El árbol de la ciencia: novela - 06

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hasta dónde llegaba su egoísmo y su sequedad, encontró que era una
de las pocas personas con quien se podía conversar acerca de puntos
transcendentales.
Iturrioz vivía en un quinto piso del barrio de Argüelles, en una casa
con una hermosa azotea.
Le asistía un criado, antiguo soldado de la época en que Iturrioz fué
médico militar.
Entre amo y criado habían arreglado la azotea, pintado las tejas con
alquitrán, sin duda para hacerlas impermeables y puesto unas graderías
donde estaban escalonados las cajas de madera y los cubos llenos de
tierra donde tenían sus plantas.
Aquella mañana en que se presentó Andrés en casa de Iturrioz, su tío se
estaba bañando y el criado le llevó a la azotea.
Se veía desde allí el Guadarrama entre dos casas altas; hacia el Oeste,
el tejado del cuartel de la Montaña ocultaba los cerros de la Casa
de Campo, y a un lado del cuartel se destacaba la torre de Móstoles
y la carretera de Extremadura, con unos molinos de viento en sus
inmediaciones. Más al Sur brillaban, al sol de una mañana de abril, las
manchas verdes de los cementerios de San Isidro y San Justo, las dos
torres de Getafe y la ermita del Cerrillo de los Ángeles.
Poco después salía Iturrioz a la azotea.
--¿Qué, te pasa algo?--le dijo a su sobrino al verle.
--Nada; venía a charlar un rato con usted.
--Muy bien, siéntate; yo voy a regar mis tiestos.
Iturrioz abrió la fuente que tenía en un ángulo de la terraza, llenó
una cuba y comenzó con un cacharro a echar agua en las plantas.
Andrés habló de la gente de la vecindad de Lulú, de las escenas del
hospital, como casos extraños, dignos de un comentario; de Manolo el
Chafandín, del tío Miserias, de don Cleto, de doña Virginia...
--¿Qué consecuencias puede sacarse de todas estas vidas?--preguntó
Andrés al final.
--Para mí la consecuencia es fácil--contestó Iturrioz con el bote de
agua en la mano--. Que la vida es una lucha constante, una cacería
cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros. Plantas,
microbios, animales.
--Si yo también he pensado en eso--repuso Andrés--; pero voy
abandonando la idea. Primeramente el concepto de la lucha por la vida
llevada así a los animales, a las plantas y hasta los minerales,
como se hace muchas veces, no es más que un concepto antropomórfico,
después, ¿qué lucha por la vida es la de ese hombre don Cleto, que se
abstiene de combatir, o la de ese hermano Juan, que da su dinero a los
enfermos?
--Te contestaré por partes--repuso Iturrioz dejando el bote para regar,
porque estas discusiones le apasionaban--. Tú me dices, este concepto
de lucha es un concepto antropomórfico. Claro, llamamos a todos los
conflictos lucha, porque es la idea humana que más se aproxima a esa
relación que para nosotros produce un vencedor y un vencido. Si no
tuviéramos este concepto en el fondo, no hablaríamos de lucha. La hiena
que monda los huesos de un cadáver, la araña que sorbe una mosca, no
hace más ni menos que el árbol bondadoso llevándose de la tierra el
agua y las sales necesarias para su vida. El espectador indiferente,
como yo, ve a la hiena, a la araña y al árbol, y se los explica. El
hombre justiciero le pega un tiro a la hiena, aplasta con la bota a la
araña y se sienta a la sombra del árbol, y cree que hace bien.
--Entonces ¿para usted no hay lucha, ni hay justicia?
--En un sentido absoluto, no; en un sentido relativo, sí. Todo lo que
vive tiene un proceso para apoderarse primero del espacio, ocupar un
lugar, luego para crecer y multiplicarse; este proceso de la energía
de un vivo contra los obstáculos del medio, es lo que llamamos lucha.
Respecto de la justicia, yo creo que lo justo en el fondo es lo que nos
conviene. Supón, en el ejemplo de antes, que la hiena, en vez de ser
muerta por el hombre, mata al hombre, que el árbol cae sobre él y le
aplasta, que la araña le hace una picadura venenosa; pues nada de eso
nos parece justo, porque no nos conviene. A pesar de que en el fondo
no haya más que esto, un interés utilitario ¿quién duda que la idea de
justicia y de equidad es una tendencia que existe en nosotros? ¿Pero
cómo la vamos a realizar?
