El Escuadrón del Brigante - 02

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á Bayona á olfatear lo que allí se guisaba, aunque él dijo después
que iba á arrancar al príncipe Fernando de las garras de Napoleón.
Le preguntaron á Arteaga si podrían entrar en Bayona, é Ignacio
les contestó que serían detenidos si se presentaban de uniforme, é
igualmente si se disfrazaban, porque Bonaparte tenía miles de espías en
la frontera.
Castelar y Palafox no se determinaron á pasar, al menos por Irún.
Arteaga, que estaba muy enterado de las murmuraciones de la corte, me
dijo que Palafox había sido uno de los intermediarios del príncipe
Fernando con el embajador de Francia en Madrid, Beauharnais, para
concertar el matrimonio del príncipe con una sobrina de Napoleón.
Había tomado también parte Palafox, unido con Montijo, en el motín de
Aranjuez, y aconsejado á Fernando que marchase á Bayona.
Al ver que la cosa salía mal, Palafox se hizo el sorprendido, y
pocos meses después estaba en Zaragoza echándoselas de héroe y dando
proclamas elocuentes, que se las escribían los frailes.
La misma conducta artera ha seguido conmigo veinticinco años después,
con motivo de la conspiración Isabelina, por la que estoy preso.
Sabía lo que pasaba, dejaba que los demás se comprometiesen. ¿Salía el
movimiento bien? Pues el duque se aprovechaba. ¿Salía mal? Él no tenía
nada que ver.
Este Palafox, hombre que une la ineptitud con la ambición, cuya vida
pública y privada ha sido sospechosa, que hizo una salida de Zaragoza
dejando abandonado el pueblo en el momento de más peligro, pasa por una
de nuestras grandes figuras.
Así es la historia. En cambio, ¡cuántos hombres no han muerto haciendo
verdaderas heroicidades y han quedado ignorados!
En el fondo, es igual. La inmortalidad es una poética superstición.
Como decía, ni Palafox ni Castelar fueron á Francia, por Irún.
Días más tarde el general Rodríguez de la Buria, Ignacio y yo marchamos
á Bayona.
Ni el general ni Ignacio sabían bien el francés, y me llevaron como
intérprete.
El general se presentó al príncipe Fernando, quien le dió la comisión
de proponer á los reyes padres un acomodamiento: el cederles Mallorca ó
Murcia durante sus días.
El pobre calzonazos de Carlos IV dijo que había que consultar á Godoy,
á su querido Manuel, y Godoy, cuando se lo dijeron, no aceptó.
Entonces hubo una serie de conferencias secretas y de líos en Bayona
y en Irún, en que intervinieron Fernando, Godoy, los dos Palafox, el
conde de Belveder, el cónsul de Bayona Iparraguirre y otros.
Yo sabía algo de estas maquinaciones por Ignacio.
Un día nos encontrábamos Ignacio y yo en la fonda, en Bayona, esperando
á que llegase el general Buria, cuando se presentaron unos cuantos
oficiales franceses. Iban á Burgos, estaban muy contentos, pidieron
café y licores y brindaron por la conquista de España.
Ignacio Arteaga se puso pálido como un muerto; me miró y no dijo nada.
Al día siguiente Rodríguez de la Buria y Arteaga pasaron á Irún y
siguieron hacia Madrid.


