El árbol de la ciencia: novela - 10

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iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los
domingos a misa.
Por falta de instinto colectivo el pueblo se había arruinado.
En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin
consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus
campos, dejando el trigo y los cereales, y poniendo viñedos; pronto el
río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En este momento de
prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron
aceras, se instaló la luz eléctrica...; luego vino la terminación del
tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar el
pueblo, a nadie se le ocurrió decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a
nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en
transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada.
El pueblo aceptó la ruina con resignación.
--Antes éramos ricos--se dijo cada alcoleano--. Ahora seremos pobres.
Es igual; viviremos peor; suprimiremos nuestras necesidades.
Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo.
Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía tan
separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común
(no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones
comunes: sólo el hábito, la rutina les unía; en el fondo, todos eran
extraños a todos.
Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de
sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había nada
que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres en sus casas, el
dinero en las carpetas, el vino en las tinajas.
Andrés se preguntaba: ¿Qué hacen estas mujeres? ¿En qué piensan? ¿Cómo
pasan las horas de sus días? Difícil era averiguarlo.
Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden
admirable; sólo un cementerio bien cuidado podía sobrepasar tal
perfección.
Esta perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que
gobernara. La ley de selección en pueblos como aquél se cumplía al
revés. El cedazo iba separando el grano de la paja, luego se recogía la
paja y se desperdiciaba el grano.
Algún burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre
españoles no era raro. Por aquella selección a la inversa, resultaba
que los más aptos allí eran precisamente los más ineptos.
En Alcolea había pocos robos y delitos de sangre: en cierta época los
había habido entre jugadores y matones; la gente pobre no se movía,
vivía en una pasividad lánguida; en cambio los ricos se agitaban, y la
usura iba sorbiendo toda la vida de la ciudad.
El labrador, de humilde pasar, que durante mucho tiempo tenía una casa
con cuatro o cinco parejas de mulas, de pronto aparecía con diez, luego
con veinte; sus tierras se extendían cada vez más, y él se colocaba
entre los ricos.
La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia
y de desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una
lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones
y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos
conservadores.
En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era
el alcalde, un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique
de formas suaves, que suavemente iba llevándose todo lo que podía del
Municipio.
El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo
bárbaro y despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante,
hombre, que cuando entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador.
Este gran Ratón no disimulaba como el Mochuelo; se quedaba con todo lo
que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar decorosamente sus robos.
Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los
consideraba necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la
sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un _tabú_
especial, como el de los polinesios.
Andrés podía estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del
árbol de la vida, y de la vida áspera manchega: la expansión del
egoísmo; de la envidia, de la crueldad, del orgullo.
A veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se
podía llegar, en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar
contemplando estas expansiones, formas violentas de la vida.
¿Por qué incomodarse, si todo está determinado, si es fatal, si no
puede ser de otra manera?, se preguntaba. ¿No era científicamente
un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las
injusticias del pueblo? Por otro lado: ¿no estaba también determinado,
no era fatal el que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera
protestar contra aquel estado de cosas violentamente?
Andrés discutía muchas veces con su patrona. Ella no podía comprender
que Hurtado afirmase que era mayor delito robar a la comunidad, al
Ayuntamiento, al Estado, que robar a un particular. Ella decía que
no; que defraudar a la comunidad, no podía ser tanto como robar a una
persona. En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda, y
no se les tenía por ladrones.
Andrés trataba de convencerla, de que el daño hecho con el robo a la
comunidad, era más grande que el producido contra el bolsillo de un
particular; pero la Dorotea no se convencía.
--¡Qué hermosa sería una revolución--decía Andrés a su patrona--,
no una revolución de oradores y de miserables charlatanes, sino una
revolución de verdad! Mochuelos y Ratones, colgados de los faroles, ya
que aquí no hay árboles; y luego lo almacenado por la moral católica,
sacarlo de sus rincones y echarlo a la calle: los hombres, las mujeres,
el dinero, el vino; todo a la calle.
