El árbol de la ciencia: novela - 09

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yo; ahora mismo.
--¡Pero, señor!--exclamó el extranjero--. Es que quieren
atropellarme...
--No es verdad. El que atropella es usted. Para viajar se necesita
educación, y viajando con españoles no se habla mal de España.
--Si yo amo a España y el carácter español--exclamó el hombrecito--.
Mi familia es toda española. ¿Para qué he venido a España sino para
conocer a la madre patria?
--No quiero explicaciones--. No necesito oirlas--contestó el otro con
voz seca, y se tendió en el diván como para manifestar el poco aprecio
que sentía por su compañero de viaje.
Andrés quedó asombrado; realmente aquel joven había estado bien.
El, con su intelectualismo, pensó qué clase de tipo sería el hombre
bajito, vestido de negro; el otro había hecho una afirmación rotunda
de su país y de su raza. El hombrecito comenzó a explicarse, hablando
solo. Hurtado se hizo el dormido.
Un poco después de media noche llegaron a una estación plagada de
gente; una compañía de cómicos transbordaba, dejando la línea de
Valencia, de donde venían, para tomar la de Andalucía. Las actrices,
con un guardapolvo gris; los actores, con sombreros de paja y gorritas,
se acercaban todos como gente que no se apresura, que sabe viajar, que
consideran el mundo como suyo. Se acomodaron los cómicos en el tren y
se oyó gritar de vagón a vagón:
--Eh, Fernández, ¿dónde está la botella?--¡Molina, que la
característica te llama!--¡A ver ese traspunte que se ha perdido!
Se tranquilizaron los cómicos, y el tren siguió su marcha.
Ya al amanecer, a la pálida claridad de la mañana, se iban viendo
tierras de viña y olivos en hilera.
Estaba cerca la estación donde tenía que bajar Andrés. Se preparó, y
al detenerse el tren saltó al andén, desierto. Avanzó hacia la salida
y dió la vuelta a la estación. En frente, hacia el pueblo, se veía
una calle ancha, con unas casas grandes, blancas y dos filas de luces
eléctricas mortecinas. La luna, en menguante, iluminaba el cielo. Se
sentía en el aire un olor como dulce a paja seca.
A un hombre que pasó hacia la estación le dijo:
--¿A qué hora sale el coche para Alcolea?
--A las cinco. Del extremo de esta misma calle suele salir.
Andrés avanzó por la calle, pasó por delante de la garita de consumos,
iluminada, dejó la maleta en el suelo y se sentó encima a esperar.


II
LLEGADA AL PUEBLO

YA era entrada la mañana cuando la diligencia partió para Alcolea. El
día se preparaba a ser ardoroso. El cielo estaba azul, sin una nube;
el sol brillante; la carretera marchaba recta, cortando entre viñedos
y alguno que otro olivar, de olivos viejos y encorvados. El paso de la
diligencia levantaba nubes de polvo.
En el coche no iba más que una vieja vestida de negro, con un cesto al
brazo.
Andrés intentó conversar con ella, pero la vieja era de pocas palabras
o no tenía ganas de hablar en aquel momento.
En todo el camino el paísaje no variaba; la carretera subía y bajaba
por suaves lomas entre idénticos viñedos. A las tres horas de marcha
apareció el pueblo en una hondonada. A Hurtado le pareció grandísimo.
El coche tomó por una calle ancha de casas bajas, luego cruzó varias
encrucijadas y se detuvo en una plaza delante de un caserón blanco, en
uno de cuyos balcones se leía: Fonda de la Palma.
--¿Usted parará aquí?--le preguntó el mozo.
--Sí, aquí.
Andrés bajó y entró en el portal. Por la cancela se veía un patio, a
estilo andaluz, con arcos y columnas de piedra. Se abrió la reja y el
dueño salió a recibir al viajero. Andrés le dijo que probablemente
estaría bastante tiempo, y que le diera un cuarto espacioso.
--Aquí abajo le pondremos a usted--y le llevó a una habitación bastante
grande, con una ventana a la calle.
Andrés se lavó y salió de nuevo al patio. A la una se comía. Se sentó
en una de las mecedoras. Un canario en su jaula, colgada del techo,
comenzó a gorjear de una manera estrepitosa.
