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El árbol de la ciencia: novela - 03

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  --No, no; perdone usted--replicó el estudiante--. Por ejemplo, entre
  esa mujer y yo puede haber varias funciones matemáticas: suma, si
  hacemos los dos una misma cosa ayudándonos; resta, si ella quiere
  una cosa y yo la contraria y vence uno de los dos contra el otro;
  multiplicación, si tenemos un hijo, y división si yo la corto en
  pedazos a ella o ella a mí.
  --Eso es una broma--dijo Andrés.
  --Claro que es una broma--replicó el estudiante--una broma por el
  estilo de las de su profesor, pero que tiende a una verdad, y es que
  entre la fuerza de la vida y el cosmos, hay un infinito de funciones
  distintas; sumas, restas, multiplicaciones, de todo, y que además
  es muy posible que existan otras funciones que no tengan expresión
  matemática.
  Andrés Hurtado, que había ido al café creyendo que sus preposiciones
  convencerían a los alumnos de ingenieros, se quedó un poco perplejo y
  cariacontecido al comprobar su derrota.
  Leyó de nuevo el libro de Letamendi, siguió oyendo sus explicaciones
  y se convenció de que todo aquello de la fórmula de la vida y sus
  corolarios, que al principio le pareció serio y profundo, no eran más
  que juegos de prestidigitación, unas veces ingeniosos, otras veces
  vulgares, pero siempre sin realidad alguna, ni metafísica, ni empírica.
  Todas estas fórmulas matemáticas y su desarrollo no eran más que
  vulgaridades disfrazadas con un aparato científico, adornadas por
  conceptos retóricos que la papanatería de profesores y alumnos tomaba
  como visiones de profeta.
  Por dentro, aquel buen señor de las melenas, con su mirada de águila
  y su diletantismo artístico, científico y literario; pintor en sus
  ratos de ocio, violinista y compositor y genio por los cuatro costados,
  era un mixtificador audaz con ese fondo aparatoso y botarate de los
  mediterráneos. Su único mérito real era tener condiciones de literato,
  de hombre de talento verbal.
  La palabrería de Letamendi produjo en Andrés un deseo de asomarse al
  mundo filosófico y con este objeto compró en unas ediciones económicas
  los libros de Kant, de Fichte y de Schopenhauer.
  Leyó primero _La Ciencia del Conocimiento_, de Fichte, y no pudo
  enterarse de nada. Sacó la impresión de que el mismo traductor no había
  comprendido lo que traducía; después comenzó la lectura de _Parerga y
  Paralipomena_, y le pareció un libro casi ameno, en parte cándido, y
  le divirtió más de lo que suponía. Por último, intentó descifrar _La
  crítica de la razón pura_. Veía que con un esfuerzo de atención podía
  seguir el razonamiento del autor como quien sigue el desarrollo de un
  teorema matemático; pero le pareció demasiado esfuerzo para su cerebro
  y dejó Kant para más adelante, y siguió leyendo a Schopenhauer, que
  tenía para él el atractivo de ser un consejero chusco y divertido.
  Algunos pedantes le decían que Schopenhauer había pasado de moda, como
  si la labor de un hombre de inteligencia extraordinaria fuera como la
  forma de un sombrero de copa.
  Los condiscípulos, a quien asombraban estos buceamientos de Andrés
  Hurtado, le decían:
  --¿Pero no te basta con la filosofía de Letamendi?
  --Si eso no es filosofía ni nada--replicaba Andrés--. Letamendi
  es un hombre sin una idea profunda; no tiene en la cabeza más que
  palabras y frases. Ahora, como vosotros no las comprendéis, os parecen
  extraordinarias.
  El verano, durante las vacaciones, Andrés leyó en la Biblioteca
  Nacional algunos libros filosóficos nuevos de los profesores franceses
  e italianos y le sorprendieron. La mayoría de estos libros no tenían
  más que el título sugestivo; lo demás era una eterna divagación acerca
  de métodos y clasificaciones.
  A Hurtado no le importaba nada la cuestión de los métodos y de las
  clasificaciones, ni saber si la Sociología era una ciencia o un
  ciempiés inventado por los sabios; lo que quería encontrar era una
  orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo.
  Los bazares de ciencia de los Lombroso y los Ferri, de los Fouillée y
  de los Janet, le produjeron una mala impresión.
