El árbol de la ciencia: novela - 04

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El hermano Juan era un hombre bajito, tenía la barba negra, la mirada
brillante, los ademanes suaves, la voz melíflua. Era un tipo semítico.
Vivía en un callejón que separaba San Carlos del Hospital General. Este
callejón tenía dos puentes encristalados que lo cruzaban, y debajo de
uno de ellos, del que estaba más cerca de la calle de Atocha, había
establecido su cuchitril el hermano Juan.
En este cuchitril se encerraba con un perrito que le hacía compañía.
A cualquier hora que fuesen a llamar al hermano, siempre había luz en
su camaranchón y siempre se le encontraba despierto.
Según algunos, se pasaba la vida leyendo libros verdes; según otros,
rezaba; uno de los internos aseguraba haberle visto poniendo notas en
unos libros en francés y en inglés acerca de psicopatías sexuales.
Una noche en que Andrés estaba de guardia uno de los internos dijo:
--Vamos a ver al hermano Juan, y a pedirle algo de comer y de beber.
Fueron todos al callejón en donde el hermano tenía su escondrijo.
Había luz, miraron por si se veía algo, pero no se encontraba rendija
por donde espiar lo que hacía en el interior el misterioso enfermero.
Llamaron e inmediatamente apareció el hermano con su blusa negra.
--Estamos de guardia, hermano Juan--dijo uno de los internos--; venimos
a ver si nos da usted algo para tomar un modesto piscolabis.
--¡Pobrecitos! ¡Pobrecitos!--exclamó él--. Me encuentran ustedes muy
pobre. Pero ya veré, ya veré si tengo algo. Y el hombre desapareció
tras de la puerta, la cerró con mucho cuidado, y se presentó al poco
rato con un paquete de café, otro de azúcar y otro de galletas.
Volvieron los estudiantes al cuarto de guardia, comieron las galletas,
tomaron el café y discutieron el caso del hermano.
No había unanimidad; unos creían que era un hombre distinguido; otros
que era un antiguo criado; para algunos era un santo; para otros un
invertido sexual o algo por el estilo.
El hermano Juan era el tipo raro del hospital. Cuando recibía dinero,
no se sabía de dónde, convidaba a comer a los convalecientes y regalaba
las cosas que necesitaban los enfermos.
A pesar de su caridad y de sus buenas obras, este hermano Juan era para
Andrés repulsivo; le producía una impresión desagradable, una impresión
física, orgánica.
Había en él algo anormal, indudablemente. ¡Es tan lógico, tan natural
en el hombre huir del dolor, de la enfermedad, de la tristeza! Y, sin
embargo, para él, el sufrimiento, la pena, la suciedad, debían de ser
cosas atrayentes.
Andrés comprendía el otro extremo, que el hombre huyese del dolor
ajeno, como de una cosa horrible y repugnante, hasta llegar a la
indignidad, a la inhumanidad; comprendía que se evitara hasta la idea
de que hubiese sufrimiento alrededor de uno; pero ir a buscar lo
sucio, lo triste, deliberadamente, para convivir con ello, le parecía
una monstruosidad.
Así que cuando veía al hermano Juan, sentía esa impresión repelente, de
inhibición, que se experimenta ante los monstruos.


SEGUNDA PARTE
Las Carnarias.


I
LAS MINGLANILLAS

JULIO Aracil había intimado con Andrés. La vida en común de ambos en
San Carlos y en el hospital, iba unificando sus costumbres, aunque no
sus ideas ni sus afectos.
Con su dura filosofía del éxito, Julio comenzaba a sentir más
estimación por Hurtado que por Montaner.
Andrés había pasado a ser interno como él; Montaner, no sólo no pudo
aprobar en estos exámenes, sino que perdió el curso, y abandonándose
por completo, empezó a no ir a clase y a pasar el tiempo haciendo el
amor a una muchacha vecina suya.
Julio Aracil comenzaba a experimentar por su amigo un gran desprecio y
a desearle que todo le saliera mal.
Julio, con el pequeño sueldo del hospital, hacía cosas extraordinarias,
maravillosas; llegó hasta jugar a la Bolsa, a tener acciones de minas,
a comprar un título de la Deuda.
