El Escuadrón del Brigante - 16

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en medio de la niebla azulada se destacaba el castillo de Gormaz sobre
un cerro, como una isla en medio del mar.
Cerca se abrían las gargantas de Santa Inés y el Hornillo.
Hacia el lado de Aragón se erguían las masas del Moncayo y Cebollera
que separan las vertientes del Ebro y del Duero, la sierra de Peñalara
de Burgos, Quintanar, Duruelo y la meseta de Carazo, desnuda y pelada.
Muy vagamente al Este se divisaba la sierra de Albarracín, y con más
vaguedad aún, hacia el Norte, los Pirineos.
Yo me di cuenta bastante clara de la disposición de las montañas
próximas y de los caminos, é hice un pequeño plano para orientarme.
Comimos en el pico del Urbión; por la tarde bajamos á nuestra cueva,
dormimos en ella, y al día siguiente nos preparamos para la marcha.
Nos untamos las botas con grasa de caballo, y con las mantas hicimos
tiras para envolvernos las piernas. Parecíamos unos esquimales.
Yo me quité parte del forro de la chaqueta, que era de tela negra, y
me lo puse como una venda en los ojos.
Recordaba haber leído en un libro de viajes que la claridad de la nieve
produce oftalmías. Ganisch y el Gato se rieron al verme; pero por la
noche me dieron la razón, porque tenían los dos los ojos irritados y
doloridos á consecuencia del resplandor de la nieve.
Por la mañana salimos del Urbión; al mediodía cruzamos por Duruelo, sin
entrar en el pueblo, y seguimos hasta Covaleda, en donde dormimos en
una tenada de pastores.
Pasamos con gran rapidez al día siguiente la garganta de Covaleda,
hasta llegar á Salduero.
Media hora después aparecíamos por una honda calzada en Molinos de
Duero.
A un lado y á otro de Molinos asomaban casas arruinadas con viejos
escudos nobiliarios. No había nadie en la aldea.
Seguimos adelante. El tiempo cambiaba; el cielo se iba poniendo triste
y obscuro.
De Molinos marchamos á Vinuesa, pueblo que antiguamente se llamaba
Corte de los Pinares, asentado en un valle ancho, con sus tejados rojos
y su iglesia negruzca. En el camino comenzó á llover. La nieve iba
deshaciéndose en el campo.
Entramos en Vinuesa, preguntamos por una posada y nos indicaron una
que tenía un soportalillo en la puerta. Comimos, y al ir á pagar yo me
encontré con que el dinero que tenía no me llegaba para el gasto hecho
por Ganisch y por mí.
Pedí al Gato lo que me faltaba, y éste me dijo que no me daba un cuarto.
--¡Pero hombre, no sea usted así! No ve usted que si no pagamos al
posadero puede mandarnos prender.
--Que haga lo que quiera; yo no pago.
Llamé al posadero, y aunque era un tío muy bruto, se avino á razones.
Disimulé la incomodidad y el deseo de darle dos palos al Gato, y
seguimos los tres la marcha.

