El Escuadrón del Brigante - 04

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Poco á poco empezaron á motejarle de patriota, y como los franceses á
todo el que se les manifestaba hostil le llamaban bandido, _brigand_, á
Bustos le decían el Brigand.
El pueblo, que coge todo en seguida, castellanizó la palabra: llamó á
Bustos el Brigante, y á su casa la venta ó el ventorro del Brigante.
Un día en que no estaba él, entró en su casa un pelotón de franceses;
mataron á su padre y violaron á su hermana.
Juan Bustos, al llegar á su hogar y ver aquel cuadro, el padre muerto,
la hermana gimiendo, salió como un león á buscar á los franceses,
arrancó á uno de ellos el fusil, y, manejándolo como una maza, tendió á
tres ó cuatro; y luego, abriéndose paso por entre ellos, herido y lleno
de sangre, se refugió en un pinar, donde se reunió con Merino.
El cura era astuto; el Brigante, esforzado y audaz. Los dos se
hubieran podido completar; pero Merino no quería rivales.
El cura llegó á temer al Brigante y no quiso que estuviera á su lado.
Vió que tenía arraigo entre los guerrilleros, y como Merino era
solapado y capaz de una traición, pensó que el Brigante podía serlo
también.

EL JABALÍ DE ARAUZO
Merino para contrarrestar los triunfos de la partida de Juan Bustos, el
Brigante, fomentó el que otro guerrillero, el Jabalí de Arauzo, formara
también un grupo con los antiguos incondicionales del cura.
El Jabalí era un tipo feroz, supersticioso y lujurioso. Se le creía
medio saludador, medio iluminado. Había forzado algunas muchachas, y se
contaba que á una de ellas después la descuartizó. Así lo aseguraba un
convecino suyo.
El Jabalí era merinista rabioso. Tenía esa fuerza de los hombres
fanáticos y ardientes que saben arrastrar á la gente de imaginación
débil; pero, como muchos de los que se echan de iluminados, estudiaba
sus gestos y sus actitudes y concluía siendo un farsante.
Al Jabalí siempre se le veía con el rosario en la mano.
Su tipo era tan extraño como su manera de ser moral; su aire, de hombre
abstraído. Gastaba pantalón corto, chaqueta de sayal y camisa de cáñamo.
Iba casi siempre mal afeitado; llevaba largas melenas, grasientas
y negras, sombrero redondo con escarapela patriótica, y en el pecho
una especie de escapulario grande, de bayeta, sobre el cual había
fijado una porción de estampitas y medallas de la Virgen y de todos
los santos. Por lo que decían dormía con este parche místico, al que
consideraba como un amuleto.
Los que le seguían tenían trazas parecidas: eran igualmente melenudos y
sucios, y se distinguían, como él, por su fanatismo religioso, por su
ferocidad y por su crueldad.
Este escuadrón contaba con muchos curas y frailes que habían decidido
abandonar los hábitos mientras durara la guerra.
El hermano Bartolo y mosén Ramón eran los principales de la clerigalla.
Tipos de energúmenos, exaltaban con sus palabras y sus pinturas de las
llamas del infierno á los demás.
Los del Brigante, por oposición á los guerrilleros del Jabalí, se
manifestaban algo incrédulos; todo lo incrédulos que se podía ser en la
partida de Merino, en donde no había más remedio que ir á la iglesia y
darse golpes de pecho, y confesarse y comulgar con alguno de aquellos
ganapanes de sotana.
Los guerrilleros del Brigante, que al principio me recibieron con
burlas, luego me acogieron muy bien. Se sentían ofendidos, pues se les
había apartado sistemáticamente del elemento nuevo, casi aristocrático,
y agradecieron que un señorito se mezclara con ellos.
Poco después entró también en el escuadrón, por amistad conmigo,
Miguel Lara. Lara y yo fuimos los ayudantes de Juan Bustos el Brigante.
Juan Bustos era un hombre bajo, ancho, forzudo, musculoso, con las
espaldas y las manos cuadradas. Tenía el color tostado, la cabeza
grande, huesuda; la cara algo picada de viruelas, las facciones nobles,
las cejas cerdosas y salientes, y los ojos hundidos, grises, con un
brillo de acero.
