El árbol de la ciencia: novela - 13

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alcohol, va mermando esos ejércitos. Mientras la celestina se conserva
agarrada a la vida, todas esas carnes blancas, todos esos cerebros
débiles y sin tensión van cayendo al pudridero.
--¿Y cómo no se escapan al menos?
--Porque están cogidas por las deudas. El burdel es un pulpo que sujeta
con sus tentáculos a estas mujeres bestias y desdichadas. Si se escapan
las denuncian como ladronas, y toda la canalla de curiales las condena.
Luego estas celestinas tienen recursos. Según me han dicho en esa
casa de la calle de Barcelona, había hace días una muchacha reclamada
por sus padres desde Sevilla en el Juzgado, y mandaron a otra, algo
parecida físicamente a ella, que dijo al juez que ella vivía con un
hombre muy bien, y que no quería volver a su casa.
--¡Qué gente!
--Todo eso es lo que queda de moro y de judío en el español; el
considerar a la mujer como una presa, la tendencia al engaño, a la
mentira... Es la consecuencia de la impostura semítica; tenemos la
religión semítica, tenemos sangre semita. De ese fermento malsano,
complicado con nuestra pobreza, nuestra ignorancia y nuestra vanidad,
vienen todos los males.
--¿Y esas mujeres son engañadas de verdad por sus novios?--preguntó
Lulú, a quien preocupaba más el aspecto individual que el social.
--No; en general no. Son mujeres que no quieren trabajar; mejor
dicho, que no pueden trabajar. Todo se desarrolla en una perfecta
inconsciencia. Claro que nada de esto tiene el aire sentimental y
trágico que se le supone. Es una cosa brutal, imbécil, puramente
económica, sin ningún aspecto novelesco. Lo único grande, fuerte,
terrible, es que a todas estas mujeres les queda una idea de la honra
como algo formidable suspendido sobre sus cabezas. Una mujer ligera
de otro país, al pensar en su juventud seguramente, dirá: Entonces yo
era joven, bonita, sana. Aquí dicen: Entonces no estaba deshonrada.
Somos una raza de fanáticos, y el fanatismo de la honra es de los más
fuertes. Hemos fabricado ídolos que ahora nos mortifican.
--¿Y eso no se podía suprimir?--dijo Lulú.
--¿El qué?
--El que haya esas casas.
--¡Cómo se va a impedir! Pregúntele usted al señor obispo de Trebisonda
o al director de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, o a la
presidenta de la trata de blancas, y le dirán: Ah, es un mal necesario.
Hija mía, hay que tener humildad. No debemos tener el orgullo de creer
que sabemos más que los antiguos... Mi tío Iturrioz, en el fondo, está
en lo cierto cuando dice riendo que el que las arañas se coman a las
moscas no indica más que la perfección de la naturaleza.
Lulú miraba con pena a Andrés cuando hablaba con tanta amargura.
--Debía usted dejar ese destino--le decía.
--Sí; al fin lo tendré que dejar.


VIII
LA MUERTE DE VILLASÚS

CON pretexto de estar enfermo, Andrés abandonó el empleo, y por
influencia de Julio Aracil le hicieron médico de La Esperanza, Sociedad
para la asistencia facultativa de gente pobre.
No tenía en este nuevo cargo tantos motivos para sus indignaciones
éticas, pero, en cambio, la fatiga era terrible; había que hacer
treinta y cuarenta visitas al día en los barrios más lejanos; subir
escaleras y escaleras, entrar en tugurios infames...
En verano sobre todo, Andrés quedaba reventado. Aquella gente de las
casas de vecindad, miserable, sucia, exasperada por el calor, se
hallaba siempre dispuesta a la cólera. El padre o la madre que veía
que el niño se le moría, necesitaba descargar en alguien su dolor, y
lo descargaba en el médico. Andrés algunas veces oía con calma las
reconvenciones, pero otras veces se encolerizaba y les decía la verdad:
que eran unos miserables y unos cerdos; que no se levantarían nunca de
su postración por su incuria y su abandono.
Iturrioz tenía razón: la naturaleza, no sólo hacía el esclavo, sino que
le daba el espíritu de la esclavitud.
