El Escuadrón del Brigante - 01

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EL ESCUADRÓN DEL BRIGANTE


OBRAS DE PIO BAROJA

LAS TRILOGIAS
_Pesetas._
Tierra vasca
La casa de Aizgorri 1,00
El mayorazgo de Labraz 3,00
Zalacaín, el aventurero 1,00

La vida fantástica
Camino de perfección 1,00
Inventos, aventuras y mixtificaciones
de Silvestre Paradox 1,00
Paradox, rey 3,00

La Raza
La dama errante. 3,00
La ciudad de la niebla 3,50
El árbol de la ciencia 3,50

La lucha por la vida
La busca 3,50
Mala hierba 3,50
Aurora roja 3,50

El Pasado
La feria de los discretos 3,50
Los últimos románticos 3,50
Las tragedias grotescas 3,00

Las ciudades
César ó nada 4,00
El mundo es ansí 3,50

El Mar
Las inquietudes de Shanti Andía 3,50

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCION
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
En tierras lejanas.
El año 30.
La Isabelina (historia de una Sociedad secreta).
La sangre en las calles.
En el seno de la intriga.
El olvidado.


PIO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCION

EL ESCUADRÓN
DEL BRIGANTE
(NOVELA)
[Ilustración: RENACIMIENTO]
MADRID
RENACIMIENTO
_Pontejos, 3._
1913


ES PROPIEDAD
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO EDITORIAL.--PONTEJOS 3.


PRÓLOGO
AVIRANETIANA

El autor de las _Memorias de un hombre de acción_, don Pedro de Leguía
y Gaztelumendi, explica en una advertencia preliminar cómo reconstruyó
esta parte de la biografía de nuestro héroe, con qué datos contó y en
qué fuentes pudo apagar la sed de aviranetismo que le consumía.
Suponiendo que al lector, al menos si es aviranetista convencido, no
le ha de cansar la explicación de Leguía, me he tomado el trabajo de
copiarla íntegra.

