El árbol de la ciencia: novela - 07

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A Margarita le molestaba que su hermano estuviese constantemente en
casa, y le incitaba a que saliera. Algunas tardes, Andrés solía ir al
café de la plaza, se enteraba de los conflictos que había en el pueblo
entre la música del Casino republicano y la del Casino carlista, y el
Mercaer, un obrero republicano, le explicaba de una manera pintoresca
lo que había sido la Revolución francesa y los tormentos de la
Inquisición.


III
LA CASA ANTIGUA

VARIAS veces don Pedro fué y volvió de Madrid al pueblo. Luisito
parecía que estaba bien, no tenía tos ni fiebre; pero conservaba
aquella tendencia fantaseadora que le hacía divagar y discurrir de una
manera impropia de su edad.
--Yo creo que no es cosa de que sigáis aquí--dijo el padre.
--¿Por qué no?--preguntó Andrés.
--Margarita no puede vivir siempre metida en un rincón. A ti no te
importará; pero a ella sí.
--Que se vaya a Madrid por una temporada.
--¿Pero tú crees que Luis no está curado todavía?
--No sé; pero me parece mejor que siga aquí.
--Bueno; veremos a ver qué se hace.
Margarita explicó a su hermano que su padre decía que no tenían medios
para sostener así dos casas.
--No tiene medios para esto; pero sí para gastar en el Casino--contestó
Andrés.
--Eso a ti no te importa--contestó Margarita enfadada.
--Bueno; lo que voy a hacer yo es ver si me dan una plaza de médico de
pueblo y llevar al chico. Lo tendré unos años en el campo, y luego que
haga lo que quiera.
En esta incertidumbre, y sin saber si iban a quedarse o marcharse, se
presentó en la casa una señora de Valencia, prima también de don Pedro.
Esta señora era una de esas mujeres decididas y mandonas que les gusta
disponerlo todo. Doña Julia decidió que Margarita, Andrés y Luisito
fueran a pasar una temporada a casa de los tíos. Ellos los recibirían
muy a gusto. Don Pedro encontró la solución muy práctica.
--¿Qué os parece?--preguntó a Margarita y a Andrés.
--A mí, lo que decidáis--contestó Margarita.
--A mí no me parece una buena solución--dijo Andrés.
--¿Por qué?
--Porque el chico no estará bien.
--Hombre, el clima es igual--repuso el padre.
--Sí; pero no es lo mismo vivir en el interior de una ciudad,
entre calles estrechas, a estar en el campo. Además, que esos
señores parientes nuestros, como solterones, tendrán una porción de
chinchorrerías y no les gustarán los chicos.
--No; eso no. Es gente amable, y tienen una casa bastante grande para
que haya libertad.
--Bueno. Entonces probaremos.
Un día fueron todos a ver a los parientes. A Andrés, sólo tener que
ponerse la camisa planchada, le dejó de un humor endiablado.
Los parientes vivían en un caserón viejo de la parte antigua de la
ciudad. Era una casa grande, pintada de azul, con cuatro balcones, muy
separados unos de otros, y ventanas cuadradas encima.
El portal era espacioso y comunicaba con un patio enlosado como una
plazoleta que tenía en medio un farol.
De este patio partía la escalera exterior, ancha, de piedra blanca, que
entraba en el edificio al llegar al primer piso, pasando por un arco
rebajado.
Llamó don Pedro, y una criada vestida de negro, les pasó a una sala
grande, triste y obscura.
Había en ella un reloj de pared alto, con la caja llena de
incrustaciones, muebles antiguos de estilo Imperio, varias cornucopias
y un plano de Valencia de a principios del siglo XVIII.
Poco después salió don Juan, el primo del padre de Hurtado, un señor de
cuarenta a cincuenta años, que les saludó a todos muy amablemente y les
hizo pasar a otra sala, en donde un viejo, reclinado en ancha butaca,
leía un periódico.
La familia la componían tres hermanos y una hermana, los tres solteros.
El mayor, don Vicente, estaba enfermo de gota y no salía apenas; el
segundo, don Juan, era hombre que quería pasar por joven, de aspecto
muy elegante y pulcro; la hermana, doña Isabel, tenía el color muy
blanco, el pelo muy negro y la voz lacrimosa.