Andrés había podido comprobar en Alcolea como en Madrid que, a medida
que el individuo sube, los medios que tiene de burlar las leyes comunes
se hacen mayores. Andrés pudo evidenciar que la fuerza de la ley
disminuye proporcionalmente al aumento de medios del triunfador. La
ley es siempre más dura con el débil. Automáticamente pesa sobre el
miserable. Es lógico que el miserable por instinto odie la ley.
Aquellos desdichados no comprendían todavía que la solidaridad del
pobre podía acabar con el rico, y no sabían más que lamentarse
estérilmente de su estado.
La cólera y la irritación se habían hecho crónicas en Andrés; el calor,
el andar al sol le producían una sed constante que le obligaba a beber
cerveza y cosas frías que le estragaban el estómago.
Ideas absurdas de destrucción le pasaban por la cabeza. Los domingos,
sobre todo cuando cruzaba entre la gente a la vuelta de los toros,
pensaba en el placer que sería para él poner en cada bocacalle una
media docena de ametralladoras, y no dejar uno de los que volvían de la
estúpida y sangrienta fiesta.
Toda aquella sucia morralla de chulos eran los que vociferaban en los
cafés antes de la guerra, los que soltaron baladronadas y bravatas para
luego quedarse en sus casas tan tranquilos. La moral del espectador
de corrida de toros se había revelado en ellos; la moral del cobarde
que exige valor en otro, en el soldado en el campo de batalla, en
el histrión, o en el torero en el circo. A aquella turba de bestias
crueles y sanguinarias, estúpidas y petulantes, le hubiera impuesto
Hurtado el respeto al dolor ajeno por la fuerza.
El oasis de Andrés era la tienda de Lulú. Allí, en la obscuridad y a la
fresca, se sentaba y hablaba.
Lulú mientras tanto, cosía, y, si llegaba alguna compradora, despachaba.
Algunas noches Andrés acompañó a Lulú y a su madre al paseo de Rosales.
Lulú y Andrés se sentaban juntos, y hablaban contemplando la hondonada
negra que se extendía ante ellos.
Lulú miraba aquella líneas de luces interrumpidas de las carreteras
y de los arrabales, y fantaseaba suponiendo que había un mar con sus
islas, y que se podía andar en lancha por encima de estas sombras
confusas.
Después de charlar largo rato volvían en el tranvía, y en la glorieta
de San Bernardo se despedían estrechándose la mano.
Quitando estas horas de paz y de tranquilidad, todas las demás eran
para Andrés de disgusto y de molestia...
Un día, al visitar una guardilla de barrios bajos, al pasar por el
corredor de una casa de vecindad, una mujer vieja, con un niño en
brazos, se le acercó y le dijo si quería pasar a ver un enfermo.
Andrés no se negaba nunca a esto, y entró en el otro tabuco. Un hombre
demacrado, famélico, sentado en un camastro, cantaba y recitaba versos.
De cuando en cuando se levantaba en camisa, e iba de un lado a otro
tropezando con dos o tres cajones que había en el suelo.
--¿Qué tiene este hombre?--preguntó Andrés a la mujer.
--Está ciego y ahora parece que se ha vuelto loco.
--¿No tiene familia?
--Una hermana mía y yo; somos hijas suyas.
--Pues por este hombre no se puede hacer nada--dijo Andrés--. Lo único
sería llevarlo al hospital o a un manicomio. Ya mandaré una nota al
director del hospital. ¿Cómo se llama el enfermo?
--Villasús, Rafael Villasús.
--¿Este es un señor que hacía dramas?
--Sí.
Andrés lo recordó en aquel momento. Había envejecido en diez o doce
años de una manera asombrosa; pero aún la hija había envejecido más.
Tenía un aire de insensibilidad y de estupor, que sólo un aluvión de
miserias puede dar a una criatura humana.
Andrés se fué de la casa pensativo.
--¡Pobre, hombre!--se dijo--. ¡Qué desdichado! ¡Este pobre diablo,
empeñado en desafiar a la riqueza, es extraordinario! ¡Qué caso de
heroísmo más cómico! Y quizá si pudiera discurrir pensaría que ha hecho
bien; que la situación lamentable en que se encuentra es un timbre de
gloria de su bohemia. ¡Pobre imbécil!