La soledad, la frescura, el canto del canario hicieron a Andrés cerrar
los ojos y dormir un rato.
Le despertó la voz del criado, que decía:
--Puede usted pasar a almorzar.
Entró en el comedor. Había en la mesa tres viajantes de comercio. Uno
de ellos era un catalán que representaba fábricas de Sabadell; el otro,
un riojano que vendía tartratos para los vinos, y el último, un andaluz
que vivía en Madrid y corría aparatos eléctricos.
El catalán no era tan petulante como la generalidad de sus paísanos del
mismo oficio; el riojano no se las echaba de franco ni de bruto, y el
andaluz no pretendía ser gracioso.
Estos tres mirlos blancos del comisionismo eran muy anticlericales.
La comida le sorprendió a Andrés, porque no había más que caza y carne.
Esto, unido al vino muy alcohólico, tenía que producir una verdadera
incandescencia interior.
Después de comer, Andrés y los tres viajantes fueron a tomar café
al casino. Hacía en la calle un calor espantoso: el aire venía en
ráfagas secas, como salidas de un horno. No se podía mirar a derecha
y a izquierda; las casas, blancas como la nieve, rebozadas de cal,
reverberaban esta luz vívida y cruel hasta dejarle a uno ciego.
Entraron en el casino. Los viajantes pidieron café y jugaron al dominó.
Un enjambre de moscas revoloteaba en el aire. Terminada la partida
volvieron a la fonda a dormir la siesta.
Al salir a la calle, la misma bofetada de calor le sorprendió a Andrés;
en la fonda los viajantes se fueron a sus cuartos. Andrés hizo lo
propio, y se tendió en la cama aletargado. Por el resquicio de las
maderas entraba una claridad brillante como una lámina de oro; de las
vigas negras, con los espacios entre una y otra pintados de azul,
colgaban telas de araña plateadas. En el patio seguía cantando el
canario con su gorjeo chillón, y a cada paso se oían campanadas lentas
y tristes...
El mozo de la fonda le había advertido a Hurtado, que si tenía que
hablar con alguno del pueblo no podrá verlo, por lo menos, hasta las
seis. Al dar esta hora, Andrés salió de casa y se fué a visitar al
secretario del Ayuntamiento y al otro médico.
El secretario era un tipo un poco petulante, con el pelo negro rizado y
los ojos vivos. Se creía un hombre superior, colocado en un medio bajo.
El secretario brindó en seguida su protección a Andrés.
--Si quiere usted--le dijo--iremos ahora mismo a ver a su compañero, el
doctor Sánchez.
--Muy bien, vamos.
El doctor Sánchez vivía cerca, en una casa de aspecto pobre. Era un
hombre grueso, rubio, de ojos azules, inexpresivos, con una cara de
carnero, de aire poco inteligente.
El doctor Sánchez llevó la conversación a la cuestión de la ganancia, y
le dijo a Andrés que no creyera que allí, en Alcolea, se sacaba mucho.
Don Tomás, el médico aristócrata del pueblo, se llevaba toda la
clientela rica. Don Tomás Solana era de allí; tenía una casa hermosa,
aparatos modernos, relaciones...
--Aquí el titular no puede más que mal vivir--dijo Sánchez.
--¡Qué le vamos a hacer!--murmuró Andrés. Probaremos.
El secretario, el médico y Andrés salieron de la casa para dar una
vuelta.
Seguía aquel calor exasperante, aquel aire inflamado y seco. Pasaron
por la plaza, con su iglesia llena de añadidos y composturas, y sus
puestos de cosas de hierro y esparto. Siguieron por una calle ancha, de
caserones blancos, con su balcón central lleno de geranios, y su reja
afiligranada, con una cruz de Calatrava en lo alto.
De los portales se veía el zaguán con un zócalo azul y el suelo
empedrado de piedrecitas, formando dibujos. Algunas calles extraviadas,
con grandes paredones de color de tierra, puertas enormes y ventanas
pequeñas, parecían de un pueblo moro. En uno de aquellos patios vió
Andrés muchos hombres y mujeres, de luto, rezando.
--¿Qué es esto?--preguntó.