EN LA FONDA DE BAYONA
Una noche de otoño--dice don Pedro Leguía--estábamos reunidos Aviraneta
y yo en el comedor de la fonda de Francia, en Bayona. Llevaba lloviendo
monótonamente horas y horas, venteaba á ratos y, en el silencio de la
ciudad desierta, sólo se oía el gemido del viento y el ruido del agua
en los cristales y en las aceras.
Acabábamos de tomar café, y don Eugenio se levantó y se dirigió á su
cuarto. Yo le seguí porque, desde varios meses antes, después de la
comida, solíamos celebrar una conferencia, larga ó corta, según la
importancia de los acontecimientos, para ponernos de acuerdo en el plan
del día siguiente.
Don Eugenio ocupaba un gabinete grande con alcoba del piso principal,
el número 10.
El encargado de la fonda de Francia, monsieur Durand, á pesar de su
entusiasmo por los carlistas, tenía gran estimación por Aviraneta y le
reservaba siempre las mejores habitaciones.
Aquella noche, después de entrar en el cuarto, Aviraneta se sentó en el
sofá y yo me arrellané en una poltrona.
--¿Hay algo que hacer, maestro?--le pregunté.
--No. ¿Has mandado nuestro folleto á todos los amigos?
--Sí.
El folleto era un cuaderno de pocas páginas, que se titulaba: Apéndice
á la vindicación publicada en 20 de Julio de 1838 por don Eugenio de
Aviraneta, y estaba impreso en Bayona en la imprenta de Lamaignere, de
la calle Bourg Neuf, hacía unas semanas.
--Pues si has mandado todos los folletos no hay nada que hacer.
--¿Por qué no reanuda usted sus memorias, don Eugenio?--le dije--.
Tengo interés en oirle contar los episodios de su vida de guerrillero
con el cura Merino.
--Amigo Pello--me dijo Aviraneta--, te confieso que no tengo cabeza mas
que para lo que está pasando. Aunque parezco tranquilo, me encuentro en
un momento de gran ansiedad. Sueño con Maroto y con los antimarotistas.
El padre Cirilo, Arias Teijeiro, el obispo de León, Iturbe, Urbiztondo,
Espartero y Muñagorri me bailan en la cabeza. En esta semana me juego
definitivamente el porvenir.
--Ya lo sé; pero los hombres fuertes estamos por encima de los
acontecimientos.
--¡Sí; eso se cree cuando se tiene veinte años como tú; pero cuando se
acerca uno á los cincuenta...! La vida es muy dura para empezarla de
viejo.
--¡Bah! ¿Eso le preocupa á usted?
--¡No me ha de preocupar!
--No lo creo.
--Hay que ver, amigo Pello, lo que es vivir perseguido, acusado de
polizonte, de espía, de canalla y, sobre todo, de hambriento. Como le
decían al conde de Mirasol en la carta que te enseñó á ti hace dos años
en San Sebastián, yo soy un hombre que no tiene dónde caerse muerto.
Cosa cierta, certísima.
--¿Y qué?
--Nada: que ya no me hallo dispuesto á seguir siendo un Quijote.
Si yo no hubiera pensado más que en mi vida y en mis intereses, se
me consideraría como una persona decente y digna; pero he pensado
principalmente en mi país y en la libertad, y esto, sin duda, es un
crimen para los que no tienen éxito. No; ya basta. En la lucha he
perdido mi carrera, mi fortuna, mi salud, y, sin embargo, políticos
logreros de Madrid me acusan de inmoral, de chanchullero. No, no; es
bastante.
--¿De manera que, si esto sale bien, se retira usted?
--Ya lo creo.
Yo conocía con toda clase de detalles lo que estaba tramando don
Eugenio, y sabía también que del éxito de nuestras intrigas dependía su
porvenir y el mío.
Era en 1839. Nos encontrábamos en los días anteriores al convenio de
Vergara. Aviraneta estaba preocupado; tenía el ceño que se le ponía
cuando tramaba algo; su nariz corva, su ojo bizco, su labio inferior
más saliente que de ordinario, su traje negro, le daban el aire de una
corneja, de uno de esos pajarracos que unen la rapacidad con el aspecto
clerical.
Viendo su murria, dije yo:
--Bueno, maestro, veo que está usted sin humor; me voy.
--Mira--me dijo él, cambiando de tono--, precisamente esa parte de mi
vida durante la guerra de la Independencia la tengo en un cuaderno. La
comencé á escribir cuando estuve preso en la Cárcel de Corte de Madrid,
por los años 34 y 35, y luego he añadido alguna nota. Si encuentro ese
cuaderno, te lo llevas.

EL CUADERNO DE AVIRANETA
Lo buscó entre los papeles y apareció pronto. Con él en la mano me
despedí de don Eugenio, dándole las buenas noches.
Subí las escaleras; yo vivía en el piso alto de la misma fonda de
Francia; entré en mi cuarto y encendí el quinqué.
Me ocupaba entonces tomando apuntes para dos libros que escribí
después, y que al último, por influencia de mi sobrina, aconsejada
por el párroco de Lúzaro, y con gran dolor de mi corazón, he dejado
quemar. Estos libros se titulaban: «Los antecedentes vascos del
maquiavelismo, estudiados y recogidos en los hechos y en la política de
los secretarios vascongados de Fernando el Católico», y el «Paralelo de
César Borgia é Ignacio de Loyola».
Recogí, al llegar á mi cuarto, los papeles de la mesa, y abrí el
cuaderno de mi maestro.
Aviraneta tenía una letra española angulosa y clara.
La relación de su vida de guerrillero era bastante detallada, con
fechas, datos y nombres de personas; pero no se contaban en ella
intimidades de esas que caracterizan mejor que nada la manera de ser de
un hombre.
Verdad es que Aviraneta, que manifestaba cierto cinismo en cuanto se
refería á la vida pública, tenía un gran pudor en lo tocante á la vida
privada.
Me pareció; después me han dicho, que, aunque no hombre de gran
inteligencia ni de cultura, he tenido sagacidad diplomática; me
pareció--hay que sentirse un poco orador--que, al no hablar don Eugenio
apenas de su vida íntima, ocultaba algo.
Supuse que serían rivalidades, amores ó algún otro sentimiento muy
personal.
Más bien me inclinaba á sospechar de un motivo amoroso, porque
Aviraneta tenía siempre gran pulcritud en tales asuntos y le molestaban
las historias pornográficas y los cuentos de cuerpo de guardia. Esta
reserva le quedaba, sin duda, de su condición de vascongado.
Realmente, por muy patriota y guerrillero que se sea, no se vive una
larga temporada pensando únicamente en combates y en emboscadas; hay
siempre lugar para otras preocupaciones y sentimientos. El verle en su
narración á don Eugenio guerrillero exclusivamente, me hizo pensar en
lo incompleto ó fragmentario de su relato.
Supuse que, al fijar los acontecimientos de aquella época, Aviraneta
había escrito la parte de vida pública escamoteando lo más íntimo y
personal.
Como mis quehaceres por entonces no eran grandes y seguía lloviendo, me
entretuve los días siguientes en copiar el cuaderno de Aviraneta.
La narración resultaba algo fría y descolorida, con detalles
pueriles, sobre todo, acerca de caballos; preocupación absurda en un
conspirador, pero explicable en un antiguo oficial de caballería.
Iba concluyendo la tarea de la copia, cuando encontré, después de unas
páginas en blanco, otras quince ó veinte escritas y fechadas en la
Cárcel de Corte, con el título: La Evasión.
Se narraba en estas cuartillas una escena de novela quizá inspirada en
la realidad. Me chocó que Aviraneta hubiese intentado dar á un escrito
suyo carácter novelesco, porque no tenía condición literaria alguna;
pero lo expliqué suponiendo que en la soledad de la cárcel se habría
distraído así.

