El Escuadrón del Brigante - 14

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Salimos, como he dicho, por la tarde de Caspueña, en compañía de
Antonio Martín y de una escolta de veinticinco hombres, camino de
Sigüenza.
Antonio nos hizo preguntas á Lara y á mí acerca de la vida en la corte,
y yo hablé de las discusiones y controversias madrileñas en cafés,
tertulias y logias, y aunque era una imprudencia confesé que era masón.
Antonio se quedó asombradísimo de que un masón estuviese en las
guerrillas de Merino, y me dijo que él también deseaba ser presentado
en una logia.
Pasamos por delante de Sigüenza y fuimos hacia Almazán atravesando los
altos de Barahona y la llanura llamada Campo de las Brujas.
Nos despedimos, antes de entrar en Almazán, de Antonio Martín, ya muy
amigo nuestro, y seguimos hasta Calatañazor, donde encontramos nuestras
fuerzas.
Contamos á Merino lo que había pasado con el director; le dijimos que
una columna francesa nos había conducido á Madrid, y le entregamos la
carta del Empecinado.
* * * * *
Después, pasado algún tiempo, comenzaron las buenas noticias para los
españoles. Napoleón había declarado la guerra á Rusia y tenía que
sacar tropas de España. El rey José no se veía seguro en Madrid; los
mariscales del Imperio no le hacían caso.
Desde esta época, con mucha frecuencia nos leían partes diciendo que
aquí ó allí se había ganado una batalla por el ejército aliado.
Nosotros ya no operábamos como guerrilleros libremente, sino que
seguíamos un plan superior, casi siempre en combinación con las
partidas de Borbón y Padilla y la brigada del Empecinado.


