Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 11

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audaz linaje de Japet, esta gente europea está dotada de una fuerza de
aspiración interminable, y de una virtud creadora en la fantasía
superior y posterior á toda ciencia y á todo arte y á toda mejora.
Siempre, creo, habrá en nosotros ímpetu para salvar con la imaginación
todos los espacios explorados y todos los caminos trillados, y para ir á
plantar, mucho más allá, la columna de fuego de un nuevo ideal que nos
sirva de guía y nos excite á caminar sin reposo en un progreso infinito,
ó si se quiere indefinido. Aun en los mismos chinos, así como en otros
pueblos del Asia, ¿quién sabe si será reposo ó sueño lo que se nos
antoja paralización eterna? ¿Quién sabe, si á la voz de un profeta, de
un vate, de un avatar, de un dios nuevo, no despertarán esos pueblos?
Entonces sí que podría cambiar por completo el eje de la civilización
del mundo y turbarse todo el equilibrio de las sociedades y de las
naciones. La agitación, las mudanzas radicales que esto pudiera traer sí
que serían extraordinarias. La guerra actual entre Francia y Alemania,
con todas sus consecuencias posibles, y hasta una guerra general en
Europa, no serían nada en comparación de lo que ocurriría si los chinos
ó los indios, en número de cuatrocientos ó quinientos millones de
hombres, se sintiesen de pronto inflamados por un nuevo ideal, y con
espíritu guerrero cayesen sobre nosotros. Nuestros cañones,
ametralladoras y fusiles de aguja de nada nos servirían. Ellos los
tendrían pronto tan buenos ó mejores que los nuestros.
Sea de esto lo que sea, parece cierto que, allá en el siglo III ó IV,
después de Cristo, hubo en China una espantosa é inmensa revolución,
motivada por el desarrollo del bienestar material de la población y de
la riqueza. Lo que llamamos socialismo se manifestó de un modo horrible.
Los más bravos, viciosos y audaces entre las clases menesterosas de
aquella ingente población, se sublevaron contra los ricos y los dichosos
del mundo. Siguióse una tremenda guerra civil y social. Diéronse
batallas titánicas en que los hombres murieron á millares y la sangre
corrió á torrentes. La sociedad, el orden establecido, la propiedad,
triunfó al cabo, y los rebeldes más feroces, acosados por los ejércitos
del Imperio y por los hombres de las clases acomodadas, que habían
tomado las armas en vista del gran peligro, huyeron hacia el Norte y
traspasaron la frontera del Imperio, penetrando en la Siberia ó
Tartaria. Esas gentes levantiscas, siendo de la ralea más baja, llevaron
consigo al emigrar muy poco de la riqueza acumulada, del capital social
que se llama ciencia. Por esto mismo les fué más fácil unirse con tribus
tártaras errantes, y de la mezcla provino en breve un pueblo rudo y
guerrero. Movido este pueblo en busca de terrenos más fértiles y de
clima más suave, y no pudiendo ó no atreviéndose á ir hacia el Sur por
el valladar que entonces les oponía el Imperio de los Sasanidas, siguió
hacia Occidente y fué impulsando por delante de sí á todas las tribus y
naciones arianas de la Escitia, las cuales se hallaban escalonadas en la
parte boreal del Asia y aun se extendían por mucha parte de Europa,
sobre todo, en las regiones de Oriente.
Explicado así, como parece que satisfactoriamente se explica, el
movimiento inicial de la más conocida invasión de los bárbaros y de la
caída de Roma, es claro que los pueblos de la Europa moderna tenemos
muchísimo que agradecer á los persas, y á Ciro sobre todo; porque si los
escitas blancos no hubieran sido contenidos por el valladar que Ciro
afirmó é hizo casi inexpugnable, los pueblos de raza tártara hubieran
caído sobre Europa sin que los escitas blancos se interpusiesen. Así, en
vez de ser casi todos los pueblos de nuestro continente de raza ariana,
en lugar de haber venido á mezclarse con los habitadores del orbe latino
otros pueblos, arios también, y que habían conservado en el Norte su
prístina pureza y estaban más cerca del tronco común, hubieran venido á
conquistarnos y á manchar y alterar la limpieza de nuestra sangre los
humnos, abominablemente feos y mucho menos inteligentes y civilizables.
