El Escuadrón del Brigante - 05

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--Tal cosa.
--Y ¿por qué no la has hecho?
El preguntado daba sus razones.
--Está bien; pero otra vez no discurras, y lo que te se mande haz.
Merino exigía la obediencia ciega. El hombre que no discurría le
encantaba. Hubiese podido recomendar la máxima de los frailes de la
universidad de Cervera: «Lejos de nosotros la peligrosa manía de
pensar».
Toda la filosofía de Merino se reducía á afirmar que lo tradicional
es sagrado. Usos, costumbres, rutinas, fueran buenos ó malos, si eran
antiguos, para él, eran respetables.
En esto pensaba como las mujeres. Se ve que los manteos y las sayas dan
la misma manera de discurrir á las personas.
Merino no toleraba ni permitía en su tropa juegos de azar.
Si olfateaba alguna partida de naipes se presentaba de improviso, y
desgraciados de los guerrilleros á quienes encontrase jugando.
Tenía también un odio especial por los borrachos.
--A ninguno que beba se le debe tolerar en la partida--decía á los
capitanes--, y menos confiarle una guardia ó un pliego.
A los que juraban y blasfemaban les castigaba cruelmente, dándoles de
palos. Era también feroz con los ladrones.
En cambio, con el que se sometía en absoluto á la disciplina se
mostraba á veces cariñoso.
Estas tiranías de curas son casi siempre así: crueles y femeninas. El
cura y la mujer tienen algo de común; por eso se entienden tan bien.
Merino mantenía la leyenda de que contaba con grandes recursos y
manejaba resortes secretos.
En el campo se oía hablar de las expediciones de Merino á Burgos
disfrazado de pimentonero. Según los nuestros, iba á ver á los
franceses para engañarlos.
Era la voz que corría por los pueblos acerca del cura de _Villoviáu_,
como decían los aldeanos.
--¿Qué dicen del cura?--se preguntaban unos á otros.
--Que si le pescan los franceses le van á hacer tajaditas así.
--¿Y le cogerán?
--¡Qué le van á coger! ¿No ve usted que les engaña? Se disfraza, se
acerca á los franceses y les pregunta:--Y ustedes, ¿qué van á hacer?
¿Por dónde van á ir?--Pues nosotros vamos por aquí ó por allá.--Y,
claro, el cura los espera y los destroza.
El pueblo es niño y le agrada creer en estas historias absurdas.
Ni á Merino le gustaba exponerse de una manera tan grande, ni sabía
hablar francés para entenderse con los soldados de Napoleón, ni tenía
resortes desconocidos.
Los recursos más importantes se los proporcionaban las Juntas de
la provincia, y los mejores informes se los daba el director y el
espionaje espontáneo de los alcaldes y curas de pueblo.


IV
LOS PRIMEROS COMBATES

Las primeras salidas fueron para los guerrilleros bisoños de gran
emoción; el toque de diana nos llenaba de inquietud; creíamos
encontrar al enemigo en todas partes y á todas horas, y pasábamos
alternativamente del miedo á la tranquilidad con rapidez.
Esta primera hora de la mañana en que se comienzan los preparativos
de marcha, aun en el hombre de nervios fuertes produce al principio
emoción.
Van viniendo los caballos de aquí y de allá; se oyen voces, gritos,
relinchos, sonidos de corneta; las cantineras arreglan sus cacharros
en las alforjas, los acemileros aparejan sus mulas, el cirujano y
los ayudantes preparan el botiquín, y poco á poco esta masa confusa
de hombres, de caballos, de mulas y de carros se convierte en una
columna que marcha en orden y que evoluciona con exactitud á la voz de
mando.....
Pronto comenzamos á acostumbrarnos y á gustar de aquella vida.
La guerra en la montaña tiene, indudablemente, grandes atractivos; el
paisaje cambia á cada paso, el aire está fresco, el cielo azul; no hay
polvo, no hay marchas fatigosas, el agua brota de todas partes.
Para un hombre joven y lleno de entusiasmo se comprende el encanto de
esta vida salvaje del guerrillero, que es la misma que la del salteador
de caminos.
