El árbol de la ciencia: novela - 08

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--Nadie; pero usted, de buena fe, no puede aceptar esa posibilidad. El
encadenamiento de causas y efectos es la ciencia. Si ese encadenamiento
no existiera, ya no habría asidero ninguno; todo podría ser verdad.
--Entonces vuestra ciencia se basa en la utilidad.
--No; se basa en la razón y en la experiencia.
--No, porque no podéis llevar la razón hasta las últimas consecuencias.
--Ya se sabe que no, que hay claros. La ciencia nos da la descripción
de una falange de este mamuth, que se llama universo; la filosofía nos
quiere dar la hipótesis racional de cómo puede ser este mamuth. ¿Que
ni los datos empíricos, ni los datos racionales son todos absolutos?
¡Quién lo duda! La ciencia valora los datos de la observación;
relaciona las diversas ciencias particulares, que son como islas
exploradas en el océano de lo desconocido, levanta puentes de paso
entre unas y otras, de manera que en su conjunto tengan cierta unidad.
Claro que estos puentes no pueden ser más que hipótesis, teorías,
aproximaciones a la verdad.
--Los puentes son hipótesis y las islas lo son también.
--No, no estoy conforme. La ciencia es la única construcción fuerte de
la Humanidad. Contra ese bloque científico del determinismo, afirmado
ya por los griegos, ¿cuántas olas no han roto? Religiones, morales,
utopías; hoy todas esas pequeñas supercherías del pragmatismo y de las
ideas-fuerzas..., y, sin embargo, el bloque continúa inconmovible, y la
ciencia, no sólo arrolla estos obstáculos, sino que los aprovecha para
perfeccionarse.
--Sí--contestó Iturrioz--; la ciencia arrolla esos obstáculos y arrolla
también al hombre.
--Eso, en parte, es verdad--murmuró Andrés paseando por la azotea.


III
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA Y EL ÁRBOL DE LA VIDA

YA la ciencia para vosotros--dijo Iturrioz--no es una institución con
un fin humano, ya es algo más; la habéis convertido en ídolo.
--Hay la esperanza de que la verdad, aun la que hoy es inútil, pueda
ser útil mañana--replicó Andrés.
--¡Bah! ¡Utopía! ¿Tú crees que vamos a aprovechar las verdades
astronómicas alguna vez?
--¿Alguna vez? Las hemos aprovechado ya.
--¿En qué?
--En el concepto del mundo.
--Está bien; pero yo hablaba de un aprovechamiento práctico, inmediato.
Yo, en el fondo, estoy convencido de que, la verdad en bloque, es
mala para la vida. Esa anomalía de la naturaleza que se llama la vida
necesita estar basada en el capricho, quizá en la mentira.
--En eso estoy conforme--dijo Andrés--. La voluntad, el deseo de vivir
es tan fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es mayor
la comprensión. A más comprender, corresponde menos desear. Esto es
lógico, y además se comprueba en la realidad. La apetencia por conocer
se despierta en los individuos que aparecen al final de una evolución,
cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es
conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El
individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son; porque no
le conviene. Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien
Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un símbolo de la afirmación
de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas cuerdas que le
rodean, vive más y con más intensidad que los otros. El individuo o el
pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses
cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de la
ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de crítica,
el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de
mentira que es necesaria para la vida. ¿Se ríe usted?
--Sí, me río, porque eso que tú expones con palabras del día, está
dicho nada menos que en la Biblia.
--¡Bah!
--Sí, en el Génesis. Tú habrás leído que en el centro del paraíso había
dos árboles, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y
del mal. El árbol de la vida era inmenso, frondoso, y, según algunos
santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice
cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le
dijo Dios a Adán?
--No recuerdo; la verdad.
--Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: Puedes comer todos los
frutos del jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia
del bien y del mal, porque el día que tú comas su fruto morirás de
muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la vida, sed
bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente;
pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará
una tendencia a mejorar que os destruirá. ¿No es un consejo admirable?
--Sí, es un consejo digno de un accionista del Banco--repuso Andrés.