Los tres parecían conservados en una urna; debían estar siempre a la
sombra en aquellas salas de aspecto conventual.
Se trató del asunto de que Margarita y sus hermanos pasaran allí una
temporada, y los solterones aceptaron la idea con placer.
Don Juan, el menor, enseñó la casa a Andrés, que era extensa. Alrededor
del patio, una ancha galería encristalada le daba vuelta. Los cuartos
estaban pavimentados con azulejos relucientes y resbaladizos y tenían
escalones para subir y bajar, salvando las diferencias de nivel. Había
un sinnúmero de puertas de diferente tamaño. En la parte de atrás de la
casa, a la altura del primer piso de la calle brotaba, en medio de un
huertecillo sombrío, un altísimo naranjo.
Todas las habitaciones presentaban el mismo aspecto silencioso, algo
moruno, de luz velada.
El cuarto destinado para Andrés y para Luisito era muy grande y daba
enfrente de los tejados azules de la torrecilla de una iglesia.
Unos días después de la visita, se instalaron Margarita, Andrés y Luis
en la casa.
Andrés estaba dispuesto a ir a un partido. Leía en _El Siglo Médico_
las vacantes de médicos rurales, se enteraba de qué clase de pueblos
eran y escribía a los secretarios de los Ayuntamientos pidiendo
informes.
Margarita y Luisito se encontraban bien con sus tíos; Andrés, no;
no sentía ninguna simpatía por estos solterones, defendidos por su
dinero y por su casa contra las inclemencias de la suerte; les hubiera
estropeado la vida con gusto. Era un instinto un poco canalla, pero lo
sentía así.
Luisito, que se vió mimado por sus tíos, dejó pronto de hacer la vida
que recomendaba Andrés; no quería ir a tomar el sol ni a jugar a la
calle; se iba poniendo más exigente y melindroso.
La dictadura científica que Andrés pretendía ejercer, no se reconocía
en la casa.
Muchas veces le dijo a la criada vieja que barría el cuarto que dejara
abiertas las ventanas para que entrara el sol; pero la criada no le
obedecía.
--¿Por qué cierra usted el cuarto?--le preguntó una vez.--Yo quiero que
esté abierto. ¿Oye usted?
La criada apenas sabía castellano, y después de una charla confusa, le
contestó que cerraba el cuarto para que no entrara el sol.
--Si es que yo quiero precisamente eso--la dijo Andrés--. ¿Usted ha
oído hablar de los microbios?
--Yo, no, señor.
--¿No ha oído usted decir que hay unos gérmenes... una especie de cosas
vivas que andan por el aire y que producen las enfermedades?
--¿Unas cosas vivas en el aire? Serán las moscas.
--Sí; son como las moscas, pero no son las moscas.
--No; pues no las he visto.
--No, si no se ven; pero existen. Esas cosas vivas están en el aire,
en el polvo, sobre los muebles... y esas cosas vivas, que son malas,
mueren con la luz... ¿Ha comprendido usted?
--Sí, sí, señor.
--Por eso hay que dejar las ventanas abiertas... para que entre el sol.
Efectivamente; al día siguiente las ventanas estaban cerradas, y la
criada vieja contaba a las otras que el señorito estaba loco, porque
decía que había unas moscas en el aire que no se veían y que las mataba
el sol.


IV
ABURRIMIENTO

Las gestiones para encontrar un pueblo adonde ir no dieron resultado
tan rápidamente como Andrés deseaba, y en vista de esto, para matar el
tiempo, se decidió a estudiar las asignaturas del doctorado. Después se
marcharía a Madrid y luego a cualquier parte.
Luisito pasaba el invierno bien; al parecer estaba curado.
Andrés no quería salir a la calle; sentía una insociabilidad intensa.
Le parecía una fatiga tener que conocer a nueva gente.
--Pero, hombre, ¿no vas a salir?--le preguntaba Margarita.
--Yo no. ¿Para qué? No me interesa nada de cuanto pasa fuera.
Andar por las calles le fastidiaba, y el campo de los alrededores de
Valencia, a pesar de su fertilidad, no le gustaba.