El ser guerrillero, moralmente, es una ganga; es como ser bandido con
permiso, como ser libertino á sueldo y con bula del Papa.
Guerrear, robar, dedicarse á la rapiña y al pillaje, preparar
emboscadas y sorpresas, tomar un pueblo, saquearlo, no es seguramente
una ocupación muy moral, pero sí muy divertida.
Se ve la poca fuerza que tiene la civilización cuando el hombre pasa
con tanta facilidad á ser un bárbaro, amigo de la carnicería y del
robo. Los alemanes suelen decir: «Rascad en el ruso, y aparecerá el
tártaro».
Los alemanes y los no alemanes pueden añadir: «Rascad en el hombre, y
aparecerá el salvaje».
A veces nos parecían un poco pesadas las marchas y contramarchas, pero
se olvidaba pronto la fatiga.
El comienzo del año 9 lo pasamos así en ejercicios y en maniobras,
interrumpidos por alguna que otra escaramuza.
En Marzo deseaba el director y la Junta de Burgos dar principio á las
operaciones en cierta escala, y avisaron á Merino la inmediata salida
de varios correos franceses detenidos en aquella capital. Con ellos iba
una berlina con sacos de dinero para pagar á las tropas, dos furgones
con pólvora y varios otros carros.
Iban escoltados por unos ochenta ó noventa dragones.
Merino decidió apoderarse de la presa. Apostó sus hombres á un lado y á
otro del camino, de manera que pudieran cruzar sus fuegos, y ordenó al
Brigante quedara en un carrascal próximo á la carretera y no apareciese
con su gente hasta pasadas las primeras descargas.
Estuvimos ocultos los del escuadrón, como nos habían mandado, sin ver
lo que ocurría. Sonaron las primeras descargas, transcurrió un momento
de fuego y cruzaron por delante de nosotros cuatro ó cinco carros al
galope con los acemileros, azotando á los caballos.

HAY QUE CORRER
En esto nos dieron la orden de salir á la carretera.
Aparecimos á un cuarto de legua del sitio de la pelea. Nos formamos
allí y nos lanzamos al galope.
Los franceses, al divisarnos, se parapetaron detrás de sus carros y
comenzaron á hacernos fuego.
Nosotros embestíamos, retrocedíamos, acuchillábamos á los que se nos
ponían por delante.
Los guerrilleros, emboscados, hacían un fuego certero y terrible, pero
los franceses no se rendían.
Nuestra victoria era cuestión de tiempo.
El Brigante y yo y otros dos ó tres luchábamos en primera línea con un
grupo de soldados imperiales que se defendían á la bayoneta.
En esto se oyó un grito que nos alarmó, y los franceses se irguieron
levantando los fusiles y dando vivas al Emperador.
Yo me detuve á ver qué pasaba. De pronto oí como un trueno que se
acercaba. Miré alrededor estaba solo.
Un escuadrón francés llegaba al galope á salvar á los del convoy
atacado.
Yo quedé paralizado, sin voluntad.
Afortunadamente para mí, el amontonamiento de carros y furgones del
camino impidió avanzar á la caballería enemiga; si no, hubiera perecido
arrollado.
Cuando reaccioné y tuve decisión para escapar, me encontré seguido de
cerca por un dragón francés que me daba gritos de que me detuviera.
¡Qué pánico! Afortunadamente, mi caballo saltaba mejor que el del
francés por encima de las piedras y de las matas y pude salvarme.
Cuando me reuní con los míos me recibieron con grandes extremos.
Creían que me habrían matado; como es natural, no confesé que el miedo
me había impedido escapar, sino lo atribuí al ardor bélico que me
dominaba.
Esta primera escaramuza me impresionó bastante.
Realmente, produce efecto el ruido de las herraduras de más de mil
caballos que parece que van galopando por encima del cráneo de uno.
Aquel fué mi primer hecho de armas. Después, hablando de este combate
con el Brigante, yo le decía que nuestros escopeteros debían haber
hecho frente á los franceses para detenerlos un instante y no dejarnos
sin defensa.
El Brigante se encogió de hombros, como dando á entender que no quería
hablar.
El Brigante y Merino no estaban conformes en muchas cosas.