Julio quería que Andrés siguiera sus pasos de hombre de mundo.
--Te voy presentar en casa de las Minglanillas--le dijo un día riendo.
--¿Quiénes son las Minglanillas?--preguntó Hurtado.
--Unas chicas amigas mías.
--¿Se llaman así?
--No; pero yo las llamo así; porque, sobre todo la madre, parece un
personaje de Taboada.
--¿Y qué son?
--Son unas chicas hijas de una viuda pensionista. Niní y Lulú. Yo estoy
arreglado con Niní, con la mayor; tú te puedes entender con la chiquita.
--¿Pero arreglado hasta qué punto estás con ella?
--Pues hasta todos los puntos. Solemos ir los dos a un rincón de la
calle de Cervantes, que yo conozco, y que te lo recomendaré cuando lo
necesites.
--¿Te vas a casar con ella después?
--¡Quita de ahí, hombre! No sería mal imbécil.
--Pero has inutilizado a la muchacha.
--¡Yo! ¡Qué estupidez!
--¿Pues no es tu querida?
--¿Y quién lo sabe? Además, ¿a quién le importa?
--Sin embargo...
--¡Ca! Hay que dejarse de tonterías y aprovecharse. Si tú puedes hacer
lo mismo, serás un tonto si no lo haces.
A Hurtado no le parecía bien este egoísmo; pero tenía curiosidad por
conocer a la familia, y fué una tarde con Julio a verla.
Vivía la viuda y las dos hijas en la calle del Fúcar, en una casa
sórdida, de esas con patio de vecindad y galerías llenas de puertas.
Había en casa de la viuda un ambiente de miseria bastante triste; la
madre y las hijas llevaban trajes raídos y remendados; los muebles eran
pobres, menos alguno que otro indicador de ciertos esplendores pasados;
las sillas estaban destripadas y en los agujeros de la estera se metía
el pie al pasar.
La madre, doña Leonarda, era mujer poco simpática; tenía la cara
amarillenta, de color de membrillo; la expresión dura, falsamente
amable; la nariz corva; unos cuantos lunares en la barba, y la sonrisa
forzada.
La buena señora manifestaba unas ínfulas aristocráticas grotescas, y
recordaba los tiempos en que su marido había sido subsecretario e iba
la familia a veranear a San Juan de Luz. El que las chicas se llamaran
Niní y Lulú procedía de la niñera que tuvieron por primera vez, una
francesa.
Estos recuerdos de la gloria pasada, que doña Leonarda evocaba
accionando con el abanico cerrado como si fuera una batuta, le hacían
poner los ojos en blanco y suspirar tristemente.
Al llegar a la casa con Aracil, Julio se puso a charlar con Niní, y
Andrés sostuvo la conversación con Lulú y con su madre.
Lulú era una muchacha graciosa, pero no bonita; tenía los ojos verdes,
obscuros, sombreados por ojeras negruzcas; unos ojos que a Andrés le
parecieron muy humanos; la distancia de la nariz a la boca y de la boca
a la barba era en ella demasiado grande, lo que le daba cierto aspecto
simio: la frente pequeña, la boca, de labios finos, con una sonrisa
entre irónica y amarga; los dientes blancos, puntiagudos; la nariz un
poco respingona, y la cara pálida, de mal color.
Lulú demostró a Hurtado que tenía gracia, picardía e ingenio de sobra;
pero le faltaba el atractivo principal de una muchacha: la ingenuidad,
la frescura, la candidez. Era un producto marchito por el trabajo, por
la miseria y por la inteligencia. Sus diez y ocho años no parecían
juventud.
Su hermana Niní, de facciones incorrectas, y sobre todo menos
espirituales, era más mujer, tenía deseo de agradar, hipocresía,
disimulo. El esfuerzo constante hecho por Niní para presentarse como
ingenua y cándida, le daba un carácter más femenino, más corriente
también y vulgar.
Andrés quedó convencido de que la madre conocía las verdaderas
relaciones de Julio y de su hija Niní. Sin duda ella misma había
dejado que la chica se comprometiera, pensando que luego Aracil no la
abandonaría.
A Hurtado no le gustó la casa; aprovecharse, como Julio, de la miseria
de la familia para hacer de Niní su querida, con la idea de abandonarla
cuando le conviniera, le parecía una mala acción.