--Eso es lo que yo me pregunto ¿cómo realizarla?
--¿Hay que indignarse porque una araña mate a una mosca?--siguió
diciendo Iturrioz--. Bueno. Indignémonos. ¿Qué vamos a hacer?
¿Matarla? Matémosla. Eso no impedirá que sigan las arañas comiéndose
a las moscas. ¿Vamos a quitarle al hombre esos instintos fieros que
te repugnan? ¿Vamos a borrar esa sentencia del poeta latino: _Homo
hominis lupus_, el hombre es un lobo para el hombre? Está bien. En
cuatro o cinco mil años lo podremos conseguir. El hombre ha hecho
de un carnívoro como el chacal, un omnívoro como el perro; pero se
necesitan muchos siglos para eso. No sé si habrás leído que Spallanzani
había acostumbrado a una paloma a comer carne y a un águila a comer y
digerir el pan. Ahí tienes el caso de esos grandes apóstoles religiosos
y laicos; son águilas que se alimentan de pan en vez de alimentarse
de carnes palpitantes, son lobos vegetarianos. Ahí tienes el caso del
hermano Juan...
--Ese no creo que sea un águila, ni un lobo.
--Será un mochuelo o una garduña; pero de instintos perturbados.
--Sí, es muy posible--repuso Andrés--; pero creo que nos hemos desviado
de la cuestión; no veo la consecuencia.
--La consecuencia, a la que yo iba era ésta, que ante la vida no hay
más que dos soluciones prácticas para el hombre sereno, o la abstención
y la contemplación indiferente de todo, o la acción limitándose a un
círculo pequeño. Es decir, que se puede tener el quijotismo contra una
anomalía; pero tenerlo contra una regla general, es absurdo.
--De manera que, según usted, el que quiera hacer algo tiene que
restringir su acción justiciera a un medio pequeño.
--Claro, a un medio pequeño; tú puedes abarcar en tu contemplación la
casa, el pueblo, el país, la sociedad, el mundo, todo lo vivo y todo lo
muerto; pero si intentas realizar una acción, y una acción justiciera,
tendrás que restringirte hasta el punto de que todo te vendrá ancho,
quizá hasta la misma conciencia.
--Es lo que tiene de bueno la filosofía--dijo Andrés con amargura; le
convence a uno de que lo mejor es no hacer nada.
Iturrioz dió unas cuantas vueltas por la azotea y luego dijo:
--Es la única objeción que me puedes hacer; pero no es mía la culpa.
--Ya lo sé.
--Ir a un sentido de justicia universal--prosiguió Iturrioz--es
perderse; adaptando el principio de Fritz Müller de que la embriología
de un animal reproduce su genealogía, o como dice Haeckel, que la
ontogenia es una recapitulación de la filogenia, se puede decir que la
psicología humana no es más que una síntesis de la psicología animal.
Así se encuentran en el hombre todas las formas de la explotación y
de la lucha: la del microbio, la del insecto, la de la fiera... Ese
usurero que tú me has descrito, el tío Miserias, ¡qué de avatares
no tiene en la zoología! Ahí están los acinétidos chupadores que
absorben la substancia protoplasmática de otros infusorios; ahí están
todas las especies de aspergilos que viven sobre las substancias
en descomposición. Estas antipatías de gente maleante ¿no están
admirablemente representadas en ese antagonismo irreductible del bacilo
de pus azul con la bacteridia carbuncosa?
--Sí es posible--murmuró Andrés.
--Y entre los insectos ¡qué de tíos Miserias!, ¡qué de Victorios!, ¡qué
de Manolos los Chafandines, no hay! Ahí tienes el _ichneumon_, que mete
sus huevos en una lombriz y la inyecta una substancia que obra como el
cloroformo; el _sphex_, que coge las arañas pequeñas, las agarrota,
las sujeta y envuelve en la tela y las echa vivas en las celdas de
sus larvas para que las vayan devorando; ahí están las avispas, que
hacen lo mismo, arrojando al _spoliarium_ que sirve de despensa para
sus crías, los pequeños insectos, paralizados por un lancetazo que les
dan con el aguijón en los anglios motores; ahí está el _estafilino_
que se lanza a traición sobre otro individuo de su especie, le sujeta,
le hiere y le absorbe los jugos; ahí está el _meloe_, que penetra
subrepticiamente en los panales de las abejas, se introduce en el
alvéolo en donde la reina pone su larva, se atraca de miel y luego se
come a la larva; ahí está...