La mirada y la sonrisa le caracterizaban. Sus ojos tenían una
penetración extraña: cuando sonreía mostraba dos filas de dientes
grandes, blancos, fuertes, cosa poco común entre montañeses, que suelen
tener, casi siempre, mala dentadura.
Cuando Juan se exaltaba relampagueaban sus ojos, y tenía un gesto
extraño que al hacerlo mostraba sus dientes.
Entonces se me figuraba un tigre.
Era Juan valiente hasta la temeridad; amigo de exponerse y de andar á
cuchilladas.
A pesar de su acometimiento, era también muy zorro, muy sabio á su
modo, y de muchos refranes.

SILUETAS DE GUERRILLEROS
El Brigante tenía cuatro ó cinco especialistas, de los que se guiaba.
Para conocer el tiempo no había otro como el Abuelo; para distinguir
el terreno, el más inteligente era el Apañado; para preparar una
emboscada, ninguno como el Tobalos.
El Tobalos era un hombre pequeño, acartonado, de unos cincuenta años,
rubio, con esa tez del castellano que toma el color de la tierra. Su
cara impasible no temblaba ni se estremecía jamás.
Andaba siempre á caballo, por lo que tenía las piernas como dos
paréntesis.
Valiente era como el mismo diablo. Así como el Brigante parecía un
tigre, el Tobalos tenía algo del azor.
Para una descubierta audaz, para una emboscada atrevida, ninguno como
él.
El Tobalos era muy silencioso; todos sus comentarios debían ser
interiores. Cuando el Brigante le preguntaba algo, contestaba con
monosílabos ó moviendo la cabeza.
El discutir, el hablar, eran cosas que le molestaban. El Brigante le
trataba con mucha consideración.
--Oye--le solía decir en algunas ocasiones--, ¿podrías ahora hacer esto?
El Tobalos contestaba sí ó no sin abrir apenas la boca. Y el Brigante
no replicaba nunca.
El Apañado, en cambio, era la antítesis del Tobalos: charlatán como él
solo.
Tenía una conversación aguda, rápida; una penetración natural
grandísima. Nunca se daba el caso de que el Apañado tomase un tronco
de árbol por un hombre, ni á un pastor por un espía, ni que notara el
último huella de herraduras en un camino.
En medio de esta gente que parecía haber nacido para la guerra de
emboscadas, había algunos con otras aficiones. Uno de ellos era el
herbolario de Santibáñez del Val, á quien no se le podía encomendar
una guardia porque se le iba el santo al cielo, se dedicaba á buscar
los simples y se olvidaba de lo que le habían encargado.
Otro tipo por el estilo era el cura de Tinieblas, con la diferencia de
que éste, en vez de preocuparse de los simples, pensaba en aumentar su
colección de monedas.
El herbolario y el cura estaban siempre juntos, porque sólo ellos
podían aguantar mutuamente sus disertaciones botánicas ó numismáticas.
Lara y yo teníamos en el escuadrón el negociado de la historia y de la
literatura.
Casi todos los guerrilleros del Brigante habían sido leñadores y
aserradores, gente ágil, pero no buenos jinetes. Los mejores soldados
de caballería del escuadrón eran los que habían sido cavadores de viña
en la ribera del Duero.
En este oficio se necesita mucha fuerza y un brazo muy membrudo. El
pastor y el leñador tienen la pierna fuerte, pero el brazo débil; á los
cavadores les ocurre lo contrario.
La partida del Empecinado, formada casi en su totalidad por cavadores,
era la que contaba con los mejores jinetes de todo el centro de España.
Lara y yo, á quienes nos hicieron sargentos y luego alféreces en
comisión, aunque en el haber apenas llegábamos á soldados rasos,
solíamos pasar lista al escuadrón del Brigante.
Era indispensable llamar á los guerrilleros por el nombre y por los
apodos, porque algunos se habían olvidado de sus apellidos y no sabían
si al llamarles Matute, Chapero ó Rebollo era éste el nombre de la
familia, ó el de la casa, ó simplemente un mote.
Como varios de los nuestros tenían el mismo apodo, hubo que desbautizar
á unos y darles á elegir otro nombre.
Del escuadrón del Brigante, además de los que he citado, recuerdo el
Largo, el Zamorano, el Chato, el Arriero, el Rojo, el Canene, el tío
Currusco, el Estudiante, el Lobo de Huerta, el Barbero y el Fraile.