EL GATO EN LA TRAMPA
Ganisch, el Gato y yo nos pusimos en camino hacia la Muedra. Íbamos
calados por la lluvia, marchando á través de un campo llano cubierto de
pinos.
Encontramos un zagal. Le preguntamos si había cerca un puente para
cruzar el Duero, que traza allí una curva, rodeando el valle de
Vinuesa, y nos mostró un vado.
Atravesamos el río vestidos. El camino, pasado el Duero, subía en
cuesta por unos descampados; yo le veía á Ganisch con la cara fosca que
ponía cuando estaba furioso y tramando algo.
Llovía cada vez más.
Llegamos á una antigua ferrería abandonada y allí nos refugiamos.
Salimos al campo á cortar estepares y matorrales. Pensábamos hacer
fuego.
Estaba buscando leña, cuando me dijo Ganisch en vascuence:
--Oye.
-¡Qué!
--A éste le voy á atar yo y le vamos á quitar el dinero.
--¡Pero, hombre!...
--No hay más remedio. Con que no te duermas.
--Bueno.
Realmente era lo mejor, porque si no el Gato nos iba á exponer á que
nos cogieran.
Volvimos á la ferrería abandonada é hicimos fuego. No teníamos que
comer. Nos echamos en el suelo con las piernas hacia la llama.
El Gato tardó mucho en tumbarse; quizás temía ó sospechaba algo.
Ganisch hacía que roncaba perfectamente. Por fin se tendió el Gato.
Ganisch se irguió, me miró, y lanzándose sobre él, le tapó la boca con
la gorra. Yo, inmediatamente, le sujeté los brazos, y con un pedazo de
venda que llevaba arrollada en las piernas, le até.
El Gato no resistió. Tenía un estoicismo extraño. Viendo que no le
queríamos matar, quiso parlamentar con nosotros, pero Ganisch no aceptó.
--No, no--dijo, y con razón--. Eres capaz de denunciarnos por unos
maravedises. Llevaremos tu dinero y te dejaremos aquí.
--No--agregué yo--. Tomaremos lo necesario, nada más. No somos
ladrones. Con dos onzas nos bastan.
--¡Dos onzas! ¡Dios mío!--gimió el Gato.
--Eres un asqueroso avaro--le dije yo--. Te he libertado de la cárcel,
y aun así me niegas unas pesetas.
Ganisch le desató el cinturón donde guardaba su tesoro, y yo cogí dos
onzas y otras monedas pequeñas.
--Bueno; ahora pónselo otra vez.
Ganisch le ató de nuevo el cinturón.
Hecho esto le dejamos al Gato bien sujeto y tendido sobre un montón de
paja.
Salimos de la ferrería y pasamos por la Muedra, un lugar desierto con
unos cuantos casuchos.
Seguimos andando de noche, hasta que se presentó la mañana, triste,
lluviosa.
Al mediodía encontramos un carro de bueyes. Dijimos al boyero que
éramos españoles prisioneros de los franceses, que habíamos logrado
escapar. El boyero nos dió un poco de pan y nos dijo que debíamos
seguir á Cidones.
Al anochecer de este día íbamos tan cansados, que decidimos pedir
auxilio á cualquier destacamento francés que encontráramos.
El cansancio y la molestia eran enormes.
Marchábamos de noche perdidos, cuando topamos de pronto con una
ermita abandonada. Se la veía á la luz de la luna con su cruz y su
soportal, en cuyo fondo brillaba una lámpara de aceite iluminando á un
Cristo. Adosada á la ermita había una casa pequeña con dos ventanas y
una puerta. Llamamos. Salió á abrirnos un viejo ermitaño, barbudo y
tembloroso, á quien yo conté lo que nos pasaba.
El viejo nos llevó al lado de la lumbre, y nos dió pan y una jarra de
leche.
El ermitaño hizo algunas reflexiones acerca de la guerra y de las
maldades de los hombres; pero viendo nuestro cansancio dejó de hablar
y nos indicó que nos tendiéramos cerca del fuego en dos sacos de paja.
Así lo hicimos mientras él quedó rezando.
A la mañana siguiente, al preguntarle al ermitaño lo que le debíamos,
nos dijo que nada, y que si queríamos, podíamos quedarnos con él hasta
que mejorara el tiempo.
Le dimos las gracias, pero le dijimos que nos era indispensable llegar
cuanto antes á Soria.
El ermitaño nos indicó un panadero de un pueblo próximo, que alquilaba
caballos; le buscamos, y con un tiempo seco y frío, salimos camino de
Soria, adonde llegamos por la tarde.
Fuimos á la posadilla de la Merced, el primer parador que encontramos
á mano. La moza nos hizo pasar á la cocina, grande y alta, con una
plataforma con barandado de madera encima del fogón, y allí mismo nos
reconfortamos con el calor de la cena y del fuego.
Trabamos conversación con dos hombres de Villaciervos que parecían
pastores de nacimiento, con sus capas blancas y su capucha, y éstos nos
dijeron que el cura Merino estaba en aquel momento cerca de Burgos.
Al día siguiente salimos á la calle y compré ropa para Ganisch y para
mí.
La impresión que me hizo el lavarme con jabón, el vestir ropa limpia y
el acostarme en una cama, fué extraordinaria.
Me parecieron estas cosas que en la vida ordinaria no se estiman el
refinamiento más exquisito y sibarítico de que puede gozar un hombre.