--Sí, sí, no siga usted más; la vida es una cacería horrible.
--La Naturaleza es lo que tiene; cuando trata de reventar a uno, lo
revienta a conciencia. La justicia es una ilusión humana; en el fondo
todo es destruir, todo es crear. Cazar, guerrear, digerir, respirar,
son formas de creación y de destrucción al mismo tiempo.
--Y entonces, ¿qué hacer?--murmuró Andrés--. ¿Ir a la inconsciencia?
¿Digerir, guerrear, cazar, con la serenidad de un salvaje?
--¿Crees tú en la serenidad del salvaje?--preguntó Iturrioz--. ¡Qué
ilusión! Eso también es una invención nuestra. El salvaje nunca ha ido
sereno.
--¿Es que no habrá plan ninguno para vivir con cierto decoro?--preguntó
Andrés.
--El que lo tiene es porque ha inventado uno para su uso. Yo hoy creo
que todo lo natural, que todo lo espontáneo es malo; que sólo lo
artificial, lo creado por el hombre, es bueno. Si pudiera viviría en un
club de Londres, no iría nunca al campo, sino a un parque; bebería agua
filtrada y respiraría aire esterilizado...
Andrés ya no quiso atender a Iturrioz, que comenzaba a fantasear por
entretenimiento. Se levantó y se apoyó en el barandado de la azotea.
Sobre los tejados de la vecindad revoloteaban unas palomas; en un
canalón grande corrían y jugueteaban unos gatos.
Separados por una tapia alta había enfrente dos jardines: uno era de
un colegio de niñas, el otro de un convento de frailes.
El jardín del convento se hallaba rodeado por árboles frondosos; el del
colegio no tenía más que algunos macizos con hierbas y flores, y era
una cosa extraña que daba cierta impresión de algo alegórico, ver al
mismo tiempo jugar a las niñas corriendo y gritando, y a los frailes
que pasaban silenciosos en filas de cinco o seis dando la vuelta al
patio.
--Vida es lo uno y vida es lo otro--dijo Iturrioz filosóficamente
comenzando a regar sus plantas.
Andrés se fué a la calle.
--¿Qué hacer? ¿Qué dirección dar a la vida?--se preguntaba con
angustia. Y, la gente, las cosas, el sol, le parecían sin realidad ante
el problema planteado en su cerebro.


TERCERA PARTE
Tristezas y dolores.


I
DÍA DE NAVIDAD

UN día, ya en el último año de la carrera, antes de las Navidades,
al volver Andrés del hospital, le dijo Margarita que Luisito escupía
sangre. Al oirlo Andrés quedó frío como muerto. Fué a ver al niño,
apenas tenía fiebre, no le dolía el costado, respiraba con facilidad;
sólo un ligero tinte de rosa coloreaba una mejilla, mientras la otra
estaba pálida.
No se trataba de una enfermedad aguda. La idea de que el niño estuviera
tuberculoso le hizo temblar a Andrés. Luisito, con la inconsciencia de
la infancia, se dejaba reconocer y sonreía.
Andrés recogió un pañuelo manchado con sangre y lo llevó a que lo
analizasen al laboratorio. Pidió al médico de su sala que recomendara
el análisis.
Durante aquellos días vivió en una zozobra constante; el dictamen
del laboratorio fué tranquilizador: no se había podido encontrar el
bacilo de Koch en la sangre del pañuelo; sin embargo, esto no le dejó a
Hurtado completamente satisfecho.
El médico de la sala, a instancias de Andrés, fué a casa a reconocer
al enfermito. Encontró a la percusión cierta opacidad en el vértice
del pulmón derecho. Aquello podía no ser nada; pero unido a la ligera
hemoptisis, indicaba con muchas probabilidades una tuberculosis
incipiente.