V
LA NIÑA

Fué una época para nosotros excepcional por lo apacible y poco inquieta.
Como he dicho antes, Fermina había recogido la hija de Martinillo y se
marchó á vivir con ella y la nodriza á Huerta del Rey.
Lara y yo íbamos con frecuencia á ver á la criatura y á Fermina,
transformada, de guerrillera, en mujer de su casa y madre amorosa.
La niña era un vínculo que nos unía á Lara, á Fermina y á mí.
El coronel Blanco nos dejaba marchar casi todas las semanas á visitar á
la hija adoptada por nuestro extinguido escuadrón.
Se operaba poco en esta época. Las partidas de guerrilleros no eran
buenas para movimientos en gran escala. Por otra parte, Merino se
encontraba con que las fuerzas que tenía á sus órdenes sobrepasaban
su capacidad y sus conocimientos, y como no estaba dispuesto á dar
acciones, apenas se movía de miedo á un fracaso grande.
Cuando nos daban licencia, Lara y yo montábamos á caballo y nos
largábamos trotando y galopando hasta Huerta.
Un perro que yo tenía por entonces nos seguía ladrando y dando brincos.
Se llamaba «Murat», «Murat I», porque tuve después dos más con este
nombre.
«Murat» era un perro inteligentísimo. Todo el mundo decía que no le
faltaba mas que hablar.
Llegábamos Lara y yo á Huerta é íbamos á casa.
Estos pueblos, en la guerra de la Independencia, eran de una miseria
horrible, mayor aún en el comienzo del año 12, que fué el auténtico año
del hambre.
Yo tenía fresco el dinero que me habían dado en casa, no mucho, pero
entonces, y para aquellos sitios, casi un capital.
Cuando nos acercábamos á Huerta y entrábamos en la plaza, donde
solía haber un mayo, á mí me parecía el pueblo bonito, á pesar de su
desolación y de sus calles torcidas.
Íbamos en seguida á casa de Fermina. Ella solía estar en la ventana con
la niña.
Comíamos juntos, y muchas veces, si hacía buen tiempo, Fermina, la
nodriza, á quien llamábamos Mencigüela, y la chica solíamos ir á tomar
el sol á una azotea que hay alrededor de la iglesia.
Yo lucía á «Murat», que tenía todas las habilidades de un perro de
regimiento, y le insultaba cuando no hacía algo bien. Le llamaba
canalla, asesino, granuja.
--¡No le insultes al pobre!--me decían Fermina y Lara.
«Murat» ya sabía que aquello era broma.
Cuando se cansaba de jugar se subía sobre el banco y ponía su cabeza en
mis piernas.
Yo sacaba mi anteojo para mirar á lo lejos.
Desde aquella azotea de la iglesia se divisaba una gran hondonada,
un valle cerrado por unas lomas rojizas, y por encima, en el fondo,
Somosierra, como una muralla azul; á un lado brillaban las praderas
verdes de Arauzo de Miel.
Mirando hacia el pueblo no se veía una casa alineada ni derecha; todas
torcidas, alabeadas, con los tejados hundidos.
¡Qué silencio solía reinar allí! Piaban los pájaros, cacareaban las
gallinas, subía en el aire la ligera columna de humo azul que brotaba
de una casa.
Lara me hacía fijarme en la poesía de estas cosas, en el sonido de
una esquila, en el toque de la campana, en el rebaño de cabras que se
esparcía por un pedregal.
Mientras tanto, Fermina paseaba con la niña.
Mencigüela le enseñaba las cigüeñas y la canción que se les canta, que
es ésta:
Cigüeña barreña,
La casa te se quema,
Los hijos te se van;
Machácales los ajos,
Que ellos volverán.
Cosa que, según la nodriza, hacía rabiar á las cigüeñas.
¡Qué vida primitiva, qué vida más estática la de aquel pueblo!
A media tarde volvíamos á casa á merendar. Me asombraba cómo Fermina no
se aburría allí.
Recuerdo la salita de la casa como si la estuviera viendo. Había una
mesa, un armario, un reloj alto de pared y un cuadro de cañamazo en que
estaban bordados un ciervo, que tenía un aspecto mixto de conejo y de
ardilla, unas flores y este letrero: Aquilina Ciruelos, lo hizo en 1803.
Yo me entretenía bastante describiendo en voz alta el cuadro, cosa que
á Fermina no le gustaba.
--Seguramente, en su casa hay algún bordado igual hecho por
ella--pensaba yo.
Además de la mesa había una cómoda pesada y ventruda, y sobre ella un
Niño Jesús metido en un fanal, y un espejo donde se reflejaban las
imágenes completamente deformadas.
El mobiliario se completaba con un baúl enorme con aplicaciones de
latón y un arca.
Todo lo que tuviera colorines, á Fermina se le antojaba muy bonito; en
cambio, á mí me parecía muy feo.
Era una mujer rara la tal Fermina. Tenía un amor por el orden, por
el arreglo, completamente extraño. Cuidaba la ropa blanca como algo
religioso.
Se comprendía, al verla en una casa, el odio que experimentaba por todo
lo nuevo y lo revolucionario. La enemiga terrible que guardaba contra
los franceses provenía, más que nada, de que no respetaban costumbres
antiguas.
--¿Por qué se ha de hacer esto?--preguntaba yo alguna vez.
--Así se ha hecho siempre.
--Esa no es razón.
--¿Por qué se ha de hacer de otra manera si así se ha hecho siempre?
Hay piedras que parece que están fijas, sujetas en la tierra sin que
puedan desplazarse nunca. De estas piedras era Fermina.
Yo no; yo me sentía como el canto rodado, que al menor impulso corre
por los taludes al fondo de los barrancos.
En la naturaleza de Fermina estaba la inmovilidad. Era lógico en ella
que al volver á una vida metódica, encarrilada, no quisiera moverse.
Algunos días jugábamos á la pelota en el pueblo Lara, Ganisch y yo con
los mozos del pueblo. Los castellanos son torpes para esto. Parece que
el vascongado es el más diestro, el mejor constituído para tal juego.
Así es que Ganisch ó yo ganábamos siempre.
A media tarde emprendíamos la vuelta hacia Salas, en donde estábamos de
guarnición.
El pinar, como decía Lara, parecía una catedral; por entre sus troncos,
que dejaban anchas sombras, pasaban las fajas luminosas del sol.
Lara y yo solíamos marchar por en medio del bosque en silencio. El
viento arrancaba un murmullo misterioso de los pinos, y nuestras
sombras se alargaban en el suelo con la luz dorada del crepúsculo.
En algunos puntos parecía reconcentrado el olor de la resina y del
tomillo.
Cuando pasábamos los pinares comenzaba á obscurecer; cruzábamos por
prados verdes sembrados de margaritas, y por regatos llenos de agua que
reflejaban las estrellas.
* * * * *
No sé qué giro hubiese tomado mi vida á seguir así. Lara y yo
comenzábamos á hacer proyectos de vivir en el campo.
Un domingo, al ir á Huerta del Rey, nos encontramos á Fermina
desesperada, bañada en lágrimas. La niña acababa de morir.
La noticia me produjo un verdadero dolor, y desde entonces comencé á
sentir deseo de marcharme de allí.
* * * * *
Aquí se interrumpe el manuscrito de Aviraneta.