CONVERSACIÓN CON GANISCH EN EL «GLOBULILLO»
Se encontraban las memorias en un estado embrionario, cuando, unas
semanas después de comenzar á copiar el cuaderno, don Eugenio me envió
á San Sebastián con una carta y un recado para el secretario del
Ayuntamiento, don Lorenzo de Alzate.
Me dijeron en San Juan de Luz que iba á salir un barquito de Socoa para
San Sebastián, y en vez de seguir por tierra, como más fácil y menos
peligroso me decidí á ir por mar.
Llegué á San Sebastián é inmediatamente me presenté en la secretaría de
la Casa de la Ciudad y estuve conferenciando con Alzate.
Mientras hablábamos, entró con una carta un cabo de chapelgorris, el
cual esperó á que termináramos la entrevista.
Al despedirme de don Lorenzo, éste me dijo:
--Recuerdos á Eugenio.
--De su parte.
Salí de la secretaría, bajé á la plaza, y en el arco se me acercó el
cabo de chapelgorris apresuradamente.
--¿Cómo está Eugenio?--me preguntó.
--Bien. ¿Qué, le conoce usted?
--¡Si le conozco! Desde chico. Algunas barbaridades hemos hecho juntos.
Ya le habrá usted oído hablar de mí alguna vez.
--La verdad... no sé su nombre de usted...
--Yo soy Juan Larrumbide, pero mis amigos me llaman Ganisch.
--¡Hombre! ¡Usted es Ganisch!
--Sí.
Era un tipo alto, de unos cincuenta años, de muy buen aspecto,
afeitado, la nariz larga, un poco roja; los ojos algo tiernos é
inyectados, como de buen bebedor, y el aire socarrón.
Le dije á Ganisch que tendría mucho gusto en convidarle á cualquier
cosa, siempre que mi barco no estuviese para partir, y fuimos juntos
á una taberna de la calle del Puerto, frecuentada por marineros, que
se llamaba «el Globulillo»; nombre inspirado, sin duda, en la medicina
homeopática, pero mal aplicado, porque en aquella taberna no se
administraba el alcohol en dosis pequeñas, ni mucho menos.
Ganisch era hombre aficionado al vino y hablador. Le hice contar su
vida en tiempo de la guerra de la Independencia. Supongo que me dijo
algunas mentiras, pero, aunque así fuera, su narración me sirvió para
completar las memorias de don Eugenio.
Efectivamente; el quijotesco Aviraneta eliminaba de su narración una
mujer. Sin duda le parecía indigno de su carácter revolucionario el
intercalar en sus acciones de guerra una historia de amores.
Lo que contó Ganisch aclaró la vida de nuestro héroe.
Por el relato del antiguo camarada pude comprender también que aquel
capítulo de novela titulado La Evasión, no era realmente un capítulo de
novela, sino un episodio de la vida azarosa y llena de vicisitudes de
mi querido y viejo maestro Aviraneta.


