El Escuadrón del Brigante - 10

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enemigo. Apareció el gallardete blanco que nos ordenaba aproximarnos;
de prisa me reuní con mi escuadrón y, remontando una loma, nos
colocamos á un tiro de fusil del lugar de la pelea.
Se acercaba el momento de la carga.
El Brigante, Lara, el Tobalos y yo marcharíamos á la cabeza del
escuadrón; detrás irían el Lobo de Huerta y el Apañado, cada uno con un
vergajo para no permitir que nadie se rezagase.
Nuestros hombres de á pie, ya decididos, sin hurtar apenas el cuerpo,
se lanzaban en grupos compactos contra los franceses.
Estos se replegaban, despacio, sobre la loma donde estaba su
caballería. Dragones y gendarmes echaban pie á tierra para hacer fuego.
No hicimos más que aparecer sobre la hondonada y dar la cara á los
franceses, cuando flameó el gallardete rojo.
El Brigante levantó su sable y dió la orden de cargar. Lara y yo
hicimos lo mismo.
Creo que todos nosotros, yo, al menos, sí, experimentamos un momento
de ansiedad y emoción. La mayoría de los guerrilleros se persignaron
devotamente. El más templado creyó que allí dejaba el pellejo.
Picamos espuelas á los caballos, y los pusimos primero al paso, luego
al trote, después al galope, cada vez más acelerado y más fuerte,
doblando el cuerpo sobre la silla para favorecer la carrera y evitar
las balas.
Íbamos hacia abajo por un talud; después teníamos que subir por una
ligera eminencia.
El Brigante, con el sable desenvainado, gritaba como un loco. Nuestros
caballos volaban saltando por encima de los matorrales.
--¡Hala, hala, hala!--gritaba el Brigante--¡Anda ahí, Lara! Echegaray,
¡dales á ésos! ¡Corre!
Uno tenía la impresión de ser una bala, una cosa que marchaba por el
aire.
Al acercarnos á los franceses, el Brigante se volvió hacia nosotros.
Los ojos y los dientes le brillaban en la cara.
Nunca tanto como entonces me pareció un tigre.
--¡Viva España!--gritó con una voz potente.
--¡Viva!--gritamos todos con un aullido salvaje que resonó en el aire.
Tuvimos un momento la certidumbre de que habíamos arrollado al enemigo;
una descarga cerrada nos recibió; silbaron las balas en nuestros oídos;
respiramos un aire cargado de humo de pólvora y de papeles quemados;
cayeron diez, doce, quince caballos y jinetes de los nuestros; sus
cuerpos nos impidieron seguir adelante; hundimos las espuelas en los
ijares de los caballos; era inútil: al pasar la nube de humo nos vimos
lanzados por la tangente. Todos los guerrilleros de á pie contemplaban
el espectáculo.
Los franceses se formaban de nuevo y mejor.
Al llegar al final de una vertiente de la loma volvimos grupas y, sin
precaución alguna, pasamos cerca de los franceses á formarnos de nuevo.
Los del Jabalí, sin duda, no se habían atrevido á cargar.
El Brigante, orgulloso de su valor, y viendo nuestro enardecimiento,
nos hizo acometer de nuevo.
Con una serenidad pasmosa, avanzó á la cabeza del escuadrón, terrible,
majestuoso, lleno de cólera como el mismo dios de las batallas.
No éramos bastantes para arrollar á los franceses por la masa, y se
trabó el combate cuerpo á cuerpo, hombre contra hombre, como fieras,
enloquecidas por el furor.
Ciegos de coraje, dábamos estocadas y mandobles á derecha é izquierda.
Al Tobalos se le veía en todas partes, luchando y ayudando á los demás.
El Brigante parecía un energúmeno, uno de esos monstruos exterminadores
del Apocalipsis. Su mano fuerte blandía colérica el sable corvo y
pesado, y el acero de su hoja se teñía en sangre roja y negra como el
cuerno afilado de un toro en la plaza.
Había matado más de cuatro, cuando se lanzó sobre él un sargento de
dragones alto, gigantesco, con unas barbas largas y rojas y una mirada
feroz.
En la acometida vimos los caballos de ambos que se ponían en dos
patas, furiosos, echando vaho por las narices. Los sables de los dos
combatientes al chocar metían un ruido como las hoces en las cañas de
maíz.
Aquel combate singular no duró mucho; el Brigante dió á su enemigo tal
sablazo, que vimos caer el cuerpo enorme del dragón con el cuello casi
tronchado.
La curiosidad por presenciar el combate pudo perderme; un gendarme me
soltó un sablazo en el hombro, que me dobló la charretera.