LIBRO SÉPTIMO
A SALTO DE MATA
ACOTACIÓN

Ahora--dice don Pedro de Leguía y Gaztelumendi en sus papeles--,
para completar la historia de Aviraneta en su época de guerrillero
con el cura Merino, tengo que recurrir á lo que me contó el cabo de
chapelgorris, Juan Larrumbide, llamado Ganisch, en la taberna del
Globulillo, en la calle del Puerto, de San Sebastián, una tarde de
otoño del año 1839.
Al saber que conocía la vida de Aviraneta, Ganisch me preguntó con gran
interés si le había contado algo de él.
Yo contesté que sí, é indiqué lo que me había dicho.
--¿Conque Eugenio le dijo á usted que yo me arreglé con la Riojana?--me
preguntó Ganisch algo incomodado.
--Sí.
--¿Y no habló nada de sus enredos?
--No.
--¡Qué gracioso! Pues él también estuvo viviendo con una mujer y á
punto de casarse con ella. Una tal Fermina.
--¿Fermina la Navarra?
--Sí. ¿Qué le contó á usted más Eugenio?
--Que usted había conquistado á la Riojana por su manera de hablar
enrevesada; que usted no hacía mas que comer...
--¡Qué canalla! ¡Ese bizco tiene más mala intención!... ¿Ya le dijo á
usted que á él le llamaban el Pisaverde?
--Sí.
Había notado que entre Ganisch y Aviraneta existía, así como por debajo
de su amistad, un fondo de envidia y de odio, y escarbando en él
conseguí que Ganisch contara todo cuanto sabía.
Me hubiera gustado mucho poder trasladar fielmente las palabras de
Ganisch y sus impresiones personales acerca de su vida y de la de
Aviraneta en las guerrillas de Merino. Pero ¿quién sería capaz de
transcribir con exactitud aquella serie de frases defectuosas, aquella
serie de concordancias extrañas en donde se confundían el castellano,
el francés y el vascuence?
Es imposible reproducir su relato como él me lo contó; relato que,
ciertamente, no tenía orden gramatical, pero sí mucha gracia.
Al dar yo una forma lógica, aunque no literaria, le quito seguramente,
todo carácter á esta narración, que hizo Ganisch en la taberna del
Globulillo, de la calle del Puerto, en San Sebastián, una tarde de
otoño del año 1839.


