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El árbol de la ciencia: novela - 11
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Ya no experimentaba cólera por las cosas ni por las personas.
Le hubiera gustado comunicar a alguien sus impresiones y pensó en
escribir a Iturrioz; pero luego creyó que su situación espiritual era
más fuerte siendo él solo el único testigo de su victoria.
Ya comenzaba a no tener espíritu agresivo. Se levantaba muy temprano,
con la aurora, y paseaba por aquellos campos llanos, por los viñedos,
hasta un olivar que él llamaba el trágico por su aspecto. Aquellos
olivos viejos, centenarios, retorcidos, parecían enfermos atacados
por el tétanos; entre ellos se levantaba una casa aislada y baja con
bardales de cambroneras, y en el vértice de la colina había un molino
de viento tan extraordinario, tan absurdo, con su cuerpo rechoncho y
sus brazos chirriantes, que a Andrés le dejaba siempre sobrecogido.
Muchas veces salía de casa cuando aún era de noche y veía la estrella
del crepúsculo palpitar y disolverse como una perla en el horno de la
aurora llena de resplandores.
Por las noches, Andrés se refugiaba en la cocina, cerca del fogón bajo.
Dorotea, la vieja y la niña hacían sus labores al amor de la lumbre y
Hurtado charlaba o miraba arder los sarmientos.
IX
LA MUJER DEL TÍO GARROTA
UNA noche de invierno, un chico fué a llamar a Andrés; una mujer había
caído a la calle y estaba muriéndose.
Hurtado se embozó en la capa, y de prisa, acompañado del chico, llegó
a una calle extraviada, cerca de una posada de arrieros que se llamaba
el Parador de la Cruz. Se encontró con una mujer privada de sentido, y
asistida por unos cuantos vecinos que formaban un grupo alrededor de
ella.
Era la mujer de un prendero llamado el tío Garrota; tenía la cabeza
bañada en sangre y había perdido el conocimiento.
Andrés hizo que llevaran a la mujer a la tienda y que trajeran una luz;
tenía la vieja una conmoción cerebral.
Hurtado le hizo una sangría en el brazo. Al principio la sangre
negra, coagulada, no salía de la vena abierta; luego comenzó a brotar
despacio; después más regularmente, y la mujer respiró con relativa
facilidad.
En este momento llegó el juez con el actuario y dos guardias, y fué
interrogando, primero a los vecinos y después a Hurtado.
--¿Cómo se encuentra esta mujer?--le dijo.
--Muy mal.
--¿Se podrá interrogarla?
--Por ahora, no; veremos si recobra el conocimiento.
--Si lo recobra avíseme usted en seguida. Voy a ver el sitio por donde
se ha tirado y a interrogar al marido.
La tienda era una prendería repleta de trastos viejos que había por
todos los rincones y colgaban del techo; las paredes estaban atestadas
de fusiles y escopetas antiguas, sables y machetes.
Andrés estuvo atendiendo a la mujer hasta que ésta abrió los ojos y
pareció darse cuenta de lo que le pasaba.
--Llamadle al juez--dijo Andrés a los vecinos.
El juez vino en seguida.
--Esto se complica--murmuró--; luego preguntó a Andrés. ¿Qué? ¿Entiende
algo?
--Sí, parece que sí.
Efectivamente, la expresión de la mujer era de inteligencia.
--¿Se ha tirado usted, o la han tirado a usted desde la
ventana?--preguntó el juez.
--¡Eh!--dijo ella.
--¿Quién la ha tirado?
--¡Eh!
--¿Quién la ha tirado?
--Garro... Garro...--murmuró la vieja haciendo un esfuerzo.
El juez y el actuario y los guardias quedaron sorprendidos.
--Quiere decir Garrota--dijo uno.
--Sí, es una acusación contra él--dijo el juez--. ¿No le parece a
usted, doctor?
--Parece que sí.
--¿Por qué la ha tirado a usted?
--Garro... Garro...--volvió a decir la vieja.
--No quiere decir más sino que es su marido--afirmó un guardia.
--No, no es eso--repuso Andrés--. La lesión la tiene en el lado
izquierdo.
--¿Y eso qué importa?--preguntó el guardia.
--Cállese usted--dijo el juez--. ¿Qué supone usted, doctor?
--Supongo que esta mujer se encuentra en un estado de afasia. La lesión
la tiene en el lado izquierdo del cerebro; probablemente la tercera
circunvolución frontal, que se considera como centro del lenguaje,
estará lesionada. Esta mujer parece que entiende, pero no puede
articular más que esa palabra. A ver, pregúntele usted otra cosa.
--¿Está usted mejor?--dijo el juez.
--¡Eh!
--¿Si está usted ya mejor?
--Garro... Garro...--contestó ella.
--Sí; dice a todo lo mismo--afirmó el juez.
--Es un caso de afasia o de sordera verbal--añadió Andrés.
--Sin embargo..., hay muchas sospechas contra el marido--replicó el
actuario.
Habían llamado al cura para sacramentar a la moribunda.
Le dejaron solo y Andrés subió con el juez. La prendería del tío
Garrota tenía una escalera de caracol para el primer piso.
Este constaba de un vestíbulo, la cocina, dos alcobas y el cuarto
desde donde se había tirado la vieja. En medio de este cuarto había un
brasero, una badila sucia y una serie de manchas de sangre que seguían
hasta la ventana.
--La cosa tiene el aspecto de un crimen--dijo el juez.
--¿Cree usted?--preguntó Andrés.
--No, no creo nada; hay que confesar que los indicios se presentan como
en una novela policíaca para despistar a la opinión. Esta mujer que se
le pregunta quién la ha tirado, y dice el nombre de su marido; esta
badila llena de sangre; las manchas que llegan hasta la ventana, todo
hace sospechar lo que ya han comenzado a decir los vecinos.
--¿Qué dicen?
--Le acusan al tío Garrota, al marido de esta mujer. Suponen que el
tío Garrota y su mujer riñeron; que él le dió con la badila en la
cabeza; que ella huyó a la ventana a pedir socorro, y que entonces él,
agarrándola de la cintura, la arrojó a la calle.
--Puede ser.
--Y puede no ser.
Abonaba esta versión la mala fama del tío Garrota y su complicidad
manifiesta en las muertes de dos jugadores, el Cañamero y el Pollo,
ocurridas hacía unos diez años cerca de Daimiel.
--Voy a guardar esta badila--dijo el juez.
--Por si acaso no debían tocarla--repuso Andrés--; las huellas pueden
servirnos de mucho.
El juez metió la badila en un armario, lo cerró y llamó al actuario
para que lo lacrase. Se cerró también el cuarto y se guardó la llave.
Al bajar a la prendería Hurtado y el juez, la mujer del tío Garrota
había muerto.
El juez mandó que trajeran a su presencia al marido. Los guardias le
habían atado las manos.
El tío Garrota era un hombre ya viejo, corpulento, de mal aspecto,
tuerto, de cara torva, llena de manchas negras, producidas por una
perdigonada que le habían soltado hacía años en la cara.
