Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 03

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mujer, y le prometió grandes dones como rico boyero que era: una yunta
de bueyes para arar, cuatro colmenas, cincuenta manzanos, un cuero de
buey para suelas, y cada año un becerro que podría ya destetarse.
Halagado por las promesas Dryas estuvo á punto de consentir en la boda;
pero recapacitando después que la doncella merecía mejor novio, y
temiendo ser acusado algún día de ocasionar irremediables males,
desechó la proposición de boda y se disculpó como pudo; sin aceptar lo
prometido en alboroque.
Viéndose Dorcón defraudado por segunda vez en su esperanza y perdidos
sin fruto sus excelentes quesos, resolvió apelar á las manos no bien
hallase sola á Cloe. Y como había notado que Cloe y Dafnis traían
alternativamente á beber el ganado, él un día y ella otro, se valió de
una treta propia de zagal: tomó la piel de un gran lobo, que un toro
había muerto con sus astas, defendiendo la vacada, y se cubrió con dicha
piel puesta en los hombros, de modo que las patas de delante le cubrían
los brazos, las patas traseras se extendían desde los muslos á los
talones, y el hocico le tapaba la cabeza como casco de guerrero.
Disfrazado así en fiera lo menos mal que pudo, se fué á la fuente donde
bebían cabras y ovejas después de pacer. Estaba la fuente en un
barranco, y en torno de ella formaban matorral tantos espinos, zarzas,
cardos y enebros rastreros, que fácilmente se hubiera ocultado allí un
lobo de veras. Allí se escondió Dorcón, espiando el momento de venir á
beber el ganado, y con grande esperanza de asustar á Cloe con su disfraz
y de apoderarse de ella.
Á poco llegó Cloe á la fuente con el ganado, mientras Dafnis cortaba
verdes tallos y renuevos para que los cabritillos se regalasen después
del pasto. Los perros que guardaban el rebaño seguían á Cloe, y como
tenían buena nariz, sintieron á Dorcón, que ya se disponía á caer sobre
Cloe; se pusieron á ladrar, se echaron sobre él como si fuera lobo, le
rodearon, y antes de que volviese del susto le mordieron. Al principio,
con vergüenza de ser descubierto, y recatándose aún con la piel de lobo,
Dorcón yacía silencioso en el matorral. Cloe, entre tanto, llena de
terror, había llamado á Dafnis para que la socorriese. Y los perros,
destrozada ya la piel del lobo, mordían sin piedad el cuerpo de Dorcón,
el cual á grandes voces acabó por suplicar que le amparasen á Cloe y á
Dafnis, que ya había llegado. Estos mitigaron pronto el furor de los
perros con las voces que tenían de costumbre. Después llevaron á la
fuente á Dorcón, que había sido herido en los muslos y en las espaldas.
Le lavaron las mordeduras, donde se veía la impresión de los dientes, y
pusieron encima corteza mascada y verde de olmo. La ignorancia de ambos
en punto á atrevimientos amorosos les hizo considerar la empresa de
Dorcón como broma y niñería pastoril, y en vez de enojarse contra él, le
consolaron con buenas palabras, y le llevaron un poco de la mano hasta
que le despidieron.
Él, salvo de tan grave peligro, y no, como se dice, de la boca del
lobo, sino de la del perro, fué á curarse las heridas.
Dafnis y Cloe no tuvieron poco que afanarse hasta bien entrada la noche,
para recoger las ovejas y las cabras, las cuales, espantadas de la piel
del lobo y de los ladridos, unas se encaramaron á los peñascos, y otras
se fueron huyendo hasta la mar. Todas estaban bien enseñadas á acudir á
la voz, á congregarse al son de la zampoña, y á venir oyendo sólo una
palmada; pero entonces el miedo les había hecho olvidarse de todo. Casi
fué menester perseguirlas y buscarlas por el rastro, como á las liebres.
Después las llevaron al aprisco. Aquella sola noche durmieron ambos con
profundo sueño. La fatiga fué remedio del mal de Amor; pero, venido el
día, padecieron de nuevo el mismo mal. Se alegraban al verse; les dolía
separarse; estaban desazonados; deseaban algo, é ignoraban qué. Sólo
sabían, él, que el origen de su mal era un beso, y ella, que era un
baño.