  Este espíritu latino y su claridad tan celebrada le pareció una de
  las cosas más insulsas, más banales y anodinas. Debajo de los títulos
  pomposos no había más que vulgaridad a todo pasto. Aquello era, con
  relación a la filosofía, lo que son los específicos de la cuarta plana
  de los periódicos respecto a la medicina verdadera.
  En cada autor francés se le figuraba a Hurtado ver un señor cyranesco,
  tomando actitudes gallardas y hablando con voz nasal; en cambio todos
  los italianos le parecían barítonos de zarzuela.
  Viendo que no le gustaban los libros modernos volvió a emprender con
  la obra de Kant, y leyó entera con grandes trabajos la _Crítica de la
  razón pura_.
  Ya aprovechaba algo más lo que leía y le quedaban las líneas generales
  de los sistemas que iba desentrañando.
  
  
   IX
   UN REZAGADO
  
  AL principio de otoño y comienzo del curso siguiente, Luisito, el
  hermano menor, cayó enfermo con fiebres.
  Andrés sentía por Luisito un cariño exclusivo y huraño. El chico le
  preocupaba de una manera patológica, le parecía que los elementos todos
  se conjuraban contra él.
  Visitó al enfermito el doctor Aracil, el pariente de Julio, y a los
  pocos días indicó que se trataba de una fiebre tifoidea.
  Andrés pasó momentos angustiosos; leía con desesperación en los libros
  de Patología la descripción y el tratamiento de la fiebre tifoidea y
  hablaba con el médico de los remedios que podrían emplearse.
  El doctor Aracil a todo decía que no.
  --Es una enfermedad que no tiene tratamiento específico--aseguraba--;
  bañarle, alimentarle y esperar, nada más.
  Andrés era el encargado de preparar el baño y tomar la temperatura a
  Luis.
  El enfermo tuvo días de fiebre muy alta. Por las mañanas, cuando bajaba
  la calentura, preguntaba a cada momento por Margarita y Andrés. Éste,
  en el curso de la enfermedad, quedó asombrado de la resistencia y de la
  energía de su hermana; pasaba las noches sin dormir cuidando del niño;
  no se le ocurría jamás, y si se le ocurría no le daba importancia, la
  idea de que pudiera contagiarse.
  Andrés desde entonces comenzó a sentir una gran estimación por
  Margarita; el cariño de Luisito los había unido.
  A los treinta o cuarenta días la fiebre desapareció, dejando al niño
  flaco, hecho un esqueleto.
  Andrés adquirió con este primer ensayo de médico un gran escepticismo.
  Empezó a pensar si la medicina no serviría para nada. Un buen puntal
  para este escepticismo le proporcionaba las explicaciones del profesor
  de Terapéutica, que consideraba inútiles cuando no perjudiciales casi
  todos los preparados de la farmacopea.
  No era una manera de alentar los entusiasmos médicos de los alumnos,
  pero indudablemente el profesor lo creía así y hacía bien en decirlo.
  Después de las fiebres Luisito quedó débil y a cada paso daba a la
  familia una sorpresa desagradable; un día era un calenturón, al otro
  unas convulsiones. Andrés muchas noches tenía que ir a las dos o a las
  tres de la mañana en busca del médico y después salir a la botica.
  En este curso, Andrés se hizo amigo de un estudiante rezagado, ya
  bastante viejo, a quien cada año de carrera costaba por lo menos dos o
  tres.
  Un día este estudiante le preguntó a Andrés qué le pasaba para estar
  sombrío y triste. Andrés le contó que tenía al hermano enfermo, y el
  otro intentó tranquilizarle y consolarle. Hurtado le agradeció la
  simpatía y se hizo amigo del viejo estudiante.
  Antonio Lamela, así se llamaba el rezagado, era gallego, un tipo flaco,
  nervioso, de cara escuálida, nariz afilada, una zalea de pelos negros
  en la barba ya con algunas canas, y la boca sin dientes, de hombre
  débil.
  A Hurtado le llamó la atención el aire de hombre misterioso de Lamela,
  y a éste le chocó sin duda el aspecto reconcentrado de Andrés. Los dos
  tenían una vida interior distinta al resto de los estudiantes.
  El secreto de Lamela era que estaba enamorado, pero enamorado de
  verdad, de una mujer de la aristocracia, una mujer de título, que
  andaba en coche e iba a palco al Real.