Sostienen los fisiólogos, que los pueblos tártaros y mongoles tienen el
cráneo más duro y menos flexible que los arios, y que dicho cráneo no
cede ni se dilata como los nuestros para dar lugar al desenvolvimiento
del seso ó meollo; por donde se ha de presumir que, si tenemos tanto
meollo los europeos y si nuestra civilización se ha elevado á tanta
altura, se lo debemos á Ciro, gran Rey de Persia, que tuvo á raya á los
escitas blancos. Si éstos hubieran invadido la Persia y la India y otras
comarcas ó regiones del Asia, quizás la gran civilización estaría ahora
por allí. Es innegable, además, que los pueblos neo-latinos, á pesar de
nuestra nobilísima estirpe, nos hubiéramos tenido que cruzar con los
tártaros, chatos, de ojos oblícuos, de gruesos labios y pómulos
salientes, y de este desigual y plebeyo cruzamiento hubieran salido unos
mestizos feos de veras, y no las naciones ilustres, hermosas y sabias
que encierra en sí la Europa.
Pero dejando esto aparte, pues no es mi ánimo hablar de tiempos tan
recientes como los de la caída del imperio romano y fundación de las
nacionalidades europeas, tales como son hoy, diré que desde época
remotísima, ó bien por efecto de un período glacial de que hablan muchos
geólogos, ó bien por otro cataclismo, los arios, que debían vivir en un
país bastante al Norte, quizás mucho más al Norte que el lugar que por
lo común se les da por cuna, á la falda del Paropamiso, tuvieron que
separarse y emigrar. Se dice que los hielos del Polo Norte se
derritieron, quizás por efecto de haber tomado la tierra la inclinación
que hoy tiene, abriéndose el ángulo que forman los ejes del Ecuador y de
la Eclíptica, que antes se confundían y eran un solo eje. Con tan
espantosa dislocación, hubo de haber por fuerza un sacudimiento atroz en
la corteza sólida de nuestro globo, que haría reventar no pocos
volcanes; un diluvio punto menos que universal, y, por último, unos
fríos tremebundos.
Por este motivo, y en Era muy distante de nosotros, esto es, 24.000 años
antes de la Era Cristiana, según Rodier y otros audaces cronologistas,
fué la primera dispersión de los arios. Nosotros, en la introducción á
estas leyendas, hemos mostrado ya un escepticismo prudente acerca de
este punto. No negamos ni afirmamos nada: hacemos una distinción. Á los
geólogos prehistóricos no les negamos sus descubrimientos. Queremos
conceder que sus armas y utensilios de piedra, sus fósiles y sus
poblaciones lacustres, puedan tener acaso mayor antigüedad que los
indicados 24.000 años; pero, históricamente, poco ó nada se sabe ni
puede afirmarse sobre los primeros 21.000. No es negar que hubiese
historia tres mil años antes de Cristo: es afirmar que esta historia se
ha perdido en muchos países, y que en otros se halla tan desfigurada
por las fábulas, que es imposible distinguir el cielo de la tierra, los
reyes de los dioses, los vanos ensueños poéticos de la fantasía de la
maciza y tangible realidad de las cosas. Sin duda, muchos grandes
diluvios sucesivos, aunque parciales, bastante grandes para destruir
casi por completo naciones y razas enteras, destruyeron también los
anales, si ya los había, ó borraron ó confundieron en la memoria de los
hombres los hechos de sus antepasados.
Si no estoy trascordado, el primero que explicó el diluvio universal,
dándole por causa la fusión de los hielos del Polo Norte, fué Bernardino
Saint-Pierre, el cual escribía preciosas novelas de ciencias naturales,
harto más bonitas que las de Julio Verne en el día. Posteriormente se ha
inventado la periodicidad de los grandes diluvios, y el Polo Sur alterna
con el Polo Norte en el oficio de causarlos. Ya hemos dicho que 24.000
años antes de Cristo fué el Polo Norte quien causó un diluvio. En el
reinado de un rey indio, llamado Satyaurata, parece que hubo otro
diluvio causado por los hielos del Polo Sur. Este diluvio, dicen algunos
sabios, que fué el que anegó á casi todos los hijos de Sem, menos á los
que se refugiaron en los montes de Armenia; en suma, fué el diluvio de
Noé, referido en la Biblia. Todavía, por último, unos 2.400 ó 2.300
años antes de Cristo, como quien dice ayer de mañana, para quien da tan
estupenda antigüedad á nuestra especie, se imagina otro gran diluvio que
acabó con casi todos los griegos, y que también se recuerda en China,
bajo el nombre de diluvio de Yao. Al Polo Norte le tocó hacer el papel
de promovedor de este diluvio, el cual hundió la Atlántida y sepultó
bajo las arenas y piedras que trajeron consigo las aguas impetuosas los
utensilios, armas y habitaciones, y los cuerpos mismos de los primitivos
pobladores de Europa, de los hombres de la Edad de Piedra, que hoy los
sabios están sacando á relucir.
