, buen militar, de valor sereno, sin petulancia alguna y sin
ambición.
Probablemente por esto no prosperó.
Desde el momento que llegaron los oficiales enviados desde Sevilla, yo
dejé la oficina y me incorporé definitivamente al escuadrón.
Merino no quería tener mezclados los guerrilleros antiguos y los
modernos, por el temor de las rivalidades y peleas, y como tampoco
quería disgustar á los antiguos de su partida, formó tres escuadrones,
dos de guerrilleros viejos y uno de los nuevos. Los dos de los viejos
los mandaban el Jabalí de Arauzo, y Juan el Brigante, que gozaban de
cierta independencia; el moderno, más disciplinado y militar, tenía al
frente al comandante Blanco.
Al mismo tiempo se comenzó á organizar un batallón de infantería á las
órdenes del comandante Angulo.
A pesar de estas separaciones, estallaron las rivalidades. Todos
aquellos guerrilleros antiguos eran hombres montaraces, sin
instrucción; casi ninguno sabía leer y escribir.
Feroces, fanáticos, hubieran formado igualmente una partida de bandidos.
Estaban seguros de que si los franceses llegaban á cogerlos les
tratarían, no como á soldados, sino como á salteadores. Su única idea
era pelear, robar y matar.
Veían claramente los guerrilleros viejos que ellos habían tenido que
resistir la parte más dura y peligrosa de la campaña, y que cuando
la resistencia se iba organizando y llegaba el dinero, venían unos
señoritos á quedarse con los galones y las estrellas; y pensando en
esto les llevaban los demonios.
Para evitar las riñas nos mantenían separados. Yo, como he dicho, fuí á
parar al escuadrón del Brigante.

JUAN BUSTOS, EL VENTERO
La historia del escuadrón se condensaba en la historia de su jefe, Juan
Bustos. Juan había tenido, hasta echarse al monte, un ventorrillo en la
calzada que va de Salas de los Infantes á Huerta del Rey.
Al llegar la invasión francesa, Juan Bustos comenzó á discutir y á
disputar con los soldados imperiales que pasaban por su venta acerca de
la cuestión candente de quién era el verdadero rey de España.
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