--¡Cómo se ve el sentido práctico de esa granujería semítica!--dijo
Iturrioz--. ¡Cómo olfatearon esos buenos judíos, con sus narices
corvas, que el estado de conciencia podía comprometer la vida!
--¡Claro, eran optimistas; griegos y semitas tenían el instinto fuerte
de vivir, inventaban dioses para ellos, un paraíso exclusivamente suyo.
Yo creo que en el fondo no comprendían nada de la naturaleza.
--No les convenía.
--Seguramente no les convenía. En cambio, los turanios y los arios del
Norte, intentaron ver la naturaleza tal como es.
--Y, ¿a pesar de eso, nadie les hizo caso y se dejaron domesticar por
los semitas del Sur?
--¡Ah, claro! El semitismo, con sus tres impostores, ha dominado al
mundo, ha tenido la oportunidad y la fuerza; en una época de guerras
dió a los hombres un dios de las batallas, a las mujeres y a los
débiles un motivo de lamentos, de quejas y de sensiblería. Hoy, después
de siglos de dominación semítica, el mundo vuelve a la cordura, y la
verdad aparece como una aurora pálida tras de los terrores de la noche.
--Yo no creo en esa cordura--dijo Iturrioz--ni creo en la ruina del
semitismo. El semitismo judío, cristiano o musulmán, seguirá siendo
el amo del mundo, tomará avatares extraordinarios. ¿Hay nada más
interesante que la Inquisición, de índole tan semítica, dedicada a
limpiar de judíos y moros al mundo? ¿Hay caso más curioso que el de
Torquemada, de origen judío?
--Sí, eso define el carácter semítico, la confianza, el optimismo, el
oportunismo... Todo eso tiene que desaparecer. La mentalidad científica
de los hombres del Norte de Europa lo barrerá.
--Pero, ¿dónde están esos hombres? ¿Dónde están esos precursores?
--En la ciencia, en la filosofía, en Kant sobre todo. Kant ha sido
el gran destructor de la mentira greco-semítica. El se encontró
con esos dos árboles bíblicos de que usted hablaba antes y fué
apartando las ramas del árbol de la vida que ahogaban al árbol de
la ciencia. Tras él no queda, en el mundo de las ideas, más que un
camino estrecho y penoso: la ciencia. Detrás de él, sin tener quizá
su fuerza y su grandeza, viene otro destructor, otro oso del Norte,
Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios que el maestro
sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por misericordia
que esa gruesa rama del árbol de la vida, que se llama libertad,
responsabilidad, derecho, descanse junto a las ramas del árbol de la
ciencia para dar perspectivas a la mirada del hombre. Schopenhauer,
más austero, más probo en su pensamiento, aparta esa rama, y la vida
aparece como una cosa obscura y ciega, potente y jugosa sin justicia,
sin bondad, sin fin; una corriente llevada por una fuerza X, que él
llama voluntad y que, de cuando en cuando, en medio de la materia
organizada, produce un fenómeno secundario, una fosforescencia
cerebral, un reflejo, que es la inteligencia. Ya se ve claro en estos
dos principios: vida y verdad, voluntad e inteligencia.
--Ya debe haber filósofos y biófilos--dijo Iturrioz.