--Aquí le llaman un rezo--dijo el secretario; y explicó que era una
costumbre que se tenía de ir a las casas donde había muerto alguno a
rezar el rosario.
Salieron del pueblo por una carretera llena de polvo; las galeras de
cuatro ruedas volvían del campo cargadas con montones de gavillas.
--Me gustaría ver el pueblo entero; no me formo idea de su tamaño--dijo
Andrés.
--Pues subiremos aquí, a este cerrillo--indicó el secretario.
--Yo les dejo a ustedes, porque tengo que hacer una visita--dijo el
médico.
Se despidieron de él, y el secretario y Andrés comenzaron a subir un
cerro rojo, que tenía en la cumbre una torre antigua, medio derruída.
Hacía un calor horrible; todo el campo parecía quemado, calcinado;
el cielo plomizo, con reflejos de cobre, iluminaba los polvorientos
viñedos, y el sol se ponía tras de un velo espeso de calina, a través
del cual quedaba convertido en un disco blanquecino y sin brillo.
Desde lo alto del cerro se veía la llanura cerrada por lomas grises,
tostada por el sol; en el fondo, el pueblo inmenso se extendía con sus
paredes blancas, sus tejados de color de ceniza, y su torre dorada en
medio. Ni un boscaje, ni un árbol, sólo viñedos y viñedos se divisaban
en toda la extensión abarcada por la vista; únicamente dentro de las
tapias de algunos corrales una higuera extendía sus anchas y obscuras
hojas.
Con aquella luz del anochecer, el pueblo parecía no tener realidad; se
hubiera creído que un soplo de viento lo iba a arrastrar y a deshacer
como nube de polvo sobre la tierra enardecida y seca.
En el aire había un olor empireumático, dulce, agradable.
--Están quemando orujo en alguna alquitara--dijo el secretario.
Bajaron el secretario y Andrés del cerrillo. El viento levantaba
ráfagas de polvo en la carretera; las campanas comenzaban a tocar de
nuevo.
Andrés entró en la fonda a cenar, y salió por la noche. Había
refrescado; aquella impresión de irrealidad del pueblo se acentuaba. A
un lado y a otro de las calles, languidecían las cansadas lámparas de
luz eléctrica.
Salió la luna; la enorme ciudad, con sus fachadas blancas, dormía en el
silencio; en los balcones centrales encima del portón, pintado de azul,
brillaban los geranios; las rejas, con sus cruces, daban una impresión
de romanticismo y de misterio, de tapadas y escapatorias de convento;
por encima de alguna tapia, brillante de blancura como un témpano de
nieve, caía una guirnalda de hiedra negra, y todo este pueblo, grande,
desierto, silencioso, bañado por la suave claridad de la luna, parecía
un inmenso sepulcro.


III
PRIMERAS DIFICULTADES

ANDRÉS Hurtado habló largamente con el doctor Sánchez, de las
obligaciones del cargo. Quedaron de acuerdo en dividir Alcolea en dos
secciones, separadas por la calle Ancha.
Un mes, Hurtado visitaría la parte derecha, y al siguiente la
izquierda. Así conseguirían no tener que recorrer los dos todo el
pueblo.
El doctor Sánchez recabó como condición indispensable, el que si alguna
familia de la sección visitada por Andrés quería que la visitara él o
al contrario, se haría según los deseos del enfermo.
Hurtado aceptó; ya sabía que no había de tener nadie predilección por
llamarle a él: pero no le importaba.
Comenzó a hacer la visita. Generalmente el número de enfermos que le
correspondían no pasaba de seis o siete.
Andrés hacía las visitas por la mañana; después, en general, por la
tarde no tenía necesidad de salir de casa.
El primer verano lo pasó en la fonda; llevaba una vida soñolienta; oía
a los viajantes de comercio que en la mesa discurseaban y alguna que
otra vez iba al teatro, una barraca construída en un patio.
La visita, por lo general, le daba pocos quebraderos de cabeza; sin
saber por qué, había supuesto los primeros días que tendría continuos
disgustos; creía que aquella gente manchega sería agresiva, violenta,
orgullosa; pero no, la mayoría eran sencillos, afables, sin petulancia.