EPÍLOGO

Puesto que quieres saber lo que hice después de llegar á Soria--me dijo
Aviraneta--te lo contaré.
Pocos días más tarde, Ganisch y yo salimos en una galera para Madrid.
Ganisch estuvo en mi casa unas semanas y luego se marchó á Irún. El
granuja de él, á pesar de que no me lo dijo, se había quedado con
algunas onzas del Gato.
Yo, acostumbrado á la vida de merodeador, no me hallaba en Madrid á
gusto.
Tampoco tenía con quien hablar. Los afrancesados y la gente de
mis ideas, huían de España. Se había despertado un entusiasmo
extraordinario por el rey, y por todas partes se cantaban canciones en
honor de Fernando, ¡Ay, Fernando mío! ¡Ay, dulce esperanza!
Tanto cariño por un miserable canalla como aquél, que mientras los
españoles se mataban por su causa, felicitaba á Napoleón, era cosa que
daba asco.
Yo, disgustado de todo, no quería ver á nadie.
Por las mañanas me acordaba de la sierra, del canto de los pájaros en
el follaje, del murmullo del agua en el regato, de nuestras marchas y
contramarchas...
Sentía un aburrimiento terrible, no podía vivir. Me parecía que la
luz del mundo había sufrido un eclipse, y que me encontraba en una
penumbra. Solía andar por los alrededores con mi perro, pensando en
nuevas empresas.
No dije nada á mi familia de lo que me había pasado, y pretexté que el
cura Merino se había mostrado poco propicio á reconocerme los grados.
En Madrid, por entonces, había calma.
Los dos ejércitos regulares, el aliado y el francés, se preparaban á
luchar en el Norte.
Cuando en Junio se supo el éxito de la batalla de Vitoria, hubo gran
satisfacción en todo el pueblo. Ya el final de la guerra se veía
próximo. Comenzaba la época de los regocijos y recompensas.
Otros muchos, no con más méritos que yo, eran capitanes, comandantes,
coroneles.
Yo podía haber sido capitán á los veintiún años, y no era nada.
Por el contrario, estaba expuesto á que alguien me denunciara.
Pensé varias veces en escribir al Empecinado, y ver si en sus filas
podía resarcirme de alguna manera del tiempo perdido; pero por esta
época las partidas de guerrilleros no tenían ocasiones de lucirse.
Me presenté á la señora de Arteaga, para ver si ella, con su
influencia, podía arreglar mi asunto.
Doña Luisa, muy partidaria mía, me prometió hacer todo lo posible para
conseguir mis deseos. Después, me habló de su hijo Ignacio.
Ignacio estaba enfermo en un depósito de prisioneros de
Chalon-sur-Sâone, y por las cartas que escribía se encontraba mal, en
un estado de tristeza y de postración lastimoso.
Doña Luisa hubiera querido enviar alguno á Chalon, para ayudar á
escapar á su hijo; pero en aquel momento no tenía medios, ni persona de
confianza á quien encomendarse.
--Si yo tuviera dinero...--dije.
--¿Qué?
--Que iría sin ningún inconveniente.
--¿De veras, Eugenio?
--Sí.
--Pues dentro de ocho días tendrás dinero.
--Pues nada, iré yo.
Recomendé á doña Luisa que no hablara del proyecto á mi familia.
Al cabo de una semana, doña Luisa me llamó y me dijo que, respecto á mi
rehabilitación como oficial, no se podía conseguir nada, á no ser que
Merino diera un informe favorable, cosa imposible; lo único que pudo
conseguir es que libraran á mi nombre un certificado de haber servido
como voluntario en las guerrillas españolas.
Esto había que darlo por terminado. Doña Luisa me indicó que unos días
después tendría el dinero suficiente para el viaje.
Hice mis preparativos, dije en casa que me llamaban de nuevo del
escuadrón, y con la bolsa bien repleta me puse en camino de Francia.

FIN DEL ESCUADRÓN DEL BRIGANTE

Madrid, Junio 1913.
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