Algunos de ellos, dóciles, comprendían la superioridad del saber, se
rendían á ella y se dejaban guiar por los más instruídos; pero otros
querían considerar que ser cerril y tener la cabeza dura constituía un
gran mérito.
Entre nosotros la disciplina no era la misma que en las tropas
regulares. Allí la ordenanza sobraba. Todo era improvisado á base de
brutalidad, de barbarie y de heroísmo.

FERMINA LA NAVARRA
Nuestra vida era pintoresca y amena. Estábamos, mientras se organizaban
las tropas, en Hontoria del Pinar, y nos reuníamos formando un rancho
en casa de un herrero, á quien llamaban el Padre Eterno por sus largas
barbas.
El Padre Eterno era el maestro de taller de la herrería de Merino, y
constantemente estaba arreglando las armas que se estropeaban y se
cogían al enemigo.
En casa del Padre Eterno vivíamos Fermina, la Riojana, Ganisch, Lara y
un curita joven que se decía Juanito Briones, mozo terne, bravío, de
estos curas de bota y garrote, juerguistas y amigos de riñas.
Cada uno aportaba la menestra, que se repartía por las mañanas, y
comprábamos á prorrateo, con la peseta del haber, el pan, el vino y el
aceite. La Riojana se encargaba de guisar, y á fe que con sus platos se
chupaba uno los dedos.
Había en nuestro escuadrón varias mujeres que montaban á caballo
admirablemente. Además de Fermina la Navarra, teníamos á Juana la
Albeitaresa, Amparo la Loca, la Morena, la Brita, la Matahombres, la
Montesina y algunas más.
Estas amazonas no gastaban sable, sino tercerola.
Las de nuestro escuadrón eran muy elegantes; llevaban uniforme, botas
altas y morrión.
Fermina hacía de capitana. Montaba admirablemente á caballo y solía
andar á pie muy gallarda, haciendo sonar las espuelas con el látigo en
la mano.
Esta Fermina era una mujer extraña, insoportable á ratos, á ratos todo
simpatía y encanto.
Parecía á la vez dos mujeres: la mujer pálida, verdosa, iracunda, llena
de saña, y la mujer amable, humilde, cariñosa.
Por lo que me dijo doña Celia, la vieja que fué con nosotros de
Briviesca á Burgos, un jovencete había seducido á Fermina en su pueblo
y sacado de casa. El jovencete éste había desconcertado la vida y
hecho desgraciada á una de las mujeres más dignas de ser feliz.
Varias veces, en el tiempo que pasé cerca de ella, pude ver á Fermina
transformarse rápidamente de la hembra fiera á la mujer llena de
encanto. ¡Qué trabajos se tomaba para hacerse desgraciada! Sus pasiones
violentas luchaban con su bondad natural y le hacían sufrir.
Además de estas amazonas, teníamos cantineras que iban vendiendo
rosquillas y aguardiente.
Las de nuestro escuadrón eran María la Galga y la Saltacharcos.
María la Galga era alta, delgada, morena, mujer valiente que tomaba la
carabina cuando llegaba la ocasión.
La Saltacharcos era pequeña y redonda, de ojos negros. Solía ir montada
en una mula á quien llamaba _Paquita_ con sus cacharros.
A la _Paquita_ se la reconocía pronto, porque el esquilador de Hontoria
solía ponerle un letrero de ¡Viva España! en las ancas: ¡Viva! á un
lado del rabo, y ¡España! al otro.


II
MÁS TIPOS DEL ESCUADRÓN

Entre los tipos curiosos que había en el escuadrón del Brigante,
ninguno tan raro, físicamente, como el Mastaco.
El Mastaco, caballero en su macho, daba la impresión de un gran jinete;
á pie era un ridículo enano.
Tenía el Mastaco la cabeza grande, fuerte, bien hecha, la nariz
aguileña, el afeitado de la cara azul.
Su pecho y el tronco guardaban las proporciones naturales; en cambio,
las piernas eran pequeñísimas y los pies parecían dos tarugos torcidos
hacia dentro.
Al Mastaco se le montaba en su macho, se le ponían los estribos muy
cortos y parecía un centauro. A pie causaba lástima; pero, ya jinete,
se tapaba las piernas con la manta y estaba arrogante.