Dorotea se reía de estas ideas de su huésped, que le parecían absurdas.
Como buen epicúreo, Andrés no tenía tendencia alguna por el apostolado.
Los del Centro republicano le habían dicho que diera conferencias
acerca de higiene; pero él estaba convencido de que todo aquello era
inútil, completamente estéril.
¿Para qué? Sabía que ninguna de estas cosas había de tener eficacia, y
prefería no ocuparse de ellas.
Cuando le hablaban de política, Andrés decía a los jóvenes republicanos:
--No hagan ustedes un partido de protesta. ¿Para qué? Lo menos malo que
puede ser es una colección de retóricos y de charlatanes; lo más malo
es que sea otra banda de Mochuelos o de Ratones.
--¡Pero, don Andrés! Algo hay que hacer.
--¡Qué van ustedes a hacer! ¡Es imposible! Lo único que pueden ustedes
hacer es marcharse de aquí.
El tiempo en Alcolea le resultaba a Andrés muy largo.
Por la mañana hacía su visita; después volvía a casa y tomaba el baño.
Al atravesar el corralillo se encontraba con la patrona, que dirigía
alguna labor de la casa; la criada solía estar lavando la ropa en una
media tinaja, cortada en sentido longitudinal, que parecía una canoa, y
la niña correteaba de un lado a otro.
En este corralillo tenían una sarmentera, donde se secaban las gavillas
de sarmientos, y montones de leña de cepas viejas.
Andrés abría la antigua tahona y se bañaba. Después iba a comer.
El otoño todavía parecía verano; era costumbre dormir la siesta. Estas
horas de siesta se le hacían a Hurtado pesadas, horribles.
En su cuarto echaba una estera en el suelo y se tendía sobre ella, a
obscuras. Por la rendija de las ventanas entraba una lámina de luz; en
el pueblo dominaba el más completo silencio; todo estaba aletargado
bajo el calor del sol; algunos moscones rezongaban en los cristales; la
tarde bochornosa, era interminable.
Cuando pasaba la fuerza del día, Andrés salía al patio y se sentaba a
la sombra del emparrado a leer.
El ama, su madre y la criada cosían cerca del pozo; la niña hacía
encaje de bolillos con hilos y unos alfileres clavados sobre una
almohada; al anochecer regaban los tiestos de claveles, de geranios y
de albahacas.
Muchas veces venían vendedores y vendedoras ambulantes a ofrecer
frutas, hortalizas o caza.
--¡Ave María Purísima!--decían al entrar--. Dorotea veía lo que traían.
--¿Le gusta a usted esto, don Andrés?--le preguntaba Dorotea a Hurtado.
--Sí, pero por mí no se preocupe usted--contestaba él.
Al anochecer volvía el patrón. Estaba empleado en unas bodegas, y
concluía a aquella hora el trabajo. Pepinito era un hombre petulante;
sin saber nada, tenía la pedantería de un catedrático. Cuando explicaba
algo bajaba los párpados, con un aire de suficiencia tal, que a Andrés
le daban ganas de estrangularle.
Pepinito trataba muy mal a su mujer y a su hija; constantemente las
llamaba estúpidas, borricas, torpes; tenía el convencimiento de que él
era el único que hacía bien las cosas.
--¡Que este bestia tenga una mujer tan guapa y tan simpática, es
verdaderamente desagradable!--pensaba Andrés.
Entre las manías de Pepinito estaba la de pasar por tremendo. Le
gustaba contar historias de riñas y de muertes. Cualquiera, al oirle,
hubiese creído que se estaban matando continuamente en Alcolea; contaba
un crimen ocurrido hacía cinco años en el pueblo, y le daba tales
variaciones y lo explicaba de tan distintas maneras, que el crimen se
desdoblaba y se multiplicaba.