De todo esto se deduce, á mi ver, que poco ó nada se sabe de los
principios de nuestra especie, y que apenas hay ciencia más obscura y
contradictoria que la cronología de las primeras edades del mundo. En
cuanto á los diluvios fuerza es creer que ha habido uno universal, ya
que así lo afirman nuestras Sagradas Escrituras; pero podemos poner en
duda esos enormes diluvios parciales causados por los hielos del uno ó
del otro polo en ciertos períodos.
Tal vez basten las fuerzas permanentes de las aguas y de los volcanes,
en la larga serie de siglos, según la teoría de Lyell, para cortar
istmos y abrir estrechos, allanar valles y aupar montañas, cambiar la
posición de los continentes y de las islas, y transformar la tierra en
mar y la mar en tierra.
La idea de Adhemar, que fué el inventor de los diluvios periódicos,
parece una renovación de la Kalpa ó del día y la noche de Brahma, que
duraba 432 millones de años, ó del año grande de los egipcios y de
Orfeo; sólo que en vez de durar este período por lo menos 120.000 años,
dura 21.000, según Adhemar. Este año grande, de los dichos 21.000 años,
tuvo su verano máximo para nuestro hemisferio boreal, en 1248, reinando
San Fernando en Castilla. Desde entonces los veranos de todos los años
van menguando y van creciendo los inviernos, hasta que llegue el año de
6498 de Cristo, en el cual los veranos y los inviernos serán exactamente
iguales en ambos hemisferios. Á lo que parece, en los momentos de esta
igualdad está el grave peligro. Los hielos que se han ido amontonando en
el Polo Sur, durante el largo invierno de 10.500 años, que por allá hay,
se derretirán, buscando el equilibrio, y habrá un nuevo diluvio que tal
vez destruya casi todo el humano linaje. En suma, y sin entrar en
reconditeces astronómicas, cada 10.500 años hay ó debe haber un diluvio,
que se va preparando lentamente con la aglomeración de los hielos, ya en
un Polo, ya en otro, á causa del mayor frío que hace alternativamente,
ora en el hemisferio austral, ora en el boreal. Como el nuevo diluvio
está anunciado para el año de 6498, es claro, como la luz del día, según
Adhemar, que el diluvio próximo pasado ocurrió en el año de 4002 antes
del nacimiento de Cristo. Se conoce que Adhemar no ha querido disgustar
al Padre Petavio, y su último diluvio coincide, sobre 100 años más ó
menos, con el de Noé.
Dirán algunos lectores que estos apuntes cronológicos son un extraño
principio de novela; pero yo les pido perdón y me disculpo asegurando
que no es dable empezar de otro modo. La novela es un poema prosaico;
una epopeya sin poesía ó con poca poesía; y aunque en la novela entre
por mucho la invención, ó si se quiere la inspiración, conviene que esta
invención ó esta inspiración tenga algún fundamento, y no se quede en el
aire. Pongamos por caso el rapto de Sita por el tremendo rey de los
raksasas, Ravana; la alianza de Rama con los valerosos é ilustres monos,
y con Sugriva, su poderoso monarca, los cuales tan enérgicamente le
auxiliaron; su expedición á Ceilán, y el sitio y conquista de Lanka,
capital de aquella isla, con todos los portentos que allí ocurrieron.