  Lamela le tomó a Hurtado por confidente y le contó sus amores con toda
  clase de detalles. Ella estaba enamoradísima de él, según aseguraba el
  estudiante; pero existían una porción de dificultades y de obstáculos
  que impedían la aproximación del uno al otro.
  A Andrés le gustaba encontrarse con un tipo distinto a la generalidad.
  En las novelas se daba como anomalía un hombre joven sin un gran amor;
  en la vida lo anómalo era encontrar un hombre enamorado de verdad. El
  primero que conoció Andrés fué Lamela; por eso le interesaba.
  El viejo estudiante padecía un romanticismo intenso, mitigado en
  algunas cosas por una tendencia beocia de hombre práctico: Lamela creía
  en el amor y en Dios; pero esto no le impedía emborracharse y andar de
  crápula con frecuencia. Según él, había que dar al cuerpo necesidades
  mezquinas y groseras y conservar el espíritu limpio.
  Esta filosofía la condensaba, diciendo: Hay que dar al cuerpo lo que es
  del cuerpo, y al alma lo que es del alma.
  --Si todo eso del alma, es una pamplina--le decía Andrés--. Son cosas
  inventadas por los curas para sacar dinero.
  --¡Cállate, hombre, cállate! No disparates.
  Lamela en el fondo era un rezagado en todo: en la carrera y en las
  ideas. Discurría como un hombre de a principio del siglo. La concepción
  mecánica actual del mundo económico y de la sociedad, para él no
  existía. Tampoco existía cuestión social. Toda la cuestión social se
  resolvía con la caridad y con que hubiese gentes de buen corazón.
  --Eres un verdadero católico--le decía Andrés-; te has fabricado el más
  cómodo de los mundos.
  Cuando Lamela le mostró un día a su amada, Andrés se quedó estupefacto.
  Era una solterona fea, negra, con una nariz de cacatúa y más años que
  un loro.
  Además de su aire antipático, ni siquiera hacía caso del estudiante
  gallego, a quien miraba con desprecio, con un gesto desagradable y
  avinagrado.
  Al espíritu fantaseador de Lamela no llegaba nunca la realidad.
  A pesar de su apariencia sonriente y humilde, tenía un orgullo y una
  confianza en sí mismo extraordinaria; sentía la tranquilidad del que
  cree conocer el fondo de las cosas y de las acciones humanas.
  Delante de los demás compañeros Lamela no hablaba de sus amores:
  pero cuando le cogía a Hurtado por su cuenta, se desbordaba. Sus
  confidencias no tenían fin.
  A todo le quería dar una significación complicada y fuera de lo normal.
  --Chico--decía sonriendo y agarrando del brazo a Andrés--. Ayer la vi.
  --¡Hombre!
  --Sí--añadía con gran misterio--. Iba con la señora de compañía; fuí
  detrás de ella, entró en su casa y poco después salió un criado al
  balcón. ¿Es raro, eh?
  --¿Raro? ¿Por qué?--preguntaba Andrés.
  --Es que luego el criado no cerró el balcón.
  Hurtado se le quedaba mirando preguntándose cómo funcionaría el cerebro
  de su amigo para encontrar extrañas las cosas más naturales del mundo y
  para creer en la belleza de aquella dama.
  Algunas veces que iban por el Retiro charlando, Lamela se volvía y
  decía:
  --¡Mira, cállate!
  --Pues ¿qué pasa?
  --Que aquel que viene allá es de esos enemigos míos que le hablan a
  ella mal de mí. Viene espiándome.
  Andrés se quedaba asombrado. Cuando ya tenía más confianza con él le
  decía:
  --Mira, Lamela, yo como tú, me presentaría a la Sociedad de Psicología
  de París o de Londres.
  --¿A qué?
  --Y diría: Estúdienme ustedes, porque creo que soy el hombre más
  extraordinario del mundo.
  El gallego se reía con su risa bonachona.
  --Es que tú eres un niño--replicaba--; el día que te enamores verás
  cómo me das la razón a mí.
  Lamela vivía en una casa de huéspedes de la plaza de Lavapiés;
  tenía un cuarto pequeño, desarreglado, y como estudiaba, cuando
  estudiaba, metido en la cama, solía descoser los libros y los guardaba
  desencuadernados en pliegos sueltos en el baúl o extendidos sobre la
  mesa.
  Alguna que otra vez fué Hurtado a verle a su casa.
  La decoración de su cuarto consistía en una serie de botellas vacías,
  colocadas por todas partes. Lamela compraba el vino para él y lo
  guardada en sitios inverosímiles, de miedo de que los demás huéspedes
  entrasen en el cuarto y se lo bebieran, lo que, por lo que contaba, era
  frecuente. Lamela tenía escondidas las botellas dentro de la chimenea,
  en el baúl, en la cómoda.
  De noche, según le dijo a Andrés, cuando se acostaba ponía una botella
  de vino debajo de la cama, y si se despertaba cogía la botella y se
  bebía la mitad de un trago. Estaba convencido de que no había hipnótico
  como el vino, y que a su lado el sulfonal y el cloral eran verdaderas
  filfas.
  Lamela nunca discutía las opiniones de los profesores, no le
  interesaban gran cosa; para él no podía aceptarse más clasificación
  entre ellos que la de los catedráticos de buena intención, amigos de
  aprobar y los de mala intención, que suspendían sólo por echárselas de
  sabios y darse tono.
  En la mayoría de los casos Lamela dividía a los hombres en dos grupos:
  los unos, gente franca, honrada, de buen fondo, de buen corazón; los
  otros, gente mezquina y vanidosa.
  Para Lamela, Aracil y Montaner eran de esta última clase, de los más
  mezquinos e insignificantes.
  Verdad es que ninguno de los dos le tomaba en serio a Lamela.
  Andrés contaba en su casa las extravagancias de su amigo. A Margarita
  le interesaban mucho estos amores. Luisito, que tenía la imaginación
  de un chico enfermizo, había inventado, escuchándole a su hermano, un
  cuento que se llamaba: «Los amores de un estudiante gallego con la
  reina de las cacatúas.»
  
  
   X
   PASO POR SAN JUAN DE DIOS
  
  SIN gran brillantez, pero también sin grandes fracasos, Andrés Hurtado
  iba avanzando en su carrera.
  Al comenzar el cuarto año se le ocurrió a Julio Aracil asistir a unos
  cursos de enfermedades venéreas que daba un médico en el hospital
  de San Juan de Dios. Aracil invitó a Montaner y a Hurtado a que le
  acompañaran; unos meses después iba a haber exámenes de alumnos
  internos para ingreso en el Hospital General; pensaban presentarse los
  tres, y no estaba mal el ver enfermos con frecuencia.
  La visita en San Juan de Dios fué un nuevo motivo de depresión y
  melancolía para Hurtado. Pensaba que por una causa o por otra el mundo
  le iba presentando su cara más fea.
  A los pocos días de frecuentar el hospital, Andrés se inclinaba a creer
  que el pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática. El
  mundo le parecía una mezcla de manicomio y de hospital; ser inteligente
  constituía una desgracia, y sólo la felicidad podía venir de la
  inconsciencia y de la locura. Lamela, sin pensarlo, viviendo con sus
  ilusiones, tomaba las proporciones de un sabio.
  Aracil, Montaner y Hurtado visitaron una sala de mujeres de San Juan de
  Dios.
  Para un hombre excitado e inquieto como Andrés, el espectáculo tenía
  que ser deprimente. Las enfermas eran de lo más caído y miserable.
  Ver tanta desdichada sin hogar, abandonada, en una sala negra, en un
  estercolero humano; comprobar y evidenciar la podredumbre que envenena
  la vida sexual, le hizo a Andrés una angustiosa impresión.
  El hospital aquel, ya derruído por fortuna, era un edificio inmundo,
  sucio, mal oliente; las ventanas de las salas daban a la calle de
  Atocha y tenían, además de las rejas, unas alambreras para que las
  mujeres recluídas no se asomaran y escandalizaran. De este modo no
  entraba allí el sol ni el aire.
  El médico de la sala, amigo de Julio, era un vejete ridículo, con unas
  largas patillas blancas. El hombre, aunque no sabía gran cosa, quería
  darse aire de catedrático, lo cual a nadie podía parecer un crimen;
  lo miserable, lo canallesco era que trataba con una crueldad inútil a
  aquellas desdichadas acogidas allí y las maltrataba de palabra y de
  obra.
  ¿Por qué? Era incomprensible. Aquel petulante idiota mandaba llevar
  castigadas a las enfermas a las guardillas y tenerlas uno o dos días
  encerradas por delitos imaginarios. El hablar de una cama a otra
  durante la visita, el quejarse en la cura, cualquier cosa, bastaba para
  estos severos castigos. Otras veces mandaba ponerlas a pan y agua. Era
  un macaco cruel este tipo, a quien habían dado una misión tan humana
  como la de cuidar de pobres enfermas.
  Hurtado no podía soportar la bestialidad de aquel idiota de las
  patillas blancas, Aracil se reía de las indignaciones de su amigo.
  Una vez Hurtado decidió no volver más por allá. Había una mujer que
  guardaba constantemente en el regazo un gato blanco. Era una mujer que
  debió haber sido muy bella, con ojos negros, grandes, sombreados, la
  nariz algo corva y el tipo egipcio. El gato era, sin duda, lo único
  que le quedaba de un pasado mejor. Al entrar el médico, la enferma
  solía bajar disimuladamente al gato de la cama y dejarlo en el suelo;
  el animal se quedaba escondido, asustado, al ver entrar al médico con
  sus alumnos; pero uno de los días el médico le vió y comenzó a darle
  patadas.
  --Coged a ese gato y matadlo--dijo el idiota de las patillas blancas al
  practicante.
  El practicante y una enfermera comenzaron a perseguir al animal por
  toda la sala; la enferma miraba angustiada esta persecución.
  --Y a esta tía llevadla a la guardilla--añadió el médico.
  La enferma seguía la caza con la mirada, y cuando vió que cogían a su
  gato, dos lágrimas gruesas corrieron por sus mejillas pálidas.
  --¡Canalla! ¡Idiota!--exclamó Hurtado, acercándose al médico con el
  puño levantado.
  --No seas estúpido--dijo Aracil--. Si no quieres venir aquí, márchate.
  --Sí, me voy, no tengas cuidado, por no patearle las tripas a ese
  idiota, miserable.
  Desde aquel día ya no quiso volver más a San Juan de Dios.
  La exaltación humanitaria de Andrés hubiera aumentado sin las
  influencias que obraban en su espíritu. Una de ellas era la de Julio,
  que se burlaba de todas las ideas exageradas, como decía él; la otra,
  la de Lamela, con su idealismo práctico, y, por último, la lectura de
  _Parerga y Paralipomena_ de Schopenhauer, que le inducía a la no acción.
  A pesar de estas tendencias enfrenadoras, durante muchos días estuvo
  Andrés impresionado por lo que dijeron varios obreros en un mitin de
  anarquistas del Liceo Ríus. Uno de ellos, Ernesto Álvarez, un hombre
  moreno, de ojos negros y barba entrecana, habló en aquel mitin de una
  manera elocuente y exaltada; habló de los niños abandonados, de los
  mendigos, de las mujeres caídas...
  Andrés sintió el atractivo de este sentimentalismo, quizá algo morboso.
  Cuando exponía sus ideas acerca de la injusticia social, Julio Aracil
  le salía al encuentro con su buen sentido:
  --Claro que hay cosas malas en la sociedad--decía Aracil--. ¿Pero quién
  las va a arreglar? ¿Esos vividores que hablan en los mítines? Además,
  hay desdichas que son comunes a todos; esos albañiles de los dramas
  populares que se nos vienen a quejar de que sufren el frío del invierno
  y el calor del verano, no son los únicos; lo mismo nos pasa a los demás.
  Las palabras de Aracil eran la gota de agua fría en las exaltaciones
  humanitarias de Andrés.
  --Si quieres dedicarte a esas cosas--le decía--, hazte político,
  aprende a hablar.
  --Pero si yo no me quiero dedicar a político--replicaba Andrés
  indignado.
  --Pues si no, no puedes hacer nada.
  Claro que toda reforma en un sentido humanitario tenía que ser
  colectiva y realizarse por un procedimiento político, y a Julio no le
  era muy difícil convencer a su amigo de lo turbio de la política.
  Julio llevaba la duda a los romanticismos de Hurtado; no necesitaba
  insistir mucho para convencerle de que la política es un arte de
  granjería.
  Realmente, la política española nunca ha sido nada alto ni nada noble;
  no era muy difícil convencer a un madrileño de que no debía tener
  confianza en ella.
  La inacción, la sospecha de la inanidad y de la impureza de todo
  arrastraban a Hurtado cada vez más a sentirse pesimista.
  Se iba inclinando aun anarquismo espiritual, basado en la simpatía y en
  la piedad, sin solución práctica ninguna.
  La lógica justiciera y revolucionaria de los Saint-Just ya no le
  entusiasmaba, le parecía una cosa artificial y fuera de la naturaleza.
  Pensaba que en la vida ni había ni podía haber justicia. La vida era
  una corriente tumultuosa e inconsciente donde los actores representaban
  una tragedia que no comprendían, y los hombres, llegados a un estado
  de intelectualidad, contemplaban la escena con una mirada compasiva y
  piadosa.
  Estos vaivenes en las ideas, esta falta de plan y de freno, le llevaban
  a Andrés al mayor desconcierto, a una sobrexcitación cerebral continua
  e inútil.
  
  
   XI
   DE ALUMNO INTERNO
  
  A mediados de curso se celebraron exámenes de alumnos internos para el
  hospital general.
  Aracil, Montaner y Hurtado decidieron presentarse. El examen consistía
  en unas preguntas hechas al capricho por los profesores acerca de
  puntos de las asignaturas ya cursadas por los alumnos. Hurtado fué a
  ver a su tío Iturrioz para que le recomendara.
  --Bueno, te recomendaré--le dijo el tío--; ¿tienes afición a la carrera?
  --Muy poca.
  --Y entonces, ¿para qué quieres entrar en el hospital?
  --¡Ya, qué le voy a hacer! Veré si voy adquiriendo la afición. Además,
  cobraré unos cuartos, que me convienen.
  --Muy bien--contestó Iturrioz--. Contigo se sabe a qué atenerse; eso me
  gusta.
  En el examen, Aracil y Hurtado salieron aprobados.
  Primero tenían que ser libretistas; su obligación consistía en ir por
  la mañana y apuntar las recetas que ordenaba el médico; por la tarde,
  recoger la botica, repartirla y hacer guardias. De libretistas, con
  seis duros al mes, pasaban a internos de clase superior, con nueve,
  y luego a ayudantes, con doce duros, lo que representaba la cantidad
  respetable de dos pesetas al día.
  Andrés fué llamado por un médico amigo de su tío, que visitaba una de
  las salas altas del tercer piso del hospital. La sala era de Medicina.
  El médico, hombre estudioso, había llegado a dominar el diagnóstico
  como pocos. Fuera de su profesión no le interesaba nada: política,
  literatura, arte, filosofía o astronomía, todo lo que no fuera
  auscultar o percutir, analizar orinas o esputos, era letra muerta para
  él.
  Consideraba, y quizá tenía razón, que la verdadera moral del estudiante
  de Medicina estribaba en ocuparse únicamente de lo médico, y fuera
  de esto, divertirse. A Andrés le preocupaban más las ideas y los
  sentimientos de los enfermos que los síntomas de las enfermedades.
  Pronto pudo ver el médico de la sala la poca afición de Hurtado por la
  carrera.
  --Usted piensa en todo menos en lo que es Medicina--le dijo a Andrés
  con severidad.
  El médico de la sala estaba en lo cierto. El nuevo interno no llevaba
  el camino de ser un clínico; le interesaban los aspectos psicológicos
  de las cosas; quería investigar qué hacían las hermanas de la Caridad,
  si tenían o no vocación; sentía curiosidad por saber la organización
  del hospital y averiguar por dónde se filtraba el dinero consignado por
  la Diputación.
  La inmoralidad dominaba dentro del vetusto edificio. Desde los
  administradores de la Diputación provincial hasta una sociedad de
  internos que vendía la quinina del hospital en las boticas de la calle
  de Atocha, había seguramente todas las formas de la filtración. En las
  guardias, los internos y los señores capellanes se dedicaban a jugar al
  monte, y en el Arsenal funcionaba casi constantemente una timba en la
  que la postura menor era una perra gorda.
  Los médicos, entre los que había algunos muy chulos; los curas, que no
  lo eran menos, y los internos se pasaban la noche tirando de la oreja a
  Jorge.