III
VACILACIONES

Desde entonces comencé yo á preocuparme de los acontecimientos de
actualidad.
Yo no sospechaba que la invasión francesa produjera el alzamiento del
país y aquel incendio que acabó con una España y dió principio á otra.
Pocos años antes los españoles habían invadido el Rosellón, y los
franceses, después, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya y no se conmovieron
ninguna de las dos naciones.
Esta vez la cosa iba tomando otro carácter.
Mientras se hablaba de los arreglos y componendas de Fernando, Carlos
IV y Napoleón, se supieron los sucesos del 2 de Mayo, de Madrid.
En la _Gaceta del Comercio_, que se publicaba en Bayona, en castellano,
leí un relato de estos sucesos, escrito por algún afrancesado. El
artículo terminaba diciendo:
«Valúase la pérdida de los franceses en 25 hombres muertos y 45 á
50 heridos; la de los sublevados asciende á varios millares de los
mayores calaveras de la villa y de sus inmediaciones.»
Un comerciante de Bilbao nos contó la verdad de lo ocurrido en Madrid
el día 2 de Mayo.
Tuvimos junta en el Aventino. Todos, hasta Michelena, se manifestaron
patriotas y guerreros. El Teofilántropo no pudo menos de confesar que
los pases magnéticos no significaban nada ante un trabuco.
La opinión general estuvo de acuerdo en abandonar por entonces las
cuestiones políticas y hacer la guerra á los franceses. Los mismos
enciclopedistas vascos que antes, en 1795, habían querido la separación
de Guipúzcoa de España con la protección de la República Francesa,
se decidían con entusiasmo por la causa española. A uno de los más
significados separatistas, don Fernando de Echave, acababan de prender
los franceses en Usurbil por manifestarse enemigo de los invasores.
A mí la posibilidad de una campaña anticlerical hecha por Napoleón me
hacía esperar.
Me encontraba así fluctuando; mi tío, á pesar de su españolismo, me
aconsejaba que me dejara de guerras y fuera cuanto antes á Méjico; mis
amigos excitaban mis sentimientos patrióticos.
Yo les aconsejaba calma; que esperaran el giro de los acontecimientos...
Aquella pobre familia de los Borbones se mostró ante Napoleón ridícula
y servil.
Los padres, el hijo, el favorito, todos rivalizaron en abyección y
vileza.
El amo de Europa presenciaba sonriendo aquellas escenas vergonzosas,
como un juez desdeñoso el escándalo de una casa de vecindad.
Los grandes de España que se encontraban en Bayona se mostraron también
cobardes y sumisos.
Más que los grandes de España, parecían los enanos de España.
Yo tenía interés en ver cómo terminaba aquello. El verano se iban á
celebrar Cortes en Bayona. ¿Qué podía salir de tanto enredo?

LAS ESPERANZAS DE LAZCANO
Por esta época me encontré á Lazcano y Eguía. Acababa de llegar á Irún
é iba de paso para Francia.
Hablamos extensamente de los asuntos de actualidad.
Lazcano se mostró entusiasmado.
--Estamos de enhorabuena--me dijo.
--¿Cree usted?
--Sí, sí. España entra en un nuevo período. Esto se va á transformar.
--Me parece difícil.
--A mí no. Marchena ha dicho muchas veces: Francia necesitaba de una
regeneración; España no necesita mas que una renovación.
--¿Y quién ó quiénes van á hacer esa renovación?--pregunté yo.
--Bonaparte. José Bonaparte. Es un hombre de un talento grande. El será
el eje de la transformación de España; hará lo que ha hecho su hermano
en Francia. La verdadera obra revolucionaria ha sido la de Napoleón.
No quise discutir su aserto, con el cual no estaba conforme.
No creía tampoco en la eficacia liberal de la invasión francesa. Si el
pensamiento de Napoleón hubiera sido liberalizar á España, podía haber
dejado en Madrid un rey español, por ejemplo, á Fernando, rodeado de
bayonetas; hacer lo que hicieron los franceses con Angulema quince años
después para asegurar la reacción; pero Napoleón no quería liberalizar,
quería reinar; nacido de la Revolución, aspiraba á ahogarla.
Lazcano me invitó á ir con él á conocer á los _Notables_ que en Bayona
estaban preparando el cambio de dinastía: Azanza, Urquijo, Arribas,
Hermosilla, etc., pero no quise ir.
No creía tampoco que tuviera gran eficacia una Constitución que,
aunque se decía se estaba elaborando en Bayona por españoles ilustres,
realmente se había redactado calcándola sobre la francesa por un señor
llamado Esmenard, que, al parecer, conocía bien los asuntos de España.