Estos acontecimientos, en lo antiguo, podían referirse de un modo épico,
sin indicar la fecha, ni siquiera próximamente. Hoy día es preciso
marcar una fecha, créanla ó no la crean los lectores. Si yo tuviera que
contar los hechos de Rama, tendría que apelar á los críticos y
cronologistas para fijar el tiempo en que sucedieron, y he de confesar
que me vería apuradísimo. Unos me dirían que 5.500 años antes de Cristo;
otros que mucho después. Lo mismo ocurriría con casi todos los sucesos
de la India antigua. La vida de Krishna, por ejemplo, algunos la ponen
más de 3.000 años antes de Cristo; otros, como Bentley, hacen á Krishna
tan moderno, que ponen su nacimiento con exactitud maravillosa (en
virtud del horoscopio ó aspecto del cielo, cuando nació el Dios), el día
7 de Agosto del año 600 de nuestra Era. Quien supone que la leyenda de
Krishna ha servido de modelo á la historia de nuestro Divino Redentor;
quien no ve en la leyenda de Krishna sino una invención de los
brahmanes, un remedo de la vida de Jesucristo, interpolado en los
antiguos libros y poemas de la India, con el propósito de hacer
ineficaces todas las predicaciones de nuestros misioneros.
Por lo expuesto se notará que sobre la dificultad inherente á la
cronología de los tiempos antiguos, está la mayor dificultad que ha
creado la pasión religiosa. Los amigos del Cristianismo, para
conciliarlo todo con la corta edad que la Biblia concede al mundo,
propenden á negar antigüedad á todo; y los enemigos del Cristianismo,
con menos crítica á veces, dan á ciertos sucesos y á ciertas
civilizaciones, una antigüedad portentosa. En la opinión de cada sabio
entra, además, por mucho, en no pocos casos, una ciega y decidida
predilección por un pueblo y por una cultura, objeto de sus estudios
favoritos. Tal sabio, como Beauregard, hace que todo proceda de Egipto:
leyes, religiones, artes y ciencias; tal otro, como Jacolliot, que todo
nazca de la India. De aquí también proceden en parte las divergencias en
punto á cronología.
En fin, á pesar de estas divergencias, yo tengo que fijar algo, antes de
empezar esta primera leyenda. Si carezco de la ventaja de ser sabio, el
no serlo lleva también una ventaja. Como no he hecho estudios favoritos
de nada, nada es objeto de mi particular afición. Lo mismo me interesan
los chinos que los egipcios; no quiero más á los indios que á los
persas. No adulteraré yo la verdad ni trocaré las fechas por amor á
ninguna tribu, nación ó raza, ni por afecto á ningún gran legislador,
profeta, semidiós ó dios antediluviano.
Empecemos, pues, por creer en el diluvio universal y no parcial, único y
no periódico, y ocurrido en el mismo año en que, de acuerdo con el Padre
Petavio, le coloca nuestra _Guía de Forasteros_. Una vez sentado y
admitido esto, pongamos aparte á los chinos, que tendrán que intervenir
muy poco en nuestras leyendas. Los demás pueblos, estirando algo la
cronología bíblica, y condensando algo sus revoluciones, adelantamientos
y desarrollos de cultura, caben todos dentro de los 4.000 años que van
desde el Diluvio hasta nuestra Era. Tal vez los egipcios, con sus
innumerables dinastías, se resistan á entrar en tan breve espacio de
tiempo; pero haremos oídos sordos contra sus clamores y protestas, y
prescindiremos de los períodos de Phta y de Phré, y de los reinados de
Osíris y de Horus, evidentemente mitológicos. Supongamos á Menes primer
rey de Egipto, y aunque le supongamos lo más cerca que se pueda del
Diluvio universal, siempre habremos de imaginar que muchas de las quince
ó dieciséis dinastías, que se cuentan desde entonces hasta el momento en
que va á empezar nuestra primera leyenda, fueron simultáneas. Cuando
nuestra historia empieza, el Egipto estaba mucho tiempo hacía bajo la
dominación de los árabes ó hycsos. Uno de sus reyes, llamado Apofis, es
quien había tenido aquellos sueños que interpretó el casto José, y quien
le nombró luego su primer Ministro.
Un sucesor de Apofis, por nombre Janías, reinaba en Egipto en el momento
en que va á empezar nuestro relato. La capital de su reino era Sais. Los
reyes indígenas, después de haber ido palmo á palmo haciendo la
reconquista, habían logrado dar á su reino una gran extensión, y tenían
por capital de él la magnífica ciudad de Tebas, Of ó Dióspolis magna,
que por todos estos nombres es conocida. El rey ó Faraón, que por
entonces reinaba en Tebas, se llamaba Temuz; grande y terrible
personaje, algo parecido á un D. Jaime el Conquistador entre los
egipcios.