Siete u ocho días después, al volver a visitar al niño enfermo, que
había recaído, le dijeron que el vecino de la guardilla, Villasús,
había muerto.
Los inquilinos de los cuartuchos le contaron que el poeta loco,
como le llamaban en la casa, había pasado tres días con tres noches
vociferando, desafiando a sus enemigos literarios, riendo a carcajadas.
Andrés entró a ver al muerto. Estaba tendido en el suelo, envuelto en
una sábana. La hija, indiferente, se mantenía acurrucada en un rincón.
Unos cuantos desharrapados, entre ellos uno melenudo, rodeaban el
cadáver.
--¿Es usted el médico?--le preguntó uno de ellos a Andrés, con
impertinencia.
--Sí; soy médico.
--Pues reconozca usted el cuerpo, porque creemos que Villasús no está
muerto. Esto es un caso de catalepsia.
--No digan ustedes necedades--dijo Andrés.
Todos aquellos desharrapados que debían ser bohemios, amigos de
Villasús, habían hecho horrores con el cadáver: le habían quemado los
dedos con fósforos para ver si tenía sensibilidad. Ni aun después de
muerto, al pobre diablo lo dejaban en paz.
Andrés, a pesar de que tenía el convencimiento de que no había tal
catalepsia, sacó el estetoscopio y auscultó al cadáver en la zona del
corazón.
--Está muerto--dijo.
En esto entró un viejo de melena blanca y barba también blanca,
cojeando, apoyado en un bastón. Venía borracho completamente. Se acercó
al cadáver de Villasús, y con una voz melodramática gritó:
--¡Adiós, Rafael! ¡Tú eras un poeta! ¡Tú eras un genio! ¡Así moriré yo
también! ¡En la miseria!, porque soy un bohemio y no venderé nunca mi
conciencia. No.
Los desharrapados se miraban unos a otros como satisfechos del giro que
tomaba la escena.
Seguía desvariando el viejo de las melenas, cuando se presentó el mozo
del coche fúnebre, con el sombrero de copa echado a un lado, el látigo
en la mano derecha y la colilla en los labios.
--Bueno--dijo hablando en chulo, enseñando los dientes negros--. ¿Se va
a bajar el cadáver o no? Porque yo no puedo esperar aquí; que hay que
llevar otros muertos al Este.
Uno de los desharrapados, que tenía un cuello postizo, bastante sucio,
que le salía de la chaqueta, y unos lentes, acercándose a Hurtado le
dijo con una afectación ridícula:
--Viendo estas cosas, dan ganas de ponerse una bomba de dinamita en el
velo del paladar.
La desesperación de este bohemio le pareció a Hurtado demasiado
alambicada para ser sincera, y dejando a toda esta turba de
desharrapados en la guardilla, salió de la casa.


IX
AMOR, TEORÍA Y PRÁCTICA

ANDRÉS divagaba, lo que era su gran placer, en la tienda de Lulú. Ella
le oía sonriente, haciendo de cuando en cuando alguna objeción. Le
llamaba siempre en burla don Andrés.
--Tengo una pequeña teoría acerca del amor--le dijo un día él.
--Acerca del amor debía usted tener una teoría grande--repuso
burlonamente Lulú.
--Pues no la tengo. He encontrado que en el amor, como en la medicina
de hace ochenta años, hay dos procedimientos: la alopatía y la
homeopatía.
--Explíquese usted claro, don Andrés--replicó ella con severidad.
--Me explicaré. La alopatía amorosa está basada en la neutralización.
Los contrarios se curan con los contrarios. Por este principio, el
hombre pequeño busca mujer grande, el rubio, mujer morena, y el moreno,
rubia. Este procedimiento es el procedimiento de los tímidos, que
desconfían de sí mismos... El otro procedimiento...
--Vamos a ver el otro procedimiento.
--El otro procedimiento es el homeopático. Los semejantes se curan con
los semejantes. Este es el sistema de los satisfechos de su físico.
El moreno con la morena, el rubio con la rubia. De manera que, si mi
teoría es cierta, servirá para conocer a la gente.
--¿Sí?
--Sí; se ve un hombre gordo, moreno y chato, al lado de una mujer
gorda, morena y chata, pues es un hombre petulante y seguro de sí
mismo; pero el hombre gordo, moreno y chato tiene una mujer flaca,
rubia y nariguda, es que no tiene confianza en su tipo ni en la forma
de su nariz.