LA MARSELLESA
Los guerrilleros, al ver que abríamos brecha en los franceses, se
acercaron de nuevo, gritando:
--Avanza la caballería. Son nuestros. ¡Adelante!; y rodearon al enemigo
como una manada de lobos hambrientos.
Los franceses empezaron á vacilar, á cejar.
Los españoles, con nuevas tropas de refresco, avanzaban, cada vez más
decididos. Ya nos veíamos unos á otros, y nuestros gritos pasaban por
encima de los franceses.
De pronto, el comandante Fichet, que se encontraba en el centro, á
caballo, se descubrió, tomó la bandera y estrechándola, sobre el pecho,
comenzó á cantar la Marsellesa. Todos los soldados franceses entonaron
el himno á coro, y como si sus mismas voces les hubieran dado nueva
fuerza, rehicieron sus filas, se ensancharon y nos hicieron retroceder.
Aquella escena, aquel canto, tan inesperado, nos sobrecogieron á todos.
Los franceses parecían transfigurarse: se les veía entre el humo, en
medio del ruido de los sables y de los gritos é imprecaciones nuestras,
cantando, con los ojos ardientes llenos de llamas, el aire fiero y
terrible.
Parecía que habían encontrado una defensa, un punto de apoyo en su
himno; una defensa ideal que nosotros no teníamos.
Sin aquel momento de emoción y de entusiasmo, las tropas francesas
se hubieran desordenado. Fichet, que conocía, sin duda, muy bien á
su gente, recurrió á inflamar el ánimo de sus soldados con canciones
republicanas.
Nosotros nos retiramos.
Los franceses tuvieron la convicción de que aquel ataque furioso había
sido nuestro máximo esfuerzo. Esta convicción les tranquilizó.
Los del Brigante nos alejamos del lugar del combate, y siguió de parte
de los guerrilleros el fuego graneado.
Fichet, después de recoger los heridos y de reorganizar la columna,
se puso en marcha formando un cuadro, algunos tiradores de á caballo
en los flancos, y á retaguardia los demás, que iban retirándose
escalonados.
Fichet no quiso, sin duda, avanzar rápidamente, para no dar á sus
soldados la impresión de una fuga, y fué marchando con su columna con
verdadera calma.

LA REPÚBLICA
Quiso aprovechar también el entusiasmo que producía en sus soldados
las canciones revolucionarias, y mandó á dos sargentos jóvenes que las
cantaran.
El comandante quedó á retaguardia con sus tiradores, volviéndose á cada
paso para observar las maniobras del enemigo.
Nuestro escuadrón fué de prisa á rodear y salir de nuevo al encuentro
de los franceses.
De lejos, aquella masa de soldados imperiales, cantando, hacía un
efecto extraordinario. Cuando pasaron á no mucha distancia de nosotros,
el viento traía la letra de Le Chant du Depart cantado por uno de los
sargentos.
La victorie en chantant nous ouvre la barrière;
La Liberté guide nos pas,
Et du Nord au Midi la trompette guerrière
A sonné l'heure des combats.
¡Tremblez, ennemis de la France,
Rois ivres de sang et d'orgueil!
Y el coro de soldados, como un rugido de tempestad, exclamaba:
La République que nous appelle
Sachons vaincre, ou sachons perir
Un français doit vivre pour elle,
Pour elle un français doit mourir.
Y volvía de nuevo otra estrofa, y volvía de nuevo el coro.
--¿Qué es la _Republique_? ¿La República?--me dijo el Brigante.
--Sí.
--Yo creí que éstos gritaban: ¡Viva el emperador!
--Sí; pero cuando están en peligro se acuerdan de la República.
Aquella voz francesa, aguda, rara, sonaba para mí como algo
extraordinario en el día gris, en medio de las verdes montañas. Quizá
desde el tiempo de la República Romana no se había repetido jamás allí
esta palabra.
La canción de Chenier, como un canto de victoria, llevaba á los
franceses á la salvación.
Merino comprendió que mientras el enemigo tuviera aquel comandante no
se podría con él, y mandó á sus mejores tiradores fueran acercándose á
los franceses, con orden de disparar únicamente al jefe.
No era la cosa fácil, ni mucho menos, porque los tiradores de los dos
flancos del escuadrón francés iban explorando la zona de ambos lados.
Los guerrilleros, que conocían bien las sendas y disparaban con más
puntería, marcharon, unos á pie y otros á la grupa de los soldados de
caballería hasta avanzar, y luego desmontaron y fueron ocultándose
entre los pinos y los matorrales.
Los franceses se nos escapaban. El escuadrón de Burgos iba picándoles
la retirada. El Brigante se hallaba dispuesto á atacarles por tercera
vez, á no dejarles un momento de descanso.
De pronto, desde un gran matorral de retamas comenzaron á disparar;
un pelotón de franceses se lanzó á rodear el matorral de donde habían
partido los disparos, y en el momento en que el jefe miraba, hacia
aquel lado, varios guerrilleros se acercaron por el opuesto; sonaron
diez ó doce tiros y Fichet cayó de su caballo.