Esta huerta, siempre verde, cortada por acequias de agua turbia, con
aquella vegetación jugosa y obscura, no le daba ganas de recorrerla.
Prefería estar en casa. Allí estudiaba e iba tomando datos acerca de un
punto de psicofísica que pensaba utilizar para la tesis del doctorado.
Debajo de su cuarto había una terraza sombría, musgosa, con algunos
jarrones con chumberas y piteras donde no daba nunca el sol. Allí solía
pasear Andrés en las horas de calor. Enfrente había otra terraza donde
andaba de un lado a otro un cura viejo, de la iglesia próxima, rezando.
Andrés y el cura se saludaban al verse muy amablemente.
Al anochecer, de esta terraza Andrés iba a una azotea pequeña, muy
alta, construída sobre la linterna de la escalera.
Allá se sentaba hasta que se hacía de noche. Luisito y Margarita iban a
pasear en tartana con sus tíos.
Andrés contemplaba el pueblo, dormido bajo la luz del sol y los
crepúsculos esplendorosos.
A lo lejos se veía el mar, una mancha alargada de un verde pálido,
separada en línea recta y clara del cielo, de color algo lechoso en el
horizonte.
En aquel barrio antiguo las casas próximas eran de gran tamaño; sus
paredes se hallaban desconchadas, los tejados cubiertos de musgos
verdes y rojos, con matas en los aleros, de jaramagos amarillentos.
Se veían casas blancas, azules, rosadas, con sus terrados y azoteas;
en las cercas de los terrados se sostenían barreños con tierra, en
donde las chumberas y las pitas extendían sus rígidas y anchas paletas;
en alguna de aquellas azoteas se veían montones de calabazas surcadas y
ventrudas, y de otras redondas y lisas.
Los palomares se levantaban como grandes jaulones ennegrecidos. En el
terrado próximo de una casa, sin duda, abandonada, se veían rollos de
esteras, montones de cuerdas de estropajo, cacharros rotos esparcidos
por el suelo; en otra azotea aparecía un pavo real que andaba suelto
por el tejado, y daba unos gritos agudos y desagradables.
Por encima de las terrazas y tejados aparecían las torres del pueblo:
el Miguelete, rechoncho y fuerte; el cimborrio de la catedral, aéreo
y delicado, y luego aquí y allá una serie de torrecillas, casi todas
cubiertas con tejas azules y blancas que brillaban con centelleantes
reflejos.
Andrés contemplaba aquel pueblo, casi para él desconocido, y hacía
mil cábalas caprichosas acerca de la vida de sus habitantes. Veía
abajo esta calle, esta rendija sinuosa, estrecha, entre dos filas de
caserones. El sol, que al mediodía la cortaba en una zona de sombra y
otra de luz, iba, a medida que avanzaba la tarde, escalando las casas
de una acera hasta brillar en los cristales de las guardillas y en los
luceros, y desaparecer.
En la primavera, las golondrinas y los vencejos trazaban círculos
caprichosos en el aire, lanzando gritos agudos. Andrés las seguía con
la vista. Al anochecer se retiraban. Entonces pasaban algunos mochuelos
y gavilanes. Venus comenzaba a brillar con más fuerza y aparecía
Júpiter. En la calle, un farol de gas parpadeaba triste y soñoliento...
Andrés bajaba a cenar, y muchas veces por la noche volvía de nuevo a la
azotea a contemplar las estrellas.
Esta contemplación nocturna le producía como un flujo de pensamientos
perturbadores. La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por
los campos de fantasía. Muchas veces el pensar en las fuerzas de la
naturaleza, en todos los gérmenes de la tierra, del aire y del agua,
desarrollándose en medio de la noche, le producía el vértigo.


V
DESDE LEJOS

AL acercarse mayo, Andrés le dijo a su hermana que iba a Madrid a
examinarse del doctorado.
--¿Vas a volver?--le preguntó Margarita.
--No sé; creo que no.
--Qué antipatía le has tomado a esta casa y al pueblo. No me lo explico.
--No me encuentro bien aquí.
--Claro. ¡Haces lo posible por estar mal!