Tocaba ya á su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en
la tierra. Los árboles tenían fruta; los sembrados, espigas. Grato el
cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el
ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos cantaban
al correr mansamente; que los vientos daban música como de flautas al
suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo, y
que el sol, anhelante de hermosura, rasgaba todo velo que pudiera
encubrirla. Dafnis, impulsado de un ardor íntimo, que todo esto le
causaba, se echaba en los ríos, y ya se lavaba, ya cogía ligeros peces,
ya bebía como si quisiese apagar aquel fuego. Cloe, después de ordeñar
sus ovejas y no pocas de las cabras, empleaba bastante tiempo en cuajar
la leche y en osear las moscas, que al osearlas le picaban; luego se
lavaba la cara; se coronaba de ramas de pino, se ponía al hombro la piel
del cervatillo, llenaba una gran taza de vino y de leche, y gozaba con
Dafnis de aquella bebida.
Cuando llegaba la hora de la siesta, llegaba también mayor hechizo y
cautividad de los ojos, porque ella miraba á Dafnis desnudo y su beldad
floreciente, y desfallecía al considerar que no había falta que ponerle
en parte alguna; y él, al verla con la piel de ciervo, coronada de pino
y ofreciéndole bebida en la taza, imaginaba ver á una de las Ninfas de
la gruta. Entonces Dafnis, arrebatando de la cabeza de ella las ramas de
pino, se coronaba á sí propio, no sin besar antes la corona. Ella, en
cambio, solía tomar la ropa de él, mientras él se bañaba, y vestírsela,
no sin besarla antes también. Ambos se tiraban manzanas, y otras veces
se peinaban el uno al otro, y Cloe comparaba el cabello de él, por lo
negro, á la endrina, y Dafnis decía que el rostro de ella era como las
manzanas, por lo blanco y sonrosado. Á veces le enseñaba á tocar la
flauta; y apenas soplaba ella, se la quitaba él y recorría todos los
agujeros, como para mostrarle dónde había faltado, y en realidad para
besar á Cloe por medio de la flauta.
Tocando él así una siesta, y reposando á la sombra el ganado, Cloe hubo
de quedarse dormida. Y no bien lo advirtió Dafnis, dejó la flauta para
mirarla toda, sin hartarse de mirarla; y ya sin avergonzarse de nada,
dijo en voz baja de este modo: «¡Cómo duermen sus ojos! ¡Cómo alienta su
boca! Ni las frutas ni el tomillo huelen mejor; pero no me atrevo á
besarla. Su beso pica en el corazón y vuelve loco como la miel nueva.
Además, temo despertarla si la beso. ¡Oh parleras cigarras! ¿No la
dejaréis dormir con vuestros chirridos? ¿Y estos pícaros chivos, que
alborotan peleando á cornadas? ¡Oh lobos más cobardes que zorras! ¿por
qué no venís á robarlos?»
Mientras que él profería estas razones, una cigarra, huyendo de una
golondrina que la quería cautivar, vino á refugiarse en el seno de Cloe.
La golondrina no pudo coger su presa ni reprimir el vuelo, y rozó con
las alas las mejillas de la zagala, la cual, sin comprender lo que había
sucedido, despertó asustada y gritando; pero no bien vió la golondrina,
que aún volaba cerca, y á Dafnis, que reía del susto, el susto se le
pasó y se restregó los ojos, que querían dormir todavía. Entonces la
cigarra se puso á cantar entre los pechos de Cloe, como si quisiera
darle gracias por haberle salvado. Cloe se asustó y gritó de nuevo, y
Dafnis rió. Y aprovechándose éste de la ocasión, metió bien la mano en
el seno de Cloe, y sacó de allí á la buena de la cigarra, que ni en la
mano quería callarse. Ella la vió con gusto, la tomó y la besó, y se la
volvió á poner en el pecho, siempre cantando.