PLANES DE GANISCH
Al proyecto de Lazcano oponían Ganisch y Cortázar el de salir al campo
á luchar con los franceses.
A Cortázar le inspiraba el patriotismo; Ganisch tenía, más que nada,
afán de aventuras.
Al final de verano se supo en Irún la noticia del triunfo de los
españoles en Bailén. En todas partes se hablaba de la victoria obtenida
en esta gran batalla, y como no había periódicos ni noticias oficiales,
se aumentaba ó disminuía la importancia de los acontecimientos al
capricho.
Ganisch y Cortázar decidieron que debíamos echarnos al campo.
Era difícil; las provincias vascas se hallaban ocupadas militarmente
en su totalidad por los franceses, y aunque se hablaba de partidas de
patriotas, nadie sabía con exactitud por dónde andaban.
Se citaban nombres de guerrilleros hasta entonces desconocidos. Los
franceses decían que eran sólo ladrones y no patriotas. El primero que
se citó en el Norte fué Javier Mina, á quien luego, cuando su tío don
Francisco Espoz adquirió más fama, se le llamó Mina el Mozo ó Mina el
Estudiante.
Cortázar, Ganisch y yo intentamos ir hacia Navarra; pero viendo la
dificultad de pasar, nos volvimos de nuevo á Irún.
Entonces á Ganisch se le ocurrió que fingiéramos una carta diciendo que
me llamaban á casa desde Madrid.
Hicimos esto y yo recibí la falsa carta. Mi tío Fermín Esteban no
sospechó la superchería y me dió sesenta duros para el viaje.
Hice mis preparativos é inmediatamente Ganisch y yo nos fuimos á San
Sebastián, al San Sebastián quemado por los ingleses el año 1813, que
era un pueblo parecido al actual, con casas altas de cuatro ó cinco
pisos, encerradas dentro de la muralla, y calles estrechas, iluminadas
de noche con faroles de reverbero.
Nos hospedamos en el Parador Real, y yo tuve el capricho de comprar en
una tienda nueva un anteojo de larga vista.
En San Sebastián supimos que comenzaba á haber partidas de patriotas
en los puntos de paso obligados de Madrid y pensamos en reunimos con
cualquiera de ellas. Tomamos nuestro pasaporte, yo á nombre de Eugenio
Echegaray, mi tercer apellido, y Ganisch con el de Juan Garmendia.
Desde San Sebastián fuimos á Vitoria en un cochecito. En la ciudad
alavesa estaba el rey José con su cuartel general. Allí iba á esperar
á Napoleón, que pocos días después estaría en España á la cabeza de su
ejército con los mariscales Soult y Lannes.


IV
ENCUENTRO

En Miranda de Ebro nos topamos con unos arrieros en el mismo puente,
y en su compañía pasamos el desfiladero de Pancorbo y llegamos hasta
Briviesca.
Se detuvieron ellos y nosotros á la salida del pueblo, en el mesón del
Segoviano, que entonces pertenecía á un señor Ramón de Pancorbo. Los
arrieros hicieron la comida aparte, y Ganisch y yo pedimos de cenar y
nos sentamos á la mesa redonda.
Estaban de comensales dos militares franceses, uno de ellos capitán
y el otro subteniente, hombre este de largos bigotes rubios, y dos
mujeres españolas, una muchacha y una vieja.
Los militares intentaban entrar en conversación con la muchacha, pero
ella, seca y desabrida, no contestaba.
Durante la cena las dos mujeres, Ganisch y yo no dijimos nada. Los
oficiales franceses, atrevidos y fanfarrones, se hartaron de reirse y
de insultarnos en su lengua. Ya veríamos los españoles lo que nos iba
á ocurrir cuando llegara el gran Napoleón con Soult. Tendríamos que
arrodillarnos todos á sus pies si no queríamos ser pasados á cuchillo.
Al levantarse los franceses el odio español estalló como una mina,
y hablamos los cuatro que quedábamos en la mesa de que había que
exterminar aquellos estúpidos y petulantes invasores. Al momento
Ganisch y yo nos hicimos amigos de las dos mujeres.
La muchacha se llamaba Fermina, y la vieja, doña Celia.
Hasta mucho tiempo después no supe que las dos no se conocían en el
momento de encontrarlas nosotros en el parador.
Fermina era una mujer bonita, de ojos negros; tenía la nariz recta,
la boca pequeña, la cara ovalada, la estatura algo menos que mediana,
pero erguida y esbelta de talle; la tez morena pálida. Vestía de luto;
parecía una señorita de pueblo.
La vieja doña Celia era de esas viejas que cuentan desdichas y hablan
constantemente de su padre el general, de su tío el oidor del Perú, y
de su juventud deslizada entre condes y marqueses.
Charlamos largo rato Fermina y doña Celia, Ganisch y yo, y expusimos
nuestras aspiraciones patrióticas.
La moza del mesón, que nos oía, se adhirió y fué de las más
entusiastas.
Ganisch entonces confesó que él y yo nos íbamos á echar al monte,
lo que produjo que las tres mujeres nos miraran con admiración y
enternecimiento.
--Nada; si quieren ustedes venir, vengan con nosotros--añadió Ganisch,
que tenía las grandes salidas.
--¿A dónde?
--Al monte. A matar franceses.
Fermina afirmó que ella iba; tal odio sentía por los invasores: la
criada del mesón dijo que también. Estaba cansada de servir en la
posada y ansiaba marcharse á recorrer tierras.
--¿Cómo te llamas?--le pregunté yo.
--María, la Riojana.
La Riojana tenía la nariz remangada, los ojos muy claros, la boca
entreabierta, como expresando una interrogación; el pelo rubio rojizo,
la piel blanca y el pecho abundante.
Hablaba con mucha gracia, una gracia picante, burda; su conversación
era como esos guisos de arriero salpimentados con especias fuertes.
Una sociedad como la nuestra, hecha en un mesón entre cinco personas
desconocidas, no podía verificarse mas que en un momento de inquietud
como aquél.
Realmente había una enorme ansiedad en toda España; en las ciudades,
en las aldeas, en los rincones apartados no se hablaba mas que de la
invasión francesa.
Se citaba en los pueblos la gente preparada para echarse al campo; en
ninguna parte se sabía nada de cierto, y las noticias, contradictorias
y absurdas, aumentaban la confusión.
En las ciudades el elemento culto se dedicaba á escribir y á publicar
hojas sueltas.
Era aquél el sacudimiento de los nervios y de la inteligencia de una
nación aletargada y casi moribunda.
Después de hablar en el mesón largamente, quedamos de acuerdo en que
por la mañanita la vieja doña Celia, con Fermina y la Riojana, salieran
en dos mulos camino de Burgos; horas después marcharíamos Ganisch y yo
á reunimos con ellas.