I
FERMINA Y LA RIOJANA

Ganisch comenzó de este modo:
«Cuando _entremos_ en la partida yo y Eugenio, como _la_ cura Merino,
¡así ojalá se muera de repente!, era hombre que se fijaba mucho en
_estos_ cuestiones, Eugenio, que es un _endredador_, inventó que la
Riojana era mi mujer y Fermina la suya. _La_ cura Merino...»
Pero no; es imposible seguir á Ganisch en su relato, y prescindiendo de
lo pintoresco de su estilo, hay que hacerle hablar como todo el mundo.
El cura Merino no se preocupaba de estas cosas por virtud, sino porque
era celoso y lujurioso como un mico.
La Riojana era una buena chica; eso sí, le gustaba la miel como á todas
las mujeres, y cuando se le ponía algo en la cabeza, era un poco bestia.
La Fermina se las echaba de señorita. Siempre estaba de mal humor,
dispuesta á dar gritos y á subirse á la parra por cualquier cosa.
La Riojana y yo--siguió diciendo Ganisch--nos entendimos pronto,
porque, como yo hablaba poco el castellano, me iba pronto al bulto.
Como la Fermina y Eugenio no llevaban camino de arreglarse, la Riojana
le decía á su compañera:
--¡Pues no eres poco melindrosa, hija! En la guerra como en la guerra.
¡Qué demoño!
Fermina era de un pueblo de la ribera de Navarra, y su padre un rico
hacendado. Había tenido Fermina un novio que con engaños--así dicen
siempre las mujeres--la sacó de casa; el padre juró que si volvía la
despezaba, y, claro, ella no quiso volver.
Tenía Fermina muchas ínfulas aristocráticas; yo no sé si mentía, es
muy probable; pero, mintiendo ó diciendo la verdad, aseguraba que se
hallaba emparentada con las familias más linajudas de Navarra.
--Los Echegaray no sé de dónde procedemos--le replicaba Eugenio, que se
hacía llamar por su tercer apellido--; no sé si venimos del cogollo ó
de las hojas, de las últimas capas ó de los primeros manteos; pero no
me preocupa gran cosa.
--Tienes risa de condenado--le decía ella.
Y esto le daba á él más ganas de reir.
No sé qué idea tenía la Fermina de Eugenio y de mí, pero creo que nos
consideraba como dos herejes á los que no les faltaba el canto de un
duro para entrar en el infierno.
Yo le aconsejaba á Eugenio que cogiera á aquella mujer y la dejara
perdida en algún monte donde no pudiera volver, como á los perros que
molestan.
Fermina la Navarra decía brutalidades sin notarlo; pero si alguien
le echaba un piropo se sofocaba y le brillaban los ojos. Entonces sí
estaba guapa.
Fermina, la Riojana y otras mujeres que había allí se decidieron,
cuando comenzaron á organizarse las guerrillas, á gastar pantalones y á
montar á caballo como los hombres.
Aviraneta, que siempre ha sido hablador, llamaba á Fermina la Monja
Alférez.
--Este alférez ¡eh! Ganisch--me solía decir Eugenio guiñando los
ojos--está verdaderamente bonito.
--¡Condenado! Te gusta avergonzarme--contestaba ella.
--Ya que eres la Monja Alférez--contestaba él echándoselas de
galante--, sé monja para mí y alférez para los demás.
Al poco tiempo de estar en el campo, á Eugenio le hicieron teniente, no
porque hubiera peleado más que yo ó que los demás, sino porque tenía
más escuela.
Eso de saber manejar la pluma es cosa de mucha importancia.
Como Eugenio nunca ha sido fuerte, á los tres ó cuatro meses de estar
en el campo durmiendo en el suelo y recibiendo nieves y chaparrones
tuvo un ataque de reumatismo (_erreumatismo_, decía Ganisch) y le fué
necesario quedarse en cama.
Yo fuí á cuidarle, más que nada, por no andar de maniobras.
Tanto subir y bajar montes y mojarme me tenía aburrido.
Estaba ya soltero, porque la Riojana se me había marchado con el cura.
Le pedí permiso á éste para ir á cuidar á Eugenio, y Merino me dijo:
--Sí, sí; vete.
Claro, quería tenerme lejos de la Riojana.
Luego me preguntó:
--¿Qué le pasa á Eugenio?
--Está baldado por el reuma.
--¡Qué gente! ¡Qué jóvenes!--murmuró--. Ese Echegaray vale poco. A mí
no hay lluvia ni nieve que me haga efecto.
El cura decía la verdad. Era duro como una piedra.
Al principio de la enfermedad de Aviraneta, la Fermina le cuidó muy
bien; pero cuando entró en la convalecencia, ella y él se tiraban los
trastos á la cabeza.
A la Fermina le asustaba mucho pensar en el infierno, y decía á
Aviraneta que tenían que confesarse y ver al cura.
--¡A los curas! ¡A presidio los llevaría á todos!--decía Eugenio.
Ella, al principio, se incomodaba; luego le decía:
--Tú pierde tu alma si quieres; yo ya me salvaré.
--¿Salvarte?--le contestaba él en broma--. No se cómo: has matado, has
dicho mentiras, dejarías de ser mujer si no las hubieras dicho; amores
has tenido, iracunda eres como pocas, golosa también, envidiosa ídem;
conque si no te metes monja después de la guerra y te azotas, no se
cómo te las vas á arreglar con tu alma.
--¡Ese Eugenio--añadió Ganisch--tiene unas ocurrencias...!
--Y ella ¿qué hacía al oir esto?--pregunté yo.
--Ella se ponía como una fiera y le decía: ¡Canalla! ¡Bizco! ¡Quisiera
que te murieras de repente!
--Ya lo sé--contestaba él.
Luego hacían las paces. La Fermina tenía un genio imposible; se
mostraba dominadora, violenta, sanguinaria. Eso sí, para la gente pobre
era buena.