LIBRO PRIMERO
NUESTRA SALIDA DE IRÚN
LAMENTACIÓN CARCELERA

Estas páginas las escribo en la Cárcel de Corte de Madrid, en el año de
desgracia de 1834.
Acusado de conspirador por haber fundado la Isabelina, me he quedado
solo en la cárcel; mis cómplices andan libres, gracias á mis
declaraciones; yo no he querido cantar y los he salvado. No me lo han
agradecido, y en los periódicos hablan de mí con desprecio y con burla.
Vivo en un agujero negro donde no tengo más compañía que las ratas. Les
echo migas de pan y lo agradecen. Sin duda tienen más memoria que los
hombres.
Para dar á la estancia en la trena mayor encanto, se ha declarado
el cólera con una furia terrible. La iglesia de la Cárcel de Corte,
habilitada de hospital, se halla atestada de enfermos y de moribundos.
El huésped del Ganges, como decimos los periodistas, da la batalla
á la humanidad, si es que es humanidad la que está presa en un
estercolero. Los enfermos se mueren al pie de los altares; los sanos
se dedican á cantar, á bailar y á tocar la guitarra. Y ande el
movimiento... el movimiento hacia el cementerio.
Aquí vendría bien un latinajo sentencioso, de esos que expresan con
gran elegancia una vulgaridad conocida por todos; pero yo no recuerdo
ninguno... ni falta.
Mi hermana y su marido vienen á verme. Les suele acompañar una viudita
de la vecindad, muy sensible, que al parecer tiene simpatía por mí y
compasión por mi estado, y eso que le han dicho, probablemente algún
fraile en el confesonario, que yo soy muy malo, muy malo.
A la viudita le hace mucha impresión lo que cuento yo de la vida de la
cárcel; así que tengo que tranquilizarla y decirle al oído, como en esa
célebre carcelera:
En la reja de la trena
no te pongas á llorar;
ya que no me quites penas,
no me las vengas á dar.
Varias veces, mientras charlamos, me avisan para ayudar al cura á dar
los óleos y voy de acólito suyo con el farol.
Un granujilla viene á llamarme.
--Don Eugenio, que vaya usted á llevar el farol.
--Bueno, ya voy.
Me despido de mi familia y me largo.
Cuando no acudo yo va Luis Candelas, el célebre ladrón de Madrid,
huésped también de la cárcel y amigo mío.
--Luisillo--le suelo decir--, creo que tú y yo somos las dos únicas
personas decentes que hay en Madrid; por eso estamos en la cárcel.
--Y que es mucha verdad, don Eugenio--contesta él--, porque yo, aunque
ladrón, soy un ladrón honrado y, además, un hombre muy liberal. Esto
lo dice Candelas porque tomó parte muy activa en el desarme de los
voluntarios realistas.
A veces, lo demasiado pintoresco del presente hace que vaya á
refugiarme en mis recuerdos, cosa contraria á mi temperamento, poco
amigo de lloriquear sobre el pasado.
No me gusta el melodrama del género lacrimoso.
Después de todo, ¿qué importa estar en la cárcel ó estar en la calle?
Cuando se conserva el ánimo fuerte, estos horrores carcelarios, estas
atrocidades le van curtiendo á uno.
Cantaba hace unos meses la tía Matafrailes, en la taberna del hermano
de Balseiro, mientras afilaba el cuchillo con el que pensaba abrir en
canal á un jesuíta, esta canción:
Tres cosas en el mundo
causan _espante_:
_timulto_, _tirrimoto_,
y el _alifante_.
Pues, para mí, apreciable tía Matafrailes, no hay _timulto_ ni
_tirrimoto_ que valga, y hasta al mismo _alifante_ era capaz de
mascarle la nuez ó la trompa si entraba en mi calabozo.
Condenar á un hombre de acción á no hacer nada es una cosa cruel.
Debo tener las entrañas más negras que la tinta... de rabia.
Estoy tan vigilado, que la única acción posible para mí es la gimnasia
y llevar el farol del señor cura. ¡Maldita sea la...!