En el interrogatorio se puso en claro que el tío Garrota era borracho,
y hablaba de matar a uno o de matar a otro con frecuencia.
El tío Garrota no negó que daba malos tratos a su mujer; pero sí que la
hubiese matado. Siempre concluía diciendo:
--Señor juez, yo no he matado a mi mujer. He dicho, es verdad, muchas
veces que la iba a matar; pero no la he matado.
El juez, después del interrogatorio, envió al tío Garrota incomunicado
a la cárcel.
--¿Qué le parece a usted?--le preguntó el juez a Hurtado.
--Para mí es una cosa clara; este hombre es inocente.
El juez, por la tarde, fué a ver al tío Garrota a la cárcel, y dijo
que empezaba a creer que el prendero no había matado a su mujer. La
opinión popular quería suponer que Garrota era un criminal. Por la
noche el doctor Sánchez aseguró en el casino que era indudable que el
tío Garrota había tirado por la ventana a su mujer, y que el juez y
Hurtado tendían a salvarle, Dios sabe por qué; pero que en la autopsia
aparecería la verdad.
Al saberlo Andrés fué a ver al juez y le pidió nombrara a don Tomás
Solana, el otro médico, como árbitro para presenciar la autopsia, por
si acaso había divergencia entre el dictamen de Sánchez y el suyo.
La autopsia se verificó al día siguiente por la tarde; se hizo una
fotografía de las heridas de la cabeza producidas por la badila y se
señalaron unos cardenales que tenía la mujer en el cuello.
Luego se procedió a abrir las tres cavidades y se encontró la fractura
craneana, que cogía parte del frontal y del parietal y que había
ocasionado la muerte. En los pulmones y en el cerebro aparecieron
manchas de sangre, pequeñas y redondas.
En la exposición de los datos de la autopsia estaban conformes los tres
médicos; en su opinión, acerca de las causas de la muerte, divergían.
Sánchez daba la versión popular. Según él, la interfecta, al
sentirse herida en la cabeza por los golpes de la badila, corrió a
la ventana a pedir socorro; allí una mano poderosa la sujetó por el
cuello, produciéndole una contusión y un principio de asfixia que se
evidenciaba en las manchas petequiales de los pulmones y del cerebro,
y después, lanzada a la calle, había sufrido la conmoción cerebral y
la fractura del cráneo, que le produjo la muerte. La misma mujer, en
la agonía, había repetido el nombre del marido indicando quién era su
matador.
Hurtado decía primeramente que las heridas de la cabeza eran tan
superficiales que no estaban hechas por un brazo fuerte, sino por
una mano débil y convulsa; que los cardenales del cuello procedían
de contusiones anteriores al día de la muerte, y que, respecto a las
manchas de sangre en los pulmones y en el cerebro, no eran producidas
por un principio de asfixia, sino el alcoholismo inveterado de la
interfecta. Con estos datos, Hurtado aseguraba que la mujer, en un
estado alcohólico, evidenciado por el aguardiente encontrado en su
estómago, y presa de manía suicida, había comenzado a herirse ella
misma con la badila en la cabeza, lo que explicaba la superficialidad
de las heridas, que apenas interesaban el cuero cabelludo, y después,
en vista del resultado negativo para producirse la muerte, había
abierto la ventana y se había tirado de cabeza a la calle. Respecto a
las palabras pronunciadas por ella, estaba claramente demostrado que al
decirlas se encontraba en un estado afásico.
Don Tomás, el médico aristócrata, en su informe hacía equilibrios, y en
conjunto no decía nada.
Sánchez estaba en la actitud popular; todo el mundo creía culpable al
tío Garrota, y algunos llegaban a decir que, aunque no lo fuera, había
que castigarlo, porque era un desalmado capaz de cualquier fechoría.
El asunto apasionó al pueblo; se hicieron una porción de pruebas; se
estudiaron las huellas frescas de sangre de la badila, y se vió no
coincidían con los dedos del prendero; se hizo que un empleado de la
cárcel, amigo suyo, le emborrachara y le sonsacara. El tío Garrota
confesó su participación en las muertes del Pollo y del Cañamero; pero
afirmó repetidas veces, entre furiosos juramentos, que no y que no. No
tenía nada que ver en la muerte de su mujer, y aunque le condenaran por
decir que no y le salvaran por decir que sí, diría que no, porque esa
era la verdad.
El juez, después de repetidos interrogatorios, comprendió la inocencia
del prendero y lo dejó en libertad.
El pueblo se consideró defraudado. Por indicios, por instinto, la gente
adquirió la convicción de que el tío Garrota, aunque capaz de matar
a su mujer, no la había matado; pero no quiso reconocer la probidad
de Andrés y del juez. El periódico de la capital que defendía a los
Mochuelos, escribió un artículo con el título «¿Crimen o suicidio?»,
en el que suponía que la mujer del tío Garrota se había suicidado; en
cambio, otro periódico de la capital, defensor de los Ratones, aseguró
que se trataba de un crimen y que las influencias políticas habían
salvado al prendero.
--Habrá que ver lo que habrán cobrado el médico y el juez--decía la
gente.
A Sánchez, en cambio, le elogiaban todos.
--Ese hombre iba con lealtad.
--Pero no era cierto lo que decía--replicaba alguno.
--Sí; pero él iba con honradez.
Y no había manera de convencer a la mayoría de otra cosa.
X
DESPEDIDA
ANDRÉS, que hasta entonces había tenido simpatía entre la gente pobre,
vió que la simpatía se trocaba en hostilidad. En la primavera decidió
marcharse y presentar la dimisión de su cargo.
Un día de mayo fué el fijado para la marcha; se despidió de don Blas
Carreño y del juez y tuvo un violento altercado con Sánchez, quien,
a pesar de ver que el enemigo se le iba, fué bastante torpe para
recriminarle con acritud. Andrés le contestó rudamente y dijo a su
compañero unas cuantas verdades un poco explosivas.
Por la tarde, Andrés preparó su equipaje y luego salió a pasear. Hacía
un día tempestuoso con vagos relámpagos, que brillaban entre dos nubes.
Al anochecer comenzó a llover y Andrés volvió a su casa.
Aquella tarde, Pepinito, su hija y la abuela, habían ido al Maillo, un
pequeño balneario próximo a Alcolea.
Andrés acabó de preparar su equipaje. A la hora de cenar entró la
patrona en su cuarto.
--¿Se va usted de verdad mañana, don Andrés?
--Sí.
--Estamos solos; cuando usted quiera cenaremos.
--Voy a terminar en un momento.
--Me da pena verle a usted marchar. Ya le teníamos a usted como de la
familia.
--¡Qué se le va a hacer! Ya no me quieren en el pueblo.
--No lo dirá usted por nosotros.
--No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento
dejar el pueblo es, más que nada, por usted.
--¡Bah! Don Andrés.
--Créalo usted o no lo crea, tengo una gran opinión de usted. Me parece
usted una mujer muy buena, muy inteligente...