--¿Por qué no? Filósofos y biófilos. En estas circunstancias el
instinto vital, todo actividad y confianza, se siente herido y tiene
que reaccionar y reacciona. Los unos, la mayoría literatos, ponen su
optimismo en la vida, en la brutalidad de los instintos y cantan la
vida cruel, canalla, infame, la vida sin finalidad, sin objeto, sin
principios y sin moral, como una pantera en medio de una selva. Los
otros ponen el optimismo en la misma ciencia. Contra la tendencia
agnóstica de un Du Boie-Reymond que afirmó que jamás el entendimiento
del hombre llegaría a conocer la mecánica del universo, están las
tendencias de Berthelot, de Metchnikoff, de Ramón y Cajal en España,
que supone que se puede llegar a averiguar el fin del hombre en la
Tierra. Hay, por último, los que quieren volver a las ideas viejas y a
los viejos mitos, porque son útiles para la vida. Estos son profesores
de retórica, de esos que tienen la sublime misión de contarnos cómo
se estornudaba en el siglo XVIII después de tomar rapé, los que nos
dicen que la ciencia fracasa, y que el materialismo, el determinismo,
el encadenamiento de causa a efecto es una cosa grosera, y que el
espiritualismo es algo sublime y refinado. ¡Qué risa! ¡Qué admirable
lugar común para que los obispos y los generales cobren su sueldo y los
comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido! ¡Creer en el
ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad; creer en los átomos
como Demócrito o Epicuro, señal de estupidez! Un _aissaua_ de Marruecos
que se rompe la cabeza con un hacha y traga cristales en honor de la
divinidad, o un buen mandingo con su taparabos, son seres refinados y
cultos; en cambio el hombre de ciencia que estudia la naturaleza es un
ser vulgar y grosero. ¡Qué admirable paradoja para vestirse de galas
retóricas y de sonidos nasales en la boca de un académico francés!
Hay que reirse cuando dicen que la ciencia fracasa. Tontería: lo que
fracasa es la mentira; la ciencia marcha adelante, arrollándolo todo.
--Sí, estamos conformes, lo hemos dicho antes arrollándolo todo. Desde
un punto de vista puramente científico, yo no puedo aceptar esa teoría
de la duplicidad de la función vital: inteligencia a un lado, voluntad
a otro, no.
--Yo no digo inteligencia a un lado y voluntad a otro--replicó
Andrés--, sino predominio de la inteligencia o predominio de la
voluntad. Una lombriz tiene voluntad e inteligencia, voluntad de vivir
tanta como el hombre, resiste a la muerte como puede; el hombre tiene
también voluntad e inteligencia, pero en otras proporciones.
--Lo que quiero decir es que no creo que la voluntad sea sólo una
máquina de desear y la inteligencia una máquina de reflejar.
--Lo que sea en sí, no lo sé; pero a nosotros nos parece esto
racionalmente. Si todo reflejo tuviera para nosotros un fin, podríamos
sospechar que la inteligencia no es sólo un aparato reflector, una
luna indiferente para cuanto se coloca en su horizonte sensible;
pero la conciencia refleja lo que puede aprehender sin interés,
automáticamente y produce imágenes. Estas imágenes, desprovistas de lo
contingente, dejan un símbolo, un esquema, que debe ser la idea.
--No creo en esa indiferencia automática que tú atribuyes a la
inteligencia. No somos un intelecto puro, ni una máquina de desear,
somos hombres que al mismo tiempo piensan, trabajan, desean,
ejecutan... Yo creo que hay ideas que son fuerzas.
--Yo, no. La fuerza está en otra cosa. La misma idea que impulsa a un
anarquista romántico a escribir unos versos ridículos y humanitarios,
es la que hace a un dinamitero poner una bomba. La misma ilusión
imperialista tiene Bonaparte, que Lebaudy, el emperador del Sahara. Lo
que les diferencia es algo orgánico.
--¡Qué confusión! En qué laberinto nos vamos metiendo--murmuró Iturrioz.
--Sintetice usted nuestra discusión y nuestros distintos puntos de
vista.
--En parte, estamos conformes. Tú quieres, partiendo de la relatividad
de todo, darle un valor absoluto a las relaciones entre las cosas.
--Claro, lo que decía antes; el metro en sí, medida arbitraria; los
360 grados de un círculo, medida también arbitraria; las relaciones
obtenidas con el metro o con el arco, exactas.
--No, ¡si estamos conformes! Sería imposible que no lo estuviéramos
en todo lo que se refiere a la matemática y a la lógica; pero cuando
nos vamos alejando de estos conocimientos simples y entramos en el
dominio de la vida, nos encontramos dentro de un laberinto, en medio
de la mayor confusión y desorden. En este baile de máscaras, en donde
bailan millones de figuras abigarradas, tú me dices: Acerquémonos a la
verdad. ¿Dónde está la verdad? ¿Quién es ese enmascarado que pasa por
delante de nosotros? ¿Qué esconde debajo de su capa gris? ¿Es un rey o
un mendigo? ¿Es un joven admirablemente formado o un viejo enclenque y
lleno de úlceras? La verdad es una brújula loca que no funciona en este
caos de cosas desconocidas.
--Cierto, fuera de la verdad matemática y de la verdad empírica que se
va adquiriendo lentamente, la ciencia no dice mucho. Hay que tener la
probidad de reconocerlo..., y esperar.
--¿Y, mientras tanto, abstenerse de vivir, de afirmar? Mientras tanto
no vamos a saber si la República es mejor que la Monarquía, si el
Protestantismo es mejor o peor que el Catolicismo, si la propiedad
individual es buena o mala; mientras la Ciencia no llegue hasta ahí,
silencio.
--¿Y qué remedio queda para el hombre inteligente?
--Hombre, sí. Tú reconoces que fuera del dominio de las matemáticas y
de las ciencias empíricas existe, hoy por hoy, un campo enorme adonde
todavía no llegan las indicaciones de la ciencia. ¿No es eso?
--Sí.
--¿Y por qué en ese campo no tomar como norma la utilidad?
--Lo encuentro peligroso--dijo Andrés--. Esta idea de la utilidad, que
al principio parece sencilla, inofensiva, puede llegar a legitimar las
mayores enormidades, a entronizar todos los prejuicios.
--Cierto, también, tomando como norma la verdad, se puede ir al
fanatismo más bárbaro. La verdad puede ser un arma de combate.
--Sí, falseándola, haciendo que no lo sea. No hay fanatismo en
matemáticas, ni en ciencias naturales. ¿Quién puede vanagloriarse de
defender la verdad en política o en moral? El que así se vanagloria,
es tan fanático como el que defiende cualquier otro sistema político o
religioso. La ciencia no tiene nada que ver con eso; ni es cristiana,
ni es atea, ni revolucionaria, ni reaccionaria.
--Pero ese agnosticismo, para todas las cosas que no se conocen
científicamente, es absurdo porque es antibiológico. Hay que vivir.
Tú sabes que los fisiólogos han demostrado que, en el uso de nuestros
sentidos, tendemos a percibir, no de la manera más exacta, sino de la
manera más económica, más ventajosa, más útil. ¿Qué mejor norma de la
vida que su utilidad, su engrandecimiento?
--No, no; eso llevaría a los mayores absurdos en la teoría y en la
práctica. Tendríamos que ir aceptando ficciones lógicas: el libre
albedrío, la responsabilidad, el mérito; acabaríamos aceptándolo todo,
las mayores extravagancias de las religiones.
--No, no aceptaríamos más que lo útil.
--Pero para lo útil no hay comprobación como para lo verdadero--replicó
Andrés--. La fe religiosa para un católico, además de ser verdad,
es útil; para un irreligioso puede ser falsa y útil, y para otro
irreligioso puede ser falsa e inútil.
--Bien, pero habrá un punto en que estemos todos de acuerdo, por
ejemplo, en la utilidad de la fe para una acción dada. La fe, dentro de
lo natural, es indudable que tiene una gran fuerza. Si yo me creo capaz
de dar un salto de un metro, lo daré; si me creo capaz de dar un salto
de dos o tres metros, quizá lo dé también.
--Pero si se cree usted capaz de dar un salto de cincuenta metros, no
lo dará usted por mucha fe que tenga.
--Claro que no; pero eso no importa para que la fe sirva en el radio
de acción de lo posible. Luego la fe es útil, biológica; luego hay que
conservarla.
--No, no. Eso que usted llama fe no es más que la conciencia de
nuestra fuerza. Esa existe siempre, se quiera o no se quiera. La otra
fe conviene destruirla, dejarla es un peligro; tras de esa puerta que
abre hacia lo arbitrario una filosofía basada en la utilidad, en la
comodidad o en la eficacia, entran todas las locuras humanas.