LUCHA FEROZ
El Brigante nos mandó cargar y los franceses se declararon en fuga,
dejando en el campo algunos cadáveres, entre ellos el del comandante
Fichet. Más lejos se rehicieron de nuevo.
El escuadrón del Jabalí había aparecido á interceptarles el paso, y
volvían de nuevo á encontrarse rodeados de guerrilleros.
El nuevo jefe francés, menos sabio que Fichet, dividió su fuerza en
varios pelotones de á pie y de á caballo y los alejó unos de otros de
una manera excesiva.
Aquélla fué su muerte. Nuestro escuadrón, en combinación con el de
Burgos, dividió y aisló á los pelotones franceses más numerosos.
Intentaron ellos establecer el contacto, los rechazamos nosotros, y
desde entonces tuvieron que batirse á la desesperada, sin orden ni
concierto. La lucha era incesante.
Nuestros escuadrones en masa subdividían más y más á los franceses. Los
guerrilleros iban rematando á los heridos.
Parecía una lucha de demonios; todos estábamos desconocidos, negros de
sudor, de barro y de pólvora.
No se daba cuartel.
Los heridos se levantaban, apoyaban una rodilla en tierra, disparaban y
volvían á caer. Un francés, chorreando sangre, se erguía y atravesaba
con el sable á un español. Otro hundía la bayoneta en el vientre de un
moribundo.
Un guerrillero herido sacaba la navaja, llegaba á un francés y le
hundía la hoja en la garganta.
Muchos de los nuestros no tenían municiones y cargaban el trabuco con
piedras, otros utilizaban sólo el arma blanca.
Hasta el completo exterminio no acabó aquella lucha de fieras rabiosas.
Unicamente veinte ó treinta gendarmes y otros tantos dragones,
dirigidos en su retirada por un sargento, lograron escapar.
Todos los demás murieron; algunos, muy pocos, quedaron prisioneros; el
campo quedó sembrado de muertos...
* * * * *
Desde entonces, á aquel vallecito próximo á Hontoria se le llamó el
Vallejo de los Franceses.