En la India había decaído el inmenso poder de los reyes de Ayodia. Los
sucesores de Isvakú y de Rama el divino, dominador de los raksasas,
protector de los monos multiformes y sabios y destructor de Lanka,
capital de Ceilán, habían venido muy á menos. Entre tanto, la Casa Real
de los Chandras ó hijos de la Luna se había elevado mucho, y el soberano
reinante de esta dinastía había tomado el título de Maharadjad ó Gran
Rey. La terrible guerra de Mahabarat no había estallado aún.
Sobre Asiria y Caldea se nos ofrecen algunas dificultades que importa
allanar para la mejor inteligencia de esta notable leyenda y de las
sucesivas. Sabido es que Botta, Layard, ambos Rawlinson, Oppert y otros
doctos arqueólogos, han excavado en las ruinas de Nínive, de Nimrod, de
Persépolis, de Corsabad y de otras antiguas ciudades; han desenterrado
prodigiosos monumentos; los han descrito; los han explicado, y hasta han
leído no pocas inscripciones cuneiformes, poniendo en claro su sentido.
Confrontando después estos datos con los suministrados por la Biblia,
Herodoto, Ctesias y Beroso han rehecho y esclarecido en extremo la
historia de los caldeos, asirios y babilonios. Merced á tan raros
trabajos, la historia, las leyes, los usos y costumbres, la cronología,
la vida, en suma, de los grandes imperios semíticos de las orillas del
Tígris y del Eufrates, son tan bien ó mejor conocidos que los de algunos
pueblos de la Edad Media en Europa, sobre todo desde la famosa Era
llamada de Nabonasar, año de 747 antes de Cristo, unos seis ó siete años
después de la fundación de Roma. Lo que es ya desde el reinado de
Senaquerib, en 686, la cronología no puede ser más exacta. Los mismos
objetos de entonces, descubiertos por infatigables anticuarios, nos
alucinan hasta el punto de imaginar que tocamos con la mano y vemos con
nuestros ojos mortales la civilización de aquel siglo. Aquí, en Madrid,
en nuestros bailes y fiestas, hemos contemplado al cuello de una ilustre
dama, entre otros cilindros ninivitas y babilónicos, el sello real de
Asar-Addon, conquistador de Babilonia, hijo de Senaquerib y padre de
Nabucodonosor I.
Las dificultades y dudas en la historia de Caldea y de Asiria ocurren
mucho antes. Sin embargo, todos los sabios convienen ya, gracias á Dios,
en lo más esencial. De esperar es asimismo que no pocas dudas y
divergencias que quedan lleguen con el tiempo á resolverse. Rawlinson
dice que, de vez en cuando, es menester rehacer ó componer de nuevo la
historia de los antiguos imperios del Asia. Recientes descubrimientos
la modifican y aclaran cada vez más. Debe, pues, conjeturarse que, no
bien se escriban, con el andar de los tiempos y el progreso de la
ciencia, tres ó cuatro historias tan magistrales como la suya, vendremos
á saber á punto fijo lo que ocurría á orillas del Eufrates veinticinco ó
treinta siglos antes de Cristo, como se sabe ya lo que ocurría seis ó
siete siglos antes. En el ínterin, el historiador, grave y concienzudo,
tiene que limitarse á rastrear por indicios, en medio de mil
vacilaciones, ciertos sucesos capitalísimos, dejando entre ellos
inmensas obscuridades ó lagunas por iluminar ó por llenar. El poeta ó el
novelista, que es un poeta en prosa, es el único que por hoy puede
llenarlas, gracias á una inspiración semi-divina en que deben creer sus
lectores. Algo, con todo, puede ya fijarse como fundamento, casi con
prueba plena.
Los autores están concordes en suponer ó sospechar un Imperio de Asiria
anterior á Nemrod.
Nemrod vino por mar; pertenecía á la raza cusita ó etiópica; venció á
los asirios, y fundó un nuevo Imperio en el Sur de la Mesopotamia, cuya
capital fué Ur, á orillas del Eufrates.
Asur se retiró al Norte con los asirios que no se sometieron al yugo de
los cusitas ó caldeos.
El Imperio de Nemrod, ó la antigua Caldea, se llamó también el Imperio
de las Cuatro Razas. Aquel _fuerte cazador delante del Señor_ tuvo por
súbditos á cusitas, arios, semitas y turaníes, esto es, á gentes de las
razas amarilla, blanca y negra. El pueblo dominante fué el cusita ó
etiópico.