Andrés no quiso discutir y se fué a Madrid; se examinó de las
asignaturas del doctorado, y leyó la tesis que había escrito en
Valencia.
En Madrid se encontraba mal; su padre y él seguían tan hostiles como
antes. Alejandro se había casado y llevaba a su mujer, una pobre
infeliz, a comer a su casa. Pedro hacía vida de mundano.
Andrés, si hubiese tenido dinero, se hubiera marchado a viajar por
el mundo; pero no tenía un cuarto. Un día leyó en un periódico que
el médico de un pueblo de la provincia de Burgos necesitaba un
sustituto por dos meses. Escribió; le aceptaron. Dijo en su casa que
le había invitado un compañero a pasar unas semanas en un pueblo. Tomó
un billete de ida y vuelta y se fué. El médico, a quien tenía que
sustituir, era un hombre rico, viudo, dedicado a la numismática. Sabía
poco de Medicina, y no tenía afición más que por la historia y las
cuestiones de monedas.
--Aquí no podrá usted lucirse con su ciencia médica--le dijo a Andrés,
burlonamente--. Aquí, sobre todo en verano, no hay apenas enfermos,
algunos cólicos, algunas enteritis, algún caso, poco frecuente, de
fiebre tifoidea, nada.
El médico pasó rápidamente de esta cuestión profesional, que no le
interesaba, a sus monedas, y enseñó a Andrés la colección; la segunda
de la provincia. Al decir la segunda suspiraba, dando a entender lo
triste que era para él hacer esta declaración.
Andrés y el médico se hicieron muy amigos. El numismático le dijo que
si quería vivir en su casa se la ofrecía con mucho gusto, y Andrés se
quedó allí en compañía de una criada vieja.
El verano fué para él delicioso; el día entero lo tenía libre para
pasear y para leer; había cerca del pueblo un monte sin árboles, que
llamaban el Teso, formado por pedrizas, en cuyas junturas nacían jaras,
romeros y cantuesos. Al anochecer era aquello una delicia de olor y de
frescura.
Andrés pudo comprobar que el pesimismo y el optimismo son resultados
orgánicos como las buenas o las malas digestiones. En aquella aldea se
encontraba admirablemente, con una serenidad y una alegría desconocidas
para él; sentía que el tiempo pasara demasiado pronto.
Llevaba mes y medio en este oasis, cuando un día el cartero le entregó
un sobre manoseado, con letra de su padre. Sin duda, había andado la
carta de pueblo en pueblo hasta llegar a aquél. ¿Qué vendría allí
dentro?
Andrés abrió la carta, la leyó y quedó atónito. Luisito acababa de
morir en Valencia. Margarita había escrito dos cartas a su hermano,
diciéndole que fuera, porque el niño preguntaba mucho por él; pero como
don Pedro no sabía el paradero de Andrés, no pudo remitírselas.
Andrés pensó en marcharse inmediatamente; pero al leer de nuevo la
carta, echó de ver que hacía ya ocho días que el niño había muerto y
estaba enterrado.
La noticia le produjo un gran estupor. El alejamiento, el haber dejado
a su marcha a Luisito sano y fuerte, le impedía experimentar la pena
que hubiese sentido cerca del enfermo.
Aquella indiferencia suya, aquella falta de dolor, le parecía algo
malo. El niño había muerto; él no experimentaba ninguna desesperación.
¿Para qué provocar en sí mismo un sufrimiento inútil? Este punto le
debatió largas horas en la soledad.
Andrés escribió a su padre y a Margarita. Cuando recibió la carta
de su hermana, pudo seguir la marcha de la enfermedad de Luisito.
Había tenido una meningitis tuberculosa, con dos o tres días de un
período prodrómico, y luego una fiebre alta que hizo perder al niño el
conocimiento; así había estado una semana gritando, delirando, hasta
morir en un sueño.
En la carta de Margarita se traslucía que estaba destrozada por las
emociones.