LA MAÑANA SIGUIENTE
De acuerdo en el plan, nos fuimos á la cama. Noté, ya medio en sueños,
que Ganisch entraba y salía en el cuarto, pero no hice caso. Me figuré
que andaría rondando la alcoba de la Riojana.
Al día siguiente, muy de mañana, pedimos el desayuno y la cuenta. Nos
lo trajo la dueña del mesón. Concluído el refrigerio bajamos á la
cuadra y vimos Ganisch y yo cómo se preparaban para la marcha las tres
mujeres. Iban á montar la vieja y la Riojana en un mulo y Fermina en
otro, cuando acertaron á venir el subteniente francés de los largos
bigotes rubios, nuestro comensal de la noche anterior, con un sargento.
Éste, haciéndose el distraído, pasó por cerca de Fermina y le dió un
pellizco en sitio blando y carnoso. Fermina se volvió como una víbora,
y con el puño cerrado le pegó un golpe en la cara al francés.
Al soldadote bárbaro, que creía, sin duda, que la milicia era una
institución sagrada hasta cuando pellizcaba, no se le ocurrió otra cosa
mas que echar mano al sable y desenvainarlo.
Nos mezclamos Ganisch y yo con idea de apaciguar á tales brutos, y el
subteniente y el sargento la tomaron con nosotros hasta atacarnos á
sablazos.
Yo, con un palo que cogí de un rincón, paré varios mandobles de
aquellos bárbaros; pero el subteniente me tiró una estocada que me
hirió encima de la clavícula.
El mesonero, mientras tanto, echaba á correr al pueblo, y poco después
volvía con un capitán muy desdeñoso y antipático.
Como el subteniente y el sargento querían tergiversar la cuestión
diciendo que les habíamos insultado, y llamándonos á cada momento
_brigands_, tercié yo y, en francés, expliqué al capitán lo ocurrido.
El capitán nos preguntó quiénes éramos y á qué íbamos á Burgos;
mostramos nuestros pasaportes, y con aire displicente y poco amable
exclamó:
--Está bien; váyanse ustedes.
Salimos del pueblo. Yo tenía la camisa empapada en sangre. Empezaba á
sentir por aquellos estúpidos galos un odio que no había tenido nunca.
A los pocos minutos de Briviesca nos encontramos con un carromato
cargado de pellejos de vino. Contamos al carretero lo que nos ocurría
y nos invitó á montar. Puso un saco de paja y unas mantas sobre los
pellejos y yo me eché encima.
Poco después, en el sitio que se llama la Lengua Negra, entre Santa
Olalla de Bureba y Santa María del Invierno, encontramos á Fermina,
la Riojana y la vieja; nos esperaban con ansiedad. Ganisch contó lo
ocurrido y todas las atenciones de las tres mujeres fueron para mí.
Faltaban unas cuatro ó cinco leguas para Burgos, y en ocho ó diez horas
llegamos al puente de Santa María.