--En cambio, cerrando esa puerta y no dejando más norma que la verdad,
la vida languidece, se hace pálida, anémica, triste. Yo no sé quién
decía la legalidad nos mata; como él podemos decir: La razón y la
ciencia nos apabullan. La sabiduría del judío se comprende cada vez más
que se insiste en este punto: a un lado el árbol de la ciencia, al otro
el árbol de la vida.
--Habrá que creer que el árbol de la ciencia es como el clásico
manzanillo, que mata a quien se acoge a su sombra--dijo Andrés
burlonamente.
--Sí, ríete.
--No, no me río.


IV
DISOCIACIÓN

NO sé, no sé--murmuró Iturrioz--. Creo que vuestro intelectualismo
no os llevará a nada. ¿Comprender? ¿Explicarse las cosas? ¿Para qué?
Se puede ser un gran artista; un gran poeta, se puede ser hasta un
matemático y un científico y no comprender en el fondo nada. El
intelectualismo es estéril. La misma Alemania, que ha tenido el cetro
del intelectualismo, hoy parece que lo repudia. En la Alemania actual
casi no hay filósofos, todo el mundo está ávido de vida práctica. El
intelectualismo, el criticismo, el anarquismo, van en baja.
--¿Y qué? ¡Tantas veces han ido de baja y han vuelto a
renacer!--contestó Andrés.
--¿Pero se puede esperar algo de esa destrucción sistemática y
vengativa?
--No es sistemática ni vengativa. Es destruir lo que no se afirme
de por sí; es llevar el análisis a todo; es ir disociando las ideas
tradicionales para ver qué nuevos aspectos toman; qué componentes
tienen. Por la desintegración electrolítica de los átomos van
apareciendo estos iones y electrones mal conocidos. Usted sabe también
que algunos histólogos han creído encontrar en el protoplasma de las
células, granos que consideran como unidades orgánicas elementales, y
que han llamado bioblastos. ¿Por qué lo que están haciendo en física en
este momento los Roentgen y los Becquerel, y en biología los Haeckel
y los Hertwig, no se ha de hacer en filosofía y en moral? Claro que
en las afirmaciones de la química y de la histología no está basada
una política, ni una moral, y si mañana se encontrara el medio de
descomponer y de transmutar los cuerpos simples, no habría ningún papa
de la ciencia clásica que excomulgara a los investigadores.
--Contra tu disociación en el terreno moral, no sería un papa el que
protestara, sería el instinto conservador de la sociedad.
--Ese instinto ha protestado siempre contra todo lo nuevo y seguirá
protestando; ¿eso qué importa? La disociación analítica será una obra
de saneamiento, una desinfección de la vida.
--Una desinfección que puede matar al enfermo.
--No, no hay cuidado. El instinto de conservación del cuerpo social
es bastante fuerte para rechazar todo lo que no puede digerir. Por
muchos gérmenes que se siembren, la descomposición de la sociedad será
biológica.
--¿Y para qué descomponer la sociedad? ¿Es que se va a construir un
mundo nuevo mejor que el actual?
--Sí, yo creo que sí.
--Yo lo dudo. Lo que hace a la sociedad malvada es el egoísmo del
hombre, y el egoísmo es un hecho natural, es una necesidad de la vida.
¿Es que supones que el hombre de hoy es menos egoísta y cruel que el de
ayer? Pues te engañas. ¡Si nos dejaran!; el cazador que persigue zorras
y conejos cazaría hombres si pudiera. Así como se sujeta a los patos y
se les alimenta para que se les hipertrofie el hígado, tendríamos a las
mujeres en adobo para que estuvieran más suaves. Nosotros civilizados
hacemos jockeys como los antiguos monstruos, y si fuera posible les
quitaríamos el cerebro a los cargadores para que tuvieran más fuerza,
como antes la Santa Madre Iglesia quitaba los testículos a los cantores
de la Capilla Sixtina para que cantasen mejor. ¿Es que tú crees que el
egoísmo va a desaparecer? Desaparecería la Humanidad. ¿Es que supones,
como algunos sociólogos ingleses y los anarquistas, que se identificará
el amor de uno mismo con el amor de los demás?