Montaba el Mastaco un machillo pequeño con su cabezada y correa, unas
alforjas de lana blanca pintada, sable al cinto y carabina á la espalda.

DON PERFECTO
Si el Mastaco era por su rareza física un fenómeno, nadie podía
competir por su extrañeza moral con un señor don Perfecto Sánchez, que
había venido desde Burgos, donde estaba empleado, y entrado á formar
parte del escuadrón.
Don Perfecto, al principio, no nos chocó; era un hombre vulgar, torpe
en todo, muy poco comprensivo y muy entusiasta.
Don Perfecto no parecía castellano, á juzgar por su acento. Tenía un
tipo de moro: pelo muy negro, ojos amarillentos y dientes del mismo
color. Llevaba patillas á la rusa, unidas al bigote, lo que le daba un
aspecto de facineroso terrible. Montaba un caballo muy viejo, escuálido
y grande. Sin duda, era del consejo irónico del pueblo que dice: «Ande
ó no ande, caballo grande».
Don Perfecto se parecía tanto á su caballo, que cualquiera hubiese
dicho era de la familia. Podían los dos haber cambiado de dentadura sin
que nadie lo notase.
Don Perfecto hablaba tartamudeando, y era pesado y falto de gracia.
Al principio nos parecía un hombre fastidioso, de esos de quienes se
huye; pero luego, poco á poco, nos asombró. ¡Qué idea tenía aquel
hombre de sí mismo! ¡Se creía el ser de más inteligencia, el más
atrevido, el más ágil del mundo! Siempre llegaba el primero, siempre
sabía el secreto de lo que pasaba, siempre tenía que salvar á los demás
y reirse de ellos. Como jinete era una maravilla, como tirador de armas
y valiente no había otro.
Don Perfecto pensaba que todos los días le estaban pasando cosas
extraordinarias; constantemente el enemigo le tendía lazos que él, con
su gran malicia, sabía esquivar.
Cuando contaba aquellas supuestas celadas y explicaba los medios
empleados para burlarlas con su lengua gorda, se reía con un entusiasmo
loco, mostrando su fila de dientes grandes y amarillos como los de su
caballo viejo.
Varias veces nos dijo que Napoleón ya sabía quién era él y que le
temía. Al oirlo el Brigante, que era burlón, nos dijo á Lara y á mí
que debíamos escribir á don Perfecto una carta, firmada por Napoleón
Bonaparte, diciéndole que estaba enterado de que era su gran enemigo,
pero que, á pesar de esto, le apreciaba y le admiraba como se merecía.
Cuando recibió la carta don Perfecto estuvo serio más de una semana;
nosotros creíamos que habría notado la broma; pero no era esto, sino
que estaba preocupado buscando los términos de la carta que tenía que
contestar á Napoleón.
Llegó á tomar unos aires de orgullo tan necios, que el Brigante le dijo
que no fuera tonto, que se estaba poniendo en ridículo, que la carta de
Napoleón la habíamos escrito entre Lara y yo.
Don Perfecto se puso compungido fingiendo tristeza, y cuando dejó de
hablar con el Brigante vino á nosotros á decirnos que él se reía de
estas cosas porque sabía mejor que nadie lo que pasaba y la envidia que
tenían algunas personas de sus méritos.
Respecto á la carta de Napoleón, estaba tan seguro de que era de él,
que todas las bromas que le dieran con este motivo no le hacían la
menor mella.

EL MELOSO
Tipos bien distintos á éste eran el Feo y el Meloso. El Feo era
muy buena persona. Eso sí, merecía el apodo como pocos. Decían los
guerrilleros que era más feo que el cabo Negrón, que, según tradiciones
que quedan en la milicia, reventó de feo.
El Meloso, antiguo pastor, tenía unos cincuenta años.
Era el Meloso hombre, al parecer, de gran sencillez y humildad. Tenía
unos ojos azules claros, cándidos como los de un niño, las cejas rojas
y cerdosas, las mandíbulas sin dientes.
A pesar de su humildad, era cazurro y marrullero como pocos.
