El Escuadrón del Brigante - 13

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consolarlo de su situación desairada, habían hecho marqués de Sopetrán.
Lucotte aceptó el ser Sopetrán con la frescura que aceptan estas cosas
los buenos monárquicos cuando el regalo viene de un rey.
La de Monte Hermoso, mujer muy guapa y orgullosa, aunque ya vieja,
hubiera dejado al momento á Bonaparte, si el general Thiebault se
hubiera mostrado amable; pero el general no era hombre de aventuras.
Según el parisiense, la de Monte Hermoso era mujer de buenas tragaderas.
Se contaba que José la había conocido en Vitoria de un modo que no
honraba mucho las costumbres de las damas afrancesadas.
Al parecer, José había visto en Vitoria á una criada muy guapa y,
entusiasmado, encargó á su ayudante que le sirviera de Celestina. El
militar averiguó que la criada estaba en casa del marqués de Monte
Hermoso, y considerando que cumplía una digna misión real, entró en el
palacio del marqués é hizo la proposición.
La de Monte Hermoso se indignó de que José, pudiendo dirigirse á ella,
se dirigiera á su criada, y convenció al ayudante de que ella iría á
ver al rey.
La marquesa era una mujer inflamable y ambiciosa; por ambición llegó
al cuarto del rey, y por ese ardor que se desarrolla en algunas mujeres
cuando están entre la segunda y la tercera juventud, se enamoró de
Thiebault.
La de Monte Hermoso había perseguido á Thiebault, en Vitoria, hasta la
alcoba.
Ultimamente, la de Monte Hermoso se detuvo en Burgos, con el pretexto
de que á su coche se le había roto el eje, pero, en realidad, para
ver á Thiebault y deslumbrarle con su lujo y su belleza. El general,
que se dedicaba á hacer el amor á las musas, miró con indiferencia la
ostentación de la favorita del rey, que se fué despechada é iracunda.
No sabía el militar francés, al contarme esto, el daño que me estaba
haciendo.
Mi ídolo se desmoronaba. Sobre todo, esto de decir que la marquesa era
algo vieja, me pareció una monstruosidad.
Me despedí del parisiense muy entrada la noche, y al volver al mesón
donde Lara y yo nos alojábamos, me encontré con mi compañero, que á la
luz del candil estaba escribiendo, agarrándose á la frente.
Tan ensimismado se hallaba, que no me vió.
--Estaba aquí poniendo unas notas--me dijo al verme.
--¡Bah!--le repliqué yo--. Estabas haciendo un madrigal á madame Michel.
Lara se quedó asombrado de mi penetración y no replicó.
--Bueno, bueno; por mí, puedes seguir--le dije--y envolviéndome en la
manta me eché sobre un montón de paja y me quedé dormido pensando en la
bella marquesa de Monte Hermoso.

LOS ESPLENDORES DEL MARISCAL MARMONT
Pocos días después llegamos á Valladolid, donde pudimos presenciar el
tren de lujo que gastaba el mariscal Marmont, duque de Ragusa.
Difícilmente puede formarse idea de algo tan rico y tan aparatoso. El
cuartel general del duque era digno de un rey. Casi todos los días se
celebraban en su palacio recepciones, bailes, cenas. Los vallisoletanos
no podían quejarse del Carnaval divertidísimo con que les obsequiaba
Marmont.
La servidumbre del mariscal era brillante. Había en el palacio
doscientos lacayos de librea roja con galones de oro, zapato bajo,
media blanca y peluca; un número en proporción de camareros, doce
oficiales que formaban el cuarto militar del duque, tres intendentes
y, á manera de chambelán un gigante traído de Dalmacia, con la librea
cubierta de bordados y de galones y una cadena de oro en el cuello de
un dedo de gruesa.
Este dálmata era el asombro de todo Valladolid por su estatura y por
su voz. Cuando el duque de Ragusa quería lucir las facultades de su
criado, hacía cerrar los balcones y mandaba al gigante dar voces; y era
tal el estruendo que salía de su pecho, que rompía con las vibraciones
del aire uno ó dos cristales.
Como al mariscal Marmont le habían hablado de lo muy celosos que eran
los españoles, dispuso que en los días de baile se diesen en su palacio
dos cenas, una para las señoras y otra para los hombres.
El duque de Ragusa parecía un virrey español de América rodeado de
oficiales, de intendentes, de contratistas y hasta de frailes.
En Valladolid, mi amigo Lara experimentó el sentimiento de ver á madame
Michel inclinarse definitivamente por un oficial polaco muy elegante y
muy rubio, y yo tuve que consolar á mi compañero diciéndole lo que me
había contado el capitán francés de las costumbres de aquellas damas.
Mi relato, en vez de consolarle, le puso más melancólico, y entonces ya
le conté la primera y única página de mi amor con la marquesa de Monte
Hermoso y quedamos melancólicos los dos.