--No; yo supongo que hay formas de agrupación social unas mejores que
otras, y que se deben ir dejando las malas y tomando las buenas.
--Esto me parece muy vago. A una colectividad no se le moverá jamás
diciéndole: Puede haber una forma social mejor. Es como si a una mujer
se le dijera: Si nos unimos, quizás vivamos de una manera soportable.
No, a la mujer y a la colectividad hay que prometerles el paraíso;
esto demuestra la ineficacia de tu idea analítica y disociadora. Los
semitas inventaron un paraíso materialista (en el mal sentido) en el
principio del hombre; el cristianismo, otra forma de semitismo, colocó
el paraíso al final y fuera de la vida del hombre y los anarquistas,
que no son más que unos neo-cristianos, es decir, neo-semitas, ponen su
paraíso en la vida y en la tierra. En todas partes y en todas épocas
los conductores de hombres son prometedores de paraísos.
--Sí, quizá; pero alguna vez tenemos que dejar de ser niños, alguna vez
tenemos que mirar a nuestro alrededor con serenidad. ¡Cuántos terrores
no nos han quitado de encima el análisis! Ya no hay monstruos en el
seno de la noche, ya nadie nos acecha. Con nuestras fuerzas vamos
siendo dueños del mundo.


V
LA COMPAÑÍA DEL HOMBRE

SÍ, nos ha quitado terrores--exclamó Iturrioz--; pero nos ha quitado
también vida. ¡Sí, es la claridad la que hace la vida actual
completamente vulgar! Suprimir los problemas es muy cómodo; pero
luego no queda nada. Hoy, un chico lee una novela del año 30, y las
desesperaciones de Larra y de Espronceda y se ríe; tiene la evidencia
de que no hay misterios. La vida se ha hecho clara; el valor del dinero
aumenta; el burguesismo crece con la democracia. Ya es imposible
encontrar rincones poéticos al final de un pasadizo tortuoso; ya no hay
sorpresas.
--Usted es un romántico.
--Y tú también. Pero yo soy un romántico práctico. Yo creo que hay
que afirmar el conjunto de mentiras y verdades que son de uno hasta
convertirlo en una cosa viva. Creo que hay que vivir con las locuras
que uno tenga, cuidándolas y hasta aprovechándose de ellas.
--Eso me parece lo mismo que si un diabético aprovechara el azúcar de
su cuerpo para endulzar su taza de café.
--Caricaturizas mi idea, pero no importa.
--El otro día leí en un libro--añadió Andrés burlonamente--que un
viajero cuenta que en un remoto país los naturales le aseguraron que
ellos no eran hombres, sino loros de cola roja. ¿Usted cree que hay que
afirmar las ideas hasta que uno se vea las plumas y la cola?
--Sí; creyendo en algo más útil y grande que ser un loro, creo que
hay que afirmar con fuerza. Para llegar a dar a los hombres una regla
común, una disciplina, una organización, se necesita una fe, una
ilusión, algo que aunque sea una mentira salida de nosotros mismos
parezca una verdad llegada de fuera. Si yo me sintiera con energía,
¿sabes lo que haría?
--¿Qué?
--Una milicia como la que inventó Loyola, con un carácter puramente
humano. La Compañía del Hombre.
--Aparece el vasco en usted.
--Quizá.
--¿Y con qué fin iba usted a fundar esa compañía?

--Esta compañía tendría la misión de enseñar el valor, la serenidad, el
reposo; de arrancar toda tendencia a la humildad, a la renunciación a
la tristeza, al engaño, a la rapacidad, al sentimentalismo...
--La escuela de los hidalgos.
--Eso es, la escuela de los hidalgos.
--De los hidalgos ibéricos, naturalmente. Nada de semitismo.
--Nada; un hidalgo limpio de semitismo; es decir, de espíritu
cristiano, me parecería un tipo completo.
--Cuando funde usted esa compañía, acuérdese usted de mí. Escríbame
usted al pueblo.
--¿Pero de veras te piensas marchar?
--Sí; si no encuentro nada aquí, me voy a marchar.
--¿Pronto?
--Sí, muy pronto.