II
LA HIJA DE MARTINILLO

--Supongo que Eugenio--siguió diciendo Ganisch--le habrá contado y
ponderado los combates de la partida del cura. Es muy amigo de dar
importancia á todos los sucesos donde interviene él.
--Pero la acción de Hontoria del Pinar, ¿no fué importante?--pregunté
yo.
--¡Bah!--murmuró Ganisch.
--¡Cómo, bah! ¿No lucharon ustedes con un escuadrón francés numeroso?
--Sí.
--¿No hubo muchos muertos y heridos?
--Sí; creo que sí.
--Es extraño. ¿No se acuerda usted bien de esa acción?
--Sí; algo me acuerdo. Estuvimos en un pinar durmiendo en el campo, y
todos los días aseguraban que venían, y luego que no venían... Bueno;
pues una mañana dijeron que los franceses acababan de pasar por el
camino. Yo no les vi.
Esperamos en un punto, y luego tuvimos que ir á otro sitio, y luego á
otro. Después dimos una carga, y como no se pudo romper la formación
francesa, comenzamos á pelear unos cuantos del escuadrón con diez ó
doce dragones de esos de gorra de pelo; y cuando vinieron á ayudarnos
los nuestros nos dijeron que ya se había terminado todo.
Sin duda, Ganisch no se había enterado de los preparativos de Merino
para la sorpresa del Portillo de Hontoria ni del desarrollo general de
la acción.
--Y al día siguiente, ¿fueron ustedes á la Vid?
--Sí. ¿También eso le ha contado Eugenio?
--También.
--Lo que no le habrá contado, seguramente, será lo de la niña y lo del
desafío.
--No. ¿Qué fué lo del desafío?
--Verá usted. Teníamos nosotros en la partida un muchacho joven que se
llamaba Martinillo.
--¿Un pastor?
--Eso es. En ese día de Hontoria del Pinar murieron veinte ó treinta de
nuestro escuadrón, y entre ellos Martinillo el pastor.
Al día siguiente marchamos á la Vid y no volvimos al alojamiento hasta
quince días después. Al llegar á Hontoria, y al preguntar por la
Teodosia, la viuda de Martinillo, supimos con pena que acababa de morir
de sobreparto, dejando una niña, á la que se puso también Teodosia.
¡Y aquí se ve lo que son las mujeres de raras y de locas! Fermina la
Navarra, que había tenido tanto odio por Martinillo y por la Teodosia
madre, recogió á la niña y se fué á vivir con ella á una casa de Huerta
del Rey. Los del escuadrón solíamos ir á verla alguna que otra vez;
pero, sobre todo, Eugenio y un amigo suyo, llamado Lara.
Eugenio pensó en casarse con la Fermina y prohijar á la niña; pero como
no estaba en el regimiento alistado con su nombre, era una cosa difícil.
La Fermina no pensaba mas que en la chiquilla.
Muchas veces le oí á Fermina que preguntaba á Aviraneta:
--Eugenio, si yo muero, no la abandonarás; ¿verdad?
--¡Yo abandonar á la Teodosia! Nunca--replicaba él.
Murió la niña, y la Fermina y Eugenio, que estaban muy amartelados,
riñeron en seguida. Fermina volvió á vestir de guerrillera, y todos los
días le armaba un escándalo á Aviraneta.
--Estamos ofendiendo á Dios con esta vida--le decía ella--. O te casas
conmigo, ó nos separamos en seguida.
--Espera que acabe esto--contestaba él--. Habiendo dicho á la gente que
estamos casados, va á ser un escándalo ahora si vamos á la vicaría.
Eugenio se hubiera casado; pero al ver el genio que iba tomando la
otra, se espantó.
Fermina no pensaba de nuevo mas que en luchar, matar y pegarle fuego al
mundo entero.