Para el cura, la cuestión en la guerra era exterminar al enemigo sin
exponerse. El Brigante y yo creíamos que la cuestión era matar, pero
matar con nobleza, dando cuartel, respetando á los heridos. Otros
opinaban que no, que si se hubiera podido echar veneno al agua que
habían de beber los franceses, sería lo mejor.
Las mujeres eran de este último partido; el odio al francés, sólo por
extranjero, se manifestaba en ellas de una manera selvática.
Cuando yo le decía á Fermina la Navarra que había tenido amistad con
algunos franceses, le parecía una cosa monstruosa.
En todo el mes de Marzo, Abril y Mayo los nuestros se dedicaron á
cazar correos y á atacar á los destacamentos enemigos. Solamente los
dejábamos en paz cuando iban en grandes núcleos.
Merino mandaba exploradores para que no nos ocurriera lo de la primera
escaramuza y no nos viésemos combatidos por la caballería.
Los generales del Imperio, en vista de las emboscadas de los
guerrilleros, se decidieron á no enviar correos ni convoyes mas que
acompañados de grandes escoltas de caballería.
A Juan el Brigante y á los de nuestro escuadrón nos hubiera gustado
luchar con los franceses en número igual para probar la fuerza y la
dureza de los guerrilleros; pero Merino no atacaba mas que emboscado y
cuando contaba con doble número de gente que el enemigo.
Lo demás le parecían simplezas y ganas ridículas de figurar.
En cambio, nosotros encontrábamos su guerra una cosa ratera y baja.
Con tanto sigilo y tanta prudencia, sentíamos todos, por contagio, más
inclinaciones para la intriga que para el combate á campo abierto.


V
LA VIGILANCIA DEL CABECILLA

Merino, por instinto, sin aprenderlo de nadie, era un gran técnico,
quizá demasiado técnico. Despreciaba la improvisación. Para él,
el heroísmo, el arranque, la audacia tenían importancia, pero una
importancia muy secundaria.
Su afán era combinar los proyectos de sorpresas y emboscadas hasta en
los más pequeños detalles.
Con una cultura apropiada, aquel hombre hubiera sido un gran jefe de
Estado Mayor de un ejército regular. Nunca hubiera tenido, seguramente,
el golpe de vista genial de los grandes generales; pero para la
organización lenta y perseverante era una especialidad.
A pesar de las largas disertaciones de los escritores militares, se
ve que la guerra, en el fondo, es un producto instintivo, y mientras
exista la barbarie que la produce habrá, en mayor ó menor escala,
generales improvisados, tan hábiles en las batallas como los llenos de
conocimientos tácticos y estratégicos aprendidos en los libros.
Merino no era el clásico guerrillero, arrebatado, valiente, acometedor,
ardoroso. Le faltaba impetuosidad, genialidad, brío, y estas faltas las
suplía con la atención y el trabajo.
Nuestro jefe basaba sus operaciones, primero, en el conocimiento del
terreno, que lo tenía casi absoluto; después, en las confidencias y en
el espionaje, (por eso pagaba á sus espías lo más espléndidamente que
podía); y, por último, en la perseverancia, que pensaba había de llegar
al cansancio del adversario.
De las veinticuatro horas del día, Merino se ocupaba de sus tropas lo
menos veinte, y á veces las veinticuatro. Merino tenía á sus fuerzas en
una continua actividad y en un perpetuo movimiento.
Por la tarde, al ponerse el sol, solía distribuir los escuadrones de su
partida en una aldea, ó en varias próximas, á las guarniciones de los
franceses; colocaba centinelas avanzados de caballería por los caminos
de los pueblos ocupados por el enemigo, y establecía un gran retén de
jinetes en una posada y en las casas inmediatas.
Esta guardia solía constar de la tercera parte de gente del total de
la partida, y como por entonces éramos de trescientos á cuatrocientos
hombres, la guardia solía pasar de un centenar; á veces llegaba á
ciento cincuenta.
Cuando alcanzaba este número, cincuenta marchaban en la ronda, otros
cincuenta quedaban con las armas en la mano, y el resto dormía.
Los caballos quedaban en la posada ensillados, atados al pesebre y con
la brida en el arzón. En caso de alarma, se montaba inmediatamente y se
formaba en el zaguán ó en la calle.