VII
DESPUÉS DEL COMBATE

...Y se acercaba el crepúsculo. Bandadas de cuervos venían por el aire,
preparándose para saborear el gran banquete que les dábamos los hombres.
El Brigante, que se había distinguido en el ataque, no quiso señalarse
en la persecución.
Todos los franceses que pasaron á nuestro lado fueron hechos
prisioneros.
Yo, en unión de Lara y del Tobalos, llevamos el cadáver de Fichet hasta
un bosquecillo de pinos, le pusimos la espada sobre el pecho y le
enterramos.
Me parecía que el comandante francés nos miraba y nos decía: «Gracias,
compañeros».
Después de esta piadosa obra nos reunimos con el escuadrón.
Los de la partida del Jabalí se encargaron del papel de verdugos.
Como una manada de chacales que se lanza sobre un tropel de caballos
fugitivos, así se lanzaron los del Jabalí á acorralar y á perseguir á
los dragones y gendarmes dispersos.
Nosotros presenciamos inmóviles la siniestra cacería.
Merino derribó también á algunos desgraciados que intentaban huir, á
tiros de su carabina.
Un grupo de cinco dragones vinieron hacia nosotros corriendo, buscando
espacio para escapar.
Los cinco iban con el sable en alto, al galope; los guerrilleros
corrían y gritaban tras ellos.
Cortándoles el paso salió una docena de guerrilleros, que les disparó
una lluvia de trabucazos. Uno de los franceses escapó galopando;
otro cayó á tierra acribillado á balazos. El tercero debió recibir
una bala en el costado. Marchó al galope durante algún tiempo; luego
se fué torciendo, torciendo, hasta que sus manos se agarraron á la
silla; después, el pobre hombre, sin poder sostenerse, cayó con tan
mala suerte, que se le enganchó un pie en el estribo y el caballo le
arrastró por el suelo largo tiempo hasta convertirle en un montón
informe de sangre y de barro.
Uno de los franceses vino hacia nosotros encorvado, sacudiendo al
caballo con el sable. Al ver que le cerrábamos el paso, torció hacia la
derecha. Yo seguí tras él.
--Detente; hay cuartel--le dije en francés.
El dragón se detuvo. Temblaba, convulso. El caballo tenía todo el pecho
bañado de espuma que le salía por la boca, y los ijares llenos de
sangre.
Mi prisionero era hombre de unos cuarenta años, fuerte, de aire sombrío.
--Diga usted que es belga--le dije.
--Gracias--me contestó él.
Le llevé delante del Brigante, que le recibió de muy buena manera.
Comenzaba á transcurrir la tarde. Una depresión, mezcla de cansancio y
de tristeza, nos invadía.
Era ya el momento de volver á Hontoria.
Los del Brigante estábamos satisfechos. Nuestra acometividad y nuestro
valor habían quedado por encima de los demás de la partida. Juan se
manifestaba contento.
Había pérdidas dolorosas entre nosotros; pero todos teníamos la
satisfacción de haber cumplido.
Se pasó revista. Faltaban más de veinte hombres, entre ellos, don
Perfecto y Martinillo. Don Perfecto no apareció. Yo me figuré que se
habría escondido, de miedo, en cualquier parte.
La pérdida de Martinillo produjo gran impresión; fuimos al lugar del
combate á ver si lo encontrábamos muerto ó vivo.
Algunos caballos, desesperados, locos, manchados de sangre, corrían por
en medio del campo, haciendo sonar los arneses y los estribos.
Sobre un ribazo vimos al Meloso abandonado, agonizando, con las
entrañas en las manos. Poco después nos topamos con un guerrillero del
Jabalí que se moría mugiendo como un toro.
En el Vallejo, en el sitio donde habíamos dado la carga, recogimos el
cuerpo de Martinillo.
--¡Pobre Martinillo! ¿Quién te había de decir que nosotros los viejos
te enterraríamos?--exclamó un guerrillero anciano.
Al bajar del caballo encontramos á un francés bañado en sangre que
debía estar sufriendo horrores. Al vernos, exclamó:
--¡Socorro! ¡Perdón! ¡Agua!
Lara y yo nos acercamos á socorrerle; pero Fermina la Navarra,
amartillando su carabina y poniendo el cañón en la boca del herido,
gritó:
--Toma agua--y disparó á boca de jarro, deshaciéndole el cráneo. Los
pedazos de sesos me salpicaron la ropa y las manos.
Lara se indignó. Rápidamente desenvainó el sable y se quedó luego sin
saber qué hacer.
--¡Ese asqueroso francés!--exclamó ella--. ¡Que se muera!