Recreábase una vez en oir á una paloma torcaz que arrullaba en la selva.
Quiso Cloe aprender lo que decía, y Dafnis la doctrinó, refiriendo esta
sabida conseja: «Hubo en tiempos antiguos, zagala, una zagala linda y de
pocos años como tú, la cual apacentaba muchos bueyes. Era gentil
cantadora, y su ganado se deleitaba con la música, por manera que la
zagala no se valía del cayado, ni picaba con la aijada, sino que
reposando á la sombra de un pino y coronada de verdes ramas, se ponía á
cantar de Pan y de Pitis, y toda la vacada pacía en torno oyéndola. No
lejos de allí había un zagal que también guardaba vacas y era hábil
cantador, como la zagala, y competía con ella en los cantares, siendo
los de él más briosos, como de varón, y, como de muchacho, no menos
dulces. Así fué que los ocho mejores becerros que ella tenía, hechizados
por los cantares del zagal, se pasaron de un rebaño á otro. La zagala
se apesadumbró en extremo con la pérdida de los becerros, y más aún con
el vencimiento en los cantares, y suplicó á los dioses que, antes de
volver á casa, la convirtiesen en ave. Accedieron los dioses y la
convirtieron en ave montaraz y cantadora cual la zagala. Aun en el día,
cuando canta, recuerda su derrota, y dice que busca los becerros
huidos.»
En tales recreos se pasó el verano, y vino el otoño con sus racimos.
Entonces ciertos piratas de Tiro que tripulaban una nave de Caria, á fin
de no parecer bárbaros, desembarcaron en aquella costa con espadas y
petos, y garbearon cuanto pudieron hallar á su alcance: vino oloroso,
trigo á manta, panales de miel y hasta algunos bueyes y vacas del rebaño
de Dorcón. Quiso la suerte que se apoderasen de Dafnis, el cual se
andaba solazando solo junto á la mar, porque Cloe, como niña que era,
sacaba más tarde á pacer las ovejas de Dryas, por temor de los pastores
insolentes. Viendo los piratas á aquel mozo gallardo y espigado,
juzgáronle mejor presa que las ovejas y las cabras, y cesando en sus
correrías y robos, se le llevaron á la nave, mientras que él lloraba, no
sabía que hacer, y llamaba á voces á Cloe. Los piratas en tanto
desataron la amarra, pusieron mano á los remos, y se iban engolfando en
la mar, cuando acudió Cloe ya con sus ovejas y trayendo de presente á
Dafnis una nueva flauta. Y viendo ella las cabras medrosas y
descarriadas, y oyendo á Dafnis, que la llamaba siempre á gritos,
abandonó las ovejas, tiró al suelo la flauta, y á todo correr se fué
hacia Dorcón pidiéndole socorro. Hallóle por tierra, cubierto de heridas
que le habían hecho los ladrones, respirando apenas y derramando mucha
sangre. Cuando él vió á Cloe, el recuerdo de su amor le hizo cobrar
aliento. «Cloe, le dijo, pronto voy á morir. Esos inicuos piratas me han
destrozado como á un buey, porque defendía mis bueyes. Sálvate tú, salva
á Dafnis, véngame y piérdelos. Yo tengo enseñadas á mis vacas á seguir
el son de mi flauta, y por lejos que estén, acuden cuando la oyen.
Tómala, ve á la playa, y toca allí la sonata que yo enseñé á Dafnis y
que Dafnis te enseñó. Lo demás lo harán la flauta sonando y las mismas
vacas. Á tí hago presente de esta flauta, con la cual vencí en contienda
musical á muchos vaqueros y cabreros. Tú, en pago, bésame ahora, que aún
vivo, y llórame muerto. Y cuando veas á alguien apacentando bueyes,
acuérdate de mí.» Dicho esto, Dorcón besó el beso último, pues á par de
beso y voz exhaló el alma.