III
EL DESAFÍO

Fermina se separó de Aviraneta y comenzó á andar, acompañada de un
alemán, Müller, que era uno de los prisioneros que se quedó amigo de
los españoles.
El alemán guardaba las espaldas de la guerrillera; ella le trataba con
altivez, y él, á pesar de todo, le servía humildemente.
Eugenio estaba furioso; le miraba al alemán con su ojo bizco y
frunciendo el ceño. Cuando Aviraneta se pone á mirar así hay que
temblar, porque, con la mala sangre que tiene, es capaz de cualquier
cosa.
La situación entre los dos hombres era muy violenta, y al fin vino el
encuentro.
Eugenio y el alemán, por una cuestión de poca monta, se lanzaron el uno
contra el otro. Eugenio quiso arrestar á Müller; pero al ver en éste
una risa de desprecio, suspendió el arresto y concertaron entre los dos
un desafío.
Estábamos en Hontoria.
Lara y yo fuimos los testigos de Aviraneta, y dos desertores franceses
los de Müller el alemán. Se decidió que otro desertor polaco hiciera de
juez de campo.
Marchamos los siete al galope al pinar, y entramos en una calvera del
monte, grande como una plazoleta.
Antes de comenzar el duelo, el alemán dijo que él era un simple
soldado, y mayormente extranjero; que si se sabía que se había batido
con un oficial le costaría el ser fusilado, y que, por lo tanto, exigía
juráramos todos guardar el secreto de lo ocurrido.
El alemán, sin duda, tenía completa confianza en su triunfo. Juramos
callar.
Al momento Müller y Aviraneta se quitaron las casacas. Müller tenía un
pecho de gigante y unos brazos fuertes, cubiertos de vello rojo.
Se midieron los sables y se entregó á cada uno el suyo. El alemán
manejaba su arma como un juguete. Se colocaron los dos en guardia.
--Uno, dos, tres... Adelante, señores--dijo el polaco.
Los sables chocaron uno contra otro y comenzó el asalto.
Müller no tenía idea de la esgrima, pero era valiente, y tiraba unos
mandobles á Eugenio que yo creí que le deshacía. Aviraneta se defendía
con mucha maña y dirigía á Müller golpes á la cabeza y al brazo.
El alemán, viendo que no alcanzaba al enemigo, comenzó á dirigirle
estocadas furiosas al pecho.
Hubo un descanso por orden del polaco, juez de campo.
Müller estaba congestionado y torpe; Eugenio, algo pálido, pero muy
tranquilo.
--Yo intentaba desarmar á este bárbaro--nos dijo Eugenio á Lara y á
mí--, y herirle levemente; pero tiene tan mala intención, que voy á
tener que matarlo, si no, me va á matar él.
Siguió el duelo y vimos que, efectivamente, Eugenio cambiaba de
sistema; ya, después de parar, no marcaba un golpe ligero en el brazo ó
en el hombro del contrario, sino que se tiraba á fondo de una estocada.
Müller hacía lo mismo con una furia terrible. Eugenio estaba cada vez
más pálido y más ceñudo; se notaba la decisión en sus ojos.
Durante un momento estuvieron los dos forcejeando casi con los puños
juntos, y al separarse se vió que Aviraneta tenía un rasguño en el
brazo que le manchaba de sangre.
Aquella sangre y la sonrisa de triunfo del alemán enardecieron á
Aviraneta, dándole una de aquellas decisiones violentas que le
caracterizaban.
El polaco hizo la señal del nuevo asalto. Aviraneta se lanzó con tanto
brío, que acorraló al alemán, que tuvo que retroceder, y, dándole un
sablazo en la muñeca, le hizo tirar el sable.
Creímos que aquí terminaría el lance; pero Müller protestó y volvió
con más furia á la pelea. Ya no era dueño de sí mismo; se descubría,
parecía un toro más que un hombre. Se veía en él la decisión de
atravesar á su contrario, aunque quedara muerto.
Aviraneta se encontraba en un aprieto grave; se iba cansando y
perdiendo la serenidad.
En esto, Müller con el sable rozó la oreja de Eugenio. Aviraneta sintió
la sangre que le caía y, enardecido, se lanzó sobre el enemigo, se tiró
á fondo y hundió el sable en el pecho del alemán.
Müller abrió los brazos, se le cayó el arma, se tambaleó y, dando una
vuelta como un peón, cayó á tierra.
Los dos testigos franceses no pudieron sostener su cuerpo fuerte y
pesado.
--Lo he matado--nos dijo Aviraneta--; no he podido hacer otra cosa.
El alemán bramaba, escupiendo espumarajos de sangre.
Aviraneta, ceñudo, tomó su sable y empezó á limpiarlo en unas hierbas.
Esperó un momento por si Müller le llamaba; pero el alemán estaba en
las últimas convulsiones de la agonía, y poco después había muerto.
Montamos de nuevo á caballo. Los dos franceses, que tenían sangre en
las manos, y Aviraneta, se lavaron en un arroyo y volvimos á Hontoria.
Todos los que presenciamos el duelo guardamos el secreto de lo
ocurrido, hasta el punto de que se creyó que Müller había desertado de
nuestro campo. Sin embargo, algunos sospecharon la verdad.