--¡Por Dios, don Andrés, que me va usted a confundir!--dijo ella riendo.
--Confúndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que
sea verdad. Lo malo que tiene usted...
--Vamos a ver lo malo...--replicó ella con seriedad fingida.
--Lo malo que tiene usted--siguió diciendo Andrés--es que está usted
casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que
le hace sufrir a usted, y a quien yo como usted le engañaría con
cualquiera.
--¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas me está usted diciendo!
--Son las verdades de la despedida... Realmente yo he sido un imbécil
en no haberle hecho a usted el amor.
--¿Ahora se acuerda usted de eso, don Andrés?
--Sí, ahora me acuerdo. No crea usted que no lo he pensado otras veces;
pero me ha faltado decisión. Hoy estamos solos en toda la casa. ¿No?
--Sí, estamos solos. Adiós, don Andrés; me voy.
--No se vaya usted, tengo que hablarle.
Dorotea, sorprendida del tono de mando de Andrés, se quedó.
--¿Qué me quiere usted?--dijo.
--Quédese usted aquí conmigo.
--Pero yo soy una mujer honrada, don Andrés--replicó Dorotea con voz
ahogada.
--Ya lo sé, una mujer honrada y buena, casada con un idiota. Estamos
solos, nadie habría de saber que usted había sido mía. Esta noche para
usted y para mí sería una noche excepcional, extraña...
--Sí ¿y el remordimiento?
--¿Remordimiento?
Andrés, con lucidez, comprendió que no debía discutir este punto.
--Hace un momento no creía que le iba a usted a decir esto. ¿Por qué se
lo digo? No sé. Mi corazón palpita ahora como un martillo de fragua.
Andrés se tuvo que apoyar en el hierro de la cama, pálido y tembloroso.
--¿Se pone usted malo?--murmuró Dorotea con voz ronca.
--No; no es nada.
Ella estaba también turbada, palpitante. Andrés apagó la luz y se
acercó a ella.
Dorotea no resistió. Andrés estaba en aquel momento en plena
inconsciencia...
Al amanecer comenzó a brillar la luz del día por entre las rendijas de
las maderas. Dorotea se incorporó. Andrés quiso retenerla entre sus
brazos.
--No, no--murmuró ella con espanto, y, levantándose rápidamente, huyó
del cuarto.
Andrés se sentó en la cama atónito, asombrado de sí mismo.
Se encontraba en un estado de irresolución completa; sentía en la
espalda como si tuviera una plancha que le sujetara los nervios y tenía
temor de tocar con los pies el suelo.
Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que
oyó el ruido del coche que venía a buscarle. Se levantó, se vistió y
abrió la puerta antes que llamaran por miedo al pensar en el ruido de
la aldaba; un mozo entró en el cuarto y cargó con el baúl y la maleta
y los llevó al coche. Andrés se puso el gabán y subió a la diligencia,
que comenzó a marchar por la carretera polvorienta.
--¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo es todo esto!--exclamó luego--. Y
se refería a su vida y a esta última noche tan inesperada, tan
aniquiladora.
En el tren su estado nervioso empeoró. Se sentía desfallecido, mareado.
Al llegar a Aranjuez se decidió a bajar del tren. Los tres días que
pasó aquí tranquilizaron y calmaron sus nervios.
SEXTA PARTE
La experiencia en Madrid
I
COMENTARIO A LO PASADO
A los pocos días de llegar a Madrid, Andrés se encontró con la sorpresa
desagradable de que se iba a declarar la guerra a los Estados Unidos.
Había alborotos, manifestaciones en las calles, música patriótica a
todo pasto.
Andrés no había seguido en los periódicos aquella cuestión de las
guerras coloniales; no sabía a punto fijo de qué se trataba. Su único
criterio era el de la criada vieja de la Dorotea que solía cantar a voz
en grito mientras lavaba, esta canción:
Parece mentira que por unos mulatos
estemos pasando tan malitos ratos;
a Cuba se llevan la flor de la España
y aquí no se queda más que la morralla.
Todas las opiniones de Andrés acerca de la guerra estaban condensadas
en este cantar de la vieja criada.
Al ver el cariz que tomaba el asunto y la intervención de los Estados
Unidos, Andrés quedó asombrado.
En todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o
del fracaso. El padre de Hurtado creía en la victoria española; pero
en una victoria sin esfuerzo; los yanquis, que eran todos vendedores
de tocino, al ver a los primeros soldados españoles, dejarían las
armas y echarían a correr. El hermano de Andrés, Pedro, hacía vida
de _sportman_ y no le preocupaba la guerra; a Alejandro le pasaba lo
mismo; Margarita seguía en Valencia.
Andrés encontró un empleo en una consulta de enfermedades del estómago,
sustituyendo a un médico que había ido al extranjero por tres meses.
Por la tarde Andrés iba a la consulta, estaba allí hasta el anochecer,
luego marchaba a cenar a casa y por la noche salía en busca de noticias.
Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas; los yanquis
no estaban preparados para la guerra; no tenían ni uniformes para sus
soldados. En el país de las máquinas de coser el hacer unos cuantos
uniformes era un conflicto enorme, según se decía en Madrid.
Para colmo de ridiculez, hubo un mensaje de Castelar a los yanquis.
Cierto que no tenía las proporciones bufo-grandilocuentes del
manifiesto de Víctor Hugo a los alemanes para que respetaran París;
pero era bastante para que los españoles de buen sentido pudieran
sentir toda la vacuidad de sus grandes hombres.
Andrés siguió los preparativos de la guerra con una emoción intensa.
Los periódicos traían cálculos completamente falsos. Andrés llegó a
creer que había alguna razón para los optimismos.
Días antes de la derrota encontró a Iturrioz en la calle.
--¿Qué le parece a usted esto?--le preguntó.
--Estamos perdidos.
--¿Pero si dicen que estamos preparados?
--Sí, preparados para la derrota. Sólo a ese chino, que los españoles
consideramos como el colmo de la candidez, se le pueden decir las cosas
que nos están diciendo los periódicos.
--Hombre, yo no veo eso.
--Pues no hay más que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las
escuadras. Tú, fíjate; nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos
viejos, malos y de poca velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos
nuevos, bien acorazados y de mayor velocidad. Los seis nuestros en
conjunto desplazan aproximadamente veintiocho mil toneladas; los seis
primeros suyos sesenta mil. Con dos de sus barcos pueden echar a pique
toda nuestra escuadra; con veintiuno no van a tener sitio dónde apuntar.
--¿De manera, que usted cree que vamos a la derrota?
--No a la derrota, a una cacería. Si alguno de nuestros barcos puede
salvarse, será una gran cosa.
Andrés pensó que Iturrioz podía engañarse, pero pronto los
acontecimientos le dieron la razón. El desastre había sido como decía
él: una cacería, una cosa ridícula.
A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia.
Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y para
la civilización, era un patriota exaltado y se encontraba que no;
después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y
en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo;
aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja,
nada.
