El árbol de la ciencia: novela - 01

Total number of words is 4485
Total number of unique words is 1513
36.5 of words are in the 2000 most common words
49.0 of words are in the 5000 most common words
55.6 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.

PÍO BAROJA
LA RAZA
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA
NOVELA
[Illustration]
RAFAEL CARO RAGGIO: EDITOR
Calle de Ventura Rodríguez, 18
1918


LA RAZA
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA


_Copyright by Rafael Caro Raggio-1918._
_Es propiedad._
_Prohibida la reproducción._
Imp. Artística, Sáez Hermanos, Tudescos, 34.-Teléf. 5365


PRIMERA PARTE
La vida de un estudiante en Madrid.


I
ANDRÉS HURTADO COMIENZA LA CARRERA

SERÍAN las diez de la mañana de un día de octubre. En el patio de la
Escuela de Arquitectura, grupos de estudiantes esperaban a que se
abriera la clase.
De la puerta de la calle de los Estudios que daba a este patio, iban
entrando muchachos jóvenes que, al encontrarse reunidos, se saludaban,
reían y hablaban.
Por una de estas anomalías clásicas de España, aquellos estudiantes
que esperaban en el patio de la Escuela de Arquitectura, no eran
arquitectos del porvenir, sino futuros médicos y farmacéuticos.
La clase de Química general del año preparatorio de Medicina y Farmacia
se daba en esta época en una antigua capilla del Instituto de San
Isidro convertida en clase, y ésta tenía su entrada por la Escuela de
Arquitectura.
La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por entrar
en el aula se explicaba fácilmente por ser aquél, primer día de curso y
del comienzo de la carrera.
Ese paso del bachillerato al estudio de facultad siempre da al
estudiante ciertas ilusiones, le hace creerse más hombre, que su vida
ha de cambiar.
Andrés Hurtado, algo sorprendido de verse entre tanto compañero, miraba
atentamente arrimado a la pared la puerta de un ángulo del patio por
donde tenían que pasar.
Los chicos se agrupaban delante de aquella puerta como el público a la
entrada de un teatro.
Andrés seguía apoyado en la pared, cuando sintió que le agarraban del
brazo y le decían:
--¡Hola, chico!
Hurtado se volvió y se encontró con su compañero de Instituto Julio
Aracil.
Habían sido condiscípulos en San Isidro; pero Andrés hacía tiempo que
no veía a Julio. Éste había estudiado el último año del bachillerato,
según dijo, en provincias.
--¿Qué, tú también vienes aquí?--le preguntó Aracil.
--Ya ves.
--¿Qué estudias?
--Medicina.
--¡Hombre! Yo también. Estudiaremos juntos.
Aracil se encontraba en compañía de un muchacho de más edad que él,
a juzgar por su aspecto, de barba rubia y ojos claros. Este muchacho
y Aracil, los dos correctos, hablaban con desdén de los demás
estudiantes, en su mayoría palurdos provincianos, que manifestaban la
alegría y la sorpresa de verse juntos con gritos y carcajadas.
Abrieron la clase, y los estudiantes, apresurándose y apretándose como
si fueran a ver un espectáculo entretenido, comenzaron a pasar.
--Habrá que ver cómo entran dentro de unos días--dijo Aracil
burlonamente.
--Tendrán la misma prisa para salir que ahora tienen para
entrar--repuso el otro.
Aracil, su amigo y Hurtado se sentaron juntos. La clase era la antigua
capilla del Instituto de San Isidro de cuando éste pertenecía a los
jesuítas. Tenía el techo pintado con grandes figuras a estilo de
Jordaens; en los ángulos de la escocia los cuatro evangelistas, y en el
centro una porción de figuras y escenas bíblicas. Desde el suelo hasta
cerca del techo se levantaba una gradería de madera muy empinada con
una escalera central, lo que daba a la clase el aspecto del gallinero
de un teatro.
Los estudiantes llenaron los bancos casi hasta arriba; no estaba aún el
catedrático, y como había mucha gente alborotadora entre los alumnos,
alguno comenzó a dar golpecitos en el suelo con el bastón; otros muchos
le imitaron, y se produjo una furiosa algarabía.