De la dinastía de Nemrod se citan con certeza otros dos nombres de
reyes, á saber: Urukh é Ilki, de cuyos colosales alcázares y torres aún
se descubren vestigios.
Á lo que parece, el Imperio de Nemrod, hacia el año de 2.400 antes de
Cristo, se desmembró y fraccionó en varios reinos, hasta que un siglo
después un rey llamado Kudur-Lagomer ó Codorlahomor, y yo tengo para mí
que era de raza ariana, hizo tributarios á otros muchos reyes y
restableció el Imperio, por breve tiempo.
Nadie ignora que este Codorlahomor fué contemporáneo de Abraham. Los
semitas iban ya recobrando su antigua preponderancia sobre las demás
razas. En Arabia, venciendo previamente á los cusitas, que allí
predominaron, habían fundado un reino muy fuerte y guerrero, cuyo centro
era el Yemen y el Hadramaut. Contaban aquellos reyes árabes por
antecesores á Jectan, Sabá y Homeir, por lo cual las tribus que les
estaban sujetas se solían apellidar los jectanidas ó los homeiritas.
Por último, en el tiempo en que empieza nuestra primera leyenda, reinaba
en Arabia un descendiente de Homeir, llamado Aret-el-Rech, á quien
algunos historiadores clásicos llaman Areo. Aliado este Areo con Nino,
tercero ó cuarto sucesor de Asur, venció á los cusitas; y así vino á
fundarse la gran Monarquía asiría de Nino. Con el auxilio de
Aret-el-Rech, Nino se enseñoreó de todo el Asia central.
Llega ahora el punto más dificultoso y de mayores dudas: la primitiva
historia del Irán. El mismo Rawlinson no se atreve á retroceder con paso
seguro en esta historia sino hasta 600 ó 700 años antes de Cristo para
los medos, y para los persas hasta el reinado de Ciro ó poco antes; esto
es, que empieza casi donde nosotros vamos á concluir las leyendas. Mas
no es esto decir que nos hayamos engolfado en las edades plenamente
fabulosas. Historiadores, aunque sabios y prudentes, menos tímidos que
Rawlinson, hallan verdad histórica en los sucesos del Irán bastantes
siglos antes de Ciro, y algunos reconstruyen una historia del Irán que
empieza antes de la separación de los Indios y de los iranienses, cuando
ambos pueblos formaban uno solo; los arios, que entonaban juntos los
himnos religiosos del Rig-Veda en la primitiva región de Ariana-Vaega.
Todos los hechos de esta larga historia iraniense, anterior á Ciro,
están sacados de antiguas tradiciones conservadas por los güebros ya en
libros sagrados, ya oralmente, y recogidas muchas por los poetas épicos
del tiempo de los Soberanos musulmanes de Gasna. Entre todos estos
poetas épicos, descuella Firdusi, el Paradisaico. Su obra se titula el
_Shah-Nameh_ ó _Libro de los Reyes_. Á imitación y como continuación del
Shah-Nameh, se escribieron después otras epopeyas, otros _Namehs_ ó
_Libros_, que hacen del ciclo épico del Irán uno de los más ricos y
fecundos. Hay el _Gerschap-Nameh_, el _Barsu-Nameh_, el
_Djusgan-hir-Nameh_, el _Feramur-Narneh,_ el _Banu-Guyasp-Nameh_, el
_Bahman-Nameh_, y otros muchos que sería prolijo ir mentando. Los
Soberanos, los Príncipes y los héroes del Irán son cantados extensa y
lindamente en estos poemas. Sobresale entre todos Rustán, como en el
ciclo épico carlovingio sobresale Roldán, y el Cid en nuestra magnífica
epopeya de las guerras entre moros y cristianos, durante los siglos
medios. La cuestión está en decidir si todos estos cantos populares
tienen más valor histórico que los Libros de Caballerías; si los
Rustanes, Feramures y Barsúes son tan fantásticos como los Amadises,
Esplandianes y Lisuartes; ó si los _Namehs_, con las hazañas y guerras
que refieren, se fundan al menos, como la Iliada y la Odisea y las obras
de otros homeridas, hasta Juan Tzetzas y Colutho, en casos reales y
verdaderos, si bien abultados por la tradición y por la fantasía del
vulgo. Yo me inclino á creer que, despojados de lo sobrenatural, los
sucesos referidos por Firdusi y otros épicos de Persia pertenecen á la
historia. Los historiadores orientales, como Kondemir y Mircondo,
refieren también muchos de dichos sucesos, y, si bien Klaproth les niega
toda autoridad, hoy, en el estado actual de la ciencia, no es lícito ser
tan escéptico. Los libros sagrados zendos, como el _Vendidad_ y el
_Desatir_, confirman lo que cuentan las historias y poemas posteriores
al Islán. Estas historias estaban además basadas sobre tradiciones muy
fidedignas y sobre documentos y monumentos antiquísimos. No pocos de los
autores, como Firdusi, el más glorioso de todos, eran _dehkanes_, esto
es, antiguos nobles del Irán, hidalgos por decirlo así, de muy ilustre
casa, cuyas genealogías debieron guardarse.