Cuando la impresión del desastre se le pasó, Andrés fué a casa de
Iturrioz; hubo discusión entre ellos.
--Dejemos todo eso, ya que afortunadamente hemos perdido las
colonias--dijo su tío--y hablemos de otra cosa. ¿Qué tal te ha ido en
el pueblo?
--Bastante mal.
--¿Qué te pasó? ¿Hiciste alguna barbaridad?
--No; tuve suerte. Como médico he quedado bien. Ahora, personalmente,
he tenido poco éxito.
--Cuenta, veamos tu odisea en esa tierra de Don Quijote.
Andrés contó sus impresiones en Alcolea; Iturrioz le escuchó
atentamente.
--¿De manera que allí no has perdido tu virulencia ni te has asimilado
el medio?
--Ninguna de las dos cosas. Yo era allí una bacteridia colocada en un
caldo saturado de ácido fénico.
--Y esos manchegos ¿son buena gente?
--Sí, muy buena gente; pero con una moral imposible.
--Pero esa moral ¿no será la defensa de la raza que vive en una tierra
pobre y de pocos recursos?
--Es muy posible; pero si es así, ellos no se dan cuenta de este motivo.
--¡Ah, claro! ¿En dónde un pueblo del campo será un conjunto de gente
con conciencia? ¿En Inglaterra, en Francia, en Alemania? En todas
partes, el hombre, en su estado natural, es un canalla, idiota y
egoísta. Si ahí en Alcolea es una buena persona, hay que decir que los
alcoleanos son gente superior.
--No digo que no. Los pueblos como Alcolea están perdidos, porque el
egoísmo y el dinero no está repartido equitativamente; no lo tienen más
que unos cuantos ricos; en cambio, entre los pobres no hay sentido
individual. El día que cada alcoleano se sienta a sí mismo y diga: no
transijo, ese día el pueblo marchará hacia adelante.
--Claro; pero para ser egoísta hay que saber; para protestar hay que
discurrir. Yo creo que la civilización le debe más al egoísmo que a
todas las religiones y utopías filantrópicas. El egoísmo ha hecho el
sendero, el camino, la calle, el ferrocarril, el barco, todo.
--Estamos conformes. Por eso indigna ver a esa gente, que no tiene nada
que ganar con la maquinaria social que, a cambio de cogerle al hijo y
llevarlo a la guerra, no les da más que miseria y hambre para la vejez,
y que aún así la defienden.
--Eso tiene una gran importancia individual, pero no social. Todavía
no ha habido una sociedad que haya intentado un sistema de justicia
distributiva, y, a pesar de eso, el mundo, no digamos que marcha, pero
al menos se arrastra y las mujeres siguen dispuestas a tener hijos.
--Es imbécil.
--Amigo, es que la naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con
dividir a los hombres en felices y en desdichados, en ricos y pobres,
sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu
de la miseria. Tú sabes cómo se hacen las abejas obreras; se encierra a
la larva en un alvéolo pequeño y se le da una alimentación deficiente.
La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera,
una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así
sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y
el pobre.
--Me indigna todo esto--exclamó Andrés.
--Hace unos años--siguió diciendo Iturrioz--me encontraba yo en la isla
de Cuba en un ingenio donde estaban haciendo la zafra. Varios chinos y
negros llevaban la caña en manojos a una máquina con grandes cilindros
que la trituraba. Contemplábamos el funcionamiento del aparato, cuando
de pronto vemos a uno de los chinos que lucha arrastrado. El capataz
blanco grita que paren la máquina. El maquinista no atiende a la orden
y el chino desaparece e inmediatamente sale convertido en una sábana de
sangre y de huesos machacados. Los blancos que presenciábamos la escena
nos quedamos consternados; en cambio los chinos y los negros se reían.
Tenían espíritu de esclavos.
--Es desagradable.
--Sí, como quieras; pero son los hechos y hay que aceptarlos y
acomodarse a ellos. Otra cosa es una simpleza. Intentar andar entre
los hombres, en ser superior, como tú has querido hacer en Alcolea, es
absurdo.
--Yo no he intentado presentarme como ser superior--replicó Andrés con
viveza--. Yo he ido en hombre independiente. A tanto trabajo, tanto
sueldo. Hago lo que me encargan, me pagan, y ya está.
--Eso no es posible; cada hombre no es una estrella con su órbita
independiente.
--Yo creo que el que quiere serlo lo es.
--Tendrá que sufrir las consecuencias.
--¡Ah, claro! Yo estoy dispuesto a sufrirlas. El que no tiene dinero
paga su libertad con su cuerpo; es una onza de carne que hay que dar,
que lo mismo le pueden sacar a uno del brazo que del corazón. El hombre
de verdad busca antes que nada su independencia; se necesita ser un
pobre diablo o tener alma de perro para encontrar mala la libertad.
¿Que no es posible? ¿Que el hombre no puede ser independiente como una
estrella de otra? A esto no se puede decir más sino que es verdad,
desgraciadamente.
--Veo que vienes lírico del pueblo.
--Será la influencia de las migas.
--O del vino manchego.
--No; no lo he probado.
--¿Y querías que tuvieran simpatía por ti y despreciabas el producto
mejor del pueblo? Bueno, ¿qué piensas hacer?
--Ver si encuentro algún sitio donde trabajar.
--¿En Madrid?
--Sí, en Madrid.
--¿Otra experiencia?
--Eso es, otra experiencia.
--Bueno, vamos ahora a la azotea.
II
LOS AMIGOS
A principio de otoño, Andrés quedó sin nada que hacer. Don Pedro se
había encargado de hablar a sus amigos influyentes, a ver si encontraba
algún destino para su hijo.
Hurtado pasaba las mañanas en la Biblioteca Nacional, y por las tardes
y noches paseaba. Una noche, al cruzar por delante del teatro de Apolo,
se encontró con Montaner.
--Chico, ¡cuánto tiempo!--exclamó el antiguo condiscípulo,
acercándosele.
--Sí, ya hace algunos años que no nos hemos visto.
Subieron juntos la cuesta de la calle de Alcalá, y al llegar a la
esquina de la de Peligros, Montaner insistió para que entraran en el
café de Fornos.
--Bueno, vamos--dijo Andrés.
Era sábado y había gran entrada; las mesas estaban llenas; los
trasnochadores, de vuelta de los teatros, se preparaban a cenar, y
algunas busconas paseaban la mirada de sus ojos pintados por todo el
ámbito de la sala.
Montaner tomó ávidamente el chocolate que le trajeron, y después le
preguntó a Andrés:
--¿Y tú, qué haces?
--Ahora nada. He estado en un pueblo. ¿Y tú? ¿Concluíste la carrera?
--Sí, hace un año. No podía acabarla por aquella chica que era mi
novia. Me pasaba el día entero hablando con ella; pero los padres de la
chica se la llevaron a Santander y la casaron allí. Yo entonces fuí a
Salamanca, y he estado hasta concluir la carrera.
--¿De manera que te ha convenido que casaran a la novia?