II
EN MADRID

Una semana después, Lara y yo estábamos en Madrid. Nos alojamos los dos
en mi casa.
En el tiempo que yo faltaba de Madrid habían ocurrido novedades: mi
madre comenzaba á tener el pelo blanco; una de mis hermanas iba á
casarse; muchas personas conocidas habían muerto ó no se sabía de ellas.
Contamos Lara y yo las peripecias de nuestra vida de guerrilleros en
casa. Lara fué simpático á mi familia.
Al día siguiente me lancé yo á la calle á saber noticias. Entré en el
café de la Fontana, de la Carrera de San Jerónimo, y con el primero con
quien me encontré fué con Eguía y Lazcano.
Charlamos. Eguía acababa de reñir con los josefinos y habló pestes de
Minaño, del ex fraile Estala, de García Suelto y de otros afrancesados
amigos de Urquijo, del marqués de Almenara y del rey José.
También se burló de las inclinaciones lacayunas de la aristocracia
española, que sentía un amor por llevar el vaso de noche del rey, fuera
Borbón ó fuera Bonaparte, verdaderamente extraordinario.
Estaba convencido de que era necesario acabar con la Monarquía.
La guerra le parecía un bien. Así se podía denigrar á Narizotas en
nombre de Pepe Botellas, y al rey de Copas en nombre de Narices.
Una lluvia de folletos, hojas insultantes y caricaturas, durante algún
tiempo, desacreditarían la Monarquía.
--¿Ya José le parece á usted tan malo como Fernando?--le pregunté yo.
--Políticamente, los dos son una calamidad. Fernando es un miserable,
un cobarde, un canalla digno de esa raza de idiotas que lleva por
apellido Borbón. José nos está resultando un farsantuelo que quiere
echárselas también de rey de verdad y se llama á sí mismo Majestad
Católica de España y príncipe francés. Tiene la vanidad de todos los
zapateros encumbrados.
--¿De manera que no sabemos por cuál decidirnos?--dije yo en broma.
--No lo sabemos--agregó él--, y es una preocupación. El que debe estar
en un gran compromiso debe ser Dios.
--¿Por?
--¡Hombre, porque ha bendecido por un cura suyo las banderas de los
fernandinos y de los josefinos! ¿Qué hace ahora? ¿Por quién se decide?
No puede desear decentemente el triunfo de los unos ni de los otros.
--Debe estar perplejo--dije yo, siguiendo la broma.
--De todas maneras, ganen unos ó ganen los otros, siempre habrá misas,
_Te Deum_ y acciones de gracias en Madrid ó en Cádiz, y los bolsillos
de los obispos se llenarán. Para el Ser Supremo, unas cuantas leguas de
distancia debe ser poca cosa; y como el buen señor está tan viejo, es
posible que no distinga las funciones religiosas de los unos de las de
los otros.