Vestía una camisa de cáñamo y un traje de bayeta. Llevaba faja
encarnada, reloj de faltriquera con su gruesa cadena, pañuelo atado á
la cabeza y calañés. Solía montar en un caballejo negro, escuálido,
pero de mucha sangre; llevaba dos alforjas jerezanas á los lados de la
silla, y en el arzón un trabuco.
El Meloso era muy amable y suave; de esto le venía el mote. Solía
echar al enemigo que cogía por su cuenta al otro mundo con verdadera
melosidad.
Otros dos guerrilleros, amigos y compadres, los dos tunos y muy
ladrones, el uno ya viejo y el otro joven, eran el Gato y el Manquico.
El Gato era un viejo socarrón, bajito, muy taimado, siempre sonriente,
pero iracundo. Montaba una yegua parda con sus lomillos y dos cabezadas
con brida; colgando de la silla llevaba una escopeta, y en el arzón,
escondido, un bote de hoja de lata donde metía el dinero.
El Manquico robaba también en combinación con el Gato. Este le había
aleccionado. Sabíamos sus mañas y estábamos esperando la ocasión de
pescarle en el garlito para darle una paliza y echarlo del escuadrón.
Como él llegó á conocer nuestras intenciones, poco después se marchó
con el Jabalí.
Un muchacho simpático á quien solíamos bromear todos por su candidez
era Martinillo el Pastor.
Martinillo contaba poco más ó menos la misma edad que Lara y que yo;
pero como había vivido en el campo conservaba gran inocencia.
Martinillo era uno de los cornetas del escuadrón y le gustaba mucho
marchar á la cabeza tocando.
Martinillo tenía amores con una muchacha pastora de Quintanar de la
Sierra, llamada Teodosia.
Como todos sabíamos sus amores, le bromeábamos con la Teodosia. El
suspiraba por ascender y ganar unos cuartos para casarse con la
pastorcilla.
Entonces Lara, yo y otros oficiales del escuadrón de húsares de Burgos
hicimos una suscripción y reunimos treinta duros, que se entregaron á
Martinillo.
Martinillo, loco de entusiasmo, arregló una casa en Hontoria del Pinar
y se casó con la Teodosia.
La boda fué una verdadera fiesta para el escuadrón del Brigante y para
los amigos. La única que no quiso asistir fué Fermina la Navarra.
Sentía un gran desprecio por la pobre Teodosia, á quien consideraba
estúpida y ñoña.
Para no amargar la fiesta á Martinillo, le dijimos que Fermina tenía
una desgracia de familia y que por eso no iba á la boda.
Durante mucho tiempo se habló de la fiesta como de algo maravilloso y
extraordinario.

EN CASA DEL PADRE ETERNO
Las noches en que no estábamos de guardia nos reuníamos en nuestro
alojamiento de Hontoria, en casa del Padre Eterno, unos cuantos
guerrilleros al amor de la lumbre. El Brigante solía venir casi
siempre.
Se contaban cuentos y hablábamos de todo: de las cosas próximas, como
la guerra y las ambiciones del gran Napoleón, y de las más lejanas,
como la historia antigua y la astronomía.
En cuestiones de política y de historia teníamos que terciar Lara y yo,
que, aunque no muy cultos, pasábamos allí por unos Solones.
Alguna vez hubo un poco de baile con las mozas del pueblo al son de la
guitarra, y dos ó tres noches se jugó á las cartas, á pesar de ser cosa
especialmente prohibida.
Miguel de Lara, cada vez más amigo mío, recitaba en nuestras reuniones
versos antiguos y modernos.
Los romances del Cid, de la Infantina y de los Infantes de Lara
producían gran entusiasmo.
Aquellos campesinos no sentían el tiempo interpuesto entre estas viejas
historias y la época nuestra, y para ellos, el Cid, el conde Lozano,
Mudarra y Diego Láinez eran casi contemporáneos suyos, hombres que
tenían iguales pasiones é idénticas maneras de sentir.
Yo le dije una noche á Lara que encontraba absurdo en un hombre de su
sensibilidad poética no hiciera versos originales.
El se turbó, y al día siguiente leyó una oda á la patria que nos
produjo á todos un entusiasmo inmenso. Le abrazamos, y el pobre
muchacho quedó sofocado del éxito.
Lara era un tipo verdaderamente admirable, generoso, desinteresado; no
quería nada para él; valiente y audaz, le gustaba el peligro; pero,
sobre todo, tenía un sentimiento de justicia extraordinario.