Constantemente exploraba las inmediaciones de la aldea la ronda de
caballería; ronda que, al cabo de dos horas, volvía á la posada y era
sustituída por otra del mismo número de jinetes.
El retén lo mandaba un oficial, generalmente, un capitán, que estaba de
guardia toda la noche, sin dormir un momento ni ser reemplazado.
Esto tenía la ventaja de que, con tal procedimiento, la dirección era
única y la responsabilidad también.

LA NOCHE DEL CURA
Cuando quedaba alojada la tropa y Merino daba sus instrucciones al
capitán de guardia y á los demás jefes, montaba á caballo y desaparecía
seguido de su asistente.
En sus salidas nocturnas por el campo, siempre llevaba distinta
indumentaria que de día. Su objeto, indudablemente, era que en la
obscuridad nadie le reconociese.
Tarde ó temprano, lloviera, nevara ó granizara, no dejaba nunca de
salir.
--El cura va á celebrar la misa del gallo--decían los guerrilleros al
verle marchar á las altas horas de la noche.
Su salida tenía por objeto dar un último vistazo á todo.
Al trote largo, el cabecilla avanzaba hasta los alrededores de las
guarniciones enemigas, hablaba con los confidentes enviados de antemano
á los pueblos, recogía noticias de los curas, de los alcaldes y de los
aldeanos.
Era incansable; no quería dejar nada á la suerte. Andaba diez ó doce
leguas á media noche para enterarse de un detalle, por insignificante
que pareciera á primera vista.
Sufría las nieves y los fríos más intensos como los más fuertes calores.
En el rigor del invierno gastaba guantes de lana y una especie de
carrick anguarina con capucha, prenda parecida á la que emplean en
Soria los montañeses de Villaciervos y á los _capusays_ de los pastores
vascongados.
Para ir á caballo se calaba una gorra de pelo, se subía el cuello del
carrick, y así marchaba horas y horas.
Los días de lluvia gastaba una capa de paño grueso de Riaza, empapada
en un barniz impermeable, al estilo de esos capotes usados en Cuenca
que llaman barraganes.
Después de recorrer los caminos y encrucijadas en donde podía haber
alguna novedad, si el cura encontraba todo tranquilo volvía hacia el
punto en donde se hallaba el grueso principal de su fuerza y, dando
la vuelta al pueblo, se dirigía á media rienda al bosque ó montaña
inmediata.
Seguido de su asistente, iba haciendo caprichosos zigzags hasta que se
detenía. ¿Hacía todo esto para desorientarle? ¿O quizá pensando que
alguno podría seguirle? No lo sé.
Cuando le parecía bien se paraba y le llamaba al asistente. El que con
más frecuencia le acompañaba era el Feo, y algunas veces el Canene:
--Eh, tú, Feo... quédate aquí.
--Está bien, don Jerónimo. Buenas noches.
--Buenas noches.
El asistente se apeaba del caballo, lo desembridaba, aflojaba la
cincha, le echaba la manta, colocándole el morral con un celemín de
cebada, sacaba de la alforja los víveres para su cena y se tendía,
envuelto en la manta morellana, debajo de un árbol ó al abrigo de una
peña.

EN LA SOLEDAD DEL MONTE
Merino seguía caminando por el monte en zig-zag hasta que encontraba un
sitio que se le antojaba bueno y seguro. Siempre prefería aquel donde
corría un arroyo ó manaba una fuente.
Al llegar allí se apeaba, desbridaba el caballo, le ataba con el ronzal
á un árbol, le quitaba la silla, le echaba una manta y le ponía en el
morral medio celemín de cebada.
Luego se envolvía en una bufanda, colocaba la silla del caballo á
manera de almohada, y debajo de la silla metía un reloj de repetición,
al que daba cuerda. Después se tendía á dormir.
Sonaba la repetición á las tres de la mañana. Merino, que tenía el
sueño ligero, se despertaba y se ponía de pie. Si el tiempo estaba
bueno, sacaba de la alforja una maquinilla con espíritu de vino, y en
un cazo hacía chocolate.