INVOCACIÓN
Oh tú, ciudadano desconocido, que encuentres este cuaderno en algún
rincón de mi calabozo; carcelero ó rata de cárcel, asesino ó apóstol,
católico ó librepensador, realista ó republicano, granuja ú hombre de
bien, si pasas los ojos por estas líneas, sabe que el hombre que las ha
escrito, encerrado aquí, ha sufrido por la libertad, ha querido que los
hombres sean hombres y no sean bestias; sabe... pero, en fin, no sepas
nada; me es igual.


I
EL TEOFILÁNTROPO

Casi siempre el acontecimiento es traidor é inesperado. ¿Quién lo puede
prever? Aun contando con la casualidad es difícil; sin contar con ella
es imposible.
Se cree á veces dominar la situación, tener todos los hilos en la mano,
conocer perfectamente los factores de un negocio, y, de repente, surge
el hecho nuevo de la obscuridad, el hecho nuevo que no existía, ó que
existía y no lo veíamos, y en un instante el andamiaje entero levantado
por nosotros se viene á tierra, y la ordenación que nos parecía una
obra maestra se convierte en armazón inútil y enojoso.
Muchas veces he comprobado en mis proyectos la quiebra producida por el
acontecimiento inesperado, á veces tan decisiva, que no permitía ni aun
siquiera la reconstrucción de la idea anterior con un nuevo plan.
El año 1808 vivía en Irún. Era yo todavía un chico, aunque bastante
precoz, para soñar con empresas políticas y revolucionarias.
Como fundador del Aventino, me habían nombrado presidente de la
Sociedad y estaba en relación con las logias de Bayona, con la de
Bilbao, la más importante, y la de Vitoria.
Nuestra Sociedad avanzaba; hicimos gestiones cerca de los liberales
vascos, algunos, como Echave, de los que trabajaron por la
independencia de Guipúzcoa en 1795, y conseguimos su adhesión.
Los afiliados de Irún todos eran jóvenes, menos un señor ya viejo,
organista de la iglesia, tipo bastante extraño y original, apellidado
Michelena.
Michelena era alto, flaco, huesudo, de unos cincuenta años, hombre muy
sentimental.
Michelena, además de pertenecer al Aventino, estaba afiliado á una
secta, llamada de los Teofilántropos, que tenía su centro en París.
¿Cómo este buen organista, que apenas había salido de Irún, pertenecía
á aquella Sociedad?