MARCHENA
El que dijo esto era un enano extravagante que se acercó á la mesa,
apoyando las manos en ella.
Eguía le saludó con efusión.
Yo miré con curiosidad á aquel tipo raro.
Era un viejo canoso, flaco, jorobado, el cuerpo contrahecho, la cara de
sátiro, de color cetrino, picada de viruelas; la nariz larga y roja,
los ojos de miope y los pelos alborotados y duros. Parecía un trasgo,
un monstruo cómico de fealdad; hablaba el enanillo con una mezcla de
acento andaluz y extranjero, y por su sonrisa burlona y por su aire
imperioso y sarcástico se veía que se consideraba hombre importante.
Me miró varias veces como preguntándose quién sería yo. Yo también
tenía curiosidad de saber quién era él, y cuando el extravagante enano
se apartó para ir á otra mesa á saludar á uno, le pregunté á Eguía:
--¿Quién es este tipo?
--Este es el abate Marchena.
--¡Hombre! ¡Este es!
--Sí.
--¿Qué, tenía usted curiosidad por conocerle?
--Sí; me gustaría hablar con él.
--Pues le presentaré á usted.
Cuando volvió Marchena, Eguía me presentó al abate, que me recibió
afablemente.
Me preguntó de dónde era, y al decirle que me tenía como de Irún, me
aseguró que sentía gran cariño por las Provincias Vascongadas, á las
que consideraba, ¡oh mudanza de los tiempos!, como más propicias que
las otras españolas para aceptar las ideas revolucionarias.
Luego me habló de sus amigos vascos, del alavés Santibáñez, catedrático
de Humanidades en Vergara; de Samaniego, Peñaflorida, Altuna, Xérica y
otros.
También recordamos á Basterreche y algunas personas de Bayona, entre
ellas á mi tío Etchepare, á quien Marchena estimaba como hombre de gran
carácter.
Luego hablamos de política.
Marchena creía que la Revolución Francesa era como un molde definitivo
y único, y que no se podía pasar de lo que habían dicho Rousseau,
Voltaire, d'Alembert y los demás.
Yo empezaba á creer que no, que la Revolución Francesa era un ensayo de
vida colectiva nueva, y que estos ensayos se irían repitiendo en años
y en siglos hasta llegar á equilibrios mejores y más justos de todos
los intereses y de todas las fuerzas de un país.
Como los franceses habían hecho su revolución, yo creía que nosotros
haríamos la nuestra, á nuestro modo; claro que con más resistencia en
el campo y menos acometividad en las ciudades, por ser éstas menores y
de poca densidad.
Marchena no quería suponer esta posible originalidad española, y mucho
menos pensar que el patriotismo de los de la Junta Central fuera el
comienzo de la transformación.
Para él, los patriotas partidarios de Fernando defendían la vida
antigua, el absolutismo contra la libertad.
Yo argüí que para los patriotas liberales Fernando era lo de menos, que
lo principal eran las Cortes. Y añadí:
--Si las Cortes de Cádiz hacen una Constitución, como parece, tendrán
ustedes que abandonar la causa del rey José. Desde ese momento, el ser
afrancesado ya no tendrá objeto.
Marchena dijo que no y que no; que los de Cádiz eran unos charlatanes,
que en España no había filosofía, y que nuestra literatura era confusa,
desarreglada é inmoral.
El entusiasmo por la Revolución, y, sobre todo, por la literatura
francesa, le impedía al abate comprender su país.
Fué necesario que viniera otra generación inspirada en las Cortes de
Cádiz, para tener como cosa posible la libertad dentro de la patria.
Antes de despedirme de Marchena y de Eguía le pregunté á éste si
seguía siendo masón; me dijo que sí, aunque ya el masonismo le parecía
una broma. Añadió que si quería afiliarme debía ir á la logia de la
Estrella, establecida en la calle de las Tres Cruces, y que dirigía el
barón de Tinán.


III
VAN-HALEN Y LAS LOGIAS

Un muchacho con quien me relacioné en los días que estuve en Madrid fué
Juan Van-Halen, que en este tiempo era oficial de la guardia del rey
José.
Van-Halen era de mi edad, de familia belga, nacido en la isla de León.
Era alto, buen mozo, rubio, bastante jactancioso, tipo intermedio entre
flamenco y andaluz.
Van-Halen sufría los desdenes de los franceses con quienes convivía, y
por ser muy susceptible y en el fondo patriota, reñía constantemente
con sus compañeros.
Estas disputas le ocasionaron un duelo con un hermano del general
Sebastiani y otro desafío muy grave con el coronel Montleger, famoso
espadachín, el cual dijo á Van-Halen, con la fatuidad de un francés:
«¡Tengo sobre usted el derecho de conquista!»
En este duelo Montleger hirió á Van-Halen y lo dejó á la muerte.
Fuí con Van-Halen á la logia Estrella y me enteré de lo que pasaba en
los centros de la masonería.
Había entonces en España cuatro grupos masónicos. Y, cosa extraña, en
todos ellos quedaba un rastro del revolucionario granadino Andrés María
de Guzmán, á pesar de ser Guzmán completamente ignorado, porque en
aquella época se conocía la Revolución Francesa en España, solo muy en
bloque, y más por el conjunto de ideas que por detalles.
Este rastro de Guzmán demuestra cómo, en el fondo, no queda nada
perdido.
De los cuatro grupos masónicos de Madrid, dos eran patriotas y dos
afrancesados.
De los patriotas, el primero y más antiguo era la Gran Logia, fundada
por el conde de Aranda.