En la fonda, al principio se encontraba bien; pero se cansó pronto de
estar allí. Las conversaciones de los viajantes le iban fastidiando; la
comida, siempre de carne y sazonada con especias picantes, le producía
digestiones pesadas.
--¿Pero no hay legumbres aquí?--le preguntó al mozo un día.
--Sí.
--Pues yo quisiera comer legumbres: judías, lentejas.
El mozo se quedó estupefacto, y a los pocos días le dijo que no
podía ser; había que hacer una comida especial; los demás huéspedes
no querían comer legumbres; el amo de la fonda suponía que era
una verdadera deshonra para su establecimiento poner un plato de
habichuelas o de lentejas.
El pescado no se podía llevar en el rigor del verano, porque no venía
en buenas condiciones. El único pescado fresco eran las ranas, cosa un
poco cómica como alimento.
Otra de las dificultades era bañarse: no había modo. El agua en Alcolea
era un lujo y un lujo caro. La traían en carros desde una distancia de
cuatro leguas, y cada cántaro valía diez céntimos. Los pozos estaban
muy profundos; sacar el agua suficiente de ellos para tomar un baño,
constituía un gran trabajo; se necesitaba emplear una hora lo menos.
Con aquel régimen de carne y con el calor, Andrés estaba constantemente
excitado.
Por las noches iba a pasear solo por las calles desiertas. A primera
hora, en las puertas de las casas, algunos grupos de mujeres y chicos
salían a respirar. Muchas veces, Andrés se sentaba en la calle Ancha en
el escalón de una puerta y miraba las dos filas de luces eléctricas que
brillaban en la atmósfera turbia. ¡Qué tristeza! ¡Qué malestar físico
le producía aquel ambiente!
A principios de septiembre, Andrés decidió dejar la fonda. Sánchez le
buscó una casa. A Sánchez no le convenía que el médico rival suyo se
hospedara en la mejor fonda del pueblo; allí estaba en relación con los
viajeros, en sitio muy céntrico; podía quitarle visitas. Sánchez le
llevó a Andrés a una casa de las afueras, a un barrio que llamaban del
Marrubial.
Era una casa de labor, grande, antigua, blanca, con el frontón pintado
de azul y una galería tapiada en el primer piso.
Tenía sobre el portal un ancho balcón y una reja labrada a una
callejuela.
El amo de la casa era del mismo pueblo que Sánchez, y se llamaba José;
pero le decían en burla en todo el pueblo, Pepinito. Fueron Andrés y
Sánchez a ver la casa, y el ama les enseñó un cuarto pequeño, estrecho,
muy adornado, con una alcoba en el fondo oculta por una cortina roja.
--Yo quisiera--dijo Andrés--un cuarto en el piso bajo y a poder ser,
grande.
--En el piso bajo no tengo--dijo ella--más que un cuarto grande, pero
sin arreglar.
--Si pudiera usted enseñarlo.
--Bueno.
La mujer abrió una sala antigua y sin muebles con una reja afiligranada
a la callejuela que se llamaba de los Carretones.
--¿Y este cuarto está libre?
--Sí.
--Ah, pues aquí me quedo--dijo Andrés.
--Bueno, como usted quiera; se blanqueará, se barrerá y se traerá la
cama.
Sánchez se fué y Andrés habló con su nueva patrona.
--¿Usted no tendrá una tinaja inservible?--le preguntó.
--¿Para qué?
--Para bañarme.
--En el corralillo hay una.
--Vamos a verla.
La casa tenía en la parte de atrás una tapia de adobes cubierta con
bardales de ramas que limitaba varios patios y corrales además del
establo, la tejavana para el carro, la sarmentera, el lagar, la bodega
y la almazara.
En un cuartucho que había servido de tahona y que daba a un corralillo,
había una tinaja grande cortada por la mitad y hundida en el suelo.
--¿Esta tinaja me la podrá usted ceder a mí?--preguntó Andrés.
--Sí, señor; ¿por qué no?
--Ahora quisiera que me indicara usted algún mozo que se encargara de
llenar todos los días la tinaja; yo le pagaré lo que me diga.
--Bueno. El mozo de casa lo hará. ¿Y de comer? ¿Qué quiere usted de
comer? ¿Lo que comemos en casa?