IV
LA DENUNCIA

Unos meses después estábamos en Peñaranda de Duero, que también se
llama Peñaranda de la Perra, cuando se presentó un escuadrón del
Empecinado á operar en combinación con Merino.
Eran oficiales de este escuadrón Antonio Martín, el hermano del
Empecinado, y don Casimiro de Gregory Dávila, á quien llamaban Gregory
el de Leganés, por su cargo de administrador de Rentas de este pueblo.
Gregory había peleado con el Empecinado á las órdenes de don Vicente
Sardina, y estuvo preso en Madrid por patriota el año 9.
Luego, yo le conocí en 1822 de intendente en Pamplona.
Gregory y Martín andaban mucho con Aviraneta. Se decían muy liberales.
Un día los dos Empecinados, Aviraneta, Lara, el Tobalos y tres ó cuatro
más del escuadrón del Brigante se metieron en una taberna de Peñaranda
y hablaron.
Hay que advertir que Eugenio, en esta época, estaba que no se le podía
aguantar.
Sus peleas con Fermina y, sobre todo, el recuerdo de la muerte del
alemán le tenían rabioso.
Antonio Martín y Casimiro Gregory contaron en el grupo la entrada de
los aliados en Madrid un día de Agosto.
El Empecinado, Palarea, el Abuelo y Chaleco habían desfilado por la
Puerta del Sol y calle Mayor, marchando al Ayuntamiento.
Antonio Martín aseguraba con entusiasmo que los Empecinados habían sido
los héroes de la jornada.
Unos días después de entrar ellos se juraba la Constitución en todas
las parroquias madrileñas.
Los del Brigante escuchaban con envidia.
--Tenéis suerte--dijo Aviraneta con amargura--; nosotros aquí no hemos
visto nada de eso.
E hizo un cuadro agrio y burlesco de la vida y costumbres del
campamento de Merino.
Viendo que celebraban sus frases, Aviraneta se desbocó y empezó á decir
barbaridades. Afirmó que Merino había ordenado la muerte del Brigante
porque se sentía celoso de él.
--¿Nosotros?--exclamó luego--. Nosotros ya no somos guerrilleros, sino
unas viejas beatas que no hacen mas que rezar el rosario y persignarse
para comer, para beber, para rascarse...
Gregory y Martín se reían. Luego, Eugenio habló del Estado llano, del
servilismo de los fernandinos, de la libertad y de los derechos del
hombre, y acabó brindando por la República.
Aviraneta pensó que nadie se enteraría; pero en la taberna había un
enemigo suyo, un tal Sánchez, á quien llamaban don Perfecto.
Don Perfecto estaba resentido contra Aviraneta porque éste se burlaba
de él constantemente preguntándole dónde se había escondido cuando la
acción de Hontoria del Pinar.
Don Perfecto se vengó yendo con el soplo al cura, contándole toda la
conversación.
A los quince días de esto volvimos á Salas de los Infantes. Ya habíamos
olvidado la conversación de Peñaranda.
No hicimos mas que llegar, cuando el cura llamó á Aviraneta y á Lara y,
de repente, sin incomodarse, con voz burlona y fría, les dijo:
--Oye, Echegaray. ¡Conque yo mandé asesinar al Brigante! ¡Conque
nosotros no somos guerrilleros! ¡Conque somos unas viejas beatas que no
hacen mas que rezar!
--Yo no he dicho eso, don Jerónimo.
--Ha habido quien te ha oído, hijo mío. Hablaste con el hermano del
Empecinado y con otro en una taberna de Peñaranda. ¿De manera que eres
masón y republicano? ¡Ya me figuraba yo algo! Pues tendrás la suerte de
los espías y los traidores: serás fusilado por la espalda. Y tú, Lara,
irás también á la cárcel. Ya veré lo que hago contigo.
Aviraneta no replicó. Un oficial le quitó su espada dragona y, rodeado
de soldados, marchó á la cárcel.
* * * * *
Después de este episodio, Ganisch contó otros de los guerrilleros de
Merino, ya conocidos por mí, y la escapada que hicieron desde Salas á
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