LAS LOGIAS PATRIÓTICAS
A esta Gran Logia, instalada en el palacio de los duques de Híjar, en
la Carrera de San Jerónimo, habían pertenecido los hombres más ilustres
del partido reformista en tiempo de Carlos III y Carlos IV.
Lo dirigía en este tiempo el conde del Montijo, pariente de Guzmán.
El conde del Montijo era el famoso tío Pedro del motín de Aranjuez,
hombre ambicioso, y botarate, masón, y al mismo tiempo denunciador de
liberales. Como muchas personas del tiempo, Montijo aparecía con dos
caras, ahora que él mismo no sabía cuál era la suya propia.
La segunda logia patriótica, más política en tiempo de la guerra de la
Independencia que la anterior y afiliada á la masonería escocesa, se
llamaba Gran Oriente de España y estaba fundada por el conde de Tilly,
á quien se conocía en las logias por su apellido á secas: Guzmán. Tilly
parece que era hermano de Andrés María de Guzmán, el amigo de Marat.
Don Francisco Pérez de Guzmán, conde de Tilly, tenía esa ambigua
personalidad de muchos hombres de la época. Unos afirmaban que era
extremeño, otros que nacido fuera de España.
Lo que era indudable es que había vivido mucho tiempo en París,
probablemente con su hermano Andrés, y aparecido en Sevilla antes de la
guerra de la Independencia. Debía de tener el aprendizaje de un hombre
que había presenciado la Revolución Francesa.
Se decía de Tilly que era jugador y que estuvo complicado en Madrid en
un robo de alhajas.
En política, Tilly quiso seguir las huellas de su hermano y fundó la
primera logia escocesa en Aranjuez. Estuvo allí á punto de ser muerto
por la plebe, por sospechoso, el día en que se supo la rendición de
Madrid, y se salvó tirando á la gente puñados de dinero.
Luego fué individuo de la Junta Central, como representante del
reino de Sevilla, miembro de la sección de Guerra, y aunque se decía
liberal, se manifestó enemigo de la reunión de Cortes. Después intentó
escaparse á Gibraltar y se aseguró que había concertado, en unión
del duque de Alburquerque, un plan de pasar á Méjico con cinco mil
hombres á sublevar el país contra España, con la ayuda de los ingleses,
ofreciendo á éstos, en cambio, la plaza de Ceuta.
Se le redujo á prisión en el castillo de Santa Catalina, de Cádiz, por
orden del general Castaños, y allí murió.
Luego se dijo que Tilly era inocente de lo que se le acusaba.
Años después oí hablar de otro conde de Tilly en París, que venía de
Jersey, donde habitaba su familia. Me chocó, porque al mismo tiempo
había otros condes de Tilly en Madrid. En esta familia todo era confuso.
Muerto don Francisco Pérez de Guzmán, conde de Tilly, le sustituyó
en la dirección de la masonería escocesa en España un extranjero, el
barón de Tinán. Tinán organizó el Gran Oriente y la logia Estrella, que
celebraba sus tenidas en la calle de las Tres Cruces.
Este Oriente fué en España el foco del partido liberal avanzado.
Casi ninguno de los que pertenecieron á él conocía su historia ni
sabían que era una cría de la Revolución Francesa, engendrada por un
grande de España maratista, miembro del Club del Obispado, guillotinado
en París, y aclimatada en la Península por un hermano suyo, general
muerto en presidio.
Como no había mas que divisiones y subdivisiones en todos los campos,
en el Oriente escocés, futuro foco del partido liberal, se marcaron dos
tendencias contrarias: la de los anglofilos, que consideraban necesaria
la protección de Inglaterra para acabar la guerra y para afirmar las
instituciones liberales, y la de los patriotas puros, que repudiaban
toda influencia extraña.
Los anglofilos no querían mas que la lucha regular de los grandes
ejércitos; en cambio, los patriotas eran más partidarios de los
guerrilleros.
Andando el tiempo, los anglofilos, en su mayoría, se hicieron
moderados, y los patriotas exaltados, progresistas.