--De manera que yo, que soy morena y algo chata...
--No; usted no es chata.
--¿Algo tampoco?
--No.
--Muchas gracias, don Andrés. Pues bien; yo que soy morena, y creo que
algo chata, aunque usted diga que no, si fuera petulante, me gustaría
ese mozo de la peluquería de la esquina, y si fuera completamente
humilde, me gustaría el farmacéutico, que tiene unas buenas napias.
--Usted no es un caso normal.
--¿No?
--No.
--¿Pues qué soy?
--Un caso de estudio.
--Yo seré un caso de estudio; pero nadie me quiere estudiar.
--¿Quiere usted que la estudie yo, Lulú?
Ella contempló durante un momento a Andrés, con una mirada enigmática,
y luego se echó a reir.
--Y usted, don Andrés, que es un sabio, que ha encontrado esas teorías
sobre el amor, ¿qué es eso del amor?
--¿El amor?
--Sí.
--Pues el amor, y le voy a parecer a usted un pedante, es la
confluencia del instinto fetichista y del instinto sexual.
--No comprendo.
--Ahora viene la explicación. El instinto sexual empuja el hombre a la
mujer y la mujer al hombre, indistintamente; pero el hombre que tiene
un poder de fantasear, dice: esa mujer, y la mujer dice: ese hombre.
Aquí empieza el instinto fetichista; sobre el cuerpo de la persona
elegida porque sí, se forja otro más hermoso y se le adorna y se le
embellece, y se convence uno de que el ídolo forjado por la imaginación
es la misma verdad. Un hombre que ama a una mujer la ve en su interior
deformada, y la mujer que quiere al hombre le pasa lo mismo, lo
deforma. A través de una nube brillante y falsa, se ven los amantes el
uno al otro, y en la obscuridad ríe el antiguo diablo, que no es más
que la especie.
--¡La especie! ¿Y qué tiene que ver ahí la especie?
--El instinto de la especie es la voluntad de tener hijos, de tener
descendencia. La principal idea de la mujer es el hijo. La mujer
instintivamente quiere primero el hijo; pero la naturaleza necesita
vestir este deseo con otra forma más poética, más sugestiva, y crea
esas mentiras, esos velos que constituyen el amor.
--¿De manera que el amor en el fondo es un engaño?
--Sí; es un engaño como la misma vida; por eso alguno ha dicho, con
razón: una mujer es tan buena como otra y a veces más; lo mismo se
puede decir del hombre: un hombre es tan bueno como otro y a veces más.
--Eso será para la persona que no quiere.
--Claro, para el que no está ilusionado, engañado... Por eso sucede que
los matrimonios de amor producen más dolores y desilusiones que los de
conveniencia.
--¿De verdad cree usted eso?
--Sí.
--¿Y a usted qué le parece que vale más, engañarse y sufrir o no
engañarse nunca?
--No sé. Es difícil saberlo. Creo que no puede haber una regla general.
Estas conversaciones les entretenían.
Una mañana, Andrés se encontró en la tienda con un militar joven
hablando con Lulú. Durante varios días lo siguió viendo. No quiso
preguntar quién era, y sólo cuando lo dejó de ver se enteró de que era
primo de Lulú.
En este tiempo Andrés empezó a creer que Lulú estaba displicente con
él. Quizá pensaba en el militar.
Andrés quiso perder la costumbre de ir a la tienda de confecciones,
pero no pudo. Era el único sitio agradable donde se encontraba bien...
Un día de otoño, por la mañana, fué a pasear por la Moncloa. Sentía esa
melancolía, un poco ridícula, del solterón. Un vago sentimentalismo
anegaba su espíritu al contemplar el campo, el cielo puro y sin nubes,
el Guadarrama azul como una turquesa.
Pensó en Lulú, y decidió ir a verla. Era su única amiga. Volvió hacia
Madrid, hasta la calle del Pez, y entró en la tiendecita.
Estaba Lulú sola, limpiando con el plumero los armarios. Andrés se
sentó en su sitio.
--Está usted muy bien hoy, muy guapa--dijo de pronto Andrés.
--¿Qué hierba ha pisado usted, don Andrés, para estar tan amable?