Todavía si Andrés no hubiera estado en el secreto de las intenciones
de Julio, hubiese ido a casa de doña Leonarda sin molestia; pero
tener la seguridad de que un día los amores de su amigo acabarían con
una pequeña tragedia de lloros y de lamentos, en que doña Leonarda
chillaría y a Niní le darían soponcios, era una perspectiva que le
disgustaba.


II
UNA CACHUPINADA

ANTES de Carnaval, Julio Aracil le dijo a Hurtado:
--¿Sabes? Vamos a tener baile en casa de las Minglanillas.
--¡Hombre! ¿Cuándo va a ser eso?
--El domingo de Carnaval. El petróleo para la luz y las pastas, el
alquiler del piano y el pianista, se pagarán entre todos. De manera que
si tú quieres ser de la cuadrilla, ya estás apoquinando.
--Bueno. No hay inconveniente. ¿Cuánto hay que pagar?
--Ya te lo diré uno de estos días.
--¿Quiénes van a ir?
--Pues irán algunas muchachas de la vecindad, con sus novios; Casares,
ese periodista amigo mío; un sainetero, y otros. Estará bien. Habrá
chicas guapas.
El domingo de Carnaval, después de salir de guardia del hospital, fué
Hurtado al baile. Eran ya las once de la noche. El sereno le abrió la
puerta. La casa de doña Leonarda rebosaba gente; la había hasta en la
escalera.
Al entrar Andrés se encontró a Julio en un grupo de jóvenes a quienes
no conocía. Julio le presentó a un sainetero, un hombre estúpido y
fúnebre, que a las primeras palabras, para demostrar sin duda su
profesión, dijo unos cuantos chistes, a cual más conocidos y vulgares.
También le presentó a Antoñito Casares, empleado y periodista, hombre
de gran partido entre las mujeres.
Antoñito era un andaluz con una moral de chulo; se figuraba que dejar
pasar a una mujer sin sacarle algo era una gran torpeza. Para Casares
toda mujer le debía, sólo por el hecho de serlo, una contribución, una
gabela.
Antoñito clasificaba a las mujeres en dos clases: unas las pobres, para
divertirse, y otra las ricas, para casarse con alguna de ellas por su
dinero, a ser posible.
Antoñito buscaba la mujer rica, con una constancia de anglo-sajón. Como
tenía buen aspecto y vestía bien, al principio las muchachas a quien se
dirigía le acogían como a un pretendiente aceptable. El audaz trataba
de ganar terreno; hablaba a las criadas, mandaba cartas, paseaba la
calle. A esto llamaba él _trabajar_ a una mujer. La muchacha, mientras
consideraba al galanteador como un buen partido, no le rechazaba; pero
cuando se enteraba de que era un empleadillo humilde, un periodista,
desconocido y gorrón, ya no le volvía a mirar a la cara.
Julio Aracil sentía un gran entusiasmo por Casares, a quien consideraba
como un compadre digno de él. Los dos pensaban ayudarse mutuamente para
subir en la vida.
Cuando comenzaron a tocar el piano todos los muchachos se lanzaron en
busca de pareja.
--¿Tú sabes bailar?--le preguntó Aracil a Hurtado.
--Yo no.
--Pues mira, vete al lado de Lulú, que tampoco quiere bailar, y trátala
con consideración.
--¿Por qué me dices esto?
--Porque hace un momento--añadió Julio con ironía--doña Leonarda me ha
dicho: A mis hijas hay que tratarlas como si fueran vírgenes, Julito,
como si fueran vírgenes.
Y Julio Aracil sonrió, remedando a la madre de Niní, con su sonrisa de
hombre mal intencionado y canalla.
Andrés fué abriéndose paso. Había varios quinqués de petróleo
iluminando la sala y el gabinete. En el comedorcito, la mesa ofrecía
a los concurrentes bandejas con dulces y pastas y botellas de vino
blanco. Entre las muchachas que más sensación producían en el baile
había una rubia, muy guapa, muy vistosa. Esta rubia tenía su historia.
Un señor rico que la rondaba se la llevó a un hotel de la Prosperidad,
y días después la rubia se escapó del hotel, huyendo del raptor, que al
parecer era un sátiro.