SANTA CRUZ
El mismo Michelena me lo contó. Unos años antes pasó por Irún un hombre
humilde y andrajoso. Venía de Hendaya á pie.
El hombre se dirigió á Michelena y le preguntó dónde podría descansar
allí unos días. El organista le llevó á su casa.
El tipo andrajoso se llamaba Andrés Santa Cruz, era de un pueblo de la
Alcarria y quería volver á su tierra á morir en ella.
Santa Cruz contó su vida á Michelena.
En su juventud, sintiendo mucha afición á leer, y creyéndose ahogado en
el ambiente estrecho de España, salió de su pueblo á pie hacia París.
Tenía un gran entusiasmo por los enciclopedistas franceses y quería
conocerlos.
Al llegar á Tours, un príncipe alemán que pasaba, en su carroza lo
encontró tendido en la cuneta de la carretera; se acercó á él, le
preguntó quién era, y quedó asombrado de los muchos conocimientos del
vagabundo. El príncipe le ofreció el cargo de preceptor de sus hijos y
Santa Cruz aceptó.
El alcarreño fué á vivir á Londres, pasó allí varios años, se hizo
masón, conoció á Cagliostro, que le inició en el magnetismo y le dió
varias recetas de elixires y sortilegios, y al comenzar la Revolución
Francesa no pudo resistir la tentación y, dejando su cargo, se trasladó
á París. Era en 1790.
Santa Cruz, hombre suave y de gustos sencillos, se encontraba atraído y
al mismo tiempo repelido por aquellos hombres terribles y violentos de
la Revolución. En París, Santa Cruz se hizo amigo íntimo de un profesor
de botánica y diputado de las Constituyentes, Larreveillere-Lepaux
de nombre, tipo también extraño, de ideas originales y de cuerpo
igualmente original, pues era contrahecho y tenía una gran joroba en la
espalda.
Durante el Terror, Larreveillere y Santa Cruz estuvieron escondidos
en una guardilla. Larreveillere dibujaba láminas de botánica para un
editor y Santa Cruz trabajaba como sastre. Cuando el establecimiento
del Directorio fundaron entre los dos la Sociedad de los
Teofilántropos. Luego Larreveillere llegó á ser un personaje, y Santa
Cruz siguió siendo un hombre obscuro.
Santa Cruz publicó el año V de la República un folleto, titulado: «El
culto de la Humanidad».
Santa Cruz y Michelena se entendieron; el organista tocó en su casa, en
el clavicordio, trozos de Juan Sebastián Bach y de Haydn; el vagabundo
contó su vida y explicó sus ideas.
Santa Cruz había recorrido casi todas las capitales de Europa y
visitado á los hombres más ilustres, de quienes conservaba vivos
recuerdos.
Un día el vagabundo le indicó á su amigo que se marchaba á Bilbao, y
le dejó un folleto con esta dedicatoria: «A un hombre bueno, un hombre
desgraciado».
El organista había experimentado una gran sorpresa al hablar con Santa
Cruz, y se sintió convencido al leerle. Un día se le ocurrió escribir
á París á Larreveillere-Lepaux y se afilió á la Sociedad de los
Teofilántropos.
Michelena tenía su sistema político-social, en donde entraban la
religión, la música, la teofilantropía y el magnetismo, Jesucristo,
Bach y Mesmer. Sus argumentaciones las ilustraba con trozos musicales.
Algunos del Aventino le oían con mucho gusto.
Yo no tenía gran entusiasmo por aquellas lucubraciones fantasmagóricas.
El movimiento, la acción, la vida intensa, dinámica, era lo que me
atraía.


II
SORPRESA

En medio de estas preocupaciones masónicas, revolucionarias y
filantrópicas, recibimos el anuncio de la entrada de los franceses en
nuestro país. Se decía que iban á cruzar España para intervenir en
Portugal.
Efectivamente; poco después pasaron el Bidasoa Junot y luego Dupont.
Yo no me hallaba entonces bien enterado de la política de aquel tiempo,
y no podría trazar un cuadro completo del estado de España en 1808; no
conozco bastante la historia para eso, y en el fondo de esta cárcel no
puedo proporcionarme libros ni datos.
Además, como hombre de acción, he vivido al día, y el recuerdo de
tanto acontecimiento favorable y adverso, más adversos que favorables,
batallas, matanzas, epidemias, unido á los sufrimientos de la cárcel,
han llevado la confusión á mi memoria.
Contaré, pues, las cosas conforme las vaya recordando.
Yo, como digo, vivía pensando en el Aventino y en las discusiones
masónicas y teofilantrópicas que teníamos unos y otros.
De cuando en cuando hablaba con mi tío del viaje á Méjico, que por una
serie de dilaciones no había podido realizar.
En esto se presentó en Irún mi amigo de la infancia Ignacio Arteaga.
Ignacio venía de ayudante del general don Pedro Rodríguez de la Buria,
el cual traía una misión diplomática, al parecer, muy delicada. Ignacio
me habló de su familia. Consuelo se había casado con un hombre de más
de cuarenta años, persona de posición y de gran porvenir.
Yo, desesperado por la noticia, decidí apresurar mi viaje á Méjico, y
escribí á una casa de Burdeos pidiendo pasaje. Debió perderse la carta,
porque no recibí contestación. Este pequeño detalle cambió la dirección
de mi vida por completo.
Al final de Enero de 1808 tuvimos en Irún el espectáculo de ver entrar
al mariscal Moncey con un cuerpo de ejército de veinticuatro mil
hombres. Era el Cuerpo de Observación de las costas del Océano, el
tercero que pasaba la frontera.
Mi tío Fermín Esteban, que leía muchas gacetas y se enteraba de la
marcha política de los imperios, era de los más desconfiados y más
llenos de preocupación con las expediciones francesas.
¿Para qué querían los imperiales aquellos inmensos acopios de galleta
en Bayona, San Sebastián y Burgos?
¿Por qué tantas vituallas en ciudades tan distantes de los puertos
de Andalucía, donde los franceses iban á embarcarse para entrar en
Portugal?
Por otra parte, la caballería que pasaba por Irún, necesitaba, para
ser transportada, una enormidad de buques, que, según mi tío Fermín
Esteban, no había.
Ignacio Arteaga venía á verme siempre que su general le dejaba libre.