Pepinito era del Tomelloso, y todo lo refería a su pueblo. El
Tomelloso, según él, era la antítesis de Alcolea; Alcolea era lo
vulgar, el Tomelloso lo extraordinario; que se hablase de lo que se
hablase, Pepinito le decía a Andrés:
--Debía usted ir al Tomelloso. Allí no hay ni un árbol.
--Ni aquí tampoco--le contestaba Andrés, riendo.
--Sí. Aquí algunos--replicaba Pepinito--. Allí todo el pueblo está
agujereado por las cuevas para el vino, y no crea usted que son
modernas, no, sino antiguas. Allí ve usted tinajones grandes metidos en
el suelo. Allí todo el vino que se hace es natural; malo muchas veces,
porque no saben prepararlo, pero natural.
--¿Y aquí?
--Aquí ya emplean la química--decía Pepinito, para quien Alcolea era un
pueblo degenerado por la civilización--: tartratos, campeche, fuchsina,
demonios le echan éstos al vino.
Al final de septiembre, unos días antes de la vendimia, la patrona le
dijo a Andrés:
--¿Usted no ha visto nuestra bodega?
--No.
--Pues vamos ahora a arreglarla.
El mozo y la criada estaban sacando leña y sarmientos, metidos durante
todo el invierno en el lagar; y dos albañiles iban picando las paredes.
Dorotea y su hija le enseñaron a Hurtado el lagar a la antigua, con su
viga para prensar, las chanclas de madera y de esparto que se ponen los
pisadores en los pies y los vendos para sujetárselas.
Le mostraron las piletas donde va cayendo el mosto y lo recogen en
cubos, y la moderna bodega capaz para dos cosechas con barricas y conos
de madera.
--Ahora, si no tiene usted miedo, bajaremos a la cueva antigua--dijo
Dorotea.
--Miedo, ¿de qué?
--¡Ah! Es una cueva donde hay duendes, según dicen.
--Entonces hay que ir a saludarlos.
El mozo encendió un candil y abrió una puerta que daba al corral.
Dorotea, la niña y Andrés le siguieron. Bajaron a la cueva por una
escalera desmoronada. El techo rezumaba humedad. Al final de la
escalera se abría una bóveda que daba paso a una verdadera catacumba,
húmeda, fría, larguísima, tortuosa.
En el primer trozo de esta cueva había una serie de tinajones
empotrados a medias en la pared; en el segundo, de techo más bajo, se
veían las tinajas de Colmenar, altas, enormes, en fila, y a su lado las
hechas en el Toboso, pequeñas, llenas de mugre, que parecían viejas
gordas y grotescas.
La luz del candil, al iluminar aquel antro, parecía agrandar y achicar
alternativamente el vientre abultado de las vasijas.
Se explicaba que la fantasía de la gente hubiese transformado en
duendes aquellas ánforas vinarias, de las cuales, las ventrudas y
abultadas tinajas toboseñas, parecían enanos; y las altas y airosas
fabricadas en Colmenar tenían aire de gigantes. Todavía en el fondo se
abría un anchurón con doce grandes tinajones. Este hueco se llamaba la
Sala de los Apóstoles.
El mozo aseguró que en aquella cueva se habían encontrado huesos
humanos, y mostró en la pared la huella de una mano que él suponía era
de sangre.
--Si a don Andrés le gustara el vino--dijo Dorotea--, le daríamos un
vaso de este añejo que tenemos en la solera.
--No, no; guárdelo usted para las grandes fiestas.
Días después comenzó la vendimia. Andrés se acercó al lagar, y el ver
aquellos hombres sudando y agitándose en el rincón bajo de techo, le
produjo una impresión desagradable. No creía que esta labor fuera tan
penosa.
Andrés recordó a Iturrioz, cuando decía que sólo lo artificial es
bueno, y pensó que tenía razón. Las decantadas labores rurales, motivo
de inspiración para los poetas, le parecían estúpidas y bestiales.
¡Cuánto más hermosa, aunque estuviera fuera de toda idea de belleza
tradicional, la función de un motor eléctrico, que no este trabajo
muscular, rudo, bárbaro y mal aprovechado!


VI
TIPOS DE CASINO

AL llegar el invierno, las noches largas y frías hicieron a Hurtado
buscar un refugio fuera de casa, donde distraerse y pasar el tiempo.
Comenzó a ir al casino de Alcolea.
Este casino, «La Fraternidad», era un vestigio del antiguo esplendor
del pueblo; tenía salones inmensos, mal decorados, espejos de cuerpo
entero, varias mesas de billar y una pequeña biblioteca con algunos
libros.
Entre la generalidad de los tipos vulgares, obscuros, borrosos, que
iban al casino a leer los periódicos y hablar de política, había dos
personajes verdaderamente pintorescos.
Uno de ellos era el pianista; el otro, un tal don Blas Carreño, hidalgo
acomodado de Alcolea.
Andrés llegó a intimar bastante con los dos.
El pianista era un viejo flaco, afeitado, de cara estrecha, larga, y
anteojos de gruesos lentes. Vestía de negro y accionaba al hablar de
una manera un tanto afeminada. Era al mismo tiempo organista de la
iglesia, lo que le daba cierto aspecto eclesiástico.
El otro señor, don Blas Carreño, también era flaco; pero más alto, de
nariz aguileña, pelo entrecano, tez cetrina y aspecto marcial.
Este buen hidalgo había llegado a identificarse con la vida antigua
y a convencerse de que la gente discurría y obraba como los tipos de
las obras españolas clásicas, de tal manera, que había ido poco a
poco arcaizando su lenguaje, y entre burlas y veras hablaba con el
alambicamiento de los personajes de Feliciano de Silva, que tanto
encantaba a Don Quijote.
El pianista imitaba a Carreño y le tenía como modelo. Al saludar a
Andrés, le dijo:
--Este mi señor don Blas, querido y agareno amigo, ha tenido la
dignación de presentarme a su merced como un hijo predilecto de
Euterpe; pero no soy, aunque me pesa, y su merced lo habrá podido
comprobar con el arrayán de su buen juicio, más que un pobre, cuanto
humilde aficionado al trato de las Musas, que labora con estas sus
torpes manos en amenizar las veladas de los socios, en las frigidísimas
noches del helado invierno.
Don Blas escuchaba a su discípulo sonriendo. Andrés, al oir a aquel
señor expresarse así, creyó que se trataba de un loco; pero luego vió
que no, que el pianista era una persona de buen sentido. Únicamente
ocurría, que tanto don Blas como él, habían tomado la costumbre de
hablar de esta manera enfática y altisonante hasta familiarizarse con
ella. Tenían frases hechas, que las empleaban a cada paso: el ascua de
la inteligencia, la flecha de la sabiduría, el collar de perlas de las
observaciones juiciosas, el jardín del buen decir...
Don Blas le invitó a Hurtado a ir a su casa y le mostró su biblioteca
con varios armarios llenos de libros españoles y latinos. Don Blas la
puso a disposición del nuevo médico.
--Si alguno de estos libros le interesa a usted, puede usted
llevárselo--le dijo Carreño.
--Ya aprovecharé su ofrecimiento.
Don Blas era para Andrés un caso digno de estudio. A pesar de su
inteligencia no notaba lo que pasaba a su alrededor; la crueldad de la
vida en Alcolea, la explotación inicua de los miserables por los ricos,
la falta de instinto social, nada de esto para él existía, y si existía
tenía un carácter de cosa libresca, servía para decir:
--Dice Scaligero... o: Afirma Huarte en su _Examen de ingenios_...
Don Blas era un hombre extraordinario, sin nervios; para él no había
calor, ni frío, placer, ni dolor. Una vez, dos socios del casino le
gastaron una broma transcendental: le llevaron a cenar a una venta
y le dieron a propósito unas migas detestables, que parecían de
arena, diciéndole que eran las verdaderas migas del país, y don Blas
las encontró tan excelentes y las elogió de tal modo y con tales
hipérboles, que llegó a convencer a sus amigos de su bondad. El manjar
más insulso, si se lo daban diciendo que estaba hecho con una receta
antigua y que figuraba en _La Lozana Andaluza_, le parecía maravilloso.