UNA BELLA DAMA
Supusimos que en la puerta de la muralla, al verme pálido y manchado de
sangre, me detendrían.
Bajé del carro, ayudado por todos, y estaba sin poder tenerme en pie,
cuando llegó una señora en un coche.
--¿Qué pasa?--dijo asomando la cabeza por la ventanilla.
La vieja doña Celia, desde su mula, explicó lo ocurrido en Briviesca
con los militares franceses.
--Este pobre muchacho no va á poder ir andando--advirtió la dama.
Contemplé á la señora, que era una mujer soberbia; tenía unos ojos
negros preciosos, la tez pálida y la expresión trágica. Yo la miraba
absorto, lleno de admiración.
No sé si en premio de mi entusiasmo la señora dijo:
--Que suba en mi coche; yo le llevaré. ¿Dónde tiene que parar?
--En la plaza.
Abrió doña Celia la ventanilla y, ayudado por Ganisch, subí al
carruaje, que echó á andar y entró por el arco de Santa María.
Al pararnos en la puerta un momento se acercó al coche un oficial
francés é hizo á la dama un saludo ceremonioso y le besó la mano.
Seguimos adelante.
--¿Le duele á usted la herida?--me preguntó la señora.
--Sí--contesté--, pero no me importa.
--¿Por qué?--preguntó ella extrañada.
--Por haberla visto á usted. Es usted muy hermosa, señora.
--Y usted es un chico. ¿A qué viene usted á Burgos?
--Vengo á hacerme guerrillero contra los franceses.
Ella se quedó asombrada.
--No lo diga usted en todas partes--me dijo--. Le pueden prender á
usted. Los franceses tienen muchos amigos. Yo soy amiga suya.
--¿De verdad?
--Sí.
--Pues lo siento.
--¿Por qué?
--Porque son unos brutos.
La señora me preguntó quién era y de qué familia; yo se lo dije, y
llegamos á la plaza. El carruaje se detuvo.
--¿Podrá usted bajar solo?--me preguntó la dama--. ¿O quiere usted que
llame á alguien para que le ayude?
--No, yo bajaré.
--Le mandaré á usted un médico esta noche.
--Muchísimas gracias, señora.
--Adiós, y no haga usted más tonterías.
Bajé del coche, y me quedé inmóvil agarrado á la portezuela.
--¿Qué espera usted?--me preguntó ella.
--Que me dé usted á mí también la mano á besar.
--Es usted un muchacho insoportable--replicó la señora riendo.
Y me alargó la mano, que yo besé con entusiasmo.