EL PATRIOTISMO DE IGNACIO
Ignacio se manifestaba muy patriota, cosa que yo entonces no
comprendía; porque la patria no se siente fuertemente mas que cuando se
está fuera de ella y cuando se encuentra uno en peligro de perderla.
Ignacio me habló repetidas veces del Rey, de la Reina, de Godoy y del
príncipe Fernando; de sus odios, de sus disputas y de sus maquinaciones.
Esta vida doméstica de los reyes y de sus serviles palaciegos, á mí, al
menos, no me interesaba nada. Ignacio era enemigo del «Choricero», como
llamaban á Godoy, y creía que bastaba la subida al trono del príncipe
Fernando para que España fuera feliz.
Ignacio, por orden del general Buria, mandaba todos los días informes
alarmantes acerca de los propósitos de los franceses, y desde Madrid
solían contestarle diciendo: «Enterado».
En Febrero se supo en Irún que el general Darmagnac se había apoderado
por sorpresa de la ciudadela de Pamplona.
Mi tío Fermín Esteban dijo:
--Esto va mal; los franceses nos están engañando.
Cuando vinieron las noticias del motín de Aranjuez contra Godoy,
Ignacio Arteaga, muy enemigo del favorito, aseguró que con aquel cambio
iba á arreglarse todo.
Los aristócratas que produjeron la caída de Godoy valían mucho menos
que él; los Montijo, los Infantado, los Orgaz, los Ayerbe eran unos
botarates ambiciosos de poca monta que querían rivalizar en el honor de
cepillar la casaca y lustrar las botas del monarca con otros palaciegos.
Difícilmente se puede dar un caso de ineptitud mayor que el de la
aristocracia española y el de todas las clases pudientes en el reinado
de Carlos IV y en la invasión francesa.
Sin el arranque y la genialidad del pueblo, la época de la guerra de
la Independencia hubiera sido de las más bochornosas de la historia de
España.
No se hubiera sabido qué despreciar más, si al Rey, á los aristócratas,
á los políticos ó á los generales.
Las clases directoras fueron de una esterilidad absoluta; no salió un
hombre capaz de dirigir á los demás.
Como era natural, el motín de Aranjuez no arregló nada; las tropas
francesas siguieron avanzando por España y Murat entró en Madrid.
Yo le encontraba á mi tío Fermín Esteban leyendo gacetas, consultando
planos, lleno de preocupaciones. En un hombre egoísta y poltrón como
aquél era extraño verle tan agitado.

FERNANDO VII Y SUS SATÉLITES
En Abril pasó el príncipe Fernando por Irún. Ignacio Arteaga le vió;
según dijo, venía muy receloso. En Vitoria, para impedir su viaje, le
habían cortado los tirantes del coche y en Guipúzcoa, en Astigarraga,
los campesinos se acercaron á Fernando con hachas encendidas gritando:
--¡No ir á _Pransia_! ¡No ir á _Pransia_!
Este amor por un rey que recomendaba á sus vasallos no le siguiesen
á mi revolucionario y jefe del Aventino me parecía algo ridículo y
vergonzoso.
A la semana de la marcha del Rey se levantaba Tolosa, entonces capital
de Guipúzcoa, y luego Bilbao.
Unos días más tarde se presentaron en Irún Carlos IV y María Luisa con
Godoy, y pasaron á Bayona.
Una nube de aristócratas, de militares y de intrigantes aparecieron
en la frontera. Entre ellos se encontraba don Juan Palafox, que luego
tuvo tanta fama de patriota por la defensa de Zaragoza, y á quien
conocí más tarde y me pareció un hombre inepto, ambicioso y de poca
integridad moral.
Palafox venía con el hijo del marqués de Castelar, y quería pasar
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