--Sí, lo mismo.
--¿No quiere usted alguna cosa más? ¿Aves? ¿Fiambres?
--No, no. En tal caso, si a usted no le molesta, quisiera que en las
dos comidas pusiera un plato de legumbres.
Con estas advertencias, la nueva patrona creyó que su huésped, si no
estaba loco, no le faltaba mucho.
La vida en la casa le pareció a Andrés más simpática que en la fonda.
Por las tardes, después de las horas de bochorno, se sentaba en el
patio a hablar con la gente de casa. La patrona era una mujer morena,
de tez blanca, de cara casi perfecta; tenía un tipo de Dolorosa; ojos
negrísimos y pelo brillante como el azabache.
El marido, Pepinito, era un hombre estúpido, con facha de degenerado,
cara juanetuda, las orejas muy separadas de la cabeza y el labio
colgante. Consuelo, la hija de doce o trece años, no era tan
desagradable como su padre ni tan bonita como su madre.
Con un primer detalle adjudicó Andrés sus simpatías y antipatías en la
casa.
Una tarde de domingo, la criada cogió una cría de gorrión en el tejado
y la bajó al patio.
--Mira, llévalo al pobrecito al corral--dijo el ama--, que se vaya.
--No puede volar--contestó la criada, y lo dejó en el suelo.
En esto entró Pepinito, y al ver al gorrión se acercó a una puerta y
llamó al gato. El gato, un gato negro con los ojos dorados, se asomó
al patio. Pepinito entonces, asustó al pájaro con el pie, y al verlo
revolotear, el gato se abalanzó sobre él y le hizo arrancar un quejido.
Luego se escapó con los ojos brillantes y el gorrión en la boca.
--No me gusta ver esto--dijo el ama.
Pepinito, el patrón, se echó a reir con un gesto de pedantería y
de superioridad del hombre que se encuentra por encima de todo
sentimentalismo.


IV
LA HOSTILIDAD MÉDICA

DON Juan Sánchez había llegado a Alcolea hacía más de treinta años de
maestro cirujano; después, pasando unos exámenes, se llegó a licenciar.
Durante bastantes años estuvo, con relación al médico antiguo, en una
situación de inferioridad, y cuando el otro murió, el hombre comenzó a
crecerse y a pensar que ya que él tuvo que sufrir las chinchorrerías
del médico anterior, era lógico que el que viniera sufriera las suyas.
Don Juan era un manchego apático y triste, muy serio, muy grave, muy
aficionado a los toros. No perdía ninguna de las corridas importantes
de la provincia, y llegaba a ir hasta las fiestas de los pueblos de la
Mancha baja y de Andalucía.
Esta afición bastó a Andrés para considerarle como un bruto.
El primer rozamiento que tuvieron Hurtado y él fué por haber ido
Sánchez a una corrida de Baeza.
Una noche llamaron a Andrés del molino de la Estrella, un molino de
harina que se hallaba a un cuarto de hora del pueblo. Fueron a buscarle
en un cochecito. La hija del molinero estaba enferma; tenía el vientre
hinchado, y esta hinchazón del vientre se había complicado con una
retención de orina.
A la enferma la visitaba Sánchez; pero aquel día, al llamarle por la
mañana temprano, dijeron en casa del médico que no estaba; se había ido
a los toros de Baeza. Don Tomás tampoco se encontraba en el pueblo.
El cochero fué explicando a Andrés lo ocurrido, mientras animaba al
caballo con la fusta. Hacía una noche admirable; miles de estrellas
resplandecían soberbias, y de cuando en cuando pasaba algún meteoro por
el cielo. En pocos momentos, y dando algunos barquinazos en los hoyos
de la carretera, llegaron al molino.
Al detenerse el coche, el molinero se asomó a ver quién venía, y
exclamó:
--¿Cómo? ¿No estaba don Tomás?
--No.
--¿Y a quién traes aquí?
--Al médico nuevo.
El molinero, iracundo, comenzó a insultar a los médicos. Era hombre
rico y orgulloso, que se creía digno de todo.
--Me han llamado aquí para ver a una enferma--dijo Andrés fríamente--.
¿Tengo que verla o no? Porque si no, me vuelvo.
--Ya, ¡qué se va a hacer! Suba usted.
Andrés subió una escalera hasta el piso principal, y entró detrás del
molinero en un cuarto en donde estaba una muchacha en la cama y su
madre cuidándola.
Andrés se acercó a la cama. El molinero siguió renegando.
--Bueno. Cállese usted--le dijo Andrés--, si quiere usted que reconozca
a la enferma.
El hombre se calló. La muchacha era hidrópica, tenía vómitos, disnea
y ligeras convulsiones. Andrés examinó a la enferma; su vientre
hinchado parecía el de una rana; a la palpación se notaba claramente la
fluctuación del líquido que llenaba el peritoneo.
--¿Qué? ¿Qué tiene?--preguntó la madre.
--Esto es una enfermedad del hígado, crónica, grave--contestó Andrés,
retirándose de la cama para que la muchacha no le oyera--; ahora la
hidropesía se ha complicado con la retención de orina.
--¿Y qué hay que hacer, Dios mío? ¿O no tiene cura?
--Si se pudiera esperar, sería mejor que viniera Sánchez. Él debe
conocer la marcha de la enfermedad.
--¿Pero se puede esperar?--preguntó el padre con voz colérica.
Andrés volvió a reconocer a la enferma; el pulso estaba muy débil; la
insuficiencia respiratoria, probablemente resultado de la absorción de
la urea en la sangre, iba aumentando; las convulsiones se sucedían con
más fuerza. Andrés tomó la temperatura. No llegaba a la normal.
--No se puede esperar--dijo Hurtado dirigiéndose a la madre.
--¿Qué hay que hacer?--exclamó el molinero--. Obre usted...
--Habría que hacer la punción abdominal--repuso Andrés, siempre
hablando a la madre--. Si no quieren ustedes que la haga yo...
--Sí, sí, usted.
--Bueno; entonces iré a casa, cogeré mi estuche, y volveré.
El mismo molinero se puso al pescante del coche. Se veía que la
frialdad desdeñosa de Andrés le irritaba. Fueron los dos durante
el camino sin hablarse. Al llegar a su casa, Andrés bajó, cogió su
estuche, un poco de algodón y una pastilla de sublimado. Volvieron al
molino.
Andrés animó un poco a la enferma, jabonó y friccionó la piel en el
sitio de elección, y hundió el trócar en el vientre abultado de la
muchacha. Al retirar el trócar y dejar la cánula, manaba el agua,
verdosa, llena de serosidades, como de una fuente a un barreño.
Después de vaciarse el líquido, Andrés pudo sondar la vejiga, y la
enferma comenzó a respirar fácilmente. La temperatura subió en seguida
por encima de la normal. Los síntomas de la uremia iban desapareciendo.
Andrés hizo que le dieran leche a la muchacha, que quedó tranquila.
En la casa había un gran regocijo.
--No creo que esto haya acabado--dijo Andrés a la madre--; se
reproducirá, probablemente.
--¿Qué cree usted que debíamos hacer?--preguntó ella humildemente.
--Yo, como ustedes, iría a Madrid a consultar con un especialista.
Hurtado se despidió de la madre y de la hija. El molinero montó en el
pescante del coche para llevar a Andrés a Alcolea. La mañana comenzaba
a sonreir en el cielo; el sol brillaba en los viñedos y en los
olivares; las parejas de mulas iban a la labranza, y los campesinos,
de negro, montados en las ancas de los borricos, les seguían. Grandes
bandadas de cuervos pasaban por el aire.
El molinero fué sin hablar en todo el camino; en su alma luchaban el
orgullo y el agradecimiento; quizá esperaba que Andrés le dirigiera la
palabra; pero éste no despegó los labios. Al llegar a casa bajó del
coche, y murmuró:
--Buenos días.
--¡Adiós!
Y los dos hombres se despidieron como dos enemigos.
Al día siguiente, Sánchez se le acercó a Andrés, más apático y más
triste que nunca.
--Usted quiere perjudicarme--le dijo.
--Sé por qué dice usted eso--le contestó Andrés--; pero yo no tengo la
culpa. He visitado a esa muchacha, porque vinieron a buscarme, y la
operé, porque no había más remedio, porque se estaba muriendo.