--En parte, sí. ¡Aunque para lo que me sirve el ser médico!.
Le hubiera gustado comunicar a alguien sus impresiones y pensó en
escribir a Iturrioz; pero luego creyó que su situación espiritual era
más fuerte siendo él solo el único testigo de su victoria.
Ya comenzaba a no tener espíritu agresivo. Se levantaba muy temprano,
con la aurora, y paseaba por aquellos campos llanos, por los viñedos,
hasta un olivar que él llamaba el trágico por su aspecto. Aquellos
olivos viejos, centenarios, retorcidos, parecían enfermos atacados
por el tétanos; entre ellos se levantaba una casa aislada y baja con
bardales de cambroneras, y en el vértice de la colina había un molino
de viento tan extraordinario, tan absurdo, con su cuerpo rechoncho y
sus brazos chirriantes, que a Andrés le dejaba siempre sobrecogido.
Muchas veces salía de casa cuando aún era de noche y veía la estrella
del crepúsculo palpitar y disolverse como una perla en el horno de la
aurora llena de resplandores.
Por las noches, Andrés se refugiaba en la cocina, cerca del fogón bajo.
Dorotea, la vieja y la niña hacían sus labores al amor de la lumbre y
Hurtado charlaba o miraba arder los sarmientos.
IX
LA MUJER DEL TÍO GARROTA
UNA noche de invierno, un chico fué a llamar a Andrés; una mujer había
caído a la calle y estaba muriéndose.
Hurtado se embozó en la capa, y de prisa, acompañado del chico, llegó
a una calle extraviada, cerca de una posada de arrieros que se llamaba
el Parador de la Cruz. Se encontró con una mujer privada de sentido, y
asistida por unos cuantos vecinos que formaban un grupo alrededor de
ella.
Era la mujer de un prendero llamado el tío Garrota; tenía la cabeza
bañada en sangre y había perdido el conocimiento.
Andrés hizo que llevaran a la mujer a la tienda y que trajeran una luz;
tenía la vieja una conmoción cerebral.
Hurtado le hizo una sangría en el brazo. Al principio la sangre
negra, coagulada, no salía de la vena abierta; luego comenzó a brotar
despacio; después más regularmente, y la mujer respiró con relativa
facilidad.
En este momento llegó el juez con el actuario y dos guardias, y fué
interrogando, primero a los vecinos y después a Hurtado.
--¿Cómo se encuentra esta mujer?--le dijo.
--Muy mal.
--¿Se podrá interrogarla?
--Por ahora, no; veremos si recobra el conocimiento.
--Si lo recobra avíseme usted en seguida. Voy a ver el sitio por donde
se ha tirado y a interrogar al marido.
La tienda era una prendería repleta de trastos viejos que había por
todos los rincones y colgaban del techo; las paredes estaban atestadas
de fusiles y escopetas antiguas, sables y machetes.
Andrés estuvo atendiendo a la mujer hasta que ésta abrió los ojos y
pareció darse cuenta de lo que le pasaba.
--Llamadle al juez--dijo Andrés a los vecinos.
El juez vino en seguida.
--Esto se complica--murmuró--; luego preguntó a Andrés. ¿Qué? ¿Entiende
algo?
--Sí, parece que sí.
Efectivamente, la expresión de la mujer era de inteligencia.
--¿Se ha tirado usted, o la han tirado a usted desde la
ventana?--preguntó el juez.
--¡Eh!--dijo ella.
--¿Quién la ha tirado?
--¡Eh!
--¿Quién la ha tirado?
--Garro... Garro...--murmuró la vieja haciendo un esfuerzo.
El juez y el actuario y los guardias quedaron sorprendidos.
--Quiere decir Garrota--dijo uno.
--Sí, es una acusación contra él--dijo el juez--. ¿No le parece a
usted, doctor?
--Parece que sí.
--¿Por qué la ha tirado a usted?
--Garro... Garro...--volvió a decir la vieja.
--No quiere decir más sino que es su marido--afirmó un guardia.
--No, no es eso--repuso Andrés--. La lesión la tiene en el lado
izquierdo.
--¿Y eso qué importa?--preguntó el guardia.
--Cállese usted--dijo el juez--. ¿Qué supone usted, doctor?
--Supongo que esta mujer se encuentra en un estado de afasia. La lesión
la tiene en el lado izquierdo del cerebro; probablemente la tercera
circunvolución frontal, que se considera como centro del lenguaje,
estará lesionada. Esta mujer parece que entiende, pero no puede
articular más que esa palabra. A ver, pregúntele usted otra cosa.
--¿Está usted mejor?--dijo el juez.
--¡Eh!
--¿Si está usted ya mejor?
--Garro... Garro...--contestó ella.
--Sí; dice a todo lo mismo--afirmó el juez.
--Es un caso de afasia o de sordera verbal--añadió Andrés.
--Sin embargo..., hay muchas sospechas contra el marido--replicó el
actuario.
Habían llamado al cura para sacramentar a la moribunda.
Le dejaron solo y Andrés subió con el juez. La prendería del tío
Garrota tenía una escalera de caracol para el primer piso.
Este constaba de un vestíbulo, la cocina, dos alcobas y el cuarto
desde donde se había tirado la vieja. En medio de este cuarto había un
brasero, una badila sucia y una serie de manchas de sangre que seguían
hasta la ventana.
--La cosa tiene el aspecto de un crimen--dijo el juez.
--¿Cree usted?--preguntó Andrés.
--No, no creo nada; hay que confesar que los indicios se presentan como
en una novela policíaca para despistar a la opinión. Esta mujer que se
le pregunta quién la ha tirado, y dice el nombre de su marido; esta
badila llena de sangre; las manchas que llegan hasta la ventana, todo
hace sospechar lo que ya han comenzado a decir los vecinos.
--¿Qué dicen?
--Le acusan al tío Garrota, al marido de esta mujer. Suponen que el
tío Garrota y su mujer riñeron; que él le dió con la badila en la
cabeza; que ella huyó a la ventana a pedir socorro, y que entonces él,
agarrándola de la cintura, la arrojó a la calle.
--Puede ser.
--Y puede no ser.
Abonaba esta versión la mala fama del tío Garrota y su complicidad
manifiesta en las muertes de dos jugadores, el Cañamero y el Pollo,
ocurridas hacía unos diez años cerca de Daimiel.
--Voy a guardar esta badila--dijo el juez.
--Por si acaso no debían tocarla--repuso Andrés--; las huellas pueden
servirnos de mucho.
El juez metió la badila en un armario, lo cerró y llamó al actuario
para que lo lacrase. Se cerró también el cuarto y se guardó la llave.
Al bajar a la prendería Hurtado y el juez, la mujer del tío Garrota
había muerto.
El juez mandó que trajeran a su presencia al marido. Los guardias le
habían atado las manos.
El tío Garrota era un hombre ya viejo, corpulento, de mal aspecto,
tuerto, de cara torva, llena de manchas negras, producidas por una
perdigonada que le habían soltado hacía años en la cara.
