El árbol de la ciencia: novela - 02

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Andrés decidió estudiar con energía durante el verano. Allí, en su
celda, se encontraría muy bien, muy tranquilo y a gusto. Pronto se
olvidó de sus propósitos, y en vez de estudiar miraba por la ventana
con un anteojo la gente que salía en las casas de la vecindad.
Por la mañana dos muchachitas aparecían en unos balcones lejanos.
Cuando se levantaba Andrés ya estaban ellas en el balcón. Se peinaban y
se ponían cintas en el pelo.
No se les veía bien la cara, porque el anteojo, además de ser de poco
alcance, no era acromático y daba una gran irisación a todos los
objetos.
Un chico que vivía enfrente de estas muchachas solía echarlas un rayo
de sol con un espejito. Ellas le reñían y amenazaban, hasta que,
cansadas, se sentaban a coser en el balcón.
En una guardilla próxima había una vecina que, al levantarse, se
pintaba la cara. Sin duda no sospechaba que pudieran mirarle y
realizaba su operación de un modo concienzudo. Debía de hacer una
verdadera obra de arte; parecía un ebanista barnizando un mueble.
Andrés, a pesar de que leía y leía el libro, no se enteraba de nada. Al
comenzar a repasar vió que, excepto las primeras lecciones de Química,
de todo lo demás apenas podía contestar.
Pensó en buscar alguna recomendación; no quería decirle nada a su
padre, y fué a casa de su tío Iturrioz a explicarle lo que le pasaba.
Iturrioz le preguntó:
--¿Sabes algo de Química?
--Muy poco.
--¿No has estudiado?
--Sí; pero se me olvida todo en seguida.
--Es que hay que saber estudiar. Salir bien en los exámenes es una
cuestión mnemotécnica, que consiste en aprender y repetir el mínimum
de datos hasta dominarlos...; pero, en fin, ya no es tiempo de eso, te
recomendaré, vete con esta carta a casa del profesor.
Andrés, fué a ver al catedrático, que le trató como a un recluta.
El examen que hizo días después le asombró por lo detestable; se
levantó de la silla confuso, lleno de vergüenza. Esperó teniendo la
seguridad de que saldría mal; pero se encontró, con gran sorpresa, que
le habían aprobado.


VI
LA SALA DE DISECCIÓN

EL curso siguiente, de menos asignaturas, era algo más fácil, no había
tantas cosas que retener en la cabeza.
A pesar de esto, sólo la Anatomía bastaba para poner a prueba la
memoria mejor organizada.
Unos meses después del principio de curso, en el tiempo frío, se
comenzaba la clase de disección. Los cincuenta o sesenta alumnos se
repartían en diez o doce mesas y se agrupaban de cinco en cinco en cada
una.
Se reunieron en la misma mesa, Montaner, Aracil y Hurtado, y otros dos
a quien ellos consideraban como extraños a su pequeño círculo.
Sin saber por qué, Hurtado y Montaner, que en el curso anterior se
sentían hostiles, se hicieron muy amigos en el siguiente.
Andrés le pidió a su hermana Margarita que le cosiera una blusa para
la clase de disección; una blusa negra con mangas de hule y vivos
amarillos.
Margarita se la hizo. Estas blusas no eran nada limpias, porque en las
mangas, sobre todo, se pegaban piltrafas de carne, que se secaban y no
se veían.
La mayoría de los estudiantes ansiaban llegar a la sala de disección
y hundir el escalpelo en los cadáveres, como si les quedara un fondo
atávico de crueldad primitiva.
En todos ellos se producía un alarde de indiferencia y de jovialidad
al encontrarse frente a la muerte, como si fuera una cosa divertida y
alegre destripar y cortar en pedazos los cuerpos de los infelices que
llegaban allá.
Dentro de la clase de disección, los estudiantes gustaban de encontrar
grotesca la muerte; a un cadáver le ponían un cucurucho en la boca o un
sombrero de papel.
Se contaba de un estudiante de segundo año que había embromado a un
amigo suyo, que sabía era un poco aprensivo, de este modo: cogió el
brazo de un muerto, se embozó en la capa y se acercó a saludar a su
amigo.
--¿Hola, qué tal?--le dijo sacando por debajo de la capa la mano del
cadáver--. Bien y tú, contestó el otro. El amigo estrechó la mano, se
estremeció al notar su frialdad y quedó horrorizado al ver que por
debajo de la capa salía el brazo de un cadáver.
De otro caso sucedido por entonces se habló mucho entre los alumnos.
Uno de los médicos del hospital, especialista en enfermedades
nerviosas, había dado orden de que a un enfermo suyo, muerto en su
sala, se le hiciera la autopsia y se le extrajera el cerebro y se le
llevara a su casa.
El interno extrajo el cerebro y lo envió con un mozo al domicilio
del médico. La criada de la casa, al ver el paquete, creyó que eran
sesos de vaca, y los llevó a la cocina y los preparó y los sirvió a la
familia.
Se contaban muchas historias como ésta, fueran verdad o no, con
verdadera fruición. Existía entre los estudiantes de Medicina una
tendencia al espíritu de clase, consistente en un común desdén por la
muerte; en cierto entusiasmo por la brutalidad quirúrgica, y en un gran
desprecio por la sensibilidad.
Andrés Hurtado no manifestaba más sensibilidad que los otros; no le
hacía tampoco ninguna mella ver abrir, cortar y descuartizar cadáveres.
Lo que sí le molestaba, era el procedimiento de sacar los muertos del
carro en donde los traían del depósito del hospital. Los mozos cogían
estos cadáveres, uno por los brazos y otro por los pies, los aupaban y
los echaban al suelo.
Eran casi siempre cuerpos esqueléticos, amarillos, como momias. Al
dar en la piedra, hacían un ruido desagradable, extraño, como de algo
sin elasticidad, que se derrama; luego, los mozos iban cogiendo los
muertos, uno a uno, por los pies y arrastrándolos por el suelo; y al
pasar unas escaleras que había para bajar a un patio donde estaba
el depósito de la sala, las cabezas iban dando lúgubremente en los
escalones de piedra. La impresión era terrible; aquello parecía el
final de una batalla prehistórica, o de un combate del circo romano, en
que los vencedores fueran arrastrando a los vencidos.
Hurtado imitaba a los héroes de las novelas leídas por él, y
reflexionaba acerca de la vida y de la muerte; pensaba que si las
madres de aquellos desgraciados que iban al _spoliarium_, hubiesen
vislumbrado el final miserable de sus hijos, hubieran deseado
seguramente parirlos muertos.
Otra cosa desagradable para Andrés, era el ver después de hechas las
disecciones, cómo metían todos los pedazos sobrantes en unas calderas
cilíndricas pintadas de rojo, en donde aparecía una mano entre un
hígado, y un trozo de masa encefálica, y un ojo opaco y turbio en medio
del tejido pulmonar.
A pesar de la repugnancia que le inspiraban tales cosas, no le
preocupaban; la anatomía y la disección le producían interés.
Esta curiosidad por sorprender la vida; este instinto de inquisición
tan humano, lo experimentaba él como casi todos los alumnos.
Uno de los que lo sentían con más fuerza, era un catalán amigo de
Aracil, que aún estudiaba en el Instituto.
Jaime Massó, así se llamaba, tenía la cabeza pequeña, el pelo
negro, muy fino, la tez de un color blanco amarillento, y la
mandíbula prognata. Sin ser inteligente, sentía tal curiosidad por
el funcionamiento de los órganos, que si podía se llevaba a casa la
mano o el brazo de un muerto, para disecarlos a su gusto. Con las
piltrafas, según decía, abonaba unos tiestos o los echaba al balcón de
un aristócrata de la vecindad a quien odiaba.
Massó, especial en todo, tenía los estigmas de un degenerado. Era
muy supersticioso; andaba por en medio de las calles y nunca por las
aceras; decía, medio en broma, medio en serio, que al pasar iba dejando
como rastro, un hilo invisible que no debía romperse. Así, cuando iba a
un café o al teatro salía por la misma puerta por donde había entrado
para ir recogiendo el misterioso hilo.
Otra cosa caracterizaba a Massó; su wagnerismo entusiasta e
intransigente que contrastaba con la indiferencia musical de Aracil, de
Hurtado y de los demás.
Aracil había formado a su alrededor una camarilla de amigos a quienes
dominaba y mortificaba, y entre éstos se contaba Massó; le daba grandes
plantones, se burlaba de él, lo tenía como a un payaso.
Aracil demostraba casi siempre una crueldad desdeñosa, sin brutalidad,
de un carácter femenino.
Aracil, Montaner y Hurtado, como muchachos que vivían en Madrid, se
reunían poco con los estudiantes provincianos; sentían por ellos un
gran desprecio; todas esas historias del casino del pueblo, de la novia
y de las calaveradas en el lugarón de la Mancha o de Extremadura, les
parecían cosas plebeyas, buenas para gente de calidad inferior.
Esta misma tendencia aristocrática, más grande sobre todo en Aracil
y en Montaner que en Andrés, les hacía huir de lo estruendoso, de lo
vulgar, de lo bajo; sentían repugnancia por aquellas chirlatas en donde
los estudiantes de provincia perdían curso tras curso, estúpidamente
jugando al billar o al dominó.
A pesar de la influencia de sus amigos, que le inducían a aceptar las
ideas y la vida de un señorito madrileño de buena sociedad, Hurtado se
resistía.
Sujeto a la acción de la familia, de sus condiscípulos y de los libros,
Andrés iba formando su espíritu con el aporte de conocimientos y datos
un poco heterogéneos.
Su biblioteca aumentaba con desechos; varios libros ya antiguos de
Medicina y de Biología, le dió su tío Iturrioz; otros, en su mayoría
folletines y novelas, los encontró en casa; algunos los fué comprando
en las librerías de lance. Una señora vieja, amiga de la familia, le
regaló unas ilustraciones y la historia de la Revolución francesa, de
Thiers. Este libro, que comenzó treinta veces y treinta veces lo dejó
aburrido, llegó a leerlo y a preocuparle. Después de la historia de
Thiers, leyó los _Girondinos_, de Lamartine.
Con la lógica un poco rectilínea del hombre joven, llegó a creer que el
tipo más grande de la Revolución, era Saint Just. En muchos libros, en
las primeras páginas en blanco, escribió el nombre de su héroe, y lo
rodeó como a un sol de rayos.
Este entusiasmo absurdo lo mantuvo secreto; no quiso comunicárselo a
sus amigos. Sus cariños y sus odios revolucionarios, se los reservaba,
no salían fuera de su cuarto. De esta manera, Andrés Hurtado se sentía
distinto cuando hablaba con sus condiscípulos en los pasillos de San
Carlos y cuando soñaba en la soledad de su cuartucho.
Tenía Hurtado dos amigos a quienes veía de tarde en tarde. Con ellos
debatía las mismas cuestiones que con Aracil y Montaner, y podía así
apreciar y comparar sus puntos de vista.
De estos amigos, compañeros de Instituto, el uno estudiaba para
ingeniero, y se llamaba Rafael Sañudo; el otro era un chico enfermo,
Fermín Ibarra.
A Sañudo, Andrés le veía los sábados por la noche en un café de la
calle Mayor, que se llamaba Café del Siglo.
A medida que pasaba el tiempo, veía Hurtado cómo divergía en gustos y
en ideas de su amigo Sañudo, con quien antes, de chico, se encontraba
tan de acuerdo.
Sañudo y sus condiscípulos no hablaban en el café más que de música; de
las óperas del Real, y sobre todo, de Wagner. Para ellos, la ciencia,
la política, la revolución, España, nada tenía importancia al lado
de la música de Wagner. Wagner era el Mesías, Beethoven y Mozart los
precursores. Había algunos beethovenianos que no querían aceptar a
Wagner, no ya como el Mesías, ni aun siquiera como un continuador
digno de sus antecesores, y no hablaban más que de la quinta y de la
novena, en éxtasis. A Hurtado, que no le preocupaba la música, estas
conversaciones le impacientaban.
Empezó a creer que esa idea general y vulgar de que el gusto por la
música significa espiritualidad, era inexacta. Por lo menos en los
casos que él veía, la espiritualidad no se confirmaba. Entre aquellos
estudiantes amigos de Sañudo, muy filarmónicos, había muchos, casi
todos, mezquinos, mal intencionados, envidiosos.
Sin duda, pensó Hurtado, que le gustaba explicárselo todo, la vaguedad
de la música hace que los envidiosos y los canallas, al oir las
melodías de Mozart, o las armonías de Wagner, descansen con delicia
de la acritud interna que les produce sus malos sentimientos, como un
hiperclorhídrico al ingerir una substancia neutra.
En aquel Café del Siglo, adonde iba Sañudo, el público, en su mayoría,
era de estudiantes; había también algunos grupos de familia, de esos
que se atornillan en una mesa, con gran desesperación del mozo, y unas
cuantas muchachas de aire equívoco.
Entre ellas llamaba la atención una rubia muy guapa, acompañada de su
madre. La madre era una chatorrona gorda, con el colmillo retorcido,
y la mirada de jabalí. Se conocía su historia; después de vivir con
un sargento, el padre de la muchacha, se había casado con un relojero
alemán, hasta que éste, harto de la golfería de su mujer, la había
echado de su casa a puntapiés.
Sañudo y sus amigos se pasaban la noche del sábado hablando mal de
todo el mundo, y luego comentando con el pianista y el violinista del
café, las bellezas de una sonata de Beethoven o de un minué de Mozart.
Hurtado comprendió que aquel no era su centro y dejó de ir por allí.
Varias noches, Andrés entraba en algún café cantante con su tablado
para las cantadoras y bailadoras. El baile flamenco le gustaba y el
canto también cuando era sencillo; pero aquellos especialistas de café,
hombres gordos que se sentaban en una silla con un palito y comenzaban
a dar jipíos y a poner la cara muy triste, le parecían repugnantes.
La imaginación de Andrés le hacía ver peligros imaginarios que por un
esfuerzo de voluntad intentaba desafiar y vencer.
Había algunos cafés cantantes y casas de juego, muy cerrados, que
a Hurtado se le antojaban peligrosos; uno de ellos era el café del
Brillante, donde se formaban grupos de chulos, camareras y bailadoras;
el otro un garito de la calle de la Magdalena, con las ventanas ocultas
por cortinas verdes. Andrés se decía: Nada, hay que entrar aquí; y
entraba temblando de miedo.
Estos miedos variaban en él. Durante algún tiempo, tuvo como una mujer
extraña, a una buscona de la calle del Candil, con unos ojos negros
sombreados de obscuro, y una sonrisa que mostraba sus dientes blancos.
Al verla, Andrés se estremecía y se echaba a temblar. Un día la
oyó hablar con acento gallego, y sin saber por qué, todo su terror
desapareció.
Muchos domingos por la tarde, Andrés iba a casa de su condiscípulo
Fermín Ibarra. Fermín estaba enfermo con una artritis, y se pasaba la
vida leyendo libros de ciencia recreativa. Su madre le tenía como a un
niño y le compraba juguetes mecánicos que a él le divertían.
Hurtado le contaba lo que hacía, le hablaba de la clase de disección,
de los cafés cantantes, de la vida de Madrid de noche.
Fermín, resignado, le oía con gran curiosidad. Cosa absurda; al salir
de casa del pobre enfermo, Andrés tenía una idea agradable de su vida.
¿Era un sentimiento malvado de contraste? ¿El sentirse sano y fuerte
cerca del impedido y del débil?
Fuera de aquellos momentos, en los demás, el estudio, las discusiones,
la casa, los amigos, sus correrías, todo esto, mezclado con sus
pensamientos, le daba una impresión de dolor, de amargura en el
espíritu. La vida en general, y sobre todo la suya, le parecía una cosa
fea, turbia, dolorosa e indominable.


VII
ARACIL Y MONTANER

ARACIL, Montaner y Hurtado concluyeron felizmente su primer curso de
Anatomía. Aracil se fué a Galicia, en donde se hallaba empleado su
padre; Montaner a un pueblo de la Sierra y Andrés se quedó sin amigos.
El verano le pareció largo y pesado; por las mañanas iba con Margarita
y Luisito al Retiro, y allí corrían y jugaban los tres; luego la tarde
y la noche las pasaba en casa dedicado a leer novelas; una porción de
folletines publicados en los periódicos durante varios años. Dumas
padre, Eugenio Sué, Montepín, Gaboriau, Miss Braddon sirvieron de pasto
a su afán de leer. Tal dosis de literatura, de crímenes, de aventuras y
de misterios acabó por aburrirle.
Los primeros días del curso le sorprendieron agradablemente. En estos
días otoñales duraba todavía la feria de septiembre en el Prado,
delante del Jardín Botánico, y al mismo tiempo que las barracas con
juguetes, los tíos vivos, los tiros al blanco, y los montones de
nueces, almendras y acerolas, había puestos de libros en donde se
congregaban los bibliófilos, a revolver y a hojear los viejos volúmenes
llenos de polvo. Hurtado solía pasar todo el tiempo que duraba la
feria, registrando los libracos entre el señor grave, vestido de negro,
con anteojos, de aspecto doctoral, y algún cura esquelético, de sotana
raída.
Tenía Andrés cierta ilusión por el nuevo curso, iba a estudiar
Fisiología y creía que el estudio de las funciones de la vida le
interesaría tanto o más que una novela; pero se engañó, no fué así.
Primeramente el libro de texto era un libro estúpido, hecho con
recortes de obras francesas y escrito sin claridad y sin entusiasmo;
leyéndolo no se podía formar una idea clara del mecanismo de la vida;
el hombre aparecía, según el autor, como un armario con una serie de
aparatos dentro, completamente separados los unos de los otros, como
los negociados de un ministerio.
Luego el catedrático era hombre sin ninguna afición a lo que explicaba,
un señor senador, de esos latosos, que se pasaba las tardes en el
Senado discutiendo tonterías y provocando el sueño de los abuelos de la
Patria.
Era imposible que con aquel texto y aquel profesor llegara nadie a
sentir el deseo de penetrar en la ciencia de la vida. La Fisiología,
cursándola así, parecía una cosa estólida y deslavazada, sin problemas
de interés ni ningún atractivo.
Hurtado tuvo una verdadera decepción. Era indispensable tomar la
Fisiología como todo lo demás, sin entusiasmo, como uno de los
obstáculos que salvar para concluir la carrera.
Esta idea, de una serie de obstáculos, era la idea de Aracil. Él
consideraba una locura el pensar que habían de encontrar un estudio
agradable.
Julio, en esto, y en casi todo, acertaba. Su gran sentido de la
realidad le engañaba pocas veces.
Aquel curso, Hurtado intimó bastante con Julio Aracil. Julio era un año
o año y medio más viejo que Hurtado y parecía más hombre. Era moreno,
de ojos brillantes y saltones, la cara de una expresión viva, la
palabra fácil, la inteligencia rápida.
Con estas condiciones cualquiera hubiese pensado que se hacía
simpático; pero no, le pasaba todo lo contrario; la mayoría de los
conocidos le profesaban poco afecto.
Julio vivía con unas tías viejas; su padre, empleado en una capital de
provincia, era de una posición bastante modesta. Julio se mostraba muy
independiente, podía haber buscado la protección de su primo Enrique
Aracil, que por entonces acababa de obtener una plaza de médico en el
hospital, por oposición, y que podía ayudarle; pero Julio no quería
protección alguna; no iba ni a ver a su primo; pretendía debérselo
todo a sí mismo. Dada su tendencia práctica, era un poco paradójica
esta resistencia suya a ser protegido.
Julio, muy hábil, no estudiaba casi nada, pero aprobaba siempre.
Buscaba amigos menos inteligentes que él para explotarles; allí donde
veía una superioridad cualquiera, fuese en el orden que fuese, se
retiraba. Llegó a confesar a Hurtado, que le molestaba pasear con gente
de más estatura que él.
Julio aprendía con gran facilidad todos los juegos. Sus padres,
haciendo un sacrificio, podían pagarle los libros, las matrículas y la
ropa. La tía de Julio solía darle para que fuera alguna vez al teatro
un duro todos los meses, y Aracil se las arreglaba jugando a las cartas
con sus amigos, de tal manera, que después de ir al café y al teatro y
comprar cigarrillos, al cabo del mes, no sólo le quedaba el duro de su
tía, sino que tenía dos o tres más.
Aracil era un poco petulante, se cuidaba el pelo, el bigote, las uñas y
le gustaba echárselas de guapo. Su gran deseo en el fondo era dominar,
pero no podía ejercer su dominación en una zona extensa, ni trazarse un
plan, y toda su voluntad de poder y toda su habilidad se empleaba en
cosas pequeñas. Hurtado le comparaba a esos insectos activos que van
dando vueltas a un camino circular con una decisión inquebrantable e
inútil.
Una de las ideas gratas a Julio era pensar que había muchos vicios y
depravaciones en Madrid.
La venalidad de los políticos, la fragilidad de las mujeres, todo lo
que significara claudicación, le gustaba; que una cómica, por hacer un
papel importante, se entendía con un empresario viejo y repulsivo; que
una mujer, al parecer honrada, iba a una casa de citas, le encantaba.
Esa omnipotencia del dinero, antipática para un hombre de sentimientos
delicados, le parecía a Aracil algo sublime, admirable, un holocausto
natural a la fuerza del oro.
Julio era un verdadero fenicio; procedía de Mallorca y probablemente
había en él sangre semítica. Por lo menos si la sangre faltaba, las
inclinaciones de la raza estaban íntegras. Soñaba con viajar por el
Oriente, y aseguraba siempre que, de tener dinero, los primeros países
que visitaría serían Egipto y el Asia Menor.
El doctor Iturrioz, tío carnal de Andrés Hurtado, solía afirmar
probablemente de una manera arbitraria, que en España, desde un punto
de vista moral, hay dos tipos: el tipo ibérico y el tipo semita. Al
tipo ibérico asignaba el doctor las cualidades fuertes y guerreras
de la raza; al tipo semita las tendencias rapaces, de intriga y de
comercio.
Aracil era un ejemplar acabado del tipo semita. Sus ascendientes
debieron ser comerciantes de esclavos en algún pueblo del
Mediterráneo. A Julio le molestaba todo lo que fuera violento y
exaltado: el patriotismo, la guerra, el entusiasmo político o social;
le gustaba el fausto, la riqueza, las alhajas, y como no tenía dinero
para comprarlas buenas, las llevaba falsas y casi le hacía más gracia
lo mixtificado que lo bueno.
Daba tanta importancia al dinero, sobre todo al dinero ganado, que el
comprobar lo difícil de conseguirlo le agradaba. Como era su dios,
su ídolo, de darse demasiado fácilmente, le hubiese parecido mal. Un
paraíso conseguido sin esfuerzo no entusiasma al creyente; la mitad por
lo menos del mérito de la gloria está en su dificultad, y para Julio
la dificultad de conseguir el dinero constituía uno de sus mayores
encantos.
Otra de las condiciones de Aracil era acomodarse a las circunstancias,
para él no había cosas desagradables; de considerarlo necesario, lo
aceptaba todo.
Con su sentido previsor de hormiga, calculaba la cantidad de placeres
obtenibles por una cantidad de dinero. Esto constituía una de sus
mayores preocupaciones. Miraba los bienes de la tierra con ojos de
tasador judío. Si se convencía de que una cosa de treinta céntimos la
había comprado por veinte, sentía un verdadero disgusto.
Julio leía novelas francesas de escritores medio naturalistas, medio
galantes; estas relaciones de la vida de lujo y de vicio de París le
encantaban.
De ser cierta la clasificación de Iturrioz, Montaner también tenía más
del tipo semita que del ibérico. Era enemigo de lo violento y de lo
exaltado, perezoso, tranquilo, comodón.
Blando de carácter, daba al principio de tratarle cierta impresión
de acritud y energía, que no era más que el reflejo del ambiente de
su familia, constituída por el padre y la madre y varias hermanas
solteronas, de carácter duro y avinagrado.
Cuando Andrés llegó a conocer a fondo a Montaner, se hizo amigo suyo.
Concluyeron los tres compañeros el curso. Aracil se marchó, como solía
hacerlo todos los veranos, al pueblo en donde estaba su familia, y
Montaner y Hurtado se quedaron en Madrid.
El verano fué sofocante; por las noches, Montaner, después de cenar,
iba a casa de Hurtado, y los dos amigos paseaban por la Castellana
y por el Prado, que por entonces tomaba el carácter de un paseo
provinciano, aburrido, polvoriento y lánguido.
Al final del verano un amigo le dió a Montaner una entrada para los
Jardines del Buen Retiro. Fueron los dos todas las noches. Oían cantar
óperas antiguas, interrumpidas por los gritos de la gente que pasaba
dentro del vagón de una montaña rusa que cruzaba el jardín; seguían a
las chicas, y a la salida se sentaban a tomar horchata o limón en algún
puesto del Prado.
Lo mismo Montaner que Andrés hablaban casi siempre mal de Julio;
estaban de acuerdo en considerarle egoísta, mezquino, sórdido, incapaz
de hacer nada por nadie. Sin embargo, cuando Aracil llegaba a Madrid,
los dos se reunían siempre con él.


VIII
UNA FÓRMULA DE LA VIDA

EL año siguiente, el cuarto de carrera, había para los alumnos, y sobre
todo para Andrés Hurtado, un motivo de curiosidad: la clase de don José
de Letamendi.
Letamendi era de estos hombres universales que se tenían en la España
de hace unos años; hombres universales a quienes no se les conocía ni
de nombre pasados los Pirineos. Un desconocimiento tal en Europa de
genios tan transcendentales, se explicaba por esa hipótesis absurda,
que aunque no la defendía nadie claramente, era aceptada por todos, la
hipótesis del odio y la mala fe internacionales que hacía que las cosas
grandes de España fueran pequeñas en el extranjero y viceversa.
Letamendi era un señor flaco, bajito, escuálido, con melenas grises y
barba blanca. Tenía cierto tipo de aguilucho: la nariz corva, los ojos
hundidos y brillantes. Se veía en él un hombre que se había hecho una
cabeza, como dicen los franceses. Vestía siempre levita algo entallada,
y llevaba un sombrero de copa de alas planas, de esos sombreros
clásicos de los melenudos profesores de la Sorbona.
En San Carlos corría como una verdad indiscutible que Letamendi era un
genio; uno de esos hombres águilas que se adelantan a su tiempo; todo
el mundo le encontraba abstruso porque hablaba y escribía con gran
empaque un lenguaje medio filosófico, medio literario.
Andrés Hurtado, que se hallaba ansioso de encontrar algo que llegase al
fondo de los problemas de la vida, comenzó a leer el libro de Letamendi
con entusiasmo. La aplicación de las Matemáticas a la Biología le
pareció admirable. Andrés fué pronto un convencido.
Como todo el que cree hallarse en posesión de una verdad tiene cierta
tendencia de proselitismo, una noche Andrés fué al café donde se
reunían Sañudo y sus amigos a hablar de las doctrinas de Letamendi, a
explicarlas y a comentarlas.
Estaba como siempre Sañudo con varios estudiantes de ingenieros.
Hurtado se reunió con ellos y aprovechó la primera ocasión para llevar
la conversación al terreno que deseaba, y expuso la fórmula de la vida
de Letamendi e intentó explicar los corolarios que de ella deducía el
autor.
Al decir Andrés que la vida, según Letamendi, es una función
indeterminada entre la energía individual y el cosmos, y que esta
función no puede ser más que suma, resta, multiplicación y división,
y que no pudiendo ser suma, ni resta, ni división, tiene que ser
multiplicación, uno de los amigos de Sañudo se echó a reir.
--¿Por qué se ríe usted?--le preguntó Andrés, sorprendido.
--Porque en todo eso que dice usted hay una porción de sofismas y de
falsedades. Primeramente hay muchas más funciones matemáticas que
sumar, restar, multiplicar y dividir.
--¿Cuáles?
--Elevar a potencia, extraer raíces... Después, aunque no hubiera más
que cuatro funciones matemáticas primitivas, es absurdo pensar que en
el conflicto de estos dos elementos la energía de la vida y el cosmos,
uno de ellos, por lo menos, heterogéneo y complicado, porque no haya
suma, ni resta, ni división, ha de haber multiplicación. Además, sería
necesario demostrar por qué no puede haber suma, por qué no puede haber
resta y por qué no puede haber división. Después habría que demostrar
por qué no puede haber dos o tres funciones simultáneas. No basta
decirlo.
--Pero eso lo da el razonamiento.
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