En suma, yo creo que muchas de las historias del Irán, antes de Ciro,
deben tenerse por ciertas y algunas por probables y verosímiles.
En este supuesto, diré que el Mahabad de los Persas parece ser el mismo
Manú de los Indios, un legislador mítico primitivo. Otro profeta
iraniense, llamado Dji-Afram, simboliza el período histórico del cisma ó
separación de indios y persas. El Ariana-Vaega, con sus reyes Cayumors,
Ferval, Siamek y otros, sólo prueba que hubo una sociedad primitiva, en
la cual formaron un solo pueblo los indios, los iranienses y los escitas
blancos.
Después de la separación, los iranienses, conducidos por Djenschid,
emigraron y fundaron el reino ó Imperio de Vara, cuya capital fué Raga.
Un conquistador, llamado Zohac, destruyó el Imperio de Vara y vino á
reinar sobre los iranienses. En el reinado de Zohac empieza nuestra
primera leyenda. Pero, ¿quién fué este Zohac y en qué siglo vivía? Á mi
ver, Zohac era semita, era el propio Aret-el-Rech, ó más bien un sobrino
y lugarteniente de aquel famoso rey del Yemem, aliado de Nino. En esto
me aparto de la opinión de Rodier, quien hace á Zohac cusita y supone
que reinó siete mil años antes de Cristo; pero tengo á mi lado á
Gobineau en su _Historia de los Persas_, quien hace que viva y reine
Zohac en la época más reciente de Nino, rey de Asiria.
Finalmente, reinaba por entonces en la Escitia un rey llamado Tihur. La
capital de su reino era la hermosa ciudad de Vesila-Tefeh. En ella
introduciremos al punto á los lectores para que tenga verdadero comienzo
nuestra historia.

II.
Vesila-Tefeh, por más que parezca inverosímil, estaba situada en medio
de las que son hoy áridas estepas por donde vagan los kirguises. En la
orilla Norte del Sir ó Jaxartes se parecía la hermosa ciudad, cuyas
casas y palacios se reflejaban en las aguas del caudaloso río. El
Imperio de que era capital se extendía por el Sur hasta el Oxo ó el
Amú-Deria. Más allá, un arenoso desierto. Otro desierto arenoso le
separaba por el Oriente de la Sogdiana. Por el Occidente tenía por
límites el Caspio y el Aral, que entonces formaban un mar solo. Por el
Norte no conocía otros términos ó fronteras que la mayor ó menor pujanza
de los escitas, vasallos del Rey Tihur, para tener á raya á los pueblos
nómadas y enteramente feroces que iban errando por los páramos boreales.
En suma, los dominios del Rey Tihur, eran como un oasis de cultura, como
una isla civilizada en medio de un Océano de barbarie.
Á pesar de este aislamiento, los escitas de Vesila-Tefeh dejaron memoria
de sus virtudes y de su ciencia aun entre los mismos griegos, tan
vanidosos. Zalmoxis, Abaris y otros filósofos escitas se cuenta que
llevaron á Grecia religión, oráculos, ritos y misterios profundos. La
fama lejana de estos escitas hizo nacer sin duda en Grecia la fábula de
los felices hiperbóreos, que vivían en un país feraz y rico, y que
componían y cantaban los himnos más bellos que imaginarse pueden, por
ser muy amados de Apolo. Ello es que, muchos siglos antes de que en
Grecia escribiesen Homero, Herodoto y Esquilo, y aun antes de que á
Grecia llevasen los fenicios la escritura, florecía Vesila-Tefeh con
extraordinario florecimiento. Regado el fértil terreno por las aguas de
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