  Los señores capellanes se jugaban las pestañas; uno de ellos era
  un hombrecito bajito, cínico y rubio, que había llegado a olvidar
  sus estudios de cura y adquirido afición por la Medicina. Como la
  carrera de médico era demasiado larga para él, se iba a examinar de
  ministrante, y si podía, pensaba abandonar definitivamente los hábitos.
  El otro cura era un mozo bravío, alto, fuerte, de facciones enérgicas.
  Hablaba de una manera terminante y despótica; solía contar con gracejo
  historias verdes, que provocaban bárbaros comentarios.
  Si alguna persona devota le reprochaba la inconveniencia de sus
  palabras, el cura cambiaba de voz y de gesto, y con una marcada
  hipocresía, tomando un tonillo de falsa unción, que no cuadraba bien
  con su cara morena y con la expresión de sus ojos negros y atrevidos,
  afirmaba que la religión nada tenía que ver con los vicios de sus
  indignos sacerdotes.
  Algunos internos que le conocían desde hacía algún tiempo y le hablaban
  de tú, le llamaban Lagartijo, porque se parecía algo a este célebre
  torero.
  --Oye, tú, Lagartijo--le decían.
  --Qué más quisiera yo--replicaba el cura--que cambiar la estola por una
  muleta, y en vez de ayudar a bien morir ponerme a matar toros.
  Como perdía en el juego con frecuencia, tenía muchos apuros.
  Una vez le decía a Andrés, entre juramentos pintorescos:
  --Yo no puedo vivir así. No voy a tener más remedio que lanzarme a la
  calle a decir misa en todas partes y tragarme todos los días catorce
  hostias.
  A Hurtado estos rasgos de cinismo no le agradaban.
  Entre los practicantes había algunos curiosísimos, verdaderas ratas
  de hospital, que llevaban quince o veinte años allí, sin concluir la
  carrera, y que visitaban clandestinamente en los barrios bajos más que
  muchos médicos.
  Andrés se hizo amigo de las hermanas de la Caridad de su sala y de
  algunas otras.
  Le hubiera gustado creer, a pesar de no ser religioso, por
  romanticismo, que las hermanas de la Caridad eran angelicales; pero la
  verdad, en el hospital no se las veía más que cuidarse de cuestiones
  administrativas y de llamar al confesor cuando un enfermo se ponía
  grave.
  Además, no eran criaturas idealistas, místicas, que consideraran el
  mundo como un valle de lágrimas, sino muchachas sin recursos, algunas
  viudas, que tomaban el cargo como un oficio, para ir viviendo.
  Luego las buenas hermanas tenían lo mejor del hospital acotado para
  ellas...
  Una vez un enfermero le dió a Andrés un cuadernito encontrado entre
  papeles viejos que habían sacado del pabellón de las hijas de la
  Caridad.
  Era el diario de una monja, una serie de notas muy breves, muy
  lacónicas, con algunas impresiones acerca de la vida del hospital, que
  abarcaban cinco o seis meses.
  En la primera página tenía un nombre: sor María de la Cruz, y al lado
  una fecha. Andrés leyó el diario y quedó sorprendido. Había allí una
  narración tan sencilla, tan ingenua de la vida hospitalesca, contada
  con tanta gracia, que le dejó emocionado.
  Andrés quiso enterarse de quién era sor María, de si vivía en el
  hospital o dónde estaba.
  No tardó en averiguar que había muerto. Una monja, ya vieja, la había
  conocido. Le dijo a Andrés que al poco tiempo de llegar al hospital,
  la trasladaron a una sala de tíficos, y allí adquirió la enfermedad y
  murió.
  No se atrevió Andrés a preguntar cómo era, qué cara tenía, aunque
  hubiese dado cualquier cosa por saberlo.
  Andrés guardó el diario de la monja como una reliquia, y muchas veces
  pensó en cómo sería, y hasta llegó a sentir por ella una verdadera
  obsesión.
  Un tipo misterioso y extraño del hospital, que llamaba mucho la
  atención, y de quien se contaban varias historias, era el hermano Juan.
  Este hombre, que no se sabía de dónde había venido, andaba vestido
  con una blusa negra, alpargatas y un crucifijo colgado al cuello. El
  hermano Juan cuidaba por gusto de los enfermos contagiosos. Era, al
  parecer, un místico, un hombre que vivía en su centro natural, en medio
  de la miseria y el dolor.
  
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