LAS LOGIAS AFRANCESADAS
De las dos logias afrancesadas, una, la principal, era la Santa Julia,
fundada por Murat y constituída principalmente por militares franceses
y por españoles josefinos.
Se hallaba establecida esta logia en la calle de Isabel la Católica, en
el edificio de la abolida Inquisición, y tenía mucha importancia.
La segunda logia afrancesada era el Gran Oriente de España y de sus
Indias, cuya fundación se debía al conde de Grasse Tilly, al decir de
algunos, también pariente de Tilly.
El Gran Oriente de España y de sus Indias seguía las inspiraciones del
Consejo Supremo de Francia, y en esta época, por renuncia de Grasse
Tilly, era venerable el navarro Azanza.
Por mi iniciación de aprendiz en la logia de Bayona, yo me encontraba
afiliado á este Gran Oriente; pero por ser de tendencia afrancesada,
decidí dejarlo é ingresar en la logia de la Estrella, punto de reunión
de los patriotas y liberales que seguían las inspiraciones de la
masonería escocesa.
En la logia de Bayona teníamos como contraseña la palabra _Mac-Benac_,
que me había servido para salvarme en Miranda.
En la de Tinán, nuestra palabra era
OTEROBA
Estas siete letras eran, al decir de los hermanos, las iniciales
de otras siete palabras: _Occide tirannum, et recupera omnia bona
antiqua_, que no se necesita saber mucho latín para comprender que
significa: Mata al tirano, y recobra todos los bienes antiguos.
Siempre que asistí á reuniones masónicas protesté de que se perdiera
el tiempo hablando del Gran Arquitecto del Universo, del templo de
Salomón, de Abiram y de otros simbolismos ridículos y trasnochados
sacados de la Biblia; pero había ciudadano Experto, Venerable ó
Escogido capaz de desenvainar su espada de hoja de lata y atacar con
ella al impío que despreciara las mojigangas de la sublime albañilería.
Si el misticismo judaico de los masones me parecía grotesco y sin
interés, en cambio me interesaba la posición política respectiva de las
logias. En ellas se inició la política de los partidos españoles de la
primera mitad del siglo XIX.