En su casa gozaba ofreciendo a sus amigos sus golosinas.
--Tome usted esos melindres, que me han traído expresamente de
Yepes...; esta agua no la beberá usted en todas partes, es de la fuente
del Maillo.
Don Blas vivía en plena arbitrariedad; para él había gente que no
tenía derecho a nada; en cambio, otros lo merecían todo. ¿Por qué?
Probablemente porque sí.
Decía don Blas que odiaban a las mujeres, que le habían engañado
siempre; pero no era verdad; en el fondo, esta actitud suya servía para
citar trozos de Marcial, de Juvenal, de Quevedo...
A sus criados y labriegos, don Blas les llamaba galopines, bellacos,
follones, casi siempre sin motivo, sólo por el gusto de emplear estas
palabras quijotescas.
Otra cosa que le encantaba a don Blas era citar los pueblos con sus
nombres antiguos: Estábamos una vez en Alcázar de San Juan, la antigua
Alce... En Baeza, la Biatra de Ptolomeo, nos encontramos un día...
Andrés y don Blas se asombraban mutuamente. Andrés se decía:
--¡Pensar que este hombre y otros muchos como él viven en esta mentira,
envenenados con los restos de una literatura, y de una palabrería
amanerada es verdaderamente extraordinario!
En cambio, don Blas miraba a Andrés sonriendo, y pensaba: ¡Qué hombre
más raro!
Varias veces discutieron acerca de religión, de política, de la
doctrina evolucionista. Estas cosas del darwinisno, como decía él, le
parecían a don Blas cosas inventadas para divertirse. Para él los datos
comprobados no significaban nada. Creía en el fondo que se escribía
para demostrar ingenio, no para exponer ideas con claridad, y que la
investigación de un sabio se echaba abajo con una frase graciosa.
A pesar de su divergencia, don Blas no le era antipático a Hurtado.
El que sí le era antipático e insoportable era un jovencito, hijo
de un usurero, que en Alcolea pasaba por un prodigio, y que iba con
frecuencia al casino. Este joven, abogado, había leído algunas revistas
francesas reaccionarias, y se creía en el centro del mundo.
Decía que él contemplaba todo con una sonrisa irónica y piadosa. Creía
también que se podía hablar de filosofía empleando los lugares comunes
del casticismo español, y que Balmes era un gran filósofo.
Varias veces el joven, que contemplaba todo con una sonrisa irónica y
piadosa, invitó a Hurtado a discutir; pero Andrés rehuyó la discusión
con aquel hombre que, a pesar de su barniz de cultura, le parecía de
una imbecilidad fundamental.
Esta sentencia de Demócrito, que había leído en la Historia del
Materialismo de Lange, le parecía a Andrés muy exacta: El que ama la
contradicción y la verbosidad, es incapaz de aprender nada que sea
serio.


VII
SEXUALIDAD Y PORNOGRAFÍA

En el pueblo, la tienda de objetos de escritorio era al mismo tiempo
librería y centro de suscripciones. Andrés iba a ella a comprar papel y
algunos periódicos. Un día le chocó ver que el librero tenía quince o
veinte tomos con una cubierta en donde aparecía una mujer desnuda. Eran
de estas novelas a estilo francés; novelas pornográficas, torpes, con
cierto barniz psicológico hechas para uso de militares, estudiantes y
gente de poca mentalidad.
--¿Es que eso se vende?--le preguntó Andrés al librero.
--Sí; es lo único que se vende.
El fenómeno parecía paradójico y, sin embargo, era natural. Andrés
había oído a su tío Iturrioz que en Inglaterra, en donde las costumbres
eran interiormente de una libertad extraordinaria, libros, aun los
menos sospechosos de libertinaje, estaban prohibidos, y las novelas que
las señoritas francesas o españolas leían delante de sus madres, allí
se consideraban nefandas.
En Alcolea sucedía lo contrario; la vida era de una moralidad terrible;
llevarse a una mujer sin casarse con ella, era más difícil que raptar
a la Giralda de Sevilla a las doce del día; pero, en cambio, se leían
libros pornográficos de una pornografía grotesca por lo transcendental.
Todo esto era lógico. En Londres, al agrandarse la vida sexual por la
libertad de costumbres, se achicaba la pornografía; en Alcolea, al
achicarse la vida sexual, se agrandaba la pornografía.
--Qué paradoja esta de la sexualidad--pensaba Andrés al ir a su casa--.
En los países donde la vida es intensamente sexual no existen motivos
de lubricidad; en cambio en aquellos pueblos como Alcolea, en donde la
vida sexual era tan mezquina y tan pobre, las alusiones eróticas a la
vida del sexo estaban en todo.
Y era natural, era en el fondo un fenómeno de compensación.


VIII
EL DILEMA

POCO a poco, y sin saber cómo, se formó alrededor de Andrés una
mala reputación; se le consideraba hombre violento, orgulloso, mal
intencionado, que se atraía la antipatía de todos.
Era un demagogo, malo, dañino, que odiaba a los ricos y no quería a los
pobres.
Andrés fué notando la hostilidad de la gente del casino y dejó de
frecuentarlo.
Al principio se aburría.
Los días iban sucediéndose a los días y cada uno traía la misma
desesperanza, la seguridad de no saber qué hacer, la seguridad de
sentir y de inspirar antipatía, en el fondo sin motivo, por una mala
inteligencia.
Se había decidido a cumplir sus deberes de médico al pie de la letra.
Llegar a la abstención pura, completa, en la pequeña vida social de
Alcolea, le parecía la perfección.
Andrés no era de estos hombres que consideran el leer como un sucedáneo
de vivir; él leía porque no podía vivir. Para alternar con esta gente
del casino, estúpida y mal intencionada, prefería pasar el tiempo en su
cuarto, en aquel mausoleo blanqueado y silencioso.
¡Pero que con qué gusto hubiera cerrado los libros si hubiera habido
algo importante que hacer; algo como pegarle fuego al pueblo o
reconstruirlo!
La inacción le irritaba.
De haber caza mayor, le hubiera gustado marcharse al campo; pero para
matar conejos, prefería quedarse en casa.
Sin saber qué hacer, paseaba como un lobo por aquel cuarto. Muchas
veces intentó dejar de leer estos libros de filosofía. Pensó que quizá
le irritaban. Quiso cambiar de lecturas. Don Blas le prestó una porción
de libros de historia. Andrés se convenció de que la historia es una
cosa vacía. Creyó, como Schopenhauer, que el que lea con atención _Los
Nueve Libros de Herodoto_, tiene todas las combinaciones posibles de
crímenes, destronamientos, heroísmos e injusticias, bondades y maldades
que puede suministrar la historia.
Intentó también un estudio poco humano y trajo de Madrid y comenzó
a leer un libro de astronomía, la Guía del Cielo, de Klein, pero le
faltaba la base de las matemáticas y pensó que no tenía fuerza en el
cerebro para dominar esto. Lo único que aprendió fué el plano estelar.
Orientarse en ese infinito de puntos luminosos, en donde brillan como
dioses Arturus y Vega, Altair y Aldebarán era para él una voluptuosidad
algo triste; recorrer con el pensamiento esos cráteres de la Luna y el
mar de la Serenidad; leer esas hipótesis acerca de la Vía Láctea y de
su movimiento alrededor de ese supuesto sol central que se llama Alción
y que está en el grupo de las Pléyades, le daba el vértigo.