Andrés recordaba haber visto en el hospital a un niño, de seis a siete
años, con meningitis; recordaba que en unos días quedó tan delgado que
parecía translúcido, con la cabeza enorme, la frente abultada, los
lóbulos frontales como si la fiebre los desuniera, un ojo bizco, los
labios blancos, las sienes hundidas y la sonrisa de alucinado. Este
chiquillo gritaba como un pájaro, y su sudor tenía un olor especial,
como a ratón, del sudor del tuberculoso.
A pesar de que Andrés pretendía representarse el aspecto de Luisito
enfermo, no se lo figuraba nunca atacado con la terrible enfermedad,
sino alegre y sonriente como le había visto la última vez el día de la
marcha.


CUARTA PARTE
Inquisiciones.


I
PLAN FILOSÓFICO

AL pasar sus dos meses de sustituto, Andrés volvió a Madrid; tenía
guardados sesenta duros, y como no sabía qué hacer con ellos, se los
envió a su hermana Margarita.
Andrés hacía gestiones para conseguir un empleo, y mientras tanto iba a
la Biblioteca Nacional.
Estaba dispuesto a marcharse a cualquier pueblo si no encontraba nada
en Madrid.
Un día se topó en la sala de lectura con Fermín Ibarra, el condiscípulo
enfermo, que ya estaba bien, aunque andaba cojeando y apoyándose en un
grueso bastón.
Fermín se acercó a saludar efusivamente a Hurtado.
Le dijo que estudiaba para ingeniero en Lieja, y solía volver a Madrid
en las vacaciones.
Andrés siempre había tenido a Ibarra como a un chico. Fermín le llevó a
su casa y le enseñó sus inventos, porque era inventor; estaba haciendo
un tranvía eléctrico de juguete y otra porción de artificios mecánicos.
Fermín le explicó su funcionamiento y le dijo que pensaba pedir
patentes por unas cuantas cosas, entre ellas una llanta con trozos de
acero para los neumáticos de los automóviles.
A Andrés le pareció que su amigo desvariaba; pero no quiso quitarles
las ilusiones. Sin embargo, tiempo después, al ver a los automóviles
con llantas de trozos de acero como las que había ideado Fermín, pensó
que éste debía tener verdadera inteligencia de inventor.
* * * * *
Andrés, por las tardes, visitaba a su tío Iturrioz. Se lo encontraba
casi siempre en su azotea leyendo o mirando las maniobras de una abeja
solitaria o de una araña.
--Esta es la azotea de Epicuro--decía Andrés riendo.
Muchas veces tío y sobrino discutieron largamente. Sobre todo, los
planes ulteriores de Andrés fueron los más debatidos.
Un día la discusión fué más larga y más completa:
--¿Qué piensas hacer?--le preguntó Iturrioz.
--¡Yo! Probablemente tendré que ir a un pueblo de médico.
--Veo que no te hace gracia la perspectiva.
--No; la verdad. A mí hay cosas de la carrera que me gustan; pero la
práctica no. Si pudiese entrar en un laboratorio de fisiología, creo
que trabajaría con entusiasmo.
--¡En un laboratorio de fisiología! ¡Si los hubiera en España!
--Ah, claro, si los hubiera. Además no tengo preparación científica. Se
estudia de mala manera.
--En mi tiempo pasaba lo mismo--dijo Iturrioz--. Los profesores
no sirven más que para el embrutecimiento metódico de la juventud
estudiosa. Es natural. El español todavía no sabe enseñar; es demasiado
fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante. Los
profesores no tienen más finalidad que cobrar su sueldo y luego pescar
pensiones para pasar el verano.
--Además falta disciplina.
--Y otras muchas cosas. Pero, bueno, tú ¿qué vas a hacer? ¿No te
entusiasma visitar?
--No.
--¿Y entonces qué plan tienes?
--¿Plan personal? Ninguno
--Demonio. ¿Tan pobre estás de proyectos?
--Sí, tengo uno; vivir con el máximum de independencia. En España, en
general, no se paga el trabajo, sino la sumisión. Yo quisiera vivir del
trabajo, no del favor.
--Es difícil. ¿Y como plan filosófico? ¿Sigues en tus buceamientos?
--Sí. Yo busco una filosofía que sea primeramente una cosmogonía, una
hipótesis racional de la formación del mundo; después una explicación
biológica del origen de la vida y del hombre.