V
EN BURGOS

Mareado y medio desvanecido me acerqué á una de las columnas de la
plaza y estuve así esperando hasta que llegaron Fermina, doña Celia, la
Riojana y Ganisch.
Ayudado por ellos, entré en una posada de allí cerca y me metí en la
cama.
Me encontraba con la cabeza débil y con fiebre. Doña Celia comenzó
á preparar un bálsamo, que yo creo que era el mismísimo bálsamo de
Fierabrás, y que si me aplica en la herida me produce la gangrena
de todo el cuerpo, cuando llegó un señor preguntando por mí. Era un
médico. Venía á verme de parte de la señora que me había llevado en su
coche por la tarde.
--¿Quién es esa señora?--pregunté yo.
--La marquesa de Monte-hermoso.
El médico lavó y curó mi herida y dijo que tendría para rato.
Con este motivo se renovó en Fermina, doña Celia y la Riojana el odio
contra los franceses.
Fermina sentía por ellos una repugnancia parecida á la que se puede
tener por un escorpión ó por un insecto venenoso.
El día siguiente estuve en la cama. Me dolía mucho la herida. A pesar
del dolor, me sentía completamente feliz pensando en aquella mujer
soberbia: la marquesa de Monte-hermoso.
¿Se llamaría así? El título me daba la impresión de ser falso; me
parecía un título de novela folletinesca por el estilo de las que
después ha escrito mi amigo Aiguals de Izco. Me enteré bien, y supe que
mi protectora, efectivamente, se llamaba así; que su nombre era doña
María del Pilar Acedo y Sarriá, marquesa de Monte-hermoso, y condesa de
Echauz y del Vado.
Su marido había sido diputado por Álava en la Asamblea de Bayona, y
después le hicieron muchos honores, entre ellos el de ser marido de la
querida del rey. También le nombraron á Monte-Hermoso gentilhombre de
cámara y una porción de cosas más.
Mientras yo me pudría de impaciencia en la cama, Ganisch y las tres
mujeres salían de casa, y al volver me traían una porción de noticias
contradictorias.
Ganisch había oído decir que el Gobierno de los patriotas, establecido
en Aranjuez, al acercarse Napoleón á Madrid se había instalado en
Sevilla. Desde Sevilla comenzaría á organizar partidas de guerrilleros.
Doña Celia, Fermina y la Riojana contaron una porción de historias
recogidas en la calle.
Todas sus noticias me tenían á mí sin cuidado. No pensaba mas que en
aquellos ojos negros y en aquella expresión dolorosa y trágica de la
marquesa.
El séptimo día de estancia en Burgos, el médico me dió el alta.
--Ya está usted bien--me dijo--. No salga usted mucho de casa.
--Dele usted de mi parte muchas gracias á la señora marquesa--le dije
yo.
--Ya se ha marchado--contestó el médico.
--¿A Madrid?
--¡Cualquiera lo sabe! ¡Habrá ido á reunirse con José Bonaparte! Dicen
que es la querida de Pepe Botellas.
La noticia me hizo más daño que el sable del francés de Briviesca; pero
aún me molestaba más el que se hubiera ido de Burgos aquella mujer
admirable sin acordarse de mí.
El pensar en esto reanimó mi actividad y mis sentimientos patrióticos.
Decidí olvidar las dos heridas: la del francés y la causada por la
marquesa de Monte-hermoso.
Se me ocurrió escribir al mariscal de campo don Gabriel Mendizábal,
paisano y amigo de mi padre. Mendizábal debía hallarse en esta época en
Alba de Tormes, y no encontré medio de hacerle llegar la carta.
Mi desesperación y mi furor patriótico iban en aumento.
Me figuraba estar viendo á la marquesa de Monte-hermoso, rodeada de
oficiales franceses elegantes, llenos de oro y de bordados. Yo había de
ir entre los desarrapados á acometerlos, á acuchillarlos.
El furor que comenzaba á tener lo experimentaba la gente del pueblo,
sin el acicate de pensar en una bella dama.
La plebe se enardecía con el odio al invasor.
Los franceses se figuraban que iban á luchar con un ejército y con
partidas de guerrilleros; pero, en el fondo, tenían que guerrear con
una turba de mujeres, de chicos, de viejos tenderos, de frailes,
inspirados todos en un fanatismo religioso y patriótico terrible.