En el interrogatorio se puso en claro que el tío Garrota era borracho,
y hablaba de matar a uno o de matar a otro con frecuencia.
El tío Garrota no negó que daba malos tratos a su mujer; pero sí que la
hubiese matado. Siempre concluía diciendo:
--Señor juez, yo no he matado a mi mujer. He dicho, es verdad, muchas
veces que la iba a matar; pero no la he matado.
El juez, después del interrogatorio, envió al tío Garrota incomunicado
a la cárcel.
--¿Qué le parece a usted?--le preguntó el juez a Hurtado.
--Para mí es una cosa clara; este hombre es inocente.
El juez, por la tarde, fué a ver al tío Garrota a la cárcel, y dijo
que empezaba a creer que el prendero no había matado a su mujer. La
opinión popular quería suponer que Garrota era un criminal. Por la
noche el doctor Sánchez aseguró en el casino que era indudable que el
tío Garrota había tirado por la ventana a su mujer, y que el juez y
Hurtado tendían a salvarle, Dios sabe por qué; pero que en la autopsia
aparecería la verdad.
Al saberlo Andrés fué a ver al juez y le pidió nombrara a don Tomás
Solana, el otro médico, como árbitro para presenciar la autopsia, por
si acaso había divergencia entre el dictamen de Sánchez y el suyo.
La autopsia se verificó al día siguiente por la tarde; se hizo una
fotografía de las heridas de la cabeza producidas por la badila y se
señalaron unos cardenales que tenía la mujer en el cuello.
Luego se procedió a abrir las tres cavidades y se encontró la fractura
craneana, que cogía parte del frontal y del parietal y que había
ocasionado la muerte. En los pulmones y en el cerebro aparecieron
manchas de sangre, pequeñas y redondas.
En la exposición de los datos de la autopsia estaban conformes los tres
médicos; en su opinión, acerca de las causas de la muerte, divergían.
Sánchez daba la versión popular. Según él, la interfecta, al
sentirse herida en la cabeza por los golpes de la badila, corrió a
la ventana a pedir socorro; allí una mano poderosa la sujetó por el
cuello, produciéndole una contusión y un principio de asfixia que se
evidenciaba en las manchas petequiales de los pulmones y del cerebro,
y después, lanzada a la calle, había sufrido la conmoción cerebral y
la fractura del cráneo, que le produjo la muerte. La misma mujer, en
la agonía, había repetido el nombre del marido indicando quién era su
matador.
Hurtado decía primeramente que las heridas de la cabeza eran tan
superficiales que no estaban hechas por un brazo fuerte, sino por
una mano débil y convulsa; que los cardenales del cuello procedían
de contusiones anteriores al día de la muerte, y que, respecto a las
manchas de sangre en los pulmones y en el cerebro, no eran producidas
por un principio de asfixia, sino el alcoholismo inveterado de la
interfecta. Con estos datos, Hurtado aseguraba que la mujer, en un
estado alcohólico, evidenciado por el aguardiente encontrado en su
estómago, y presa de manía suicida, había comenzado a herirse ella
misma con la badila en la cabeza, lo que explicaba la superficialidad
de las heridas, que apenas interesaban el cuero cabelludo, y después,
en vista del resultado negativo para producirse la muerte, había
abierto la ventana y se había tirado de cabeza a la calle. Respecto a
las palabras pronunciadas por ella, estaba claramente demostrado que al
decirlas se encontraba en un estado afásico.
Don Tomás, el médico aristócrata, en su informe hacía equilibrios, y en
conjunto no decía nada.
Sánchez estaba en la actitud popular; todo el mundo creía culpable al
tío Garrota, y algunos llegaban a decir que, aunque no lo fuera, había
que castigarlo, porque era un desalmado capaz de cualquier fechoría.
El asunto apasionó al pueblo; se hicieron una porción de pruebas; se
estudiaron las huellas frescas de sangre de la badila, y se vió no
coincidían con los dedos del prendero; se hizo que un empleado de la
cárcel, amigo suyo, le emborrachara y le sonsacara. El tío Garrota
confesó su participación en las muertes del Pollo y del Cañamero; pero
afirmó repetidas veces, entre furiosos juramentos, que no y que no. No
tenía nada que ver en la muerte de su mujer, y aunque le condenaran por
decir que no y le salvaran por decir que sí, diría que no, porque esa
era la verdad.
El juez, después de repetidos interrogatorios, comprendió la inocencia
del prendero y lo dejó en libertad.
El pueblo se consideró defraudado. Por indicios, por instinto, la gente
adquirió la convicción de que el tío Garrota, aunque capaz de matar
a su mujer, no la había matado; pero no quiso reconocer la probidad
de Andrés y del juez. El periódico de la capital que defendía a los
Mochuelos, escribió un artículo con el título «¿Crimen o suicidio?»,
en el que suponía que la mujer del tío Garrota se había suicidado; en
cambio, otro periódico de la capital, defensor de los Ratones, aseguró
que se trataba de un crimen y que las influencias políticas habían
salvado al prendero.
--Habrá que ver lo que habrán cobrado el médico y el juez--decía la
gente.
A Sánchez, en cambio, le elogiaban todos.
--Ese hombre iba con lealtad.
--Pero no era cierto lo que decía--replicaba alguno.
--Sí; pero él iba con honradez.
Y no había manera de convencer a la mayoría de otra cosa.
X
DESPEDIDA
ANDRÉS, que hasta entonces había tenido simpatía entre la gente pobre,
vió que la simpatía se trocaba en hostilidad. En la primavera decidió
marcharse y presentar la dimisión de su cargo.
Un día de mayo fué el fijado para la marcha; se despidió de don Blas
Carreño y del juez y tuvo un violento altercado con Sánchez, quien,
a pesar de ver que el enemigo se le iba, fué bastante torpe para
recriminarle con acritud. Andrés le contestó rudamente y dijo a su
compañero unas cuantas verdades un poco explosivas.
Por la tarde, Andrés preparó su equipaje y luego salió a pasear. Hacía
un día tempestuoso con vagos relámpagos, que brillaban entre dos nubes.
Al anochecer comenzó a llover y Andrés volvió a su casa.
Aquella tarde, Pepinito, su hija y la abuela, habían ido al Maillo, un
pequeño balneario próximo a Alcolea.
Andrés acabó de preparar su equipaje. A la hora de cenar entró la
patrona en su cuarto.
--¿Se va usted de verdad mañana, don Andrés?
--Sí.
--Estamos solos; cuando usted quiera cenaremos.
--Voy a terminar en un momento.
--Me da pena verle a usted marchar. Ya le teníamos a usted como de la
familia.
--¡Qué se le va a hacer! Ya no me quieren en el pueblo.
--No lo dirá usted por nosotros.
--No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento
dejar el pueblo es, más que nada, por usted.
--¡Bah! Don Andrés.
--Créalo usted o no lo crea, tengo una gran opinión de usted. Me parece
usted una mujer muy buena, muy inteligente...
--¡Por Dios, don Andrés, que me va usted a confundir!--dijo ella riendo.
--Confúndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que
sea verdad. Lo malo que tiene usted...
--Vamos a ver lo malo...--replicó ella con seriedad fingida.
--Lo malo que tiene usted--siguió diciendo Andrés--es que está usted
casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que
le hace sufrir a usted, y a quien yo como usted le engañaría con
cualquiera.
--¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas me está usted diciendo!
--Son las verdades de la despedida... Realmente yo he sido un imbécil
en no haberle hecho a usted el amor.
--¿Ahora se acuerda usted de eso, don Andrés?
--Sí, ahora me acuerdo. No crea usted que no lo he pensado otras veces;
pero me ha faltado decisión. Hoy estamos solos en toda la casa. ¿No?
--Sí, estamos solos. Adiós, don Andrés; me voy.
--No se vaya usted, tengo que hablarle.
Dorotea, sorprendida del tono de mando de Andrés, se quedó.
--¿Qué me quiere usted?--dijo.
--Quédese usted aquí conmigo.
--Pero yo soy una mujer honrada, don Andrés--replicó Dorotea con voz
ahogada.
--Ya lo sé, una mujer honrada y buena, casada con un idiota. Estamos
solos, nadie habría de saber que usted había sido mía. Esta noche para
usted y para mí sería una noche excepcional, extraña...
--Sí ¿y el remordimiento?
--¿Remordimiento?
Andrés, con lucidez, comprendió que no debía discutir este punto.
--Hace un momento no creía que le iba a usted a decir esto. ¿Por qué se
lo digo? No sé. Mi corazón palpita ahora como un martillo de fragua.
Andrés se tuvo que apoyar en el hierro de la cama, pálido y tembloroso.
--¿Se pone usted malo?--murmuró Dorotea con voz ronca.
--No; no es nada.
Ella estaba también turbada, palpitante. Andrés apagó la luz y se
acercó a ella.
Dorotea no resistió. Andrés estaba en aquel momento en plena
inconsciencia...
Al amanecer comenzó a brillar la luz del día por entre las rendijas de
las maderas. Dorotea se incorporó. Andrés quiso retenerla entre sus
brazos.
--No, no--murmuró ella con espanto, y, levantándose rápidamente, huyó
del cuarto.
Andrés se sentó en la cama atónito, asombrado de sí mismo.
Se encontraba en un estado de irresolución completa; sentía en la
espalda como si tuviera una plancha que le sujetara los nervios y tenía
temor de tocar con los pies el suelo.
Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que
oyó el ruido del coche que venía a buscarle. Se levantó, se vistió y
abrió la puerta antes que llamaran por miedo al pensar en el ruido de
la aldaba; un mozo entró en el cuarto y cargó con el baúl y la maleta
y los llevó al coche. Andrés se puso el gabán y subió a la diligencia,
que comenzó a marchar por la carretera polvorienta.
--¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo es todo esto!--exclamó luego--. Y
se refería a su vida y a esta última noche tan inesperada, tan
aniquiladora.
En el tren su estado nervioso empeoró. Se sentía desfallecido, mareado.
Al llegar a Aranjuez se decidió a bajar del tren. Los tres días que
pasó aquí tranquilizaron y calmaron sus nervios.
SEXTA PARTE
La experiencia en Madrid
I
COMENTARIO A LO PASADO
A los pocos días de llegar a Madrid, Andrés se encontró con la sorpresa
desagradable de que se iba a declarar la guerra a los Estados Unidos.
Había alborotos, manifestaciones en las calles, música patriótica a
todo pasto.
Andrés no había seguido en los periódicos aquella cuestión de las
guerras coloniales; no sabía a punto fijo de qué se trataba. Su único
criterio era el de la criada vieja de la Dorotea que solía cantar a voz
en grito mientras lavaba, esta canción:
Parece mentira que por unos mulatos
estemos pasando tan malitos ratos;
a Cuba se llevan la flor de la España
y aquí no se queda más que la morralla.
Todas las opiniones de Andrés acerca de la guerra estaban condensadas
en este cantar de la vieja criada.
Al ver el cariz que tomaba el asunto y la intervención de los Estados
Unidos, Andrés quedó asombrado.
En todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o
del fracaso. El padre de Hurtado creía en la victoria española; pero
en una victoria sin esfuerzo; los yanquis, que eran todos vendedores
de tocino, al ver a los primeros soldados españoles, dejarían las
armas y echarían a correr. El hermano de Andrés, Pedro, hacía vida
de _sportman_ y no le preocupaba la guerra; a Alejandro le pasaba lo
mismo; Margarita seguía en Valencia.
Andrés encontró un empleo en una consulta de enfermedades del estómago,
sustituyendo a un médico que había ido al extranjero por tres meses.
Por la tarde Andrés iba a la consulta, estaba allí hasta el anochecer,
luego marchaba a cenar a casa y por la noche salía en busca de noticias.
Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas; los yanquis
no estaban preparados para la guerra; no tenían ni uniformes para sus
soldados. En el país de las máquinas de coser el hacer unos cuantos
uniformes era un conflicto enorme, según se decía en Madrid.
Para colmo de ridiculez, hubo un mensaje de Castelar a los yanquis.
Cierto que no tenía las proporciones bufo-grandilocuentes del
manifiesto de Víctor Hugo a los alemanes para que respetaran París;
pero era bastante para que los españoles de buen sentido pudieran
sentir toda la vacuidad de sus grandes hombres.
Andrés siguió los preparativos de la guerra con una emoción intensa.
Los periódicos traían cálculos completamente falsos. Andrés llegó a
creer que había alguna razón para los optimismos.
Días antes de la derrota encontró a Iturrioz en la calle.
--¿Qué le parece a usted esto?--le preguntó.
--Estamos perdidos.
--¿Pero si dicen que estamos preparados?
--Sí, preparados para la derrota. Sólo a ese chino, que los españoles
consideramos como el colmo de la candidez, se le pueden decir las cosas
que nos están diciendo los periódicos.
--Hombre, yo no veo eso.
--Pues no hay más que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las
escuadras. Tú, fíjate; nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos
viejos, malos y de poca velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos
nuevos, bien acorazados y de mayor velocidad. Los seis nuestros en
conjunto desplazan aproximadamente veintiocho mil toneladas; los seis
primeros suyos sesenta mil. Con dos de sus barcos pueden echar a pique
toda nuestra escuadra; con veintiuno no van a tener sitio dónde apuntar.
--¿De manera, que usted cree que vamos a la derrota?
--No a la derrota, a una cacería. Si alguno de nuestros barcos puede
salvarse, será una gran cosa.
Andrés pensó que Iturrioz podía engañarse, pero pronto los
acontecimientos le dieron la razón. El desastre había sido como decía
él: una cacería, una cosa ridícula.
A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia.
Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y para
la civilización, era un patriota exaltado y se encontraba que no;
después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y
en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo;
aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja,
nada.
Cuando la impresión del desastre se le pasó, Andrés fué a casa de
Iturrioz; hubo discusión entre ellos.