RIVALIDADES
De las dos patrióticas, la primera, la Gran Logia, seguía la tendencia
enciclopedista, sin mezclarse apenas en política; la segunda, el
Oriente Español, afiliado á la masonería escocesa, era partidario de
la Constitución que iban á decretar las Cortes. Uno de los masones
escoceses, Lorenzo Calbo de Rozas, miembro de la Junta Central y luego
diputado por Aragón, había sido realmente el instigador de las Cortes
con las exposiciones que presentó á la Junta Central insistiendo en el
pensamiento iniciado antes por Jovellanos.
Calbo de Rozas era un vizcaíno terco, soberbio, que, á pesar de haber
sido el alma de la defensa de Zaragoza, era entusiasta de la Revolución
Francesa y soñaba con una dictadura terrorista ejercida á la usanza de
la Convención.
Calbo de Rozas consiguió sus propósitos de reunir las Cortes, aunque él
no se lució gran cosa en ellas.
De las logias afrancesadas, la de Santa Julia era imperialista;
aspiraba á un imperio de varias naciones, dirigido por Bonaparte y con
la capital en París, y la logia del Supremo Consejo de España é Indias,
presidida por Azanza, quería considerar la guerra de la Independencia
como una guerra civil.
Decían estos masones que desde el momento en que el rey José había
subido al trono de España, haciéndose independiente de Napoleón, el
conflicto no era una lucha de España contra Francia, sino de españoles
josefinos contra fernandinos, de Bonapartes contra Borbones, una guerra
semejante á la de Sucesión.
Claro que, mirando la cuestión friamente, se podía reducir la guerra de
la Independencia á una lucha dinástica; pero tantas cosas arrastraba
esta lucha, tanta divergencia suponía el tomar parte por una ú otra
bandera, que, de poder contemplar el problema con frialdad, no hubiera
habido problema.
Estas logias, á poco de fundarse, se odiaban á muerte y se
ridiculizaban por sus símbolos y atributos. En la Estrella se hablaba
en burla de los masones afrancesados de la calle de Isabel la Católica,
y se les apodaba los de la berenjena, porque se llamaba así en burla
una gran Orden fundada por el rey José. En cambio, en la Santa Julia se
acusaba de clericales á los de la Estrella.
Todas estas luchas eran síntoma de la fermentación que comenzaba á
obrar enérgicamente en la sociedad española.
Hoy, mirándolo á distancia, se comprende que así debía ser; pero, de
cerca, aquel desbarajuste era desagradable.
En la logia Estrella se discutieron varios proyectos para después de
aprobada la Constitución.
El mío--yo también presenté el mío--consistía en comprometer á todos
los generales afectos á la Constitución y en influir para destinarlos
á Andalucía; y en el caso de que se acabara la guerra con la victoria
de España, como era lo más probable, llevarlos á Cádiz con sus tropas,
convertir las Cortes en una Convención y, si Fernando se mostraba
hostil á ella, proclamar la República.
Mi proyecto, que á mí me parecía magnífico, se encontró irrealizable.
En vista de que no se podía hacer mas que hablar, decidí marcharme.
Me despedí de los hermanos masones y les di mis señas en la partida de
Merino.
Van-Halen me expresó su deseo de abandonar á los franceses; yo le dije
que viniera con nosotros; pero la perspectiva de entrar en una partida
de fanáticos, capitaneada por un cura, no le parecía, por lo que me
dijo, muy halagüeña.


IV
DE VUELTA

A los pocos días de estancia en Madrid, Lara y yo, cansados de hablar,
discutir y perorar, nos hallábamos deseosos de marcharnos. Un desorden
y un desbarajuste tan grandes como el que se notaba en Madrid, nos
causaba más impresión por la costumbre de vivir disciplinados.
Antes de transcurrida una quincena, Lara y yo estábamos en marcha.
Como había tanta tropa francesa por el camino de Francia y podíamos
toparnos con gente más desconfiada que el oficial francés á quien
encontramos cerca de Burgos, decidimos ir en galera por Guadalajara á
coger Sigüenza, después Almazán é internarnos en Soria.
Yo llevaba una carta del barón de Tinán para el Empecinado.
Llegamos á Guadalajara con pasaportes del rey José, y al salir de
esta ciudad rompimos los papeles y nos dirigimos á una villa próxima,
Gascueña ó Caspueña, pues de las dos maneras se le llama.
Íbamos marchando á pie, cuando nos dieron el alto cuatro guerrilleros
de á caballo.
Les explicamos quiénes éramos y que llevábamos una carta para el
Empecinado.
Uno de ellos nos dijo:
--A ver la carta.
--No se la puedo enseñar mas que á él--contesté yo.
Con este motivo nos enzarzamos en una disputa que, afortunadamente,
vino á cortar un teniente muy joven, pues no tendría arriba de diez y
seis años.
Era Antonio Martín, el hermano del Empecinado.