COMENZABA EL CREPÚSCULO
Decidimos llevar el cadáver de Martín sobre un caballo.
Volvimos á montar. Comenzaba el crepúsculo y aumentaba nuestra tristeza.
Íbamos marchando hacia Hontoria, cansados, embebidos en nuestros
pensamientos, cuando nos soltaron una descarga y vimos que el Brigante
se inclinaba en su caballo.
Lara y dos guerrilleros que estaban cerca de él fueron á socorrerle y
le sujetaron en sus brazos.
--Son los nuestros--dijo el Tobalos.
--¡A ellos!--exclamé yo--. ¡A pasarlos á cuchillo!
Con un pelotón de cincuenta hombres me lancé al galope hacia los
matorrales de donde habían partido los tiros. Vimos varias sombras que
corrían á lo lejos en la obscuridad.
A uno de ellos, el Tobalos, Ganisch y yo le perseguimos hasta
acorralarlo. Yo le alcancé y le di un sablazo en la cabeza. Estaba el
hombre vacilando, cuando el Tobalos le soltó un trabucazo á boca de
jarro que le hizo caer inmediatamente al suelo.
Ya satisfecha nuestra venganza, volvimos hacia el lugar donde había
sido herido el Brigante.
Al acercarnos comprendimos que había muerto. Estaba su cuerpo tendido
sobre la hierba, y Lara, descubierto, le contemplaba.
Al acercarme á él, Lara me estrechó la mano y dijo:
--Ha preguntado por ti. Ha dicho que le digamos á ella que ha muerto
pronunciando su nombre.
Lara tenía lágrimas en los ojos. Yo sentía no ser tan sensible como él.
Decidimos colocar el cadáver en un caballo y llevarlo á Hontoria.
Fué una expedición lúgubre. Había obscurecido; sólo quedaba una ligera
claridad en el cielo. Los cuervos iban posándose silenciosamente en la
tierra; se oían sus graznidos. Algunos hombres y mujeres sospechosos
andaban por el campo escondiéndose entre los matorrales. Los perros
hambrientos de los contornos se acercaban al olor de la sangre. Era
una gran fiesta para todos los animales necrófagos: cuervos, cornejas,
buitres, gusanos, perros hambrientos y demás comensales de la Muerte.
Marchábamos mudos por el campo obscuro, sembrado de cadáveres.
En algunas partes habían encendido hogueras con ramas de pino, donde
quemaban los cuerpos de los hombres y de los caballos y el viento
jugaba con el humo acre, trayéndolo á veces á la garganta.

AL LLEGAR A HONTORIA
Cuando llegamos á Hontoria nos encontramos un espectáculo lamentable.
Los guerrilleros habían cogido al sargento español afrancesado que
servía de guía y de intérprete á los imperiales, le habían montado en
un burro atado los pies por debajo del vientre del animal y los brazos
en los codos, y lo llevaban así.
Una nube de viejas horribles desarrapadas, de mujeres, de chiquillos
que habían sabido quién era, se acercaban al sargento á insultarle, á
arañarle, á tirarle piedras.
Ya no quedaba nada de su uniforme, desgarrado á jirones, y su cara
estaba negra de humo, de pólvora y de sangre.
Perdimos de vista este horrible espectáculo y nos acercamos á la casa
del Padre Eterno. Llevamos el cadáver del Brigante desde el portal á la
sala.
Un chico fué á avisar á doña Mariquita, y ella y Jimena, ambas
deshechas en lágrimas, acudieron solícitas á la casa.
Entre las dos mujeres y la mujer del Padre Eterno limpiaron el cadáver
del Brigante de sangre, de barro y de humo, y lo colocaron en una mesa,
entre cuatro velas.
Pusieron, además, un paño negro en el suelo y un crucifijo en la pared
blanca del cuarto.
Fermina la Navarra fué á casa de Martinillo; pues, á pesar de que nunca
había tenido gran simpatía, ni por él ni por la Teodosia, quiso ir
porque la viuda de nuestro corneta estaba para dar á luz, y Fermina
tenía miedo de que alguna comadre le soltara como un escopetazo la
noticia de que su marido había muerto.
Yo me ocupé de nuestros prisioneros, les hice cambiar de traje y les
recomendé al alemán Müller, que se encargó de ellos.
Volvimos Lara y yo al cuarto en donde estaba el Brigante muerto, y
las mujeres nos dijeron que nos fuéramos á dormir. Ellas velarían el
cadáver.
--Bueno, vamos á ver si encontramos algún rincón donde echarnos--le
dije yo á Lara.
--Antes, lávate--me advirtió él--; hueles á sangre que apestas.
Realmente, tenía el uniforme lleno de sangre y de trozos de cerebro que
me habían saltado, y mi sable parecía la cuchilla ensangrentada de un
carnicero.
Me lavé en una fuente y fuimos Lara y yo á buscar alojamiento.
Había mucho herido; casi todas las casas del pueblo estaban ocupadas
por ellos; se oían gritos, lamentos. Los cuervos en el campo, los
cirujanos y los curas en la aldea, iban á tener mucho trabajo.