Tomó la flauta Cloe, aplicó á ella los labios y sopló con cuanta fuerza
pudo. Oyéronla las vacas, reconocieron al punto el son, mugieron todas,
y de consuno se tiraron con ímpetu á la mar. Con salto tan violento se
ladeó la nave de un costado, y al caer las vacas se abrió en la mar como
una sima, de suerte que se volcó la nave, y las olas, al volverse á
juntar, se la tragaron. No todos los náufragos tenían la misma esperanza
de salvación, porque los piratas llevaban espada al cinto, vestían
medias corazas escamosas y calzaban grevas, mientras que Dafnis iba
descalzo, como quien apacienta en la llanura, y casi desnudo, por ser la
estación del calor. Así fué que los piratas, apenas bregaron un poco, se
hundieron, con el peso de las armas; pero Dafnis se despojó con
facilidad de su ligero vestido, y aun así se cansaba con tanto nadar,
como quien antes sólo por poco tiempo había nadado en los ríos. La
necesidad le enseñó, no obstante, lo que importaba hacer: se puso entre
dos vacas, asió sus cuernos con ambas manos, y se dejó llevar tan cómodo
y sin fatiga, como en una carreta; pues es de saber que las vacas nadan
más y mejor que los hombres, y sólo ceden en esto á las aves de agua y á
los peces, por lo cual no se cuenta de vaca ni de buey que jamás se
ahogue, como no se le ablande la pezuña con el sobrado remojo. Y en
prueba de la verdad de lo que digo, hay muchos estrechos de mar que
hasta hoy se llaman pasos de bueyes.
Del modo referido escapó Dafnis, contra toda previsión, de dos peligros,
piratería y naufragio. Luego que saltó en tierra y halló á Cloe, que
reía y lloraba al mismo tiempo, se echó en sus brazos y le preguntó por
qué tocaba la flauta. Ella se lo contó todo: su ida en busca de Dorcón;
la costumbre de las vacas de acudir al son de la flauta; el consejo de
Dorcón de que la tocase, y la muerte de éste. Sólo por pudor se calló lo
del beso.
Decidieron ambos honrar la memoria de su bienhechor, y en compañía de
amigos y parientes hicieron el entierro de aquél sin ventura. Echaron
tierra en la huesa, plantaron en torno árboles, y suspendieron de las
ramas las primicias de su trabajo; libaron leche sobre el sepulcro,
exprimieron racimos de uvas y quebraron flautas. Se oyó á las vacas dar
lastimeros mugidos, y se las vió correr despavoridas y sin concierto;
todo lo cual, según declaraban pastores peritos, era lamentación y duelo
de las vacas por el vaquero difunto.
Después del entierro de Dorcón, Cloe se fué con Dafnis á la gruta de las
Ninfas, y allí le lavó, y luego ella misma, por la primera vez, viéndolo
Dafnis, lavó su cuerpo, blanco y reluciente de hermosura, y sin
necesitar el baño para ser hermoso. Cogieron, por último, flores de las
que daba la estación, coronaron con ellas á las imágenes y colgaron como
ofrenda la flauta de Dorcón en la pared de la gruta.
Hecho esto, salieron á ver cabras y ovejas. Todas estaban echadas, sin
pacer ni balar, sino, á lo que yo entiendo, harto afligidas por la
ausencia de Dafnis y de Cloe. Así fué que en cuanto los vieron y oyeron
que las llamaban como de costumbre y que tocaban la churumbela, se
alzaron todas alegres, y las ovejas se pusieron á pacer, y las cabras á
brincar y á balar, celebrando que su cabrero se había salvado.
Con todo esto, Dafnis no podía recobrar su antiguo contento desde que
vió á Cloe desnuda y patente toda su beldad, escondida antes. Le dolía
el corazón como si hubiese tomado ponzoña, y su aliento ya era fuerte y
agitado, como de alguien á quien persiguen, ya desfallecido, como por el
cansancio de la fuga. Parecíale el baño de Cloe más temible que la mar,
y pensaba que su alma estaba aún cautiva de los piratas: pues, como
mozuelo campesino, ignoraba las piraterías de Amor.