--Dejemos todo eso, ya que afortunadamente hemos perdido las
colonias--dijo su tío--y hablemos de otra cosa. ¿Qué tal te ha ido en
el pueblo?
--Bastante mal.
--¿Qué te pasó? ¿Hiciste alguna barbaridad?
--No; tuve suerte. Como médico he quedado bien. Ahora, personalmente,
he tenido poco éxito.
--Cuenta, veamos tu odisea en esa tierra de Don Quijote.
Andrés contó sus impresiones en Alcolea; Iturrioz le escuchó
atentamente.
--¿De manera que allí no has perdido tu virulencia ni te has asimilado
el medio?
--Ninguna de las dos cosas. Yo era allí una bacteridia colocada en un
caldo saturado de ácido fénico.
--Y esos manchegos ¿son buena gente?
--Sí, muy buena gente; pero con una moral imposible.
--Pero esa moral ¿no será la defensa de la raza que vive en una tierra
pobre y de pocos recursos?
--Es muy posible; pero si es así, ellos no se dan cuenta de este motivo.
--¡Ah, claro! ¿En dónde un pueblo del campo será un conjunto de gente
con conciencia? ¿En Inglaterra, en Francia, en Alemania? En todas
partes, el hombre, en su estado natural, es un canalla, idiota y
egoísta. Si ahí en Alcolea es una buena persona, hay que decir que los
alcoleanos son gente superior.
--No digo que no. Los pueblos como Alcolea están perdidos, porque el
egoísmo y el dinero no está repartido equitativamente; no lo tienen más
que unos cuantos ricos; en cambio, entre los pobres no hay sentido
individual. El día que cada alcoleano se sienta a sí mismo y diga: no
transijo, ese día el pueblo marchará hacia adelante.
--Claro; pero para ser egoísta hay que saber; para protestar hay que
discurrir. Yo creo que la civilización le debe más al egoísmo que a
todas las religiones y utopías filantrópicas. El egoísmo ha hecho el
sendero, el camino, la calle, el ferrocarril, el barco, todo.
--Estamos conformes. Por eso indigna ver a esa gente, que no tiene nada
que ganar con la maquinaria social que, a cambio de cogerle al hijo y
llevarlo a la guerra, no les da más que miseria y hambre para la vejez,
y que aún así la defienden.
--Eso tiene una gran importancia individual, pero no social. Todavía
no ha habido una sociedad que haya intentado un sistema de justicia
distributiva, y, a pesar de eso, el mundo, no digamos que marcha, pero
al menos se arrastra y las mujeres siguen dispuestas a tener hijos.
--Es imbécil.
--Amigo, es que la naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con
dividir a los hombres en felices y en desdichados, en ricos y pobres,
sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu
de la miseria. Tú sabes cómo se hacen las abejas obreras; se encierra a
la larva en un alvéolo pequeño y se le da una alimentación deficiente.
La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera,
una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así
sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y
el pobre.
--Me indigna todo esto--exclamó Andrés.
--Hace unos años--siguió diciendo Iturrioz--me encontraba yo en la isla
de Cuba en un ingenio donde estaban haciendo la zafra. Varios chinos y
negros llevaban la caña en manojos a una máquina con grandes cilindros
que la trituraba. Contemplábamos el funcionamiento del aparato, cuando
de pronto vemos a uno de los chinos que lucha arrastrado. El capataz
blanco grita que paren la máquina. El maquinista no atiende a la orden
y el chino desaparece e inmediatamente sale convertido en una sábana de
sangre y de huesos machacados. Los blancos que presenciábamos la escena
nos quedamos consternados; en cambio los chinos y los negros se reían.
Tenían espíritu de esclavos.
--Es desagradable.
--Sí, como quieras; pero son los hechos y hay que aceptarlos y
acomodarse a ellos. Otra cosa es una simpleza. Intentar andar entre
los hombres, en ser superior, como tú has querido hacer en Alcolea, es
absurdo.
--Yo no he intentado presentarme como ser superior--replicó Andrés con
viveza--. Yo he ido en hombre independiente. A tanto trabajo, tanto
sueldo. Hago lo que me encargan, me pagan, y ya está.
--Eso no es posible; cada hombre no es una estrella con su órbita
independiente.
--Yo creo que el que quiere serlo lo es.
--Tendrá que sufrir las consecuencias.
--¡Ah, claro! Yo estoy dispuesto a sufrirlas. El que no tiene dinero
paga su libertad con su cuerpo; es una onza de carne que hay que dar,
que lo mismo le pueden sacar a uno del brazo que del corazón. El hombre
de verdad busca antes que nada su independencia; se necesita ser un
pobre diablo o tener alma de perro para encontrar mala la libertad.
¿Que no es posible? ¿Que el hombre no puede ser independiente como una
estrella de otra? A esto no se puede decir más sino que es verdad,
desgraciadamente.
--Veo que vienes lírico del pueblo.
--Será la influencia de las migas.
--O del vino manchego.
--No; no lo he probado.
--¿Y querías que tuvieran simpatía por ti y despreciabas el producto
mejor del pueblo? Bueno, ¿qué piensas hacer?
--Ver si encuentro algún sitio donde trabajar.
--¿En Madrid?
--Sí, en Madrid.
--¿Otra experiencia?
--Eso es, otra experiencia.
--Bueno, vamos ahora a la azotea.
II
LOS AMIGOS
A principio de otoño, Andrés quedó sin nada que hacer. Don Pedro se
había encargado de hablar a sus amigos influyentes, a ver si encontraba
algún destino para su hijo.
Hurtado pasaba las mañanas en la Biblioteca Nacional, y por las tardes
y noches paseaba. Una noche, al cruzar por delante del teatro de Apolo,
se encontró con Montaner.
--Chico, ¡cuánto tiempo!--exclamó el antiguo condiscípulo,
acercándosele.
--Sí, ya hace algunos años que no nos hemos visto.
Subieron juntos la cuesta de la calle de Alcalá, y al llegar a la
esquina de la de Peligros, Montaner insistió para que entraran en el
café de Fornos.
--Bueno, vamos--dijo Andrés.
Era sábado y había gran entrada; las mesas estaban llenas; los
trasnochadores, de vuelta de los teatros, se preparaban a cenar, y
algunas busconas paseaban la mirada de sus ojos pintados por todo el
ámbito de la sala.
Montaner tomó ávidamente el chocolate que le trajeron, y después le
preguntó a Andrés:
--¿Y tú, qué haces?
--Ahora nada. He estado en un pueblo. ¿Y tú? ¿Concluíste la carrera?
--Sí, hace un año. No podía acabarla por aquella chica que era mi
novia. Me pasaba el día entero hablando con ella; pero los padres de la
chica se la llevaron a Santander y la casaron allí. Yo entonces fuí a
Salamanca, y he estado hasta concluir la carrera.
--¿De manera que te ha convenido que casaran a la novia?
--En parte, sí. ¡Aunque para lo que me sirve el ser médico!.
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