De pronto se abrió una puertecilla del fondo de la tribuna, y apareció
un señor viejo, muy empaquetado, seguido de dos ayudantes jóvenes.
Aquella aparición teatral del profesor y de los ayudantes provocó
grandes murmullos; alguno de los alumnos más atrevidos comenzó a
aplaudir, y viendo que el viejo catedrático, no sólo no se incomodaba,
sino que saludaba como reconocido, aplaudieron aún más.
--Esto es una ridiculez--dijo Hurtado.
--A él no le debe parecer eso--replicó Aracil riéndose--; pero si es
tan majadero que le gusta que le aplaudan, le aplaudiremos.
El profesor era un pobre hombre presuntuoso, ridículo. Había estudiado
en París y adquirido los gestos y las posturas amaneradas de un francés
petulante.
El buen señor comenzó un discurso de salutación a sus alumnos, muy
enfático y altisonante, con algunos toques sentimentales: les habló de
su maestro Liebig, de su amigo Pasteur, de su camarada Berthelot, de la
Ciencia, del microscopio...
Su melena blanca, su bigote engomado, su perilla puntiaguda, que le
temblaba al hablar, su voz hueca y solemne le daban el aspecto de
un padre severo de drama, y alguno de los estudiantes que encontró
este parecido, recitó en voz alta y cavernosa los versos de Don Diego
Tenorio, cuando entra en la Hostería del Laurel en el drama de Zorrilla:
Que un hombre de mi linaje
descienda a tan ruin mansión.
Los que estaban al lado del recitador irrespetuoso se echaron a reir, y
los demás estudiantes miraron al grupo de los alborotadores.
--¿Qué es eso? ¿Qué pasa?--dijo el profesor poniéndose los lentes y
acercándose al barandado de la tribuna--. ¿Es que alguno ha perdido la
herradura por ahí? Yo suplico a los que están al lado de ese asno, que
rebuzna con tal perfección que se alejen de él, porque sus coces deben
ser mortales de necesidad.
Rieron los estudiantes con gran entusiasmo, el profesor dió por
terminada la clase retirándose haciendo un saludo ceremonioso y los
chicos aplaudieron a rabiar.
Salió Andrés Hurtado con Aracil, y los dos, en compañía del joven de la
barba rubia, que se llamaba Montaner, se encaminaron a la Universidad
Central, en donde daban la clase de Zoología y la de Botánica.
En esta última los estudiantes intentaron repetir el escándalo de la
clase de Química; pero el profesor, un viejecillo seco y malhumorado,
les salió al encuentro, y les dijo que de él no se reía nadie, ni
nadie le aplaudía como si fuera un histrión.
De la Universidad, Montaner, Aracil y Hurtado marcharon hacia el centro.
Andrés experimentaba por Julio Aracil bastante antipatía, aunque en
algunas cosas le reconocía cierta superioridad; pero sintió aún mayor
aversión por Montaner.
Las primeras palabras entre Montaner y Hurtado fueron poco amables.
Montaner hablaba con una seguridad de todo algo ofensiva; se creía, sin
duda, un hombre de mundo. Hurtado le replicó varias veces bruscamente.
Los dos condiscípulos se encontraron en esta primera conversación
completamente en desacuerdo. Hurtado era republicano, Montaner defensor
de la familia real; Hurtado era enemigo de la burguesía, Montaner
partidario de la clase rica y de la aristocracia.
--Dejad esas cosas--dijo varias veces Julio Aracil--; tan estúpido es
ser monárquico como republicano; tan tonto defender a los pobres como
a los ricos. La cuestión sería tener dinero, un cochecito como ése--y
señalaba uno--y una mujer como aquélla.
La hostilidad entre Hurtado y Montaner todavía se manifestó delante del
escaparate de una librería. Hurtado era partidario de los escritores
naturalistas, que a Montaner no le gustaban; Hurtado era entusiasta de
Espronceda, Montaner de Zorrilla; no se entendían en nada.
Llegaron a la Puerta del Sol y tomaron por la Carrera de San Jerónimo.
--Bueno, yo me voy a casa--dijo Hurtado.
--¿Dónde vives?--le preguntó Aracil.
--En la calle de Atocha.
--Pues los tres vivimos cerca.
Fueron juntos a la plaza de Antón Martín y allí se separaron con muy
poca afabilidad.


II
LOS ESTUDIANTES

EN esta época era todavía Madrid una de las pocas ciudades que
conservaba espíritu romántico.
Todos los pueblos tienen, sin duda, una serie de fórmulas prácticas
para la vida, consecuencia de la raza, de la historia, del ambiente
físico y moral. Tales fórmulas, tal especial manera de ver, constituye
un pragmatismo útil, simplificador, sintetizador.
El pragmatismo nacional cumple su misión mientras deja paso libre a
la realidad; pero si se cierra este paso, entonces la normalidad de
un pueblo se altera, la atmósfera se enrarece, las ideas y los hechos
toman perspectivas falsas. En un ambiente de ficciones, residuo de un
pragmatismo viejo y sin renovación vivía el Madrid de hace años.
Otras ciudades españolas se habían dado alguna cuenta de la necesidad
de transformarse y de cambiar; Madrid seguía inmóvil, sin curiosidad,
sin deseo de cambio.
El estudiante madrileño, sobre todo el venido de provincias, llegaba a
la corte con un espíritu donjuanesco, con la idea de divertirse, jugar,
perseguir a las mujeres, pensando, como decía el profesor de Química
con su solemnidad habitual, quemarse pronto en un ambiente demasiado
oxigenado.
Menos el sentido religioso, la mayoría no lo tenían, ni les preocupaba
gran cosa la religión; los estudiantes de las postrimerías del siglo
XIX venían a la corte con el espíritu de un estudiante del siglo XVII,
con la ilusión de imitar, dentro de lo posible, a Don Juan Tenorio y de
vivir
llevando a sangre y a fuego
amores y desafíos.
El estudiante culto, aunque quisiera ver las cosas dentro de la
realidad e intentara adquirir una idea clara de su país y del papel que
representaba en el mundo, no podía. La acción de la cultura europea en
España era realmente restringida, y localizada a cuestiones técnicas,
los periódicos daban una idea incompleta de todo; la tendencia general
era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño fuera de ella
y al contrario, por una especie de mala fe internacional.
Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España, o
hablaban de ellas en broma, era porque nos odiaban; teníamos aquí
grandes hombres que producían la envidia de otros países: Castelar,
Cánovas, Echegaray... España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un
ambiente de optimismo absurdo. Todo lo español era lo mejor.
Esa tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se
aisla, contribuía al estancamiento, a la fosilificación de las ideas.
Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las
cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar
Medicina. Los profesores del año preparatorio eran viejísimos; había
algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando.
Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y
respeto que ha habido siempre en España por lo inútil.
Sobre todo, aquella clase de Química de la antigua capilla del
Instituto de San Isidro era escandalosa. El viejo profesor recordaba
las conferencias del Instituto de Francia, de célebres químicos, y
creía, sin duda, que explicando la obtención del nitrógeno y del cloro
estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran.
Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para
la conclusión de la clase, con el fin de retirarse entre aplausos, como
un prestidigitador.
Los estudiantes le aplaudían, riendo a carcajadas. A veces, en medio
de la clase, a alguno de los alumnos se le ocurría marcharse, se
levantaba y se iba. Al bajar por la escalera de la gradería los pasos
del fugitivo producían gran estrépito, y los demás muchachos sentados
llevaban el compás golpeando con los pies y con los bastones.
En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas, nadie seguía la
explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, y cuando el
profesor se disponía a echar en un vaso de agua un trozo de potasio,
dió dos toques de atención; otro metió un perro vagabundo, y fué un
problema echarlo.
Había estudiantes descarados que llegaban a las mayores insolencias;
gritaban, rebuznaban, interrumpían al profesor. Una de las gracias
de estos estudiantes era la de dar un nombre falso cuando se lo
preguntaban.
--Usted--decía el profesor señalándole con el dedo, mientras le
temblaba la perilla por la cólera--, ¿cómo se llama usted?
--¿Quién? ¿Yo?
--Sí, señor ¡usted, usted! ¿Cómo se llama usted?--añadía el profesor,
mirando la lista.
--Salvador Sánchez.
--Alias Frascuelo--decía alguno, entendido con él.
--Me llamo Salvador Sánchez; no sé a quién le importará que me llame
así, y si hay alguno que le importa, que lo diga--replicaba el
estudiante, mirando al sitio de donde había salido la voz y haciéndose
el incomodado.
--¡Vaya usted a paseo!--replicaba el otro.
--¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Al corral!--gritaban varias voces.
--Bueno, bueno. Está bien. Váyase usted--decía el profesor, temiendo
las consecuencias de estos altercados.
El muchacho se marchaba, y a los pocos días volvía a repetir la gracia,
dando como suyo el nombre de algún político célebre o de algún torero.
Andrés Hurtado los primeros días de clase no salía de su asombro.
Todo aquello era demasiado absurdo. Él hubiese querido encontrar una
disciplina fuerte y al mismo tiempo afectuosa, y se encontraba con
una clase grotesca en que los alumnos se burlaban del profesor. Su
preparación para la ciencia no podía ser más desdichada.


III
ANDRÉS HURTADO Y SU FAMILIA

EN casi todos los momentos de su vida Andrés experimentaba la sensación
de sentirse solo y abandonado.
La muerte de su madre le había dejado un gran vacío en el alma y una
inclinación por la tristeza.
La familia de Andrés, muy numerosa, se hallaba formada por el padre y
cinco hermanos. El padre, don Pedro Hurtado, era un señor alto, flaco,
elegante, hombre guapo y calavera en su juventud.
De un egoísmo frenético, se considera el metacentro del mundo. Tenía
una desigualdad de carácter perturbadora, una mezcla de sentimientos
aristocráticos y plebeyos insoportable. Su manera de ser se revelaba
de una manera insólita e inesperada. Dirigía la casa despóticamente,
con una mezcla de chinchorrería y de abandono, de despotismo y de
arbitrariedad, que a Andrés le sacaba de quicio.
Varias veces, al oir a don Pedro quejarse del cuidado que le
proporcionaba el manejo de la casa, sus hijos le dijeron que lo dejara
en manos de Margarita. Margarita contaba ya veinte años, y sabía
atender a las necesidades familiares mejor que el padre; pero don Pedro
no quería.
A éste le gustaba disponer del dinero, tenía como norma gastar de
cuando en cuando veinte o treinta duros en caprichos suyos, aunque
supiera que en su casa se necesitaran para algo imprescindible.
Don Pedro ocupaba el cuarto mejor, usaba ropa interior fina, no podía
utilizar pañuelos de algodón, como todos los demás de la familia, sino
de hilo y de seda. Era socio de dos casinos, cultivaba amistades con
gente de posición y con algunos aristócratas, y administraba la casa de
la calle de Atocha, donde vivían.
Su mujer, Fermina Iturrioz, fué una víctima; pasó la existencia
creyendo que sufrir era el destino natural de la mujer. Después de
muerta, don Pedro Hurtado hacía el honor a la difunta de reconocer sus
grandes virtudes.
--No os parecéis a vuestra madre--decía a sus hijos--; aquélla fué una
santa.
A Andrés le molestaba que don Pedro hablara tanto de su madre, y a
veces le contestó violentamente, diciéndole que dejara en paz a los
muertos.
De los hijos, el mayor y el pequeño, Alejandro y Luis, eran los
favoritos del padre.
Alejandro era un retrato degradado de don Pedro. Más inútil y egoísta
aún, nunca quiso hacer nada, ni estudiar ni trabajar, y le habían
colocado en una oficina del Estado, adonde iba solamente a cobrar el
sueldo.
Alejandro daba espectáculos bochornosos en casa; volvía a las altas
horas de las tabernas, se emborrachaba y vomitaba y molestaba a todo el
mundo.
Al comenzar la carrera Andrés, Margarita tenía unos veinte años. Era
una muchacha decidida, un poco seca, dominadora y egoísta.
Pedro venía tras ella en edad y representaba la indiferencia
filosófica y la buena pasta. Estudiaba para abogado, y salía bien
por recomendaciones; pero no se cuidaba de la carrera para nada. Iba
al teatro, se vestía con elegancia, tenía todos los meses una novia
distinta. Dentro de sus medios gozaba de la vida alegremente.
El hermano pequeño, Luisito, de cuatro o cinco años, tenía poca salud.
La disposición espiritual de la familia era un tanto original. Don
Pedro prefería a Alejandro y a Luis; consideraba a Margarita como si
fuera una persona mayor; le era indiferente su hijo Pedro, y casi
odiaba a Andrés, porque no se sometía a su voluntad. Hubiera habido que
profundizar mucho para encontrar en él algún afecto paternal.
Alejandro sentía dentro de la casa las mismas simpatías que el padre;
Margarita quería más que a nadie a Pedro y a Luisito, estimaba a Andrés
y respetaba a su padre. Pedro era un poco indiferente; experimentaba
algún cariño por Margarita y por Luisito y una gran admiración por
Andrés. Respecto a este último, quería apasionadamente al hermano
pequeño, tenía afecto por Pedro y por Margarita, aunque con ésta reñía
constantemente, despreciaba a Alejandro y casi odiaba a su padre; no le
podía soportar, le encontraba petulante, egoísta, necio, pagado de sí
mismo.
Entre padre e hijo existía una incompatibilidad absoluta, completa, no
podían estar conformes en nada. Bastaba que uno afirmara una cosa para
que el otro tomara la posición contraria.


IV
EN EL AISLAMIENTO

LA madre de Andrés, navarra fanática, había llevado a los nueve o diez
años a sus hijos a confesarse.
Andrés, de chico, sintió mucho miedo, sólo con la idea de acercarse al
confesonario. Llevaba en la memoria el día de la primera confesión,
como una cosa transcendental, la lista de todos sus pecados; pero
aquel día, sin duda el cura tenía prisa y le despachó sin dar gran
importancia a sus pequeñas transgresiones morales.
Esta primera confesión fué para él un chorro de agua fría; su hermano
Pedro le dijo que él se había confesado ya varias veces, pero que nunca
se tomaba el trabajo de recordar sus pecados. A la segunda confesión,
Andrés fué dispuesto a no decir al cura más que cuatro cosas para salir
del paso. A la tercera o cuarta vez se comulgaba sin confesarse sin el
menor escrúpulo.
Después, cuando murió su madre, en algunas ocasiones su padre y su
hermana le preguntaban si había cumplido con Pascua, a lo cual él
contestaba que sí indiferentemente.
Los dos hermanos mayores, Alejandro y Pedro, habían estudiado en un
colegio mientras cursaban el bachillerato; pero al llegar el turno
a Andrés, el padre dijo que era mucho gasto, y llevaron al chico al
Instituto de San Isidro y allí estudió un tanto abandonado. Aquel
abandono y el andar con los chicos de la calle despabiló a Andrés.
Se sentía aislado de la familia, sin madre, muy solo, y la soledad
le hizo reconcentrado y triste. No le gustaba ir a los paseos donde
hubiera gente, como a su hermano Pedro; prefería meterse en su cuarto y
leer novelas.
Su imaginación galopaba, lo consumía todo de antemano. Haré esto y
luego esto--pensaba--. ¿Y después? Y resolvía este después y se le
presentaba otro y otro.
Cuando concluyó el bachillerato se decidió a estudiar Medicina sin
consultar a nadie. Su padre se lo había indicado muchas veces: Estudia
lo que quieras; eso es cosa tuya.
A pesar de decírselo y de recomendárselo el que su hijo siguiese sus
inclinaciones sin consultárselo a nadie, interiormente le indignaba.
Don Pedro estaba constantemente predispuesto contra aquel hijo, que
él consideraba díscolo y rebelde. Andrés no cedía en lo que estimaba
derecho suyo, y se plantaba contra su padre y su hermano mayor con una
terquedad violenta y agresiva.
Margarita tenía que intervenir en estas trifulcas, que casi siempre
concluían marchándose Andrés a su cuarto o a la calle.
Las discusiones comenzaban por la cosa más insignificante; el
desacuerdo entre padre e hijo no necesitaba un motivo especial para
manifestarse, era absoluto y completo; cualquier punto que se tocara
bastaba para hacer brotar la hostilidad, no se cambiaba entre ellos una
palabra amable.
Generalmente el motivo de las discusiones era político; don Pedro se
burlaba de los revolucionarios, a quien dirigía todos sus desprecios e
invectivas, y Andrés contestaba insultando a la burguesía, a los curas
y al ejército.
Don Pedro aseguraba que una persona decente no podía ser más que
conservador. En los partidos avanzados tenía que haber necesariamente
gentuza, según él.
Para don Pedro, el hombre rico era el hombre por excelencia; tendía a
considerar la riqueza, no como una casualidad, sino como una virtud;
además suponía que con el dinero se podía todo. Andrés recordaba el
caso frecuente de muchachos imbéciles, hijos de familias ricas, y
demostraba que un hombre con un arca llena de oro y un par de millones
del Banco de Inglaterra, en una isla desierta, no podría hacer nada;
pero su padre no se dignaba atender estos argumentos.
Las discusiones de casa de Hurtado se reflejaban invertidas en el
piso de arriba entre un señor catalán y su hijo. En casa del catalán,
el padre era el liberal y el hijo el conservador; ahora que el padre
era un liberal cándido y que hablaba mal el castellano, y el hijo un
conservador muy burlón y mal intencionado. Muchas veces se oía llegar
desde el patio una voz de trueno con acento catalán, que decía:
--Si la Gloriosa no se hubiera quedado en su camino, ya se hubiera
visto lo que era España.
Y poco después la voz del hijo, que gritaba burlonamente:
--¡La Gloriosa! ¡Valiente mamarrachada!
--¡Qué estúpidas discusiones!--decía Margarita con un mohín de
desprecio, dirigiéndose a su hermano Andrés--. ¡Como si por lo que
vosotros habléis se fueran a resolver las cosas!
A medida que Andrés se hacía hombre, la hostilidad entre él y su padre
aumentaba. El hijo no le pedía nunca dinero; quería considerar a don
Pedro como a un extraño.


V
EL RINCÓN DE ANDRÉS

LA casa donde vivía la familia Hurtado era propiedad de un marqués, a
quien don Pedro había conocido en el colegio.
Don Pedro la administraba, cobraba los alquileres y hablaba mucho y con
entusiasmo del marqués y de sus fincas, lo que a su hijo le parecía de
una absoluta bajeza.
La familia de Hurtado estaba bien relacionada; don Pedro, a pesar de
sus arbitrariedades y de su despotismo casero, era amabilísimo con los
de fuera y sabía sostener las amistades útiles.
Hurtado conocía a toda la vecindad y era muy complaciente con
ella. Guardaba a los vecinos muchas atenciones, menos a los de las
guardillas, a quienes odiaba.
En su teoría del dinero equivalente a mérito, llevada a la práctica,
desheredado tenía que ser sinónimo de miserable.
Don Pedro, sin pensarlo, era un hombre a la antigua; la sospecha de
que un obrero pretendiese considerarse como una persona, o de que una
mujer quisiera ser independiente le ofendía como un insulto.
Sólo perdonaba a la gente pobre su pobreza, si unían a ésta la
desvergüenza y la canallería. Para la gente baja, a quien se podía
hablar de tú, chulos, mozas de partido, jugadores, guardaba don Pedro
todas sus simpatías.
En la casa, en uno de los cuartos del piso tercero, vivían dos ex
bailarinas, protegidas por un viejo senador.
La familia de Hurtado las conocía por las del Moñete.
El origen del apodo provenía de la niña de la favorita del viejo
senador. A la niña la peinaban con un moño recogido en medio de la
cabeza muy pequeño. Luisito, al verla por primera vez, le llamó la
Chica del Moñete, y luego el apodo del Moñete pasó por extensión a
la madre y a la tía. Don Pedro hablaba con frecuencia de las dos ex
bailarinas y las elogiaba mucho; su hijo Alejandro celebraba las frases
de su padre como si fueran de un camarada suyo; Margarita se quedaba
seria al oir las alusiones a la vida licenciosa de las bailarinas,
y Andrés volvía la cabeza desdeñosamente, dando a entender que los
alardes cínicos de su padre le parecían ridículos y fuera de lugar.
Únicamente a las horas de comer Andrés se reunía con su familia; en lo
restante del tiempo no se le veía.
Durante el bachillerato, Andrés había dormido en la misma habitación
que su hermano Pedro; pero al comenzar la carrera pidió a Margarita le
trasladaran a un cuarto bajo de techo, utilizado para guardar trastos
viejos.
Margarita al principio se opuso; pero luego accedió, mandó quitar los
armarios y baúles, y allí se instaló Andrés.
La casa era grande, con esos pasillos y recovecos un poco misteriosos
de las construcciones antiguas.
Para llegar al nuevo cuarto de Andrés había que subir unas escaleras,
lo que le dejaba completamente independiente.
El cuartucho tenía un aspecto de celda: Andrés pidió a Margarita le
cediera un armario y lo llenó de libros y papeles, colgó en las paredes
los huesos del esqueleto que le dió su tío el doctor Iturrioz, y dejó
el cuarto con cierto aire de antro de mago o de nigromántico.
Allá se encontraba a su gusto, solo; decía que estudiaba mejor con
aquel silencio; pero muchas veces se pasaba el tiempo leyendo novelas o
mirando sencillamente por la ventana.
Esta ventana caía sobre la parte de atrás de varias casas de las calles
de Santa Isabel y de la Esperancilla, y sobre unos patios y tejavanas.
Andrés había dado nombres novelescos a lo que se veía desde allí: la
casa misteriosa, la casa de la escalera, la torre de la cruz, el
puente del gato negro, el tejado del depósito de agua...
Los gatos de casa de Andrés salían por la ventana y hacían largas
excursiones por estas tejavanas y saledizos, robaban de las cocinas, y
un día, uno de ellos se presentó con una perdiz en la boca.
Luisito solía ir contentísimo al cuarto de su hermano, observaba las
maniobras de los gatos, miraba la calavera con curiosidad; le producía
todo un gran entusiasmo. Pedro, que siempre había tenido por su hermano
cierta admiración, iba también a verle a su cubil y a admirarle como a
un bicho raro.
Al final del primer año de carrera, Andrés empezó a tener mucho
miedo de salir mal en los exámenes. Las asignaturas eran para marear
a cualquiera: los libros muy voluminosos; apenas había tiempo de
enterarse bien; luego las clases, en distintos sitios, distantes los
unos de los otros, hacían perder tiempo andando de aquí para allá, lo
que constituía motivos de distracción.
Además, y esto Andrés no podía achacárselo a nadie más que a sí mismo,
muchas veces, con Aracil y con Montaner, iba, dejando la clase, a la
parada de Palacio o al Retiro, y después, por la noche, en vez de
estudiar, se dedicaba a leer novelas.
Llegó mayo y Andrés se puso a devorar los libros a ver si podía
resarcirse del tiempo perdido. Sentía un gran temor de salir mal, más
que nada por la rechifla del padre, que podía decir: Para eso creo que
no necesitabas tanta soledad.
Con gran asombro suyo aprobó cuatro asignaturas, y le suspendieron, sin
ningún asombro por su parte, en la última, en el examen de Química. No
quiso confesar en casa el pequeño tropiezo e inventó que no se había
presentado.
--¡Valiente primo!--le dijo su hermano Alejandro.
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El árbol de la ciencia: novela - 02
  • Parts
  • El árbol de la ciencia: novela - 01
    Total number of words is 4485
    Total number of unique words is 1513
    36.5 of words are in the 2000 most common words
    49.0 of words are in the 5000 most common words
    55.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 02
    Total number of words is 4717
    Total number of unique words is 1551
    35.9 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 03
    Total number of words is 4633
    Total number of unique words is 1551
    35.2 of words are in the 2000 most common words
    47.2 of words are in the 5000 most common words
    52.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 04
    Total number of words is 4613
    Total number of unique words is 1473
    37.3 of words are in the 2000 most common words
    49.9 of words are in the 5000 most common words
    55.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 05
    Total number of words is 4760
    Total number of unique words is 1538
    34.9 of words are in the 2000 most common words
    47.5 of words are in the 5000 most common words
    52.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 06
    Total number of words is 4756
    Total number of unique words is 1631
    33.5 of words are in the 2000 most common words
    46.5 of words are in the 5000 most common words
    54.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 07
    Total number of words is 4604
    Total number of unique words is 1498
    38.9 of words are in the 2000 most common words
    51.0 of words are in the 5000 most common words
    56.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 08
    Total number of words is 4674
    Total number of unique words is 1530
    35.3 of words are in the 2000 most common words
    46.5 of words are in the 5000 most common words
    51.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 09
    Total number of words is 4677
    Total number of unique words is 1566
    35.7 of words are in the 2000 most common words
    47.4 of words are in the 5000 most common words
    53.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 10
    Total number of words is 4616
    Total number of unique words is 1585
    32.5 of words are in the 2000 most common words
    45.3 of words are in the 5000 most common words
    51.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 11
    Total number of words is 4674
    Total number of unique words is 1470
    37.0 of words are in the 2000 most common words
    48.3 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 12
    Total number of words is 4696
    Total number of unique words is 1409
    37.8 of words are in the 2000 most common words
    49.0 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 13
    Total number of words is 4669
    Total number of unique words is 1506
    39.0 of words are in the 2000 most common words
    51.5 of words are in the 5000 most common words
    56.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 14
    Total number of words is 2496
    Total number of unique words is 953
    41.7 of words are in the 2000 most common words
    51.6 of words are in the 5000 most common words
    55.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.