Al pensar en él me venía á la imaginación la frase de Rousseau acerca
de Altuna; se podía haber dicho también de mi amigo que era de esos
tipos que España sólo produce, y que no produce bastantes para su
gloria.
Lara y yo decidimos ser los cronistas de la partida; sobre todo, de las
hazañas del batallón del Brigante; yo escribiría los acontecimientos
en estilo liso y llano y él intercalaría romances cantando nuestras
heroicidades.
Esta idea produjo un gran entusiasmo entre los guerrilleros.
Muchas anécdotas podría contar de las reuniones de Hontoria en casa del
Padre Eterno.
Había entre todos aquellos pobres un deseo de saber, y el Brigante era
de los más interesados en educarse y pulirse.
Una noche de éstas, el Brigante nos contó una cosa cómica.
--Antiguamente--dijo--, alrededor de España había dos mares, y estos
dos mares querían juntarse, pero no podían, porque entre uno y otro se
levantaban unas rocas muy altas. Entonces un hombre muy fuerte, á quien
llamaban el Cule, empezó á trastazos con las rocas, y á martillazos las
rompió y comunicó los dos mares.
--Pero ¿dónde has leído eso?--le pregunté yo.
--Yo te traeré el librico.
Efectivamente, me lo trajo; y cuando vi que el Cule á quien se
refería el Brigante era nada menos que Hércules, me dió una risa
inextinguible; pero él, como era buena persona, no se incomodó.
--¡Pisaverde! Eres una sabandija que hay que aplastar con el tacón--me
decía, mientras yo me moría de risa.


III
EL CURA MERINO, DE CERCA

Por esta época veía yo casi todas las mañanas al cura Merino y hablaba
con él.
Nunca me fué simpático. Lo encontraba soez, egoísta y brutal.
Su manera de ser la constituía una mezcla de fanatismo, de barbarie, de
ferocidad y de astucia. Era, en el fondo, el campesino, tal como suele
ser en todas partes cuando las circunstancias desarrollan en él los
instintos de lucha.
El campesino produce el guerrillero, y éste se suele desdoblar en dos
tipos: el tipo generoso, comprensivo, que llega á perder su carácter
de hombre de campo: Mina, el Empecinado, Zurbano; y el tipo sórdido,
intransigente, invariable: Merino.
El primero es un ser de excepción; es un hombre de instinto que aspira
á convertirse violentamente en un hombre de razón; es un espíritu que
tiene fe en sí mismo y en los demás; el segundo, por el contrario,
desconfía; teme todo cambio; cree que la menor transformación de la
vida aniquilará su personalidad.
Merino, en el fondo, era uno de tantos campesinos en el cual se habían
perfeccionado los instintos guerreros como en un perro se perfeccionan
los instintos de caza.
Merino, más que á nada, temía á un posible rival.
Estaba entonces en la plenitud de la vida, pues contaría cuarenta años;
tenía sentidos muy finos y despiertos, veía á enormes distancias la
hora en el reloj del campanario de una iglesia, distinguía á lo lejos,
por la forma del polvo, si llegaba caballería ó infantería por una
calzada, notaba el ruido más imperceptible y se daba cuenta de dónde
provenía.
Como jinete era una especialidad; hombre de poca carne y ligero cansaba
apenas á los caballos, subía, bajaba, corría por los precipicios como
si fuese en llano. Al distinguirle desde lejos daba la impresión de un
caballero montado en un hipogrifo.
La primera vez que le vi en casa del párroco de Covarrubias, Merino iba
un tanto desastrado; pero luego, cuando fué llegando el dinero de las
Juntas se elegantizó, hasta parecer un currutaco.
Al pensar en Merino se me viene siempre á la imaginación una estampa
vista en una tienda de París, años después, en la calle del Sena. La
lámina tenía como leyenda: «Le curé espagnol Merino».
En el dibujo aparecía un clérigo narigudo con un sombrero de teja
descomunal atado á la cabeza con un pañuelo, dando la impresión de que
el guerrillero tuviera mal de muelas.
El cura caricaturizado montaba en un caballo flaco y huesudo; llevaba
un sable enorme, un trabuco naranjero, un cristo colgado al cuello y un
paraguas abierto.