--Verdad. Está usted muy bien. Desde que está usted aquí se va usted
humanizando. Antes tenía usted una expresión muy satírica, muy burlona,
pero ahora no; se le va poniendo a usted una cara más dulce. Yo creo
que de tratar así con las madres que vienen a comprar gorritos para sus
hijos se le va poniendo a usted una cara maternal.
--Y, ya ve usted, es triste hacer siempre gorritos para los hijos de
los demás.
--Qué ¿querría usted más que fueran para sus hijos?
--Si pudiera ser, ¿por qué no? Pero yo no tendré hijos nunca. ¿Quién me
va a querer a mí?
--El farmacéutico del café, el teniente... puede usted echárselas de
modesta, y anda usted haciendo conquistas...
--¿Yo?
--Usted, sí.
Lulú siguió limpiando los estantes con el plumero.
--¿Me tiene usted odio, Lulú?--dijo Hurtado.
--Sí; porque me dice tonterías.
--Deme usted la mano.
--¿La mano?
--Sí.
--Ahora siéntese usted a mi lado.
--¿A su lado de usted?
--Sí.
--Ahora míreme usted a los ojos. Lealmente.
--Ya le miro a los ojos. ¿Hay más que hacer?
--¿Usted cree que no la quiero a usted, Lulú?
--Sí..., un poco..., ve usted que no soy una mala muchacha..., pero
nada más.
--¿Y si hubiera algo más? Si yo la quisiera a usted con cariño, con
amor, ¿qué me contestaría usted?
--No; no es verdad. Usted no me quiere. No me diga usted eso.
--Sí, sí; es verdad--y acercando la cabeza de Lulú a él, la besó en la
boca.
Lulú enrojeció violentamente, luego palideció y se tapó la cara con las
manos.
--Lulú, Lulú--dijo Andrés--. ¿Es que la he ofendido a usted?
Lulú se levantó y paseó un momento por la tienda, sonriendo.
--Ve usted, Andrés; esa locura, ese engaño que dice usted que es el
amor, lo he sentido yo por usted desde que le vi.
--¿De verdad?
--Sí, de verdad.
--¿Y yo ciego?
--Sí; ciego, completamente ciego.
Andrés tomó la mano de Lulú entre las suyas y las llevó a sus labios.
Hablaron los dos largo rato, hasta que se oyó la voz de doña Leonarda.
--Me voy--dijo Andrés, levantándose.
--Adiós--exclamó ella, estrechándose contra él--. Y ya no me dejes más,
Andrés. Donde tú vayas, llévame.


SÉPTIMA PARTE
La experiencia del hijo.


I
EL DERECHO A LA PROLE

UNOS días más tarde Andrés se presentaba en casa de su tío.
Gradualmente llevó la conversación a tratar de cuestiones
matrimoniales, y después dijo:
--Tengo un caso de conciencia.
--¡Hombre!
--Sí. Figúrese usted que un señor a quien visito, todavía joven, pero
hombre artrítico, nervioso, tiene una novia, antigua amiga suya, débil
y algo histérica. Y este señor me pregunta: ¿Usted cree que me puedo
casar? Y yo no sé qué contestarle.
--Yo le diría que no--contestó Iturrioz--. Ahora, que él hiciera
después lo que quisiera.
--Pero hay que darle una razón.
--¡Qué más razón! Él es casi un enfermo, ella también, él vacila...
basta; que no se case.
--No, eso no basta.
--Para mí sí; yo pienso en el hijo; yo no creo, como Calderón, que
el delito mayor del hombre sea el haber nacido. Esto me parece una
tontería poética. El delito mayor del hombre es hacer nacer.
--¿Siempre? ¿Sin excepción?
--No. Para mí el criterio es éste: Se tienen hijos sanos a quienes se
les da un hogar, protección, educación, cuidados... podemos otorgar
la absolución a los padres; se tienen hijos enfermos, tuberculosos,
sifilíticos, neurasténicos, consideremos criminales a los padres.
--¿Pero eso se puede saber con anterioridad?
--Sí, yo creo que sí.
--No lo veo tan fácil.
--Fácil no es; pero sólo el peligro, sólo la posibilidad de engendrar
una prole enfermiza, debía bastar al hombre para no tenerla. El
perpetuar el dolor en el mundo me parece un crimen.