Se le ocurrió también escribir; pero no sabía por dónde empezar, ni
manejaba suficientemente el mecanismo del lenguaje para expresarse con
claridad.
Todos los sistemas que discurría para encauzar su vida dejaban
precipitados insolubles, que demostraban el error inicial de sus
sistemas.
Comenzaba a sentir una irritación profunda contra todo.
A los ocho o nueve meses de vivir así excitado y aplanado al mismo
tiempo, empezó a padecer dolores articulares; además el pelo se le caía
muy abundantemente.
--Es la castidad--se dijo.
Era lógico; era un neuro-artrítico. De chico, su artritismo se
había manifestado por jaquecas y por tendencia hipocondríaca. Su
estado artrítico se exarcerbaba. Se iban acumulando en el organismo
las substancias de desecho y esto tenía que engendrar productos de
oxidación incompleta, el ácido úrico sobre todo.
El diagnóstico lo consideró como exacto; el tratamiento era lo difícil.
Este dilema se presentaba ante él. Si quería vivir con una mujer tenía
que casarse, someterse. Es decir, dar por una cosa de la vida toda su
independencia espiritual, resignarse a cumplir obligaciones y deberes
sociales, a guardar consideraciones a un suegro, a una suegra, a un
cuñado; cosa que le horrorizaba.
Seguramente entre aquellas muchachas de Alcolea, que no salían más que
los domingos a la iglesia, vestidas como papagayos, con un mal gusto
exorbitante, había algunas, quizá muchas, agradables, simpáticas. ¿Pero
quién las conocía? Era casi imposible hablar con ellas. Solamente el
marido podría llegar a saber su manera de ser y de sentir.
Andrés se hubiera casado con cualquiera, con una muchacha sencilla;
pero no sabía dónde encontrarla. Las dos señoritas que trataba un poco
eran la hija del médico Sánchez y la del secretario.
La hija de Sánchez quería ir monja; la del secretario era de una
cursilería verdaderamente venenosa; tocaba el piano muy mal, calcaba
las laminitas del _Blanco y Negro_ y luego las iluminaba, y tenía unas
ideas ridículas y falsas de todo.
De no casarse, Andrés podía transigir e ir con los perdidos del
pueblo a casa de la Fulana o de la Zutana, a estas dos calles en
donde las mujeres de vida airada vivían como en los antiguos burdeles
medioevales; pero esta promiscuidad era ofensiva para su orgullo. ¿Qué
más triunfo para la burguesía local y más derrota para su personalidad
si se hubiesen contado sus devaneos? No; prefería estar enfermo.
Andrés decidió limitar la alimentación, tomar sólo vegetales y no
probar la carne, ni el vino, ni el café. Varias horas después de comer
y de cenar bebía grandes cantidades de agua. El odio contra el espíritu
del pueblo le sostenía en su lucha secreta; era uno de esos odios
profundos, que llegan a dar serenidad al que lo siente, un desprecio
épico y altivo. Para él no había burlas, todas resbalaban por su coraza
de impasibilidad.
Algunas veces pensaba que esta actitud no era lógica. ¡Un hombre que
quería ser de ciencia y se incomodaba porque las cosas no eran como
él hubiese deseado! Era absurdo. La tierra allí era seca; no había
árboles, el clima era duro, la gente tenía que ser dura también.
La mujer del secretario del Ayuntamiento y presidenta de la Sociedad
del Perpetuo Socorro, le dijo un día:
--Usted, Hurtado, quiere demostrar que se puede no tener religión y ser
más bueno que los religiosos.
--¿Más bueno, señora?--replicó Andrés--. Realmente, eso no es difícil.
Al cabo de un mes de nuevo régimen, Hurtado estaba mejor; la comida
escasa y sólo vegetal, el baño, el ejercicio al aire libre le iban
haciendo un hombre sin nervios. Ahora se sentía como divinizado por
su ascetismo, libre; comenzaba a vislumbrar ese estado de _ataraxia_,
cantado por los epicúreos y los pirronianos.
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