¡Qué poco se parecía la figura de la estampa al original!
Merino, como he dicho, después de recibir el dinero de las Juntas
vestía muy bien.
Llevaba levita de paño azul, pantalón obscuro, chaleco negro de seda,
corbata negra y sombrero de copa, al que ponía un hule cuando llovía.
No usaba casi nunca polainas, sino medias de lana, zapatos gruesos y
un espolín en el pie derecho; porque decía en broma, como los vaqueros
cordobeses, que también gastan sólo una espuela, que cuando se arrea
con ella á medio caballo y anda, el otro medio no se queda atrás.
No quería el cura insignias de mando. Sus armas eran un trabuco,
pistolas en el arzón y un cachorrillo en la faja.
Merino no era un valiente, como Mina ó el Empecinado, ni un estratégico
de genio, como luego ha demostrado ser Zumalacárregui.
Nuestro jefe no tenía una idea noble de la guerra; á él que no le
hablaran de heroísmo, de arrogancias con los contrarios; él peleaba
siempre con ventaja. Conocía las veredas y los senderos de aquella
sierra como nadie, y en este conocimiento basaba su estrategia. Cuando
atacaba, lo hacía contando, por lo menos, con doble fuerza que el
enemigo, y ocupando una posición mejor.
Merino apenas sabía leer y escribir. Una vez me confesó que no había
tenido jamás un libro en la mano, fuera del misal.
Antes de comenzar su vida de guerrillero, todos sus conocimientos se
reducían á rezar y á cazar.
Eso sí; no había en todo el país escopeta como la de aquel Nemrod de
sotana.
Merino, sin ser muy valiente, ni inteligente, ni generoso, ni noble,
tenía grandes condiciones de guerrillero; lo que demuestra que la
guerra, es una cosa de orden inferior, puramente animal.
Nuestro capitán nos vareaba como á la lana.
Cuando empezaban las operaciones, ya se sabía: no nos dejaba un momento
de descanso.
Prohibía que se desnudase nadie para dormir, y se tenía uno que echar
vestido en el suelo ó en el monte entre las matas. De las veinticuatro
horas del día, el cura estaba diez y ocho á caballo. Con él no había
otro medio: endurecerse ó perecer.
A Merino, que era hombre poco ingenioso y nada cordial, no le gustaba
la conversación. La gente le estorbaba.
Yo supongo que, en el fondo, tanta cautela, tanta insociabilidad
provenía del miedo de una asechanza, más que de otra cosa.

LAS TRETAS DEL CURA
El cura no gastaba confianzas con nadie. Se le tenía respeto, pero no
se le quería.
Cuando se incomodaba y se ponía á hablar con una voz aguda y seca, de
timbre metálico, todo el mundo temblaba. Había llevado la reserva hasta
el último extremo.
Merino estaba el tiempo necesario al frente de sus tropas; luego se
largaba. ¿Adónde? Nadie lo sabía. Variaba todos los días de escondrijo.
Al que hubiese tenido una curiosidad indiscreta, probablemente le
hubiese costado la vida.
A sus espías les hablaba de noche en sitio seguro, y no los esperaba
nunca; siempre tenían ellos que esperarle. Además, se presentaba de
improviso.
Cuando tenía que tratar con alguno á quien no conocía, le daba cita
en la calvera de un monte, y el cura, oculto, estudiaba el tipo y los
movimientos del desconocido.
Es indudable que cada oficio da un carácter profesional al que lo
ejerce. A pesar de no saber latín, ni cánones, ni teología, el cura
Merino era cura hasta la médula de los huesos.
Merino, al decir de los guerrilleros, había empleado meses en recorrer
en todos sentidos los pinares y desfiladeros de las sierras de
Quintanar y Soria con los pastores y cazadores del país; así, conocía,
aun de noche, los caminos, las sendas, los escondrijos y cuevas de los
contornos. No necesitaba guías; él marcaba la dirección.
Merino no aceptaba pretextos. Era la severidad misma.
Se manifestaba implacable para todo lo que le pareciese espíritu de
rebelión y de crítica. Había que obedecerle sin discurrir. Si alguno
no cumplía al pie de la letra una orden por parecerle imposible ó por
haberlo hecho ya otro, le llamaba:
--¿Qué te he mandado yo?--preguntaba.
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