Toda la familia de la muchacha tenía cierto estigma de anormalidad. El
padre, un venerable anciano por su aspecto, había tenido un proceso por
violar a una niña, y un hermano de la rubia, después de disparar dos
tiros a su mujer, intentó suicidarse.
A esta rubia guapa, que se llamaba Estrella, la distinguían casi todas
las vecinas con un odio furioso.
Al parecer, por lo que dijeron, exhibía en el balcón, para que rabiaran
las muchachas de la vecindad, medias negras caladas, camisas de
seda llenas de lacitos y otra porción de prendas interiores lujosas
y espléndidas que no podían proceder más que de un comercio poco
honorable.
Doña Leonarda no quería que sus hijas se trataran con aquella muchacha;
según decía, ella no podía sancionar amistades de cierto género.
La hermana de la Estrella, Elvira, de doce o trece años, era muy
bonita, muy descocada, y seguía, sin duda, las huellas de la mayor.
--¡Esta _peque_ de la vecindad es más sinvergüenza!--dijo una vieja
detrás de Andrés, señalando a la Elvira.
La Estrella bailaba como hubiese podido hacerlo la diosa Venus, y al
moverse, sus caderas y su pecho abultado, se destacaban de una manera
un poco insultante.
Casares, al verla pasar, la decía:
--¡Vaya usted con Dios, guerrera!
Andrés avanzó en el cuarto hasta sentarse cerca de Lulú.
--Muy tarde ha venido usted--le dijo ella.
--Sí, he estado de media guardia en el hospital.
--¿Qué, no va usted a bailar?
--Yo no sé.
--¿No?
--No. ¿Y usted?
--Yo no tengo ganas. Me mareo.
Casares se acercó a Lulú a invitarle a bailar.
--Oiga usted, negra--la dijo.
--¿Qué quiere usted, blanco?--le preguntó ella con descaro.
--¿No quiere usted darse unas vueltecitas conmigo?
--No, señor.
--¿Y por qué?
--Porque no me sale... de adentro--contestó ella de una manera achulada.
--Tiene usted mala sangre, negra--le dijo Casares.
--Sí, que usted la debe tener buena, blanco--replicó ella.
--¿Por qué no ha querido usted bailar con él?--le preguntó Andrés.
--Porque es un boceras; un tío antipático, que cree que todas las
mujeres están enamoradas de él. ¡Que se vaya a paseo!
Siguió el baile con animación creciente y Andrés permaneció sin hablar
al lado de Lulú.
--Me hace usted mucha gracia--dijo ella de pronto, riéndose, con una
risa que le daba la expresión de una alimaña.
--¿Por qué?--preguntó Andrés, enrojeciendo súbitamente.
--¿No le ha dicho a usted Julio que se entienda conmigo? ¿Sí, verdad?
--No, no me ha dicho nada.
--Sí, diga usted que sí. Ahora, que usted es demasiado delicado para
confesarlo. A él le parece eso muy natural. Se tiene una novia pobre,
una señorita cursi como nosotras para entretenerse, y después se busca
una mujer que tenga algún dinero para casarse.
--No creo que esa sea su intención.
--¿Que no? ¡Ya lo creo! ¿Usted se figura que no va a abandonar a Niní?
En seguida que acabe la carrera. Yo le conozco mucho a Julio. Es un
egoísta y un canallita. Está engañando a mi madre y a mi hermana... y
total, ¿para qué?
--No sé lo que hará Julio... yo sé que no lo haría.
--Usted no, porque usted es de otra manera... Además, en usted no hay
caso, porque no se va a enamorar usted de mí, ni aun para divertirse.
--¿Por qué no?
--Porque no.
Ella comprendía que no gustara a los hombres.
A ella misma le gustaban más las chicas, y no es que tuviera instintos
viciosos; pero la verdad era que no le hacían impresión los hombres.
Sin duda, el velo que la naturaleza y el pudor han puesto sobre todos
los motivos de la vida sexual, se había desgarrado demasiado pronto
para ella; sin duda supo lo que eran la mujer y el hombre en una época
en que su instinto nada le decía, y esto le había producido una mezcla
de indiferencia y de repulsión por todas las cosas del amor.
Andrés pensó que esta repulsión provenía más que nada de la miseria
orgánica, de la falta de alimentación y de aire.
Lulú le confesó que estaba deseando morirse, de verdad, sin
romanticismo alguno; creía que nunca llegaría a vivir bien.
La conversación les hizo muy amigos a Andrés y a Lulú.
A las doce y media hubo que terminar el baile. Era condición
indispensable, fijada por doña Leonarda; las muchachas tenían que
trabajar al día siguiente, y por más que todo el mundo pidió que se
continuara, doña Leonarda fué inflexible, y para la una estaba ya
despejada la casa.


III
LAS MOSCAS

ANDRÉS salió a la calle con un grupo de hombres.
Hacía un frío intenso.
--¿Adónde iríamos?--preguntó Julio.
--Vamos a casa de doña Virginia--propuso Casares--. ¿Ustedes la
conocerán?
--Yo sí la conozco--contestó Aracil.
Se acercaron a una casa próxima, de la misma calle, que hacía esquina a
la de la Verónica. En un balcón del piso principal se leía este letrero
a la luz de un farol:
VIRGINIA GARCÍA
COMADRONA CON TÍTULO DEL COLEGIO
DE SAN CARLOS
(_Sage femme._)
--No se ha debido acostar, porque hay luz--dijo Casares.
Julio llamó al sereno, que les abrió la puerta, y subieron todos al
piso principal. Salió a recibirles una criada vieja que les pasó a
un comedor en donde estaba la comadrona sentada a una mesa con dos
hombres. Tenían delante una botella de vino y tres vasos.
Doña Virginia era una mujer alta, rubia, gorda, con una cara de
angelito de Rubens que llevara cuarenta y cinco años revoloteando
por el mundo. Tenía la tez iluminada y rojiza, como la piel de un
cochinillo asado y unos lunares en el mentón que le hacían parecer una
mujer barbuda.
Andrés la conocía de vista por haberla encontrado en San Carlos en la
clínica de partos, ataviada con unos trajes claros y unos sombreros de
niña bastante ridículos.
De los dos hombres, uno era el amante de la comadrona. Doña Virginia
le presentó como un italiano profesor de idiomas de un colegio. Este
señor, por lo que habló, daba la impresión de esos personajes que han
viajado por el extranjero viviendo en hoteles de dos francos y que
luego ya no se pueden acostumbrar a la falta de _confort_ de España.
El otro, un tipo de aire siniestro, barba negra y anteojos, era nada
menos que el director de la revista _El Masón Ilustrado_.
Doña Virginia dijo a sus visitantes que aquel día estaba de guardia,
cuidando a una parturiente. La comadrona tenía una casa bastante grande
con unos gabinetes misteriosos que daban a la calle de la Verónica;
allí instalaba a las muchachas, hijas de familia, a las cuales, un mal
paso dejaba en situación comprometida.
Doña Virginia pretendía demostrar que era de una exquisita sensibilidad.
--¡Pobrecitas!--decía de sus huéspedas--. ¡Qué malos son ustedes los
hombres!
A Andrés esta mujer le pareció repulsiva.
En vista de que no podían quedarse allí, salió todo el grupo de hombres
a la calle. A los pocos pasos se encontraron con un muchacho, sobrino
de un prestamista de la calle de Atocha, acompañando a una chulapa con
la que pensaba ir al baile de la Zarzuela.
--¡Hola, Victorio!--le saludó Aracil.
--¡Hola, Julio!--contestó el otro--. ¿Qué tal? ¿De dónde salen ustedes?
--De aquí; de casa de doña Virginia.
--¡Valiente tía! Es una explotadora de esas pobres muchachas que lleva
a su casa engañadas.
¡Un prestamista llamando explotadora a una comadrona! Indudablemente,
el caso no era del todo vulgar.
El director de _El Masón Ilustrado_, que se reunió con Andrés, le dijo
con aire grave que doña Virginia era una mujer de cuidado; había echado
al otro mundo dos maridos, con dos jicarazos; no le asustaba nada.
Hacía abortar, suprimía chicos, secuestraba muchachas y las vendía.
Acostumbrada a hacer gimnasia, y a dar masaje, tenía más fuerzas que
un hombre, y para ella no era nada sujetar a una mujer como si fuera un
niño.
En estos negocios de abortos y de tercerías manifestaba una audacia
enorme. Como esas moscas sarcófagas que van a los animales despedazados
y a las carnes muertas, así aparecía doña Virginia con sus palabras
amables, allí donde olfateaba la familia arruinada a quien arrastraban
al _spoliarium_.
El italiano, aseguró el director de _El Masón Ilustrado_, no era
profesor de idiomas ni mucho menos, sino un cómplice en los negocios
nefandos de doña Virginia, y si sabía francés e inglés, era porque
había andado durante mucho tiempo de carterista, desvalijando a la
gente en los hoteles.
Fueron todos con Victorio hasta la Carrera de San Jerónimo; allí,
el sobrino del prestamista, les invitó a acompañarle al baile de la
Zarzuela; pero Aracil y Casares supusieron que Victorio no les querría
pagar la entrada, y dijeron que no.
--Vamos a hacer una cosa--propuso el sainetero amigo de Casares.
--¿Qué?--preguntó Julio.
--Vamos a casa de Villasús. Pura habrá salido del teatro ahora.
Villasús, según le dijeron a Andrés, era un autor dramático que tenía
dos hijas coristas. Este Villasús vivía en la Cuesta de Santo Domingo.
Se dirigieron a la Puerta del Sol; compraron pasteles en la calle del
Carmen esquina a la del Olivo; fueron después a la Cuesta de Santo
Domingo, y se detuvieron delante de una casa grande.
--Aquí no alborotemos--advirtió el sainetero, porque el sereno no nos
abriría.
Abrió el sereno, entraron en un espacioso portal, y Casares y su amigo,
Julio, Andrés y el director de _El Masón Ilustrado_, comenzaron a subir
una ancha escalera hasta llegar a las guardillas, alumbrándose con
fósforos.
Llamaron en una puerta, apareció una muchacha que les hizo pasar a un
estudio de pintor y poco después se presentó un señor de barba y pelo
entrecano, envuelto en un gabán.
Este señor Rafael Villasús era un pobre diablo autor de comedias y de
dramas detestables en verso.
El poeta, como se llamaba él, vivía su vida en artista, en bohemio; era
en el fondo un completo majadero, que había echado a perder a sus hijas
por un estúpido romanticismo.
Pura y Ernestina llevaban un camino desastroso; ninguna de las dos
tenía condición para la escena; pero el padre no creía más que en el
arte, y las había llevado al Conservatorio, luego metido en un teatro
de partiquinas y relacionado con periodistas y cómicos.
Pura, la mayor, tenía un hijo con un sainetero amigo de Casares, y
Ernestina estaba enredada con un revendedor.
El amante de Pura, además de un acreditado imbécil, fabricante de
chistes estúpidos, como la mayoría de los del gremio, era un granuja,
dispuesto a llevarse todo lo que veía. Aquella noche estaba allí. Era
un hombre alto, flaco, moreno, con el labio inferior colgante.
Los dos saineteros hicieron gala de su ingenio, sacando a relucir una
colección de chistes viejos y manidos. Ellos dos y los otros, Casares,
Aracil y el director de _El Masón Ilustrado_, tomaron la casa de
Villasús como terreno conquistado e hicieron una porción de horrores
con una mala intención canallesca.
Se reían de la chifladura del padre, que creía que todo aquello era la
vida artística. El pobre imbécil no notaba la mala voluntad que ponían
todos en sus bromas.
Las hijas, dos mujeres estúpidas y feas, comieron con avidez los
pasteles que habían llevado los visitantes, sin hacer caso de nada.
Uno de los saineteros hizo el león, tirándose por el suelo y rugiendo,
y el padre leyó unas quintillas que se aplaudieron a rabiar.
Hurtado, cansado del ruido y de las gracias de los saineteros, fué a la
cocina a beber un vaso de agua y se encontró con Casares y el director
de _El Masón Ilustrado_. Este estaba empeñado en ensuciarse en uno de
los pucheros de la cocina y echarlo luego en la tinaja del agua.
Le parecía la suya una ocurrencia graciosísima.
--Pero usted es un imbécil--le dijo Andrés bruscamente.
--¿Cómo?
--Que es usted un imbécil, una mala bestia.
--¡Usted no me dice a mí eso!--gritó el masón.
--¿No está usted oyendo que se lo digo?
--En la calle no me repite usted eso.
--En la calle y en todas partes.
Casares tuvo que intervenir, y como sin duda quería marcharse,
aprovechó la ocasión de acompañar a Hurtado diciendo que iba para
evitar cualquier conflicto. Pura bajó a abrirles la puerta, y el
periodista y Andrés fueron juntos hasta la Puerta del Sol. Casares le
brindó su protección a Andrés; sin duda, prometía protección y ayuda a
todo el mundo.
Hurtado se marchó a casa mal impresionado. Doña Virginia, explotando y
vendiendo mujeres; aquellos jóvenes, escarneciendo a una pobre gente
desdichada. La piedad no aparecía por el mundo.


IV
LULÚ

LA conversación que tuvo en el baile con Lulú, dió a Hurtado el deseo
de intimar algo más con la muchacha.
Realmente la chica era simpática y graciosa. Tenía los ojos
desnivelados, uno más alto que otro, y al reir los entornaba hasta
convertirlos en dos rayitas, lo que le daba una gran expresión de
malicia; su sonrisa levantaba las comisuras de los labios para arriba,
y su cara tomaba un aire satírico y agudo.
No se mordía la lengua para hablar. Decía habitualmente horrores. No
había en ella dique para su desenfreno espiritual, y cuando llegaba a
lo más escabroso, una expresión de cinismo brillaba en sus ojos.
El primer día que fué Andrés a ver a Lulú después del baile, contó su
visita a casa de doña Virginia.
--¿Estuvieron ustedes a ver a la comadrona?--preguntó Lulú.
--Sí
--Valiente tía cerda.
--Niña--exclamó doña Leonarda-, ¿qué expresiones son esas?
--¿Pues qué es, sino una alcahueta o algo peor?
--¡Jesús! ¡Qué palabras!
--A mí me vino un día--siguió diciendo Lulú--preguntándome si quería ir
con ella a casa de un viejo. ¡Qué tía guarra!
A Hurtado le asombraba la mordacidad de Lulú. No tenía ese repertorio
vulgar de chistes oídos en el teatro; en ella todo era callejero,
popular.
Andrés comenzó a ir con frecuencia a la casa, sólo para oir a Lulú.
Era, sin duda, una mujer inteligente, cerebral, como la mayoría de
las muchachas que viven trabajando en las grandes ciudades, con una
aspiración mayor por ver, por enterarse, por distinguirse, que por
sentir placeres sensuales.
A Hurtado le sorprendía; pero no le producía la más ligera idea de
hacerle el amor. Hubiera sido imposible para él pensar que pudiera
llegar a tener con Lulú más que una cordial amistad.
Lulú bordaba para un taller de la calle de Segovia, y solía ganar hasta
tres pesetas al día. Con esto, unido a la pequeña pensión de doña
Leonarda, vivía la familia; Niní ganaba poco, porque, aunque trabajaba,
era torpe.
Cuando Andrés iba por las tardes, se encontraba a Lulú con el bastidor
en las rodillas, unas veces cantando a voz en grito, otras muy
silenciosa.
Lulú cogía rápidamente las canciones de la calle y las cantaba con una
picardía admirable. Sobre todo, esas tonadillas encanalladas, de letra
grotesca, eran las que más le gustaban.
El tango aquel que empieza diciendo:
Un cocinero de Cádiz, muy afamado,
a las mujeres las compara con el guisado,
y esos otros en que las mujeres entran en quinta, o tienen que ser
marineras, el de la ¿Niña qué?, o el de las mujeres que montan en
bicicleta, en el que hay esa preocupación graciosa, expresada así:
Por eso hay ahora
mil discusiones,
por si han de llevar faldas
o pantalones.
Todas estas canciones populares las cantaba con muchísima gracia.
A veces le faltaba el humor y tenía esos silencios llenos de
pensamientos de las chicas inquietas y neuróticas. En aquellos
instantes sus ideas parecían converger hacia adentro, y la fuerza de
la ideación le impulsaba a callar. Si la llamaban de pronto, mientras
estaba ensimismada, se ruborizaba y se confundía.
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