EL PADRE PAJARERO
A la semana siguiente de llegar á Burgos, doña Celia me contó que una
señora en la iglesia le había dicho que un fraile mercedario andaba
hablando á los jóvenes del pueblo para reclutarlos y formar una partida.
Le recomendé á doña Celia que se enterara en dónde se le podría ver al
mercedario, y no sólo se enteró, sino que vino con él á la posada al
día siguiente.
El padre Pajarero era un frailuco joven, moreno, con los ojos
brillantes. Llevaba hábito pardo, cerquillo y sandalias.
Se presentó en mi cuarto y habló conmigo. Yo me encontraba de la herida
casi bien.
El padre Pajarero me sometió á un interrogatorio. Yo, por la costumbre
que había adquirido en el tiempo que llevaba desde que salí de Irún, le
dije que me apellidaba Echegaray.
Me preguntó si estaba dispuesto á echarme al campo. Le contesté que sí.
--Bueno; pues entonces--repuso él--le voy á dar á usted un papel para
que vaya á ver á cierta persona.
--Venga. Está bien.
Sacó el padre un tinterito de cuerno, escribió unas líneas, dobló el
papel y, antes de dármelo, me dijo:
--¿Sabe usted dónde está la calle de la Calera?
--No.
--¿Y el barrio de Vega?
--Tampoco. ¿No ve usted que no he salido de casa con la herida? Pero
preguntaré.
--Vale más que vaya usted sin preguntar.
--Doña Celia sabrá, quizá, dónde está esa calle.
--Sí, ella sí lo sabe.
--Entonces, doña Celia nos acompañará.
--¿No va usted á ir solo?
--Iré con un amigo paisano y patriota como yo.
--¿Cómo se llama su amigo?
--Garmendia. Juan Garmendia.
--¿Cuándo van ustedes á ir?
--Iremos mañana mismo.
--Bueno. Hay que advertir que el barrio de Vega está fuera de la
muralla, al otro lado del río. Cuando llegue usted á la calle de la
Calera, en esa calle, á mano derecha, verá usted una casa grande con
dos torreones en las dos esquinas. Empezando á contar desde esta casa,
en la misma acera, en el séptimo portal llamará usted. Preguntará usted
por el director, y cuando le digan de parte de quién va, contestará
usted que de parte del fraile.
--¿Nada más?
--Nada más.
--Saldrán ustedes de Burgos al anochecer por el arco de Santa María,
cuando vayan á cerrar la puerta de la muralla. Dan ustedes un paseo y,
cuando ya esté obscuro, se presentan en la calle de la Calera.
--Muy bien.
--Luego, como no es cosa de que llamen ustedes á la guardia francesa
para que les abra, irán ustedes á dormir al convento de la Merced. Doña
Celia les enseñará también dónde está.
Decidimos acudir Ganisch y yo al día siguiente á la casa indicada por
el fraile. Por la mañana le dije á Ganisch acompañara á doña Celia para
que ésta le enseñase la calle de la Calera y el convento de la Merced,
y después de cenar fuimos Ganisch y yo á ver al misterioso director.

DE PARTE DEL FRAILE
Me prestaron en la posada una capa larga hasta los talones, y, embozado
en ella, en compañía de Ganisch, que iba envuelto en una manta, salimos
en dirección de la calle de la Calera.
La tarde estaba horriblemente fría. El viento silbaba por los arcos de
la plaza; el cielo se mostraba vagamente iluminado por las luces del
crepúsculo y por la luna medio oculta entre nubarrones. Sólo alguna luz
brillaba en el pueblo.
De la plaza salimos por el arco de Santa María, á la orilla del río, y
esperamos en el paseo del Espolón.
Algunos vecinos, retardados, marchaban de prisa por el puente de Santa
María á entrar en la ciudad; otros aguijoneaban á los borriquillos y
caballerías.
Un momento después cerraron la puerta; dejaron solamente un postigo
abierto y se oyeron los toques de retreta.
Había entrado la noche y las orillas del río quedaron desiertas. Sólo
se oía el murmullo del agua misterioso y triste. La luna comenzaba á
brillar en el cielo.
Ganisch y yo atravesamos el puente y entramos en la calle de la Calera.
No pasaba entre las dos paredes de los edificios la luz de la luna y la
callejuela estaba negra y siniestra.
Nos detuvimos un momento enfrente de la casa de los torreones y la
portada historiada para cerciorarnos de que era ella, y desde este
punto comenzamos á contar los portales.
Ya cerca de la salida del campo, tuvimos que pararnos. Habíamos llegado.
Llamamos dos veces; se abrió la puerta desde arriba, sin duda con
un cordón atado al picaporte, y pasamos á un zaguán estrecho y mal
iluminado. Un farolillo colgado de una ventana pequeña alumbraba el
portal y al mismo tiempo la escalera.
--Buenas noches--grité yo.
--¿Qué quieren ustedes?--nos preguntó una voz de mujer desde una reja
que daba al zaguán.
--Venimos á ver al director--contesté yo.
--¿De parte de quién?
--De parte del fraile.
Se descorrió un cerrojo, se abrió la puerta del fondo y apareció una
criada. Nos hizo pasar y subimos tras ella hasta el piso primero.
Recorrimos un pasillo y llegamos á un cuarto blanqueado y bajo de
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