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LIBRO SEGUNDO

Estaba ya en su fuerza el otoño, se acercaban los días de la vendimia, y
todo era vida y movimiento en el campo. Unos preparaban los lagares,
otros fregaban las tinajas; éstos tejían canastas y cestos ó afilaban
hoces pequeñas para cortar los racimos, y aquéllos disponían la piedra ó
la viga para estrujar las uvas, ó machacaban mimbres y sarmientos secos
para hacer antorchas á cuya luz trasegar el mosto de noche. Dafnis y
Cloe habían abandonado ovejas y cabras, y prestaban en tales faenas el
auxilio de sus manos. Él acarreaba la uva en cestos, la pisaba en el
lagar y llevaba el mosto á las tinajas, y ella condimentaba la comida de
los vendimiadores, les daba á beber vino añejo, y hasta vendimiaba á
veces en las cepas bajas; porque en Lesbos las viñas no están en alto ni
enlazadas á los árboles, sino rastreando los sarmientos como la hiedra,
de modo que una criatura apenas salida de los pañales puede allí coger
racimos.
Según usanza en esta fiesta de Baco y nacimiento del vino, acudieron
mujeres de las cercanías para ayudar en las faenas, y las más ponían los
ojos en Dafnis y encarecían su belleza como igual á la del dios. Una de
las más avispadas y audaces le besó y el beso supo bien á Dafnis y
afligió á Cloe. Y los que estaban en el lagar echaban á Cloe no pocos
requiebros, saltaban furiosamente como sátiros que ven á una bacante, y
deseaban convertirse en carneros para que ella los llevase á pacer; con
todo lo cual Cloe se regocijaba y Dafnis se ponía mohino. De aquí que
ambos ansiasen el fin de la vendimia, la vuelta á su frecuentada soledad
campestre, y oir, en vez de aquel desconcertado bullicio, el son de la
zampona y el balar de la grey.
Pocos días pasaron y las viñas quedaron vendimiadas y las tinajas llenas
de mosto. Como ya no había necesidad de tantos brazos, volvieron ellos á
llevar el ganado á pacer. Muy satisfechos entonces dieron culto á las
Ninfas y les ofrecieron racimos con pámpanos, primicias de la vendimia.
Nunca habían descuidado este culto, porque siempre, antes de llevar al
pasto la grey, iban á reverenciar á las Ninfas, y al volver al aprisco
también las reverenciaban, sin dejar una vez sola de ofrecerles algo, ya
flores, ya fruta, ya verdes ramos, ya libaciones de leche; generosa
devoción de que recibieron más tarde recompensa divina. Por lo pronto
ambos retozaban como lebreles que se sueltan, y tocaban la flauta y
cantaban, y como los chivos y los borregos luchaban hasta derribarse.
Mientras así se divertían, se les apareció un viejo, que vestía pellico,
calzaba abarcas y llevaba al hombro un zurrón muy estropeado. Sentóse
junto á ellos y habló de esta suerte: «Yo, hijos míos, soy el viejo
Filetas, el que tantos cantares entonó á estas Ninfas y tantas veces
tocó la flauta en honor de aquel Pan. Con mi música sólo he guiado yo
numerosa vacada. Ahora vengo á vosotros para contaros lo que ví y
participaros lo que oí. Poseo un huerto que, desde que me quité de
pastor y busqué en la vejez reposo, cultivo con mis propias manos.
Cuanto se cría en todas las estaciones se halla en mi huerto no bien su
estación llega: en primavera, rosas, lirios, azucenas, jacintos y
violetas sencillas y dobles; en verano, amapolas, peras y todo linaje de
manzanas; ahora, uvas, granadas, higos y mirto verde. Los pájaros acuden
á mi huerto á bandadas cuando amanece: unos vienen á picar, otros para
cantar á gusto, porque hay en él sombra y tres arroyos, y tal espesura
de árboles, que si derribásemos la tapia que le cerca, pensaríamos ver
un bosque.
«Hoy, á eso de medio día, he sorprendido allí á un muchacho que tenía
granadas y arrayán, y era blanco como la leche, rubio como la llama y
limpio y luciente como recién salido del baño. Estaba desnudo y solo, y
se entretenía en saquearme el huerto como si fuera suyo. En balde me
eché sobre él para prenderle, receloso de que me destrozase arrayanes y
granados con sus travesuras, porque él se me esquivó, ágil y leve, ora
deslizándose entre los rosales, ora escabulléndose entre las malvalocas,
como un perdigonzuelo. No pocas veces me afané para coger cabritillos de
leche ó me cansé persiguiendo becerras; pero esta res de hoy es muy
otra, y no hay quien sepa cazarla. Fatigado yo pronto, como es natural á
mis años, y apoyado en mi báculo, no sin procurar á la vez que no se
fugase, le pregunté quién era de mis vecinos y por qué se entraba á
robar en el cercado ajeno. Él, sin responder palabra, se puso junto á
mí, sonrió con singular ternura, me tiró á la cara los granos de mirto,
y no sé cómo me ablandó el corazón y me quitó el enojo. Roguéle entonces
que no tuviese miedo de mí y se dejase prender, y juré por los mirtos
que en seguida le daría suelta, regalándole manzanas y granadas y
consintiendo que en adelante cogiese mi fruta y segase mis flores, si
alcanzaba de él un solo beso. Rióse el muchacho al oírme, con risa
sonora, y salió de su pecho voz más dulce que el cantar de la
golondrina, del ruiseñor y del cisne cuando es viejo como yo. «Á mí,
¡oh Filetas! dijo, nada me cuesta que me beses. Más gusto yo de besos
que tú de remozarte. Mira, con todo, si el don que pides conviene á tus
años, los cuales no te valdrán para quedar exento de perseguirme cuando
me hubieres besado, y no hay águila, ni gavilán, ni ave alguna de rapiña
que me alcance, por ligera que sea. No soy niño, aunque parezco niño,
sino más viejo que Saturno. Yo soy anterior al tiempo todo. Á tí te
conozco de muy atrás, cuando, zagalón todavía, guardabas tu rebaño en el
llano de la laguna. Yo estaba á la vera tuya siempre que tocabas la
flauta bajo los chopos, enamorado de Amarilis. Tú no me veías, por más
que yo solía ponerme cerca de la zagala. Al cabo te la dí, y de ella te
nacieron hijos, que son valientes vaqueros y labradores. En el día
cuido, como pastor, de Dafnis y de Cloe; y después que los reuno al
rayar el alba, me vengo á tu huerto, me divierto con sus plantas y
flores, y me baño en sus fuentes. Por eso flores y plantas están lozanas
y hermosas, regadas con el agua de mi baño. Mira cómo no hay rama alguna
deshojada, ni fruta arrancada ó caída, ni arbolillo sacado de cuajo, ni
fuente turbia. Y alégrate, además, porque sólo tú, entre los hombres,
lograste verme en la vejez.» Apenas dijo esto, empezó á revolotear entre
los arrayanes lo propio que un pajarillo, y saltando de rama en rama, se
subió á lo más alto del follaje. Entonces noté que tenía alas en las
espaldas, y entre las alas un arco, y luego no ví nada de esto, ni á él
tampoco le ví. Ahora bien, si no he vivido en balde, y si con la edad no
he llegado á perder el juicio, yo os declaro, hijos míos, que estáis
consagrados á Amor y que Amor cuida de vosotros.»
En grande se holgaron ellos, como si oyeran un cuento, y no un sucedido,
y preguntaron quién era el tal Amor, si era niño ó pájaro, y qué poder
tenía. De nuevo habló así Filetas: «Dios, hijos míos, es Amor, joven,
hermoso y volátil, por lo cual se complace en la mocedad, apetece y
busca la hermosura y hace que broten alas en el alma. Tanto puede, que
Júpiter no puede más; dispone los gérmenes de donde todo nace, reina
sobre los astros y manda más en los dioses, sus compañeros, que en
cabras y ovejas vosotros. Todas las flores son obra suya. Él ha creado
estos árboles. Por su virtud corren los ríos y los vientos suspiran. Yo
ví al toro en el celo, y bramaba como picado del tábano; yo ví al macho
enamorado de la cabra, y por todas partes la seguía. Yo mismo, cuