El árbol de la ciencia: novela - 05

Total number of words is 4760
Total number of unique words is 1538
34.9 of words are in the 2000 most common words
47.5 of words are in the 5000 most common words
52.8 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
--No sé lo que anda maquinando cuando está así--decía su madre--; pero
no debe ser nada bueno.
Lulú le contó a Andrés que de chica había pasado una larga temporada
sin querer hablar. En aquella época el hablar le producía una gran
tristeza, y desde entonces le quedaban estos arrechuchos.
Muchas veces Lulú dejaba el bastidor y se largaba a la calle a comprar
algo en la mercería próxima, y contestaba a las frases de los horteras
de la manera más procaz y descarada.
Este poco apego a defender los intereses de la clase les parecía a doña
Leonarda y a Niní una verdadera vergüenza.
--Ten en cuenta que tu padre fué un personaje--decía doña Leonarda con
énfasis.
--Y nosotras nos morimos de hambre--replicaba Lulú.
Cuando obscurecía y las tres mujeres dejaban la labor, Lulú se metía
en algún rincón, apoyándose en varios sitios al mismo tiempo. Así como
encajonada, en un espacio estrecho, formado por dos sillas y la mesa
o por las sillas y el armario del comedor, se ponía a hablar con su
habitual cinismo, escandalizando a su madre y a su hermana. Todo lo que
fuera deforme en un sentido humano la regocijaba. Estaba acostumbrada
a no guardar respeto a nada ni a nadie. No podía tener amigas de su
edad, porque le gustaba espantar a las mojigatas con barbaridades; en
cambio, era buena para los viejos y para los enfermos, comprendía sus
manías, sus egoísmos, y se reía de ellos. Era también servicial; no
le molestaba andar con un chico sucio en brazos o cuidar de una vieja
enferma de la guardilla.
A veces, Andrés la encontraba más deprimida que de ordinario; entre
aquellos parapetos de sillas viejas solía estar con la cabeza apoyada
en la mano, riéndose de la miseria del cuarto, mirando fijamente el
techo o alguno de los agujeros de la estera.
Otras veces se ponía a cantar la misma canción sin parar.
--Pero, muchacha, ¡cállate!--decía su madre--. Me tienes loca con ese
estribillo.
Y Lulú callaba; pero al poco tiempo volvía con la canción.
A veces iba por la casa un amigo del marido de doña Leonarda, don
Prudencio González.
Don Prudencio era un chulo grueso, de abdomen abultado. Gastaba levita
negra, chaleco blanco, del que colgaba la cadena del reloj llena de
dijes. Tenía los ojos desdeñosos, pequeños, el bigote corto y pintado y
la cara roja. Hablaba con acento andaluz y tomaba posturas académicas
en la conversación.
El día que iba don Prudencio, doña Leonarda se multiplicaba.
--Usted, que ha conocido a mi marido--decía con voz lacrimosa--. Usted,
que nos ha visto en otra posición.
Y doña Leonarda hablaba con lágrimas en los ojos de los esplendores
pasados.


V
MÁS DE LULÚ

ALGUNOS días de fiesta, por la tarde, Andrés acompañó a Lulú y a su
madre a dar un paseo por el Retiro o por el Jardín Botánico.
El Botánico le gustaba más a Lulú por ser más popular y estar cerca
de su casa, y por aquel olor acre que daban los viejos mirtos de las
avenidas.
--Porque es usted, le dejo que acompañe a Lulú--decía doña Leonarda,
con cierto retintín.
--Bueno, bueno, mamá--replicaba Lulú--. Todo eso está de más.
En el Botánico se sentaban en algún banco, y charlaban. Lulú contaba
su vida y sus impresiones, sobre todo de la niñez. Los recuerdos de la
infancia estaban muy grabados en su imaginación.
--¡Me da una pena pensar en cuando era chica!--decía.
--¿Por qué? ¿Vivía usted bien?--le preguntaba Hurtado.
--No, no; pero me da mucha pena.
Contaba Lulú que de niña la pegaban para que no comiera el yeso de
las paredes y los periódicos. En aquella época había tenido jaquecas,
ataques de nervios; pero ya hacía mucho tiempo que no padecía ningún
trastorno. Eso sí, era un poco desigual; tan pronto se sentía capaz de
estar derecha una barbaridad de tiempo, como se encontraba tan cansada,
que el menor esfuerzo la rendía.
Esta desigualdad orgánica se reflejaba en su manera de ser espiritual y
material. Lulú era muy arbitraria; ponía sus antipatías y sus simpatías
sin razón alguna.
No le gustaba comer con orden, ni quería alimentos calientes; sólo le
apetecían cosas frías, picantes, con vinagre, escabeche, naranjas...
--¡Ah!, si yo fuera de su familia, eso no se lo consentiría a usted--le
decía Andrés.
--¿No?
--No.
--Pues diga usted que es mi primo.
--Usted ríase--contestaba Andrés--; pero yo la metería en cintura.
--¡Ay, ay, ay, que me estoy mareando!--contestaba ella, cantando
descaradamente.
Andrés Hurtado trataba a pocas mujeres; si hubiese conocido más y
podido comparar, hubiera llegado a sentir estimación por Lulú.
En el fondo de su falta de ilusión y de moral, al menos de moral
corriente, tenía esta muchacha una idea muy humana y muy noble de las
cosas. A ella no le parecían mal el adulterio, ni los vicios, ni las
mayores enormidades; lo que le molestaba era la doblez, la hipocresía,
la mala fe. Sentía un gran deseo de lealtad.
Decía que si un hombre la pretendía, y ella viera que la quería de
verdad, se iría con él, fuera rico o pobre, soltero o casado.
Tal afirmación parecía una monstruosidad, una indecencia a Niní y a
doña Leonarda. Lulú no aceptaba derechos ni prácticas sociales.
--Cada cual debe hacer lo que quiera--decía.
El desenfado inicial de su vida le daba un valor para opinar muy grande.
--¿De veras se iría usted con un hombre?--le preguntaba Andrés.
--Si me quería de verdad, ¡ya lo creo! Aunque me pegara después.
--¿Sin casarse?
--Sin casarme, ¿por qué no? Si vivía dos o tres años con ilusión y con
entusiasmo, pues eso no me lo quitaba nadie.
--¿Y luego?...
--Luego seguiría trabajando como ahora, o me envenenaría.
Esta tendencia al final trágico era muy frecuente en Lulú; sin duda
le atraía la idea de acabar, y de acabar de una manera melodramática.
Decía que no le gustaría llegar a vieja.
En su franqueza extraordinaria, hablaba con cinismo. Un día le dijo a
Andrés:
--Ya ve usted: hace unos años estuve a punto de perder la honra, como
decimos las mujeres.
--¿Por qué?--preguntó Andrés, asombrado, al oir esta revelación.
--Porque un bestia de la vecindad quiso forzarme. Yo tenía doce años.
Y gracias que llevaba pantalones y empecé a chillar; si no... estaría
deshonrada--añadió con voz campanuda.
--Parece que la idea no le espanta a usted mucho.
--Para una mujer que no es guapa, como yo, y que tiene que estar
siempre trabajando, como yo, la cosa no tiene gran importancia.
¿Qué había de verdad en esta manía de sinceridad y de análisis de
Lulú?--se preguntaba Andrés--. ¿Era espontánea, era sentida, o había
algo de ostentación para parecer original? Difícil era averiguarlo.
Algunos sábados por la noche, Julio y Andrés convidaban a Lulú, a Niní
y a su madre a ir a algún teatro, y después entraban en un café.


VI
MANOLO EL CHAFANDÍN

UNA amiga, con la cual solía prestarse mutuos servicios Lulú, era una
vieja, planchadora de la vecindad, que se llamaba Venancia.
La señora Venancia tendría unos sesenta años, y trabajaba
constantemente; invierno y verano estaba en su cuartucho, sin cesar de
planchar un momento. La señora Venancia vivía con su hija y su yerno,
un chulapo a quien llamaban Manolo el Chafandín.
El tal Manolo, hombre de muchos oficios y de ninguno, no trabajaba más
que rara vez, y vivía a costa de la suegra.
Manolo tenía tres o cuatro hijos, y el último era una niña de pecho que
solía estar con frecuencia metida en un cesto en el cuarto de la señora
Venancia, y a quien Lulú solía pasear en brazos por la galería.
--¿Qué va a ser esta niña?--preguntaban algunos.
Y Lulú contestaba:
--Golfa, golfa--u otra palabra más dura, y añadía: Así la llevarán en
coche, como a la Estrella.
La hija de la señora Venancia era una vaca sin cencerro, holgazana,
borracha, que se pasaba la vida disputando con las comadres de la
vecindad. Como a Manolo, su hombre, no le gustaba trabajar, toda la
familia vivía a costa de la señora Venancia, y el dinero del taller de
planchado no bastaba, naturalmente, para subvenir a las necesidades de
la casa.
Cuando la Venancia y el yerno disputaban, la mujer de Manolo siempre
salía a la defensa del marido, como si este holgazán tuviera derecho a
vivir del trabajo de los demás.
Lulú, que era justiciera, un día, al ver que la hija atropellaba a la
madre, salió en defensa de la Venancia, y se insultó con la mujer de
Manolo; la llamó tía zorra, borracha, perro y añadió que su marido
era un cabronazo; la otra le dijo que ella y toda su familia eran
unas cursis muertas de hambre, y gracias a que se interpusieron otras
vecinas, no se tiraron de los pelos.
Aquellas palabras ocasionaron un conflicto, porque Manolo el
Chafandín, que era un chulo aburrido, de estos cobardes, decidió pedir
explicaciones a Lulú de sus palabras.
Doña Leonarda y Niní, al saber lo ocurrido, se escandalizaron. Doña
Leonarda echó una chillería a Lulú por mezclarse con aquella gente.
Doña Leonarda no tenía sensibilidad más que para las cosas que se
referían a su respetabilidad social.
--Estás empeñada en ultrajarnos--dijo a Lulú medio llorando--. ¿Qué
vamos a hacer, Dios mío, cuando venga ese hombre?
--Que venga--replicó Lulú--; yo le diré que es un gandul y que más le
valía trabajar y no vivir de su suegra.
--¿Pero a ti qué te importa lo que hacen los demás? ¿Por qué te mezclas
con esa gente?
Llegaron por la tarde Julio Aracil y Andrés y doña Leonarda les puso al
corriente de lo ocurrido.
--Qué demonio; no les pasará a ustedes nada--dijo Andrés--; aquí
estaremos nosotros.
Aracil, al saber lo que sucedía y la visita anunciada del Chafandín, se
hubiera marchado con gusto, porque no era amigo de trifulcas; pero por
no pasar por un cobarde, se quedó.
A media tarde llamaron a la puerta, y se oyó decir:
--¿Se puede?
--Adelante--dijo Andrés.
Se presentó Manolo el Chafandín, vestido de día de fiesta, muy
elegante, muy empaquetado, con un sombrero ancho torero y una gran
cadena de reloj de plata. En su mejilla, un lunar negro y rizado
trazaba tantas vueltas como el muelle de un reloj de bolsillo. Doña
Leonarda y Niní temblaron al ver a Manolo. Andrés y Julio le invitaron
a explicarse.
El Chafandín puso su garrota en el antebrazo izquierdo, y comenzó una
retahila larga de reflexiones y consideraciones acerca de la honra y de
las palabras que se dicen imprudentemente.
Se veía que estaba sondeando a ver si se podía atrever a echárselas de
valiente, porque aquellos señoritos lo mismo podían ser dos panolis que
dos puntos bragados que le hartasen de mojicones.
Lulú escuchaba nerviosa, moviendo los brazos y las piernas, dispuesta a
saltar.
El Chafandín comenzó a envalentonarse al ver que no le contestaban, y
subió el tono de la voz.
--Porque aquí (y señaló a Lulú con el garrote) le ha llamado a mi
señora zorra, y mi señora no es una zorra; habrá otras más zorras
que ella, y aquí (y volvió a señalar a Lulú) ha dicho que yo soy un
cabronazo, y ¡maldita sea la!... que yo le como los hígados al que diga
eso.
Al terminar su frase, el Chafandín dió un golpe con el garrote en el
suelo.
Viendo que el Chafandín se desmandaba, Andrés, un poco pálido, se
levantó y le dijo:
--Bueno; siéntese usted.
--Estoy bien así--dijo el chulo.
--No, hombre. Siéntese usted. Está usted hablando desde hace mucho
tiempo, de pie, y se va usted a cansar.
Manolo el Chafandín se sentó, algo escamado.
--Ahora, diga usted--siguió diciendo Andrés--qué es lo que usted
quiere, en resumen.
--¿En resumen?
--Sí.
--Pues yo quiero una explicación.
--Una explicación, ¿de qué?
--De las palabras que ha dicho aquí (y volvió a señalar a Lulú) contra
mi señora y contra este servidor.
--Vamos, hombre, no sea usted imbécil.
--Yo no soy imbécil.
--¿Qué quiere usted que diga esta señorita? ¿Que su mujer no es una
zorra, ni una borracha, ni un perro, y que usted no es un cabronazo?
Bueno; Lulú, diga usted eso para que este buen hombre se vaya tranquilo.
--A mí ningún pollo neque me toma el pelo--dijo el Chafandín,
levantándose.
--Yo lo que voy a hacer--dijo Andrés irritado--es darle un silletazo en
la cabeza y echarle a puntapiés por las escaleras.
--¿Usted?
--Sí; yo.
Y Andrés se acercó al chulo con la silla en el aire. Doña Leonarda y
sus hijas empezaron a gritar; el Chafandín se acercó rápidamente a la
puerta y la abrió. Andrés se fué a él; pero el Chafandín cerró la
puerta y se escapó por la galería, soltando bravatas e insultos.
Andrés quería salir a calentarle las costillas para enseñarle a tratar
a las personas; pero entre las mujeres y Julio le convencieron de que
se quedara.
Durante toda la riña Lulú estaba vibrando, dispuesta a intervenir.
Cuando Andrés se despidió, le estrechó la mano entre las suyas con más
fuerza que de ordinario.


VII
HISTORIA DE LA VENANCIA

LA escena bufa con Manolo el Chafandín hizo que en la casa de doña
Leonarda se le considerara a Andrés como a un héroe. Lulú le llevó
un día al taller de la Venancia. La Venancia era una de estas viejas
secas, limpias, trabajadoras; se pasaba el día sin descansar un momento.
Tenía una vida curiosa. De joven había estado de doncella en varias
casas, hasta que murió su última señora y dejó de servir.
La idea del mundo de la Venancia era un poco caprichosa. Para ella el
rico, sobre todo el aristócrata, pertenecía a una clase superior a la
humana.
Un aristócrata tenía derecho a todo, al vicio, a la inmoralidad, al
egoísmo; estaba como por encima de la moral corriente. Una pobre como
ella, voluble, egoísta o adúltera le parecía una cosa monstruosa; pero
esto mismo en una señorona lo encontraba disculpable.
A Andrés le asombraba una filosofía tan extraña, por la cual el que
posee salud, fuerza, belleza y privilegios tiene más derecho a otras
ventajas que el que no conoce más que la enfermedad, la debilidad, lo
feo y lo sucio.
Aunque no se sabe la garantía científica que tenga, hay en el cielo
católico, según la gente, un santo, San Pascual Bailón, que baila
delante del Altísimo, y que dice siempre: Más, más, más. Si uno tiene
suerte, le da más, más, más; si tiene desgracias le da también más,
más, más. Esta filosofía bailonesca era la de la señora Venancia.
La señora Venancia, mientras planchaba, contaba historias de sus amos.
Andrés fué a oirla con gusto.
La primera ama donde sirvió la Venancia era una mujer caprichosa y
loca, de un humor endiablado; pegaba a los hijos, al marido, a los
criados y le gustaba enemistar a sus amigos.
Una de las maniobras que empleaba era hacer que uno se escondiera
detrás de una cortina al llegar otra persona, y a ésta le incitaba para
que hablase mal del que estaba escondido y le oyese.
La dama obligaba a su hija mayor a vestirse de una manera pobre y
ridícula, con el objeto de que nadie se fijara en ella. Llegó en su
maldad hasta esconder unos cubiertos en el jardín y acusar a un criado
de ladrón y hacer que lo llevaran a la cárcel.
Una vez en esta casa, la Venancia velaba a uno de los hijos de la
señora que se encontraba muy grave. El niño estaba en la agonía, y a
eso de las diez de la noche murió. La Venancia fué llorando a avisar a
su señora lo que ocurría, y se la encontró vestida para un baile. Le
dió la triste noticia, y ella le dijo: Bueno, no digas nada ahora. La
señora se fué al baile, y cuando volvió comenzó a llorar, haciéndose la
desesperada.
--¡Qué loba!--dijo Lulú al oir la narración.
De esta casa la señora Venancia había pasado a otra de una duquesa muy
guapa, muy generosa, pero de un desenfreno terrible.
Aquella tenía los amantes a pares--dijo la Venancia--. Muchas veces iba
a la iglesia de Jesús con un hábito de estameña parda, y pasaba allí
horas y horas rezando, y a la salida la esperaba su amante en coche y
se iba con él.
--Un día--contó la planchadora--estaba la duquesa con su querido en
la alcoba; yo dormía en un cuarto próximo que tenía una puerta de
comunicación. De pronto oigo un estrépito de campanillazos y de golpes.
Aquí está el marido--pensé. Salté de la cama y entré por la puerta
excusada en la habitación de mi señora. El duque, a quien había abierto
algún criado, golpeaba furioso la puerta de la alcoba; la puerta no
tenía más que un pestillo ligero, que hubiera cedido a la menor fuerza;
yo la atranqué con el palo de una cortina. El amante, azorado, no
sabía qué hacer; estaba en una facha muy ridícula. Yo le llevé por la
puerta excusada, le dí las ropas de mi marido y le eché a la escalera.
Después me vestí de prisa y fuí a ver al duque, que bramaba furioso,
con una pistola en la mano, dando golpes en la puerta de la alcoba. La
señora, al oir mi voz, comprendió que la situación estaba salvada y
abrió la puerta. El duque miró por todos los rincones, mientras ella le
contemplaba tan tranquila. Al día siguiente, la señora me abrazó y me
besó, y me dijo que se arrepentía de todo corazón, que en adelante iba
a hacer una vida recatada; pero a los quince días ya tenía otro amante.
La Venancia conocía toda la vida íntima del mundo aristocrático de
su época; los sarpullidos de los brazos y el furor erótico de Isabel
II; la impotencia de su marido; los vicios, las enfermedades, las
costumbres de los aristócratas las sabía por detalles vistos por sus
ojos.
A Lulú le interesaban estas historias.
Andrés afirmaba que toda aquella gente era una sucia morralla, indigna
de simpatía y de piedad; pero la señora Venancia, con su extraña
filosofía, no aceptaba esta opinión; por el contrario, decía que
todos eran muy buenos, muy caritativos, que hacían grandes limosnas y
remediaban muchas miserias.
Algunas veces Andrés trató de convencer a la planchadora de que el
dinero de la gente rica procedía del trabajo y del sudor de pobres
miserables que labraban el campo, en las dehesas y en los cortijos.
Andrés afirmaba que tal estado de injusticia podía cambiar; pero esto
para la señora Venancia era una fantasía.
--Así hemos encontrado el mundo y así lo dejaremos--decía la vieja,
convencida de que su argumento no tenía réplica.


VIII
OTROS TIPOS DE LA CASA

UNA de las cosas características de Lulú era que tenía reconcentrada su
atención en la vecindad y en el barrio de tal modo, que lo ocurrido en
otros puntos de Madrid para ella no ofrecía el menor interés. Mientras
trabajaba en su bastidor llevaba el alza y la baja de lo que pasaba
entre los vecinos.
La casa donde vivían, aunque a primera vista no parecía muy grande,
tenía mucho fondo y habitaban en ella gran número de familias. Sobre
todo, la población de las guardillas era numerosa y pintoresca.
Pasaban por ella una porción de tipos extraños del hampa y la
pobretería madrileña. Una inquilina de las guardillas, que daba siempre
que hacer, era la tía Negra, una verdulera ya vieja. La pobre mujer se
emborrachaba y padecía un delirio alcohólico político, que consistía
en vitorear a la República y en insultar a las autoridades, a los
ministros y a los ricos.
Los agentes de seguridad la tenían por blasfema, y la llevaban de
cuando a la sombra a pasar una quincena; pero al salir volvía a las
andadas.
La tía Negra, cuando estaba cuerda y sin alcohol, quería que la dijeran
la señora Nieves, pues así se llamaba.
Otra vieja rara de la vecindad era la señora Benjamina, a quien daban
el mote de Doña Pitusa. Doña Pitusa era una viejezuela pequeña, de
nariz corva, ojos muy vivos y boca de sumidero.
Solía ir a pedir limosna a la iglesia de Jesús y a la de Montserrat;
decía a todas horas que había tenido muchas desgracias de familia y
pérdidas de fortuna; quizá pensaba que esto justificaba su afición al
aguardiente.
La señora Benjamina recorría medio Madrid pidiendo con distintos
pretextos, enviando cartas lacrimosas. Muchas veces, al anochecer,
se ponía en una bocacalle con el velo negro echado sobre la cara, y
sorprendía al transeunte con una narración trágica, expresada en tonos
teatrales; decía que era viuda de un general; que acababa de morírsele
un hijo de veinte años, el único sostén de su vida; que no tenía para
amortajarle ni encender un cirio con que alumbrar su cadáver.
El transeunte a veces se estremecía, a veces replicaba que debía tener
muchos hijos de veinte años, cuanto con tanta frecuencia se le moría
uno.
El hijo verdadero de la Benjamina tenía más de veinte años; se llamaba
el Chuleta, y estaba empleado en una funeraria. Era chato, muy delgado,
algo giboso, de aspecto enfermizo, con unos pelos azafranados en la
barba y ojos de besugo. Decían en la vecindad que él inspiraba las
historias melodramáticas de su madre. El Chuleta era un tipo fúnebre;
debía ser verdaderamente desagradable verle en la tienda en medio de
sus ataúdes.
El Chuleta era muy vengativo y rencoroso, no se olvidaba de nada; a
Manolo el Chafandín le guardaba un odio insaciable.
El Chuleta tenía muchos hijos, todos con el mismo aspecto de
abatimiento y de estupidez trágica del padre y todos tan mal
intencionados y tan rencorosos como él.
Había también en las guardillas una casa de huéspedes de una gallega
bizca, tan ancha de arriba como de abajo. Esta gallega, la Paca, tenía
de pupilos, entre otros, un mozo de la clase de disección de San
Carlos, tuerto, a quien conocían Aracil y Hurtado; un enfermero del
Hospital General y un cesante, a quien llamaban don Cleto.
Don Cleto Meana era el filósofo de la casa, era un hombre bien educado
y culto, que había caído en la miseria. Vivía de algunas caridades que
le hacían los amigos. Era un viejecito bajito y flaco, muy limpio, muy
arreglado, de barba gris recortada; llevaba el traje raído, pero sin
manchas, y el cuello de la camisa impecable. Él mismo se cortaba el
pelo, se lavaba la ropa, se pintaba las botas con tinta cuando tenían
alguna hendidura blanca, y se cortaba los flecos de los pantalones.
La Venancia solía plancharle los cuellos de balde. Don Cleto era un
estoico.
--Yo, con un panecillo al día y unos cuantos cigarros vivo bien como un
príncipe--decía el pobre.
Don Cleto paseaba por el Retiro y Recoletos; se sentaba en los bancos,
entablaba conversación con la gente; si no le veía nadie, cogía algunas
colillas y las guardaba, porque, como era un caballero, no le gustaba
que le sorprendieran en ciertos trabajos menesteres.
Don Cleto disfrutaba de los espectáculos de la calle; la llegada de un
príncipe extranjero, el entierro de un político constituían para él
grandes acontecimientos.
Lulú, cuando le encontraba en la escalera, le decía:
--¿Ya se va usted, don Cleto?
--Sí; voy a dar una vueltecita.
--De pira ¿eh? Es usted un pirantón, don Cleto.
--Ja, ja, ja--reía él--. ¡Qué chicas éstas! ¡Qué cosas dicen!
Otro tipo de la casa muy conocido era el Maestrín, un manchego muy
pedante y sabihondo, droguero, curandero y sanguijuelero. El Maestrín
tenía un tenducho en la calle del Fúcar, y allí solía estar con
frecuencia con la Silveria, su hija, una buena moza, muy guapa, a quien
Victorio, el sobrino del prestamista, iba poniendo los puntos. El
Maestrín, muy celoso en cuestiones de honor, estaba dispuesto, al menos
así lo decía él, a pegarle una puñalada al que intentara deshonrarle.
Toda esta gente de la casa pagaba su contribución en dinero o en
especie al tío de Victorio, el prestamista de la calle de Atocha,
llamado don Martín, y a quien por mal nombre se le conocía por el tío
Miserias.
El tío Miserias, el personaje más importante del barrio, vivía en una
casa suya de la calle de la Verónica, una casa pequeña, de un piso
solo, como de pueblo, con dos balcones llenos de tiestos y una reja en
el piso bajo.
El tío Miserias era un viejo encorvado, afeitado y ceñudo. Llevaba un
trapo cuadrado, negro, en un ojo, lo que hacía su cara más sombría.
Vestía siempre de luto; en invierno usaba zapatillas de orillo y una
capa larga, que le colgaba de los hombros como de un perchero.
Don Martín, el humano, como le llamaba Andrés, salía muy temprano de
su casa y estaba en la trastienda de su establecimiento, siempre de
vigilancia. En los días fríos se pasaba la vida delante de un brasero,
respirando continuamente un aire cargado de óxido de carbono.
Al anochecer se retiraba a su casa, echaba una mirada a sus tiestos y
cerraba los balcones. Don Martín tenía, además de la tienda de la calle
de Atocha, otra de menos categoría en la del Tribulete. En esta última
su negocio principal era tomar en empeño sábanas y colchones a la gente
pobre.
Don Martín no quería ver a nadie. Consideraba que la sociedad le debía
atenciones que le negaba. Un dependiente, un buen muchacho al parecer,
en quien tenía colocada su confianza, le jugó una mala pasada. Un día
el dependiente cogió un hacha que tenían en la casa de préstamos para
hacer astillas con que encender el brasero, y abalanzándose sobre don
Martín, empezó a golpes con él, y por poco no le abre la cabeza.
Después el muchacho, dando por muerto a don Martín, cogió los cuartos
del mostrador y se fué a una casa de trato de la calle de San José, y
allí le prendieron.
Don Martín quedó indignado cuando vió que el Tribunal, aceptando una
serie de circunstancias atenuantes, no condenó al muchacho más que a
unos meses de cárcel.
--Es un escándalo--decía el usurero pensativo--. Aquí no se protege a
las personas honradas. No hay benevolencia más que para los criminales.
Don Martín era tremendo; no perdonaba a nadie; a un burrero de la
vecindad, porque no le pagaba unos réditos, le embargó las burras de
leche, y por más que el burrero decía que si no le dejaba las burras
sería más difícil que le pagara, don Martín no accedió. Hubiera sido
capaz de comerse las burras por aprovecharlas.
Victorio, el sobrino del prestamista, prometía ser un gerifalte como el
tío, aunque de otra escuela. El tal Victorio era un Don Juan de casa
de préstamos. Muy elegante, muy chulo, con los bigotes retorcidos,
los dedos llenos de alhajas y la sonrisa de hombre satisfecho,
hacía estragos en los corazones femeninos. Este joven explotaba al
prestamista. El dinero que el tío Miserias había arrancado a los
desdichados vecinos pasaba a Victorio, que se lo gastaba con rumbo.
A pesar de esto, no se perdía, al revés, llevaba camino de enriquecerse
y de acrecentar su fortuna.
Victorio era dueño de una chirlata de la calle del Olivar, donde se
jugaba a juegos prohibidos, y de una taberna de la calle del León.
La taberna le daba a Victorio grandes ganancias, porque tenía una
tertulia muy productiva. Varios puntos entendidos con la casa iniciaban
una partida de juego, y cuando había dinero en la mesa, alguno gritaba:
--¡Señores, la Policía!
Y unas cuantas manos solícitas cogían las monedas, mientras que los
agentes de Policía conchabados entraban en el cuarto.
A pesar de su condición de explotador y de conquistador de muchachas,
la gente del barrio no le odiaba a Victorio. A todos les parecía muy
natural y lógico lo que hacía.


IX
LA CRUELDAD UNIVERSAL

TENÍA Andrés un gran deseo de comentar filosóficamente las vidas de
los vecinos de la casa de Lulú. A sus amigos no le interesaban estos
comentarios y filosofías, y decidió, una mañana de un día de fiesta, ir
a ver a su tío Iturrioz.
Al principio de conocerle, Andrés no le trató a su tío hasta los
catorce o quince años. Iturrioz le pareció un hombre seco y egoísta,
que lo tomaba todo con indiferencia; luego, sin saber a punto fijo
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El árbol de la ciencia: novela - 06
  • Parts
  • El árbol de la ciencia: novela - 01
    Total number of words is 4485
    Total number of unique words is 1513
    36.5 of words are in the 2000 most common words
    49.0 of words are in the 5000 most common words
    55.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 02
    Total number of words is 4717
    Total number of unique words is 1551
    35.9 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 03
    Total number of words is 4633
    Total number of unique words is 1551
    35.2 of words are in the 2000 most common words
    47.2 of words are in the 5000 most common words
    52.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 04
    Total number of words is 4613
    Total number of unique words is 1473
    37.3 of words are in the 2000 most common words
    49.9 of words are in the 5000 most common words
    55.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 05
    Total number of words is 4760
    Total number of unique words is 1538
    34.9 of words are in the 2000 most common words
    47.5 of words are in the 5000 most common words
    52.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 06
    Total number of words is 4756
    Total number of unique words is 1631
    33.5 of words are in the 2000 most common words
    46.5 of words are in the 5000 most common words
    54.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 07
    Total number of words is 4604
    Total number of unique words is 1498
    38.9 of words are in the 2000 most common words
    51.0 of words are in the 5000 most common words
    56.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 08
    Total number of words is 4674
    Total number of unique words is 1530
    35.3 of words are in the 2000 most common words
    46.5 of words are in the 5000 most common words
    51.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 09
    Total number of words is 4677
    Total number of unique words is 1566
    35.7 of words are in the 2000 most common words
    47.4 of words are in the 5000 most common words
    53.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 10
    Total number of words is 4616
    Total number of unique words is 1585
    32.5 of words are in the 2000 most common words
    45.3 of words are in the 5000 most common words
    51.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 11
    Total number of words is 4674
    Total number of unique words is 1470
    37.0 of words are in the 2000 most common words
    48.3 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 12
    Total number of words is 4696
    Total number of unique words is 1409
    37.8 of words are in the 2000 most common words
    49.0 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 13
    Total number of words is 4669
    Total number of unique words is 1506
    39.0 of words are in the 2000 most common words
    51.5 of words are in the 5000 most common words
    56.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El árbol de la ciencia: novela - 14
    Total number of words is 2496
    Total number of unique words is 953
    41.7 of words are in the 2000 most common words
    51.6 of words are in the 5000 most common words
    55.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.