--Sí; pero también le dijo usted a la madre que fuera a ver a un
especialista de Madrid, y eso no va en benefició de usted ni en
beneficio mío.
Sánchez no comprendía que este consejo lo hubiera dado Andrés por
probidad, y suponía que era por perjudicarle a él. También creía que
por su cargo tenía un derecho a cobrar una especie de contribución por
todas las enfermedades de Alcolea. Que el tío Fulano cogía un catarro
fuerte, pues eran seis visitas para él; que padecía un reumatismo, pues
podían ser hasta veinte visitas.
El caso de la chica del molinero se comentó mucho en todas partes e
hizo suponer que Andrés era un médico conocedor de procedimientos
modernos.
Sánchez, al ver que la gente se inclinaba a creer en la ciencia del
nuevo médico, emprendió una campaña contra él. Dijo que era hombre
de libros, pero sin práctica alguna, y que, además, era un tipo
misterioso, del cual no se podía uno fiar.
Al ver que Sánchez le declaraba la guerra francamente, Andrés se puso
en guardia. Era demasiado escéptico en cuestiones de medicina para
hacer imprudencias. Cuando había que intervenir en casos quirúrgicos,
enviaba al enfermo a Sánchez que, como hombre de conciencia bastante
elástica, no se alarmaba por dejarle a cualquiera ciego o manco.
Andrés casi siempre empleaba los medicamentos a pequeñas dosis; muchas
veces no producían efecto; pero al menos no corría el peligro de una
torpeza. No dejaba de tener éxitos; pero él se confesaba ingenuamente
a sí mismo, que, a pesar de sus éxitos, no hacía casi nunca un
diagnóstico bien.
Claro que por prudencia no aseguraba los primeros días nada; pero casi
siempre las enfermedades le daban sorpresas; una supuesta pleuresía,
aparecía como una lesión hepática; una tifoidea, se le transformaba en
una gripe real.
Cuando la enfermedad era clara, una viruela o una pulmonía, entonces la
conocía él y la conocían las comadres de la vecindad, y cualquiera.
El no decía que los éxitos se debían a la casualidad; hubiera sido
absurdo; pero tampoco los lucía como resultado de su ciencia. Había
cosas grotescas en la práctica diaria; un enfermo que tomaba un poco
de jarabe simple, y se encontraba curado de una enfermedad crónica del
estómago; otro, que con el mismo jarabe decía que se ponía a la muerte.
Andrés estaba convencido de que en la mayoría de los casos una
terapéutica muy activa no podía ser beneficiosa más que en manos de
un buen clínico, y para ser un buen clínico era indispensable, además
de facultades especiales, una gran práctica. Convencido de esto, se
dedicaba al método expectante. Daba mucha agua con jarabe. Ya le había
dicho confidencialmente al boticario:
--Usted cobre como si fuera quinina.
Este escepticismo en sus conocimientos y en su profesión le daba
prestigio.
A ciertos enfermos les recomendaba los preceptos higiénicos, pero nadie
le hacía caso.
Tenía un cliente, dueño de unas bodegas, un viejo artrítico, que se
pasaba la vida leyendo folletines. Andrés le aconsejaba que no comiera
carne y que anduviera.
--Pero si me muero de debilidad, doctor--decía él--. No como más que un
pedacito de carne, una copa de Jerez y una taza de café.
--Todo eso es malísimo--decía Andrés.
Este demagogo, que negaba la utilidad de comer carne, indignaba a la
gente acomodada... y a los carniceros.
Hay una frase de un escritor francés que quiere ser trágica y es
enormemente cómica. Es así: Desde hace treinta años no se siente placer
en ser francés. El vinatero artrítico debía decir: Desde que ha venido
este médico, no se siente placer en ser rico.
La mujer del secretario del Ayuntamiento, una mujer muy remilgada y
redicha, quería convencer a Hurtado de que debía casarse y quedarse
definitivamente en Alcolea.
--Ya veremos--contestaba Andrés.


V
ALCOLEA DEL CAMPO

LAS costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo
completo.
El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en
sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad;
nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres
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