--¿Pero puede saber nadie cómo será su descendencia? Ahí tengo yo un
amigo enfermo, estropeado, que ha tenido hace poco una niña sana,
fortísima.
--Eso es muy posible. Es frecuente que un hombre robusto tenga hijos
raquíticos, y al contrario; pero no importa. La única garantía de la
prole es la robustez de los padres.
--Me choca en un anti-intelectualista como usted esa actitud tan de
intelectual--dijo Andrés.
--A mí también me choca en un intelectual como tú esa actitud de hombre
de mundo. Yo te confieso, para mí nada tan repugnante como esa bestia
prolífica, que entre vapores de alcohol va engendrando hijos que hay
que llevar al cementerio o que si no, van a engrosar los ejércitos
del presidio y de la prostitución. Yo tengo verdadero odio a esa
gente sin conciencia, que llena de carne enferma y podrida la tierra.
Recuerdo una criada de mi casa; se casó con un idiota borracho, que no
podía sostenerse a sí mismo porque no sabía trabajar. Ella y él eran
cómplices de chiquillos enfermizos y tristes, que vivían entre harapos,
y aquel idiota venía a pedirme dinero creyendo que era un mérito ser
padre de su abundante y repulsiva prole. La mujer, sin dientes, con el
vientre constantemente abultado, tenía una indiferencia de animal para
los embarazos, los partos y las muertes de los niños. ¿Se ha muerto
uno? Pues se hace otro--decía cínicamente. No, no debe ser lícito
engendrar seres que vivan en el dolor.
--Yo creo lo mismo.
--La fecundidad no puede ser un ideal social. No se necesita cantidad
sino calidad. Que los patriotas y los revolucionarios canten al bruto
prolífico, para mí siempre será un animal odioso.
--Todo eso está bien--murmuró Andrés--; pero no resuelve mi problema.
¿Qué le digo yo a ese hombre?
--Yo le diría: Cásese usted si quiere; pero no tenga usted hijos.
Esterilice usted su matrimonio.
--Es decir, que nuestra moral acaba por ser inmoral. Si Tolstoi le
oyera, le diría: Es usted un canalla de la facultad.
--¡Bah! Tolstoi es un apóstol y los apóstoles dicen las verdades suyas,
que, generalmente, son tonterías para los demás. Yo a ese amigo tuyo
le hablaría claramente; le diría: ¿Es usted un hombre egoísta, un poco
cruel, fuerte, sano, resistente para el dolor propio e incomprensivo
para los padecimientos ajenos? ¿Sí? Pues cásese usted, tenga usted
hijos: será usted un buen padre de familia... Pero si es usted un
hombre impresionable, nervioso, que siente demasiado el dolor, entonces
no se case usted, y, si se casa, no tenga hijos.
Andrés salió de la azotea aturdido. Por la tarde escribió a Iturrioz
una carta diciéndole que el artrítico que se casaba era él.


II
LA VIDA NUEVA

A Hurtado no le preocupaban gran cosa las cuestiones de forma, y no
tuvo ningún inconveniente en casarse en la iglesia, como quería doña
Leonarda. Antes de casarse llevó a Lulú a ver a su tío Iturrioz y
simpatizaron.
Ella le dijo a Iturrioz:
--A ver si encuentra usted para Andrés algún trabajo en que tenga que
salir poco de casa, porque haciendo visitas está siempre de un humor
malísimo.
Iturrioz encontró el trabajo, que consistía en traducir artículos y
libros para una revista médica que publicaba al mismo tiempo obras
nuevas de especialidades.
--Ahora te darán dos o tres libros en francés para traducir--le dijo
Iturrioz--; pero vete aprendiendo el inglés, porque dentro de unos
meses te encargarán alguna traducción en este idioma y entonces, si
necesitas, te ayudaré yo.
--Muy bien. Se lo agradezco a usted mucho.
Andrés dejó su cargo en la Sociedad La Esperanza. Estaba deseándolo;
tomó una casa en el barrio de Pozas, no muy lejos de la tienda de Lulú.
Andrés pidió al casero que de los tres cuartos que daban a la calle le
hiciera uno, y que no le empapelara el local que quedase después, sino
que lo pintara de un color cualquiera.
Este cuarto sería la alcoba, el despacho, el comedor para el
matrimonio. La vida en común la harían constantemente allí.
--La gente hubiera puesto aquí la sala y el gabinete y después se
hubieran ido a dormir al sitio peor de la casa--decía Andrés.
Lulú miraba estas disposiciones higiénicas como fantasías, chifladuras;
tenía una palabra especial para designar las extravagancias de su
marido.
--¡Qué hombre más ideático!--decía.
Andrés pidió prestado a Iturrioz algún dinero para comprar muebles.
--¿Cuánto necesitas?--le dijo el tío.
--Poco; quiero muebles que indiquen pobreza; no pienso recibir a nadie.
Al principio doña Leonarda quiso ir a vivir con Lulú y con Andrés; pero
éste se opuso.
--No, no--dijo Andrés--; que vaya con tu hermana y con don Prudencio.
Estará mejor.
--¡Qué hipócrita! Lo que sucede es que no la quieres a mamá.
--Ah, claro. Nuestra casa ha de tener una temperatura distinta a la
de la calle. La suegra sería una corriente de aire frío. Que no entre
nadie, ni de tu familia ni de la mía.
--¡Pobre mamá! ¡Qué idea tienes de ella!--decía riendo Lulú.
--No; es que no tenemos el mismo concepto de las cosas; ella cree que
se debe vivir para fuera y yo no.
Lulú, después de vacilar un poco, se entendió con su antigua amiga y
vecina la Venancia y la llevó a su casa. Era una vieja muy fiel, que
tenía cariño a Andrés y a Lulú.
--Si le preguntan por mí--le decía Andrés--diga usted siempre que no
estoy.
--Bueno, señorito.
Andrés estaba dispuesto a cumplir bien en su nueva ocupación de
traductor.
Aquel cuarto aireado, claro, donde entraba el sol, en donde tenía sus
libros, sus papeles, le daba ganas de trabajar.
Ya no sentía la impresión de animal acosado, que había sido en él
habitual. Por la mañana tomaba un baño y luego se ponía a traducir.
Lulú volvía de la tienda y la Venancia les servía la comida.
--Coma usted con nosotros--le decía Andrés.
--No, no.
Hubiera sido imposible convencer a la vieja de que se podía sentar a la
mesa con sus amos.
Después de comer, Andrés acompañaba a Lulú a la tienda y luego volvía
a trabajar en su cuarto.
Varias veces le dijo a Lulú que ya tenían bastante para vivir con lo
que ganaba él, que podían dejar la tienda; pero ella no quería.
--¿Quién sabe lo que puede ocurrir?--decía Lulú--; hay que ahorrar, hay
que estar prevenidos por si acaso.
De noche aún quería Lulú trabajar algo en la máquina; pero Andrés no se
lo permitía.
Andrés estaba cada vez más encantado de su mujer, de su vida y de
su casa. Ahora le asombraba cómo no había notado antes aquellas
condiciones de arreglo, de orden y de economía de Lulú.
Cada vez trabajaba con más gusto. Aquel cuarto grande le daba la
impresión de no estar en una casa con vecinos y gente fastidiosa, sino
en el campo, en algún sitio lejano.
Andrés hacía sus trabajos con gran cuidado y calma. En la redacción de
la revista le habían prestado varios diccionarios científicos modernos
e Iturrioz le dejó dos o tres de idiomas, que le servían mucho.
Al cabo de algún tiempo, no sólo tenía que hacer traducciones, sino
estudios originales, casi siempre sobre datos y experiencias obtenidos
por investigadores extranjeros.
Muchas veces se acordaba de lo que decía Fermín Ibarra; de los
descubrimientos fáciles que se desprenden de los hechos anteriores
sin esfuerzo. ¿Por qué no había experimentadores en España, cuando la
experimentación para dar fruto no exigía más que dedicarse a ella?
Sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso
evolutivo de una rama de la ciencia; sobraba también un poco de sol,
un poco de ignorancia y bastante de la protección del Santo Padre que,
generalmente, es muy útil para el alma, pero muy perjudicial para la
ciencia y para la industria.
Estas ideas, que hacía tiempo le hubieran producido indignación y
cólera, ya no le exasperaban.
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