--Dudo mucho que la encuentres. Tú quieres una síntesis que complete la
cosmología y la biología; una explicación del Universo físico y moral.
¿No es eso?
--Sí.
--¿Y en dónde has ido a buscar esa síntesis?
--Pues en Kant, y en Schopenhauer sobre todo.
--Mal camino--repuso Iturrioz--; lee a los ingleses; la ciencia en
ellos va envuelta en sentido práctico. No leas esos metafísicos
alemanes; su filosofía es como un alcohol que emborracha y no alimenta.
¿Conoces el Leviatán de Hobbes? Yo te lo prestaré si quieres.
--No; ¿para qué? Después de leer a Kant y a Schopenhauer, esos
filósofos franceses e ingleses dan la impresión de carros pesados que
marchan chirriando y levantando polvo.
--Sí, quizás sean menos ágiles de pensamiento que los alemanes; pero,
en cambio, no te alejan de la vida.
--¿Y qué?--replicó Andrés--. Uno tiene la angustia, la desesperación de
no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse
perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la
vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida fuera tan fuerte que le
arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el
caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como
penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, sin emociones,
sin accidentes, al menos aquí, y creo que en todas partes y el
pensamiento se llena de terrores como compensación a la esterilidad
emocional de la existencia.
--Estás perdido--murmuró Iturrioz--. Ese intelectualismo no te puede
llevar a nada bueno.
--Me llevará a saber, a conocer. ¿Hay placer más glande que éste? La
antigua filosofía nos daba la magnífica fachada de un palacio; detrás
de aquella magnificencia no había salas espléndidas, ni lugares de
delicias, sino mazmorras obscuras. Ese es el mérito sobresaliente de
Kant; él vió que todas las maravillas descritas por los filósofos eran
fantasías, espejismos; vió que las galerías magníficas no llevaban a
ninguna parte.
--¡Vaya un mérito!--murmuró Iturrioz.
--Enorme. Kant prueba que son indemostrables los dos postulados más
transcendentales de las religiones y de los sistemas filosóficos: Dios
y la libertad. Y lo terrible es que prueba que son indemostrables a
pesar suyo.
--¿Y qué?
--¡Y qué! Las consecuencias son terribles; ya el universo no tiene
comienzo en el tiempo ni límite en el espacio; todo está sometido al
encadenamiento de causas y efectos; ya no hay causa primera; la idea de
causa primera, como ha dicho Schopenhauer, es la idea de un trozo de
madera hecho de hierro.
--A mí esto no me asombra.
--A mí sí. Me parece lo mismo que si viéramos un gigante que marchara
al parecer con un fin y alguien descubriera que no tenía ojos. Después
de Kant, el mundo es ciego; ya no puede haber ni libertad, ni justicia,
sino fuerzas que obran por un principio de causalidad en los dominios
del espacio y del tiempo. Y esto tan grave, no es todo; hay además
otra cosa que se desprende por primera vez claramente de la filosofía
de Kant, y es que el mundo no tiene realidad; es que ese espacio y
ese tiempo y ese principio de causalidad no existen fuera de nosotros
tal como nosotros los vemos, que pueden ser distintos, que pueden no
existir.
--Bah. Eso es absurdo--murmuró Iturrioz--. Ingenioso si se quiere, pero
nada más.
--No; no sólo es absurdo, sino que es práctico. Antes para mí era una
gran pena considerar el infinito del espacio; creer el mundo inacabable
me producía una gran impresión; pensar que al día siguiente de mi
muerte el espacio y el tiempo seguirían existiendo me entristecía,
y eso que consideraba que mi vida no es una cosa envidiable; pero
cuando llegué a comprender que la idea del espacio y del tiempo son
necesidades de nuestro espíritu, pero que no tienen realidad; cuando
me convencí por Kant que el espacio y el tiempo no significan nada;
por lo menos que la idea que tenemos de ellos puede no existir fuera
de nosotros, me tranquilicé. Para mí es un consuelo pensar que así
como nuestra retina produce los colores, nuestro cerebro produce
las ideas de tiempo, de espacio y de causalidad. Acabado nuestro
cerebro, se acabó el mundo. Ya no sigue el tiempo, ya no sigue el
espacio, ya no hay encadenamiento de causas. Se acabó la comedia, pero
definitivamente. Podemos suponer que un tiempo y un espacio sigan para
los demás. ¿Pero eso qué importa si no es el nuestro que es el único
real?