EN LA IGLESIA
Dimos la vuelta al pueblo, y como no encontramos sitio donde
guarecernos, nos metimos en la iglesia. Estaban allí alojados unos
cuantos peseteros. Entramos, y, á pesar de las protestas de algunos, yo
cogí un saco de paja, me tendí en él, y quedé dormido como muerto.
A las cuatro ó cinco horas me despertó la voz dolorida de Lara.
--¿Todavía duermes, Echegaray?--me dijo.
--Sí. ¿Qué pasa?
--Yo no he podido dormir en toda la noche.
--¿Pues qué te ocurre?
--Estoy pensando en las barbaridades que se han hecho. ¡Dios mío! ¡Qué
horror! ¡Qué horror!
--Pero eso es la guerra, Lara; ¿qué quieres hacerle?
--Y esa mujer, esa Fermina, ¡eso es un monstruo!
--Mira, Lara--dije yo--, duerme; si no, mañana no vas á poder tenerte
en pie.
--No puedo dormir. ¡El pobre Martinillo, muerto! ¡Y el Brigante! Al
Brigante le han matado los nuestros.
--¡Cállate, Lara; te puedes comprometer!
Al cabo de poco tiempo me dijo:
--¿Sabes, de todo, lo que más me ha entusiasmado?
--¿Qué?
--La canción de los franceses.
--¿La Marsellesa?
--Sí.
--¿La sabes tú, Echegaray?
--Sí.
--La tienes que cantar.
--Bueno; pero no ahora.
--¿Y el comandante francés? ¡Qué valiente! Yo le veía con la cabeza
descubierta y con los ojos mirando al cielo y cantando. Me hubiera
gustado acercarme á él, darle la mano y decirle: No; tú no debes
defender á un tirano egoísta y martirizador de los pueblos como
Napoleón; tú debes pensar en defender el bien, la Humanidad...
--¡Mira, Lara, no seas tonto! Duerme.
--A ese francés le recordaré toda la vida. Ahora mismo lo estoy viendo
como lo hemos dejado allí en la hoya. Me parece que me mira y me dice:
A pesar de que me habéis matado, somos amigos.
--¡Calla, hombre, calla!--exclamé--. Mira que hay ahí un cura que nos
oye y nos espía.
--Peor para él, si es un hombre ruin y mezquino y no comprende nuestros
sentimientos.
Como Lara no era persona á quien se pudiese inculcar prudencia, me
incorporé en el suelo, me levanté y con él salí de la iglesia.
Algunas nubes vagamente rojizas, precursoras del alba, aparecieron en
el cielo.

SE FUSILA
Echamos á andar Lara y yo hacia la casa del Padre Eterno, y vimos una
patrulla de veinte hombres. Nos acercamos á ellos á ver qué pasaba.
Iban á fusilar al sargento afrancesado cogido la tarde anterior y á dos
guerrilleros.
A uno de los guerrilleros le habían encontrado haciendo un agujero en
el suelo de una tenada. Era el Manquico. Al verle escarbar un oficial
le había preguntado:
--¿Qué guardas ahí?
--Un paquete de balas.
El oficial, sospechando algo, había removido una hora después en
el suelo de la tenada y encontrado una bolsa llena de oro. El otro
guerrillero del Jabalí había sacado al dueño de una serrería cincuenta
duros amenazadoramente, diciendo que eran para Merino. Los dos
guerrilleros y el sargento afrancesado acababan de ser juzgados en
juicio sumarísimo.
A los tres los sacaron de una casa donde estaban presos. El guerrillero
del Jabalí se hallaba herido y tuvieron que llevarlo en un banco al
lugar del suplicio.
El sargento afrancesado, ya limpio, tenía buen aspecto.
Era un joven de mirada viva, de pelo rubio; sin duda algún muchacho
ambicioso que había pensado hacer una rápida carrera con los
franceses. Marchaba al suplicio con una firmeza audaz y desdeñosa.
Como la luz del alba no alumbraba bastante y no querían perder tiempo,
habían puesto dos hachones de tea encendidos, y á la luz de sus llamas
iban á fusilar á los tres hombres.