El profesor y Andrés discutieron el tratamiento. Como el niño era
linfático, algo propenso a catarros, consideraron conveniente llevarlo
a un país templado, a orillas del Mediterráneo a ser posible; allí le
podrían someter a una alimentación intensa, darle baños de sol, hacerle
vivir al aire libre y dentro de la casa en una atmósfera creosotada,
rodearle de toda clase de condiciones para que pudiera fortificarse y
salir de la infancia.
La familia no comprendía la gravedad, y Andrés tuvo que insistir para
convencerles de que el estado del niño era peligroso.
El padre, don Pedro, tenía unos primos en Valencia, y estos primos,
solterones, poseían varias casas en pueblos próximos a la capital.
Se les escribió y contestaron rápidamente; todas las casas suyas
estaban alquiladas menos una de un pueblecito inmediato a Valencia.
Andrés decidió ir a verla.
Margarita le advirtió que no había dinero en casa; no se había cobrado
aún la paga de Navidad.
--Pediré dinero en el hospital e iré en tercera--dijo Andrés.
--¡Con este frío! ¡Y el día de Nochebuena!
--No importa.
--Bueno, vete a casa de los tíos--le advirtió Margarita.
--No, ¿para qué?--contestó él--. Yo veo la casa del pueblo, y, si me
parece bien, os mando un telegrama diciendo: Contestadles que sí.
--Pero eso es una grosería. Si se enteran...
--¡Qué se van a enterar! Además, yo no quiero andar con ceremonias y
con tonterías; bajo en Valencia, voy al pueblo, os mando el telegrama y
me vuelvo en seguida.
No hubo manera de convencerle. Después de cenar tomó un coche y se fué
a la estación. Entró en un vagón de tercera.
La noche de diciembre estaba fría, cruel. El vaho se congelaba en los
cristales de las ventanillas y el viento helado se metía por entre las
rendijas de la portezuela.
Andrés se embozó en la capa hasta los ojos, se subió el cuello y se
metió las manos en los bolsillos del pantalón. Aquella idea de la
enfermedad de Luisito le turbaba.
La tuberculosis era una de esas enfermedades que le producía un terror
espantoso; constituía una obsesión para él. Meses antes se había
dicho que Roberto Koch había inventado un remedio eficaz para la
tuberculosis: la tuberculina.
Un profesor de San Carlos fué a Alemania y trajo la tuberculina.
Se hizo el ensayo con dos enfermos a quienes se les inyectó el nuevo
remedio. La reacción febril que les produjo hizo concebir al principio
algunas esperanzas; pero luego se vió que no sólo no mejoraban, sino
que su muerte se aceleraba.
Si el chico estaba realmente tuberculoso, no había salvación.
Con aquellos pensamientos desagradables, marchaba Andrés en el vagón de
tercera, medio adormecido.
Al amanecer se despertó, con las manos y los pies helados.
El tren marchaba por la llanura castellana y el alba apuntaba en el
horizonte.
En el vagón no iba más que un aldeano fuerte, de aspecto enérgico y
duro de manchego.
Este aldeano le dijo:
--Qué, ¿tiene usted frío, buen amigo?
--Sí, un poco.
--Tome usted mi manta.
--¿Y usted?
--Yo no la necesito. Ustedes, los señoritos, son muy delicados.
A pesar de las palabras rudas, Andrés le agradeció el obsequio en el
fondo del corazón.
Aclaraba el cielo, una franja roja bordeaba el campo.
Empezaba a cambiar el paísaje, y el suelo, antes llano, mostraba
colinas y árboles que iban pasando por delante de la ventanilla del
tren.
Pasada la Mancha, fría y yerma, comenzó a templar el aire. Cerca de
Játiba salió el sol, un sol amarillo, que se derramaba por el campo
entibiando el ambiente.
La tierra presentaba ya un aspecto distinto.
Apareció Alcira con los naranjos llenos de fruta, con el río Júcar
profundo, de lenta corriente. El sol iba elevándose en el cielo;
comenzaba a hacer calor; al pasar de la meseta castellana a la zona
mediterránea la naturaleza y la gente eran otras.
En las estaciones los hombres y las mujeres, vestidos con trajes
claros, hablaban a gritos, gesticulaban, corrían.
--Eh, tú, _ché_--se oía decir.
Ya se veían llanuras con arrozales y naranjos, barracas blancas con el
techado negro, alguna palmera que pasaba en la rapidez de la marcha
como tocando el cielo. Se vió espejear la Albufera, unas estaciones
antes de llegar a Valencia, y poco después Andrés apareció en el raso
de la plaza de San Francisco, delante de un solar grande.
Andrés se acercó a un tartanero, le preguntó cuánto le cobraría por
llevarle al pueblecito, y, después de discusiones y de regateos,
quedaron de acuerdo en un duro por ir, esperar media hora y volver a la
estación.
Subió Andrés y la tartana cruzó varias calles de Valencia y tomó por
una carretera.
El carrito tenía por detrás una lona blanca y, al agitarse ésta por el
viento, se veía el camino lleno de claridad y de polvo; la luz cegaba.
En una media hora la tartana embocaba la primera calle del pueblo,
que aparecía con su torre y su cúpula brillante. A Andrés le pareció
la disposición de la aldea buena para lo que él deseaba; el campo de
los alrededores, no era de huerta, sino de tierras de secano medio
montañosas.
A la entrada del pueblo, a mano izquierda, se veía un castillejo y
varios grupos de enormes girasoles.
Tomó la tartana por la calle larga y ancha, continuación de la
carretera, hasta detenerse cerca de una explanada levantada sobre el
nivel de la calle.
El carrito se detuvo frente a una casa baja encalada, con su puerta
azul muy grande y tres ventanas muy chicas. Bajó Andrés; un cartel
pegado en la puerta indicaba que la llave la tenían en la casa de al
lado.
Se asomó al portal próximo y una vieja, con la tez curtida y negra por
el sol, le dió la llave, un pedazo de hierro que parecía un arma de
combate prehistórica.
Abrió Andrés el postigo, que chirrió agriamente sobre sus goznes, y
entró en un espacioso vestíbulo con una puerta en arco que daba hacia
el jardín.
La casa apenas tenía fondo; por el arco del vestíbulo se salía a una
galería ancha y hermosa con un emparrado y una verja de madera pintada
de verde. De la galería, extendida paralelamente a la carretera, se
bajaba por cuatro escalones al huerto, rodeado por un camino que
bordeaba sus tapias.
Este huerto, con varios árboles frutales desnudos de hojas, se hallaba
cruzado por dos avenidas que formaban una plazoleta central y lo
dividían en cuatro parcelas iguales. Los hierbajos y jaramagos espesos
cubrían la tierra y borraban los caminos.
Enfrente del arco del vestíbulo había un cenador formado por palos,
sobre el cual se sostenían las ramas de un rosal silvestre, cuyo
follaje, adornado por florecitas blancas, era tan tupido que no dejaba
pasar la luz del sol.
A la entrada de aquella pequeña glorieta, sobre pedestales de ladrillo,
había dos estatuas de yeso, Flora y Pomona. Andrés penetró en el
cenador. En la pared del fondo se veía un cuadro de azulejos blancos
y azules con figuras que representaban a Santo Tomás de Villanueva
vestido de obispo, con su báculo en la mano y un negro y una negra
arrodillados junto a él.
Luego Hurtado recorrió la casa; era lo que él deseaba; hizo un plano
de las habitaciones y del jardín y estuvo un momento descansando,
sentado en la escalera. Hacía tanto tiempo que no había visto árboles,
vegetación, que aquel huertecito abandonado, lleno de hierbajos, le
pareció un paraíso. Este día de Navidad tan espléndido, tan luminoso,
le llenó de paz y de melancolía.
Del pueblo, del campo, de la atmósfera transparente llegaba el
silencio, sólo interrumpido por el cacareo lejano de los gallos; los
moscones y las avispas brillaban al sol.
¡Con qué gusto se hubiera tendido en la tierra a mirar horas y horas
aquel cielo tan azul, tan puro!
Unos momentos después, una campana de son agudo comenzó a tocar. Andrés
entregó la llave en la casa próxima, despertó al tartanero medio
dormido en su tartana, y emprendió la vuelta.
En la estación de Valencia mandó un telegrama a su familia, compró algo
de comer y unas horas más tarde volvía para Madrid, embozado en su
capa, rendido, en otro coche de tercera.


II
VIDA INFANTIL

AL llegar a Madrid, Andrés le dió a su hermana Margarita instrucciones
de cómo debían instalarse en la casa. Unas semanas después tomaron el
tren, don Pedro, Margarita y Luisito.
Andrés y sus otros dos hermanos se quedaron en Madrid.
Andrés tenía que repasar las asignaturas de la licenciatura.
Para librarse de la obsesión de la enfermedad del niño, se puso a
estudiar como nunca lo había hecho.
Algunas veces iba a visitar a Lulú y le comunicaba sus temores.
--Si ese chico se pusiera bien--murmuraba.
--¿Le quiere usted mucho?--preguntaba Lulú.
--Sí, como si fuera mi hijo. Era yo ya grande cuando nació él, figúrese
usted.
Por Junio, Andrés se examinó del curso y de la licenciatura y salió
bien.
--¿Qué va usted a hacer?--le dijo Lulú.
--No sé; por ahora veré si se pone bien esa criatura; después ya
pensaré.
El viaje fué para Andrés distinto, y más agradable que en diciembre;
tenía dinero, y tomó un billete de primera. En la estación de Valencia
le esperaba el padre.
--¿Qué tal el chico?--le preguntó Andrés.
--Está mejor.
Dieron al mozo el talón del equipaje, y tomaron una tartana, que les
llevó rápidamente al pueblo.
Al ruido de la tartana salieron a la puerta Margarita, Luisito y una
criada vieja. El chico estaba bien; alguna que otra vez tenía una
ligera fiebre, pero se veía que mejoraba. La que había cambiado casi
por completo era Margarita; el aire y el sol le habían dado un aspecto
de salud que la embellecía.
Andrés vió el huerto, los perales, los albaricoqueros y los granados
llenos de hojas y de flores.
La primera noche Andrés no pudo dormir bien en la casa por el olor a
raíz desprendido de la tierra.
Al día siguiente Andrés, ayudado por Luisito, comenzó a arrancar y
a quemar todos los hierbajos del patio. Luego plantaron entre los
dos melones, calabazas, ajos, fuera o no fuera tiempo. De todas sus
plantaciones lo único que nació fueron los ajos. Estos, unidos a los
geranios y a los dompedros, daban un poco de verdura; lo demás moría
por el calor del sol y la falta de agua.
Andrés se pasaba horas y horas sacando cubos del pozo. Era imposible
tener un trozo de jardín verde. En seguida de regar, la tierra se
secaba, y las plantas se doblaban tristemente sobre su tallo.
En cambio todo lo que estaba plantado anteriormente, las pasionarias,
las hiedras y las enredaderas, a pesar de la sequedad del suelo,
se extendían y daban hermosas flores; los racimos de la parra se
coloreaban, los granados se llenaban de flor roja y las naranjas iban
engordando en el arbusto.
Luisito llevaba una vida higiénica, dormía con la ventana abierta,
en un cuarto que Andrés, por las noches, regaba con creosota. Por la
mañana, al levantarse de la cama, tomaba una ducha fría en el cenador
de Flora y Pomona.
Al principio no le gustaba, pero luego se acostumbró.
Andrés había colgado del techo del cenador una regadera enorme, y en el
asa ató una cuerda que pasaba por una polea y terminaba en una piedra
sostenida en un banco. Dejando caer la piedra, la regadera se inclinaba
y echaba una lluvia de agua fría.
Por la mañana, Andrés y Luis iban a un pinar próximo al pueblo, y
estaban allí muchas veces hasta el mediodía; después del paseo comían y
se echaban a dormir.
Por la tarde tenían también sus entretenimientos: perseguir a las
lagartijas y salamandras, subir al peral, regar las plantas. El tejado
estaba casi levantado por los panales de las avispas; decidieron
declarar la guerra a estos temibles enemigos y quitarles los panales.
Fué una serie de escaramuzas que emocionaron a Luisito y le dieron
motivo para muchas charlas y comparaciones.
Por la tarde, cuando ya se ponía el sol, Andrés proseguía su lucha
contra la sequedad, sacando agua del pozo, que era muy profundo. En
medio de este calor sofocante, las abejas rezongaban, las avispas iban
a beber el agua del riego y las mariposas revoloteaban de flor en flor.
A veces aparecían manchas de hormigas con alas en la tierra o costras
de pulgones en las plantas.
Luisito tenía más tendencia a leer y a hablar que a jugar
violentamente. Esta inteligencia precoz le daba que pensar a Andrés. No
le dejaba que hojeara ningún libro, y le enviaba a que se reuniera con
los chicos de la calle.
Andrés, mientras tanto, sentado en el umbral de la puerta, con un libro
en la mano, veía pasar los carros por la calle cubierta de una espesa
capa de polvo. Los carreteros, tostados por el sol, con las caras
brillantes por el sudor, cantaban tendidos sobre pellejos de aceite o
de vino, y las mulas marchaban en fila medio dormidas.
Al anochecer pasaban unas muchachas, que trabajaban en una fábrica, y
saludaban a Andrés con un adiós un poco seco, sin mirarle a la cara.
Entre estas chicas había una que llamaban la Clavariesa, muy guapa, muy
perfilada; solía ir con un pañuelo de seda en la mano agitándolo en el
aire, y vestía con colores un poco chillones, pero que hacían muy bien
en aquel ambiente claro y luminoso.
Luisito, negro por el sol, hablando ya con el mismo acento valenciano
que los demás chicos, jugaba en la carretera.
No se hacía completamente montaraz y salvaje como hubiera deseado
Andrés, pero estaba sano y fuerte. Hablaba mucho. Siempre andaba
contando cuentos, que demostraban su imaginación excitada.
--¿De dónde saca este chico esas cosas que cuenta?--preguntaba Andrés a
Margarita.
--No sé; las inventa él.
Luisito tenía un gato viejo que le seguía, y que decía que era un brujo.
El chico caricaturizaba a la gente que iba a la casa.
Una vieja de Borbotó, un pueblo de al lado, era de las que mejor
imitaba. Esta vieja vendía huevos y verduras, y decía: _¡Ous, figues!_
Otro hombre reluciente y gordo, con un pañuelo en la cabeza, que a cada
momento decía: _¿Sap?_, era también de los modelos de Luisito.
Entre los chicos de la calle había algunos que le preocupaban mucho.
Uno de ellos era el Roch, el hijo del saludador, que vivía en un barrio
de cuevas próximo.
El Roch era un chiquillo audaz, pequeño, rubio, desmedrado, sin
dientes, con los ojos legañosos. Contaba cómo su padre hacía sus
misteriosas curas, lo mismo en las personas que en los caballos, y
hablaba de cómo había averiguado su poder curativo.
El Roch sabía muchos procedimientos y brujerías para curar las
insolaciones y conjurar los males de ojo que había oído en su casa.
El Roch ayudaba a vivir a la familia, andaba siempre correteando con
una cesta al brazo.
--Ves estos caracoles--le decía a Luisito--, pues con estos caracoles y
un poco de arroz comeremos todos en casa.
--¿Dónde los has cogido?--le preguntaba Luisito.
--En un sitio que yo sé--contestaba el Roch, que no quería comunicar
sus secretos.
También en las cuevas vivían otros dos merodeadores, de unos catorce a
quince años, amigos de Luisito: el Choriset y el Chitano.
El Choriset era un troglodita, con el espíritu de un hombre primitivo.
Su cabeza, su tipo, su expresión eran de un bereber.
Andrés solía hacerle preguntas acerca de su vida y de sus ideas.
--Yo, por un real, mataría a un hombre--solía decir el Choriset,
mostrando sus dientes blancos y brillantes.
--Pero te cogerían y te llevarían a presidio.
--¡Ca! Me metería en una cueva que hay cerca de la mía, y me estaría
allá.
--¿Y comer? ¿Cómo ibas a comer?
--Saldría de noche a comprar pan.
--Pero con un real, no te bastaría para muchos días.
--Mataría a otro hombre--replicaba el Choriset, riendo.
El Chitano no tenía más tendencia que el robo; siempre andaba
merodeando por ver si podía llevarse algo.
Andrés, por más que no tenía interés en hacer allí amistades, iba
conociendo a la gente.
La vida del pueblo era en muchas cosas absurda; las mujeres paseaban
separadas de los hombres, y esta separación de sexos existía en casi
todo.
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