--Ya me tendrás al corriente de tu experiencia. Te encuentro mal armado
para esa prueba.
--Usted no ha fundado todavía su compañía...
--Ah, sería utilísima. Ya lo creo.
Cansados de hablar, se callaron. Comenzaba a hacerse de noche.
Las golondrinas trazaban círculos en el aire, chillando. Venus había
salido en el Poniente, de color anaranjado, y poco después brillaba
Júpiter con su luz azulada. En las casas comenzaban a iluminarse las
ventanas. Filas de faroles iban encendiéndose, formando dos líneas
paralelas en la carretera de Extremadura. De las plantas de la azotea,
de los tiestos de sándalo y de menta llegaban ráfagas perfumadas...


QUINTA PARTE
La experiencia en el pueblo.


I
DE VIAJE

UNOS días después nombraban a Hurtado médico titular de Alcolea del
Campo.
Era éste un pueblo del centro de España, colocado en esa zona
intermedia donde acaba Castilla y comienza Andalucía. Era villa de
importancia, de ocho a diez mil habitantes; para llegar a ella había
que tomar la línea de Córdoba, detenerse en una estación de la Mancha y
seguir a Alcolea en coche.
En seguida de recibir el nombramiento, Andrés hizo su equipaje y se
dirigió a la estación del Mediodía. La tarde era de verano, pesada,
sofocante, de aire seco y lleno de polvo.
A pesar de que el viaje lo hacía de noche, Andrés supuso que seria
demasiado molesto ir en tercera, y tomó un billete de primera clase.
Entró en el andén, se acercó a los vagones, y en uno que tenía el
cartel de no fumadores, se dispuso a subir.
Un hombrecito vestido de negro, afeitado, con anteojos, le dijo con voz
melosa y acento americano:
--Oiga, señor; este vagón es para los no fumadores.
Andrés no hizo el menor caso de la advertencia, y se acomodó en un
rincón.
Al poco rato se presentó otro viajero, un joven alto, rubio, membrudo,
con las guías de los bigotes levantadas hasta los ojos.
El hombre bajito, vestido de negro, le hizo la misma advertencia de que
allí no se fumaba.
--Lo veo aquí--contestó el viajero algo molesto, y subió al vagón.
--Quedaron los tres en el interior del coche sin hablarse; Andrés,
mirando vagamente por la ventanilla, y pensando en las sorpresas que le
reservaría el pueblo.
El tren echó a andar.
El hombrecito negro sacó una especie de túnica amarillenta, se envolvió
en ella, se puso un pañuelo en la cabeza y se tendió a dormir. El
monótono golpeteo del tren acompañaba el soliloquio interior de Andrés;
se vieron a lo lejos varias veces las luces de Madrid en medio del
campo, pasaron tres o cuatro estaciones desiertas, y entró el revisor.
Andrés sacó su billete, el joven alto hizo lo mismo, y el hombrecito,
después de quitarse su balandrán, se registró los bolsillos y mostró un
billete y un papel.
El revisor advirtió al viajero que llevaba un billete de segunda.
El hombrecito de negro, sin más ni más, se encolerizó, y dijo que
aquello era una grosería; había avisado en la estación su deseo de
cambiar de clase; él era un extranjero, una persona acomodada, con
mucha plata, sí, señor, que había viajado por toda Europa, y toda
América, y sólo en España, en un país sin civilización, sin cultura, en
donde no se tenía la menor atención al extranjero, podían suceder cosas
semejantes.
El hombrecito insistió y acabó insultando a los españoles. Ya estaba
deseando dejar este país, miserable y atrasado; afortunadamente, al día
siguiente estaría en Gibraltar, camino de América.
El revisor no contestaba. Andrés miraba al hombrecito que gritaba
descompuesto, con aquel acento meloso y repulsivo, cuando el joven
rubio, irguiéndose, le dijo con voz violenta:
--No le permito hablar así de España. Si usted es extranjero y no
quiere vivir aquí, váyase usted a su país pronto, y sin hablar, porque
si no, se expone usted a que le echen por la ventanilla, y voy a ser
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