VIII
PERSECUCIÓN DEL CORONEL

Presenciábamos tan horribles preparativos, cuando de una casa próxima
salió Merino. Iba á emprender su ronda de la mañana. Señaló el cura al
capitán de la compañía el sitio para fusilar á los tres hombres y luego
se acercó á mí.
--¡Echegaray!
--A la orden, mi coronel.
--Así me gusta á mí la gente. Sin pereza. Lara tiene malas trazas. ¿Has
dormido mal?
--No; muy bien, mi coronel.
--Bueno; vais á salir los dos en persecución del coronel francés
herido. Ha pernoctado en Huerta del Rey; parece que se dirige á Aranda.
Lleva unos veinticinco hombres. Si no se han dado mucha prisa, podéis
alcanzarlos en Peñaranda de Duero.
--¿Iremos con todo el escuadrón?--pregunté yo.
--Sí.
--¿Quién mandará, Lara ó yo?
--Tú.
--Si no podemos alcanzarlos, ¿qué hacemos?
--Marchar á Quemada y esperar allá.
--A la orden, mi coronel.
--A ver si de ésta te hago capitán, Echegaray.
Saludamos. Entre Lara y yo no podía haber rivalidades.
Cuando llegamos á casa del Padre Eterno, donde estaba el cuerpo del
Brigante, sonaban las descargas que quitaban la vida al afrancesado y á
los ladrones.
Desperté á Ganisch y al Tobalos, avisamos á los del escuadrón, se tocó
llamada, se almorzó, y poco después nos dirigíamos hacia Huerta del Rey
al trote.

HUERTA DEL REY
Huerta es un pueblo bastante grande, formado por casas torcidas y
alabeadas, de las cuales ninguna tiene el capricho de conservar la
alineación.
No hay allí edificios con el aire naturalmente inmóvil de toda obra
de arquitectura; por el contrario, la generalidad parecen moverse y
prepararse para una loca zarabanda.
Casonas y casuchas, unas se adelantan á invitar á la contradanza á las
vecinas, otras se apartan finamente para dejar el paso libre, algunas
se inclinan saludando con reverencia, y hay tres ó cuatro que se
retiran como con despecho, bajando el tejado, que hace de sombrero,
sobre sus ventanas, que son sus ojos.
Estos movimientos de las casas de Huerta se deben á que las
construcciones no son de mármol Penthélico, ni siquiera de Carrara,
sino de estacas y adobes de poca consistencia.
Entramos con el escuadrón en aquel pueblo, y por una calle empinada y
sucia desembocamos en la plaza. Paramos en el Ayuntamiento y avisamos
al alcalde.
Este tardó bastante en venir.
Nos dió noticias del coronel francés. Había llegado el día anterior á
media tarde, dejado la mitad de sus hombres en el pinar, y después de
cuatro ó cinco horas de descanso pidió un guía y emprendió de nuevo la
marcha.
Me pareció imposible alcanzarle.

EL CORONEL BREMOND EN LA VID
El coronel Bremond estaba á media tarde en Peñaranda, y después de dar
un refrigerio á los hombres y un pienso á los caballos emprendió la
marcha por San Juan del Monte y llegó al monasterio de la Vid á prima
noche.
El coronel, á pesar de hallarse gravemente herido y febril, antes de
entrar en el convento inspeccionó sus alrededores.
Vió el puente de sillería sobre el Duero; puente largo de doce ojos,
estrecho, fácil de defender.
Mandó á sus soldados rendidos, hiciesen un parapeto con carros, vigas
y piedras, y puso allí dos hombres de centinela.
El convento quedaba oculto por una cortina de chopos, y ordenó á los
granjeros de la Vid cortaran en seguida las ramas de los árboles más
próximos al puente.
En las ventanas del monasterio quedarían cuatro centinelas.
Dadas sus disposiciones, se decidió á entrar en el convento.
Los frailes le apearon de la yegua y le acostaron en la cama del abad
don Pedro de Sanjuanena. El abad era natural de un pueblo de Navarra,
y, cosa rara en un fraile de la época, un tanto liberal y afrancesado.
Mientras un lego algo práctico en cirugía menor hacía la primera cura
al coronel, éste dictaba un parte á uno de sus veteranos herido en el
brazo izquierdo.
El parte de Bremond iba dirigido al comandante militar del cantón
de Aranda. Le participaba lo ocurrido y le pedía enviara la fuerza
disponible, pues se hallaba expuesto á un sitio donde podían perecer
todos.
El abad despachó á un criado del convento con el parte.
Al amanecer del día siguiente llegaron al monasterio, aspeados, llenos
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