Mientras hervía el chocolate volvía á echar al caballo en el morral un
medio celemín de cebada y le dejaba comer despacio. El, mientras tanto,
tomaba el chocolate con un trozo de pan, bebía un vaso de agua y fumaba
un cigarro de papel.
Si por el mal tiempo no podía hacer el chocolate, comía la pastilla
cruda.
Después recogía sus bártulos, ensillaba el caballo, le quitaba el
morral, le llevaba al arroyo para que bebiese y comiese un poco de
hierba, en la orilla y luego, montando, se acercaba al asistente:
--¡Eh, tú, Feo!--gritaba.
El asistente podía contestar al primer grito, si no quería recibir
algunos latigazos. El Feo se levantaba, arreglaba su caballo, y el amo
y el criado salían del monte.

LAS MAÑANAS DEL CURA
En seguida Merino emprendía la ronda de la mañana, encaminándose á toda
prisa á las proximidades de la guarnición enemiga; conferenciaba con
sus espías, y antes del amanecer estaba en el cuartel general de la
partida; veía por sí mismo si las avanzadas y las rondas se hallaban en
sus puestos, y entraba en la población.
Mandaba tocar llamada, y si alguno no estaba al momento dispuesto para
marchar, salía á enterarse de lo que hacía.
El Feo llevaba á Merino un vaso de leche, que bebía á caballo, y en
seguida se ponían las tropas en movimiento.
Se salía del pueblo, y al llegar á un sitio adecuado, la tropa se
colocaba en orden de batalla y se pasaba revista.
Nos conocía á todos. Tenía ese aire inquisitorial de un director de
seminario que quiere averiguar los pensamientos más íntimos de sus
alumnos.
--¡Mala cara tienes tú hoy!--me dijo varias veces por lo bajo.
Una de las reglas de Merino era observar á sus guerrilleros. Quería,
sin duda, conocerlos, ver transparentarse sus almas.
Así, sabía siempre lo que sus hombres deseaban cuándo estaban cansados,
cuándo no; cuándo fingían ardimiento y cuándo lo experimentaban de
veras.
Este deseo de contentar á su gente, y al mismo tiempo de recibir sus
inspiraciones, producía en ellos una gran confianza, y cuando veían que
el cura contrariaba abiertamente sus deseos cada uno de ellos pensaba:
«Ocurre algo. El cura no puede dar descanso».
Es indudable que el pueblo tiene siempre rasgos de genialidad, y más
aún en tiempo de guerra.
Esa alma colectiva que se forma en las masas condensa las virtudes, los
vicios, las crueldades de cada uno de los individuos que la forman.
Así, estas colectividades, cuando se sienten heroicas, son más heroicas
que un hombre solo, y lo mismo cuando se sienten cobardes ó crueles.
Marino comprendía instintivamente que de sus guerrilleros toscos podía
sacar lecciones, y las aprovechaba.
Después de pasar revista nos hacía acampar, y mientras parte de la
fuerza quedaba de guardia en los caminos, otra se ejercitaba en
maniobras de guerrillas, haciendo simulacros de ataques y defensas,
de reconocimientos, de combates, de tiros al blanco y dando cargas de
caballería.
Mientras tanto, Merino se sentaba en una silla de tijera, leía los
partes que le enviaban, y de su sombrero de copa, su gran archivo,
sacaba un cuadernillo de papel y contestaba, y daba sus órdenes á los
comandantes destacados en diferentes puntos.
Nunca empleaba más de tres ó cuatro líneas en sus instrucciones; así
que no necesitaba secretario.
A mí me llamó algunas veces para fingir comunicaciones falsas
redactadas en francés, como si estuvieran enviadas de un comandante de
un cantón á otro.
No le gustaba á Merino guardar papeles, y todos los que recibía los
quemaba al instante.
Los partes suyos los doblaba, los metía en sobres gruesos, echaba
cera amarilla y ponía encima su sello. El sello era uno que le había
regalado el cura de Coruña del Conde, y que provenía de las ruinas de
la gran Clunia, ciudad romana levantada en otro tiempo en un cerro
próximo al río Arandilla.
Con todos los sobres preparados, hacía venir á su presencia á los
ordenanzas de á caballo, y á cada uno le confiaba el parte, le prevenía
los caminos ó sendas que debía tomar y le fijaba hora exacta para
entregarlo.