EL EMPECINADO
Antonio Martín, al oir nuestras explicaciones, nos dijo que nos
llevaría á presencia de su hermano.
Fuimos á una casa baja de Caspueña y entramos en un cuarto encalado
que tenía en medio una mesa de pino con unas sillas de paja y en las
paredes planos de las provincias de Guadalajara, Soria y Valladolid.
En este cuarto había un grupo de hombres, y entre ellos estaba el
célebre guerrillero don Juan Martín con varios jefes de su partida.
Yo le entregué la carta de la logia Estrella. El Empecinado leyó la
carta despacio, como hombre que no tiene gran costumbre de la lectura.
Mientras él leía, Lara y yo le estuvimos contemplando. Era un hombre
todavía joven, fornido, de pelo negro y color atezado, tipo de cavador
de viña, los labios gruesos, el bigote á la rusa, unido á las patillas,
la cara de hombre tosco y bravío, con la mandíbula acusada y una raya
profunda que le dividía el mentón.
Vestía un uniforme amarillo con vueltas rojas, fajín rojo, cordones de
plata en el pecho y un cinturón con una chapa con las letras C.ª L.ª
(Caballería Ligera).
Lo que más llamaba la atención en el Empecinado eran los ojos, ojos
fijos, brillantes, huraños, y las manos, por lo cuadradas y por lo
terriblemente fuertes.
--¿Qué piensan ustedes hacer?--nos dijo el Empecinado bruscamente.
--Vamos á reunimos con Merino. Somos oficiales suyos.
--¡Qué raro que estén ustedes con Merino y tengan esos amigos en Madrid!
--Sí, es una extraña casualidad.
El Empecinado, llevándome á un rincón, me dijo:
--En la carta que ha traído usted me preguntan qué es lo que haré si se
proclama la Constitución. Voy á contestar ahora mismo que la juraré al
frente de mis tropas con la mayor solemnidad.
--Veremos lo que hacen los demás--dije yo.
--Merino, probablemente, no jurará.
--Creo que no; por lo menos, no será de los primeros.
El Empecinado nos preguntó cuándo íbamos á reunimos con nuestro
escuadrón, y contestándole que no teníamos prisa, nos dijo que nos
daría una carta para Merino, nos prestaría dos caballos y, escoltados
por una patrulla de su gente, llegaríamos hasta Almazán.

ABUÍN EL MANCO
Al día siguiente, por la mañana, nos encontramos con el grueso de la
partida de Saturnino Abuín, el Manco, y unidos á ella tuvimos una
escaramuza con las tropas de Roquet entre Torija y Valdenoches. Don
Saturnino, el Manco de Tordesillas nos recibió muy amablemente.
Abuín, á quien todo el mundo llamaba Albuín por esa tendencia que hay
á corregir los apellidos que parecen incompletos, era entonces un
hombre de unos treinta años. Era manco del brazo izquierdo. Herido en
un combate que tuvieron españoles y franceses en el Casar de Talamanca,
en la provincia de Guadalajara, hubo que cortarle el antebrazo por el
tercio superior.
Abuín era hombre seco, cenceño, de frente despejada, ojos pequeños é
inteligentes, bigote corto, nariz fuerte, algo torcida. A mí me fué muy
simpático.
El comienzo de Abuín era parecido al de todos los guerrilleros. Había
salido de su pueblo con ocho ó nueve muchachos mal armados. Abuín
llevaba los primeros días de su campaña una daga corta y antigua que
había sacado de su casa. Los demás iban armados de garrotes con pinchos.
Al pasar por cerca de Cuéllar la partida vió á un grupo de seis
dragones que pasó por las inmediaciones de esta villa.
Abuín se arrojó sobre ellos, y el que hacía de jefe de los dragones
entregó la espada al guerrillero, quien la tomó y la conservó durante
toda su vida.
Don Saturnino se unió al Empecinado y peleó durante mucho tiempo con
él. Luego, pocos meses después de encontrarle Lara y yo, creyéndose
postergado, abandonó á don Juan Martín en el Rebollar de Sigüenza y se
pasó con su partida á los franceses. Fué un mal momento el suyo.
Durante toda su vida, don Saturnino el Manco tuvo una fama deplorable.
El estigma de traidor le debía pesar en el ánimo de una manera
terrible. Varias veces le vi en París, en 1819, triste, cabizbajo, y
más tarde le he vuelto á ver en Madrid, igualmente meditabundo.
Después de la escaramuza entre Torija y Valdenoches, volvimos á
Caspueña.
Por la tarde nos despedimos del Empecinado, que nos dió la carta para
Merino y un pasaporte. Este pasaporte lo he conservado como recuerdo
hasta hace poco.
Era una hoja impresa con un grabado que representaba un guerrero
montado á caballo con el sable en alto, atacando y derribando á los
franceses. Junto á él había una matrona, que debía ser España, y cerca
un león estrujando entre sus garras un águila.

CAMINO DE ALMAZÁN
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