--Bah. ¡Fantasías! ¡Fantasías!--dijo Iturrioz.


II
REALIDAD DE LAS COSAS

No, no, realidades--replicó Andrés--. ¿Qué duda cabe que el mundo
que conocemos es el resultado del reflejo de la parte de cosmos del
horizonte sensible en nuestro cerebro? Este reflejo unido, contrastado,
con las imágenes reflejadas en los cerebros de los demás hombres que
han vivido y que viven, es nuestro conocimiento del mundo, es nuestro
mundo. ¿Es así, en realidad, fuera de nosotros? No lo sabemos, no lo
podemos saber jamás.
--No veo claro. Todo eso me parece poesía.
--No; poesía no. Usted juzga por las sensaciones que le dan los
sentidos. ¿No es verdad?
--Cierto.
--Y esas sensaciones e imágenes las ha ido usted valorizando desde
niño con las sensaciones e imágenes de los demás. Pero ¿tiene usted la
seguridad de que ese mundo exterior es tal como usted lo ve? ¿Tiene
usted la seguridad ni siquiera de que existe?
--Sí.
--La seguridad práctica, claro; pero nada más.
--Esa basta.
--No, no basta. Basta para un hombre sin deseo de saber; si no ¿para
qué se inventarían teorías acerca del calor o acerca de la luz? Se
diría: hay objetos calientes y fríos, hay color verde o azul; no
necesitamos saber lo que son.
--No estaría mal que procediéramos así. Si no, la duda lo arrasa, lo
destruye todo.
--Claro que lo destruye todo.
--Las matemáticas mismas quedan sin base.
--Claro. Las proposiciones matemáticas y lógicas son únicamente las
leyes de la inteligencia humana; pueden ser también las leyes de
la Naturaleza exterior a nosotros, pero no lo podemos afirmar. La
inteligencia lleva como necesidades inherentes a ella, las nociones de
causa, de espacio y de tiempo, como un cuerpo lleva tres dimensiones.
Estas nociones de causa, de espacio y de tiempo son inseparables de
la inteligencia, y cuando ésta afirma sus verdades y sus axiomas _a
priori_, no hace más que señalar su propio mecanismo.
--¿De manera que no hay verdad?
--Sí; el acuerdo de todas las inteligencias en una misma cosa, es lo
que llamamos verdad. Fuera de los axiomas lógicos y matemáticos, en los
cuales no se puede suponer que no haya unanimidad, en lo demás todas
las verdades tienen como condición el ser unánimes.
--¿Entonces son verdades porque son unánimes?--preguntó Iturrioz.
--No, son unánimes, porque son verdades.
--Me es igual.
--No, no. Si usted me dice: la gravedad es verdad porque es una idea
unánime, yo le diré no; la gravedad es unánime porque es verdad. Hay
alguna diferencia. Para mí, dentro de lo relativo de todo, la gravedad
es una verdad absoluta.
--Para mí no; puede ser una verdad relativa.
--No estoy conforme--dijo Andrés--. Sabemos que nuestro conocimiento
es una relación imperfecta entre las cosas exteriores y nuestro yo;
pero como esa relación es constante, en su tanto de imperfección, no le
quita ningún valor a la relación entre una cosa y otra. Por ejemplo,
respecto al termómetro centígrado: usted me podrá decir que dividir en
cien grados la diferencia de temperatura que hay entre el agua helada
y el agua en ebullición es una arbitrariedad, cierto; pero si en esta
azotea hay veinte grados y en la cueva quince, esa relación es una cosa
exacta.
--Bueno. Está bien. Quiere decir que tú aceptas la posibilidad de
la mentira inicial. Déjame suponer la mentira en toda la escala de
conocimientos. Quiero suponer que la gravedad es una costumbre, que
mañana un hecho cualquiera la desmentirá. ¿Quién me lo va impedir?
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