EL TEMOR AL ENVENENAMIENTO
Después de estas diligencias veía el final de las maniobras, daba la
orden de marcha y se seguía adelante al pueblo ó aldea donde había que
hacer el rancho y dar pienso á los caballos.
No nos dejaba comer en paz. Él solía entrar en la casa donde encargaba
el almuerzo y mandaba que se lo hicieran sin sal. Tenía miedo de que le
envenenaran.
Le traían unas sopas de ajo ó huevos, les echaba sal, que sacaba de
un paquete que guardaba cuidadosamente, compraba un panecillo en otra
parte y comía sin sentarse á la mesa; después extraía de su alforja
un trozo de carne en fiambre y un pedacito de queso y marchaba á la
fuente, llenaba un vaso de agua, que bebía, y salía á fumar un cigarro.
A los cinco minutos ya estaba volviendo y preguntando á los oficiales:
--Qué, ¿estamos?
Los soldados, en general, tenían más tiempo de descanso, y con el
motivo de hacer el rancho y con el pretexto de herrar á los caballos y
darles de beber, nos hacían esperar siempre.
Con estos trotes que nos daba, no hay para qué decir que la mayoría
deseábamos operar independientes.
Merino era incansable. No quería dejar nada á la casualidad.
Muchas noches las pasaba enteras á caballo, aunque cayeran rayos y
centellas.
Con tanto trajín, un caballo y un asistente no le bastaba, y cambiaba
dos y hasta tres al día.
Contaba para la remuda siete ú ocho caballos, los mejores del
escuadrón, con sus arneses y monturas.
Siempre llevaba uno enjaezado cerca del que montaba. No quería guardia.
Ya sabía que todo el país estaba á su lado, y aunque temía las
traiciones, temía más aún las maniobras indiscretas.
En general, cambiaba de caballo por la mañana, al mediodía y al
anochecer. Cada uno llevaba su alforjita con su celemín de cebada.
Al montar, siempre decía al asistente:
--Feo.
-¿Qué?
--¿Está bien calzado?
--Sí, señor.
--¿No le falta ningún clavo en las herraduras?
--Ninguno.
--Bueno; pues vamos allá.


VI
ARDIDES Y EMBOSCADAS

Al escribir estas páginas, al cabo de más de veinte años en la obscura
cárcel, donde me encuentro preso, me figuro tener hoy los mismos
sentimientos de aquella época de mi vida de guerrillero.
Claro que es un error. Los años y la desgracia dan sus lecciones,
aunque no se sepa á veces claramente cuáles son.
Por otra parte, había entonces para mí una influencia, cuya presión me
es difícil calcular.
Me refiero al contagio de los sentimientos patrióticos de los demás.
En todas esas grandes convulsiones populares, como la guerra de la
Independencia, hay una contaminación evidente; uno cree obrar impulsado
por su inteligencia, y lo hace movido por su sangre, por sus instintos,
por razones fisiológicas, poco claras y conocidas.
Este contagio lo experimenté yo, como lo experimentaron otros mucho más
cultos que yo. Al principio de la guerra, la calentura patriótica nos
abrasaba.
Sin embargo, yo confieso que en una de las emboscadas primeras en que
tomé parte me costó trabajo dar la voz de fuego. Me habían mandado al
frente de veinte jinetes con la orden de agazaparnos en un alto detrás
de unas piedras y terrones y esperar el paso de un pelotón enemigo. Al
divisarlo debíamos hacerle una descarga cerrada é inmediatamente montar
á caballo y salir corriendo hacia nuestro campo.
Fuimos marchando á la deshilada con un mozo pastor que conocía muy bien
los senderos; tomamos y dejamos veredas abiertas entre la maleza y el
monte bajo, y llegamos á las peñas donde debíamos agazaparnos. Yo tenía
un buen observatorio oculto por unas matas.
Esperamos toda la tarde; el anochecer fué espléndido; el sol del
crepúsculo doraba el campo, alargando las sombras de los árboles.
Yo, contagiado por la paz de la Naturaleza, estaba deseando que no
apareciesen los franceses; pero un momento antes de anochecer se
presentaron.
Eran cincuenta ó sesenta soldados de infantería; iban á pie; algunos
cantaban alegremente.
Se me encogió el corazón, pero no había más remedio. Miré á mis
guerrilleros. Todos estaban preparados.
--¡Fuego!--grité.
No quise mirar. Montamos á caballo y nos retiramos de aquel sitio
rápidamente.
Este sentimiento de responsabilidad, de remordimiento, no lo
experimenté mas que las pocas veces que tuve algún mando; en lo demás,
no.
En los ataques de caballería que dimos los del escuadrón del Brigante
no sentía uno intranquilidad moral ninguna. La cólera, el odio y, más
aún, la emulación nos arrastraban.
No veíamos si eran muchos ó pocos los enemigos; nos lanzábamos contra
ellos con tal furia que, generalmente, no podían resistir nuestro
empuje.
Luego, ya llegó un tiempo en que no sé si por costumbre, por el hábito
de verlos, ó por vislumbrar la posibilidad de echarlos de España,
comenzamos á perder el odio por los invasores.
Estas alternativas, comunes á los del escuadrón del Brigante, no
influyeron en Merino. El cura siguió preparando al principio y al fin
sus emboscadas y sus sorpresas de una manera fría y metódica.
Ciertamente, la guerra, con método ó sin él, es una cosa horrible; pero
cuando se hace de manera tranquila, parece más horrible todavía.
Al menos, cuando se luchaba á pecho descubierto, como lo hacía el
Brigante en pequeño y como lo hicieron en grande Mina, el Empecinado y
don Julián Sánchez, la impresión del peligro experimentado, del valor
del jefe marchando á la cabeza, hacía un efecto tónico.
Muchos años después, siendo mariscal de campo el Empecinado y yo su
ayudante, dimos una carga, en 1822, llevándole al frente, contra una
partida de absolutistas, que entonces llamábamos _feotas_, mandados
por Merino, y aquello alegraba el corazón.
Aun así, creo que á un hombre de dentro de doscientos años, este
acuchillarse mutuo de hombres desconocidos le parecerá, no como
á nosotros, un gran acto de patriotismo y de nobleza, sino una
monstruosidad. Cada hombre es, aunque no quiera, de su siglo y de su
época, y pedir otra cosa es una gollería.
La guerra de Merino, no sólo no era para contentar al hombre hipotético
de dentro de doscientos años, ni aun satisfacía al de su época. Aquello
tenía el aspecto de una cacería metódica y siniestra. Allí no se
ganaban acciones; se mataba.
Cuando Merino atacaba á una fuerza considerable, principiaba casi
siempre el fuego sobre la infantería. El mismo disparaba sus tiros
certeros de carabina contra el oficial ó el jefe francés que dirigía
las fuerzas contrarias.
Los asistentes cuidaban de tener preparada la carabina ó el retaco del
cabecilla.
A veces, cuando estaba emboscado en lugar seguro, y al mismo tiempo
próximo al enemigo, mandaba cargar al Feo ó al Canene un trabuco con un
grueso puñado de pólvora de un frasco que llevaba en la pistolera de su
silla, y le metía por la boca diez y seis balas de á onza, y lo atacaba
después mucho.
Para hacer fuego con aquello, colocaba el arma debajo del brazo derecho
y sujetaba el extremo del cañón con la mano izquierda, á fin de evitar
en lo posible el choque violentísimo.
La maniobra constante de Merino consistía en batirse en retirada hasta
separar la infantería de la caballería enemiga. Después intentaba
atraer á los franceses á la loma ó bosque en que solíamos estar
reunidos y formados los escuadrones del Jabalí y del Brigante, y
si lo conseguía, nos mandaba cargar de repente agitando el pañuelo
desde lejos. Nosotros nos lanzábamos sobre el enemigo y casi siempre
conseguíamos derrotarlo.
Rara vez los franceses, en tales condiciones y en corto número, podían
reorganizarse y resistir. En general, los pasábamos á cuchillo si no se
rendían.
Muchas veces también ejecutaba la maniobra de defender una posición
falsa é irse retirando á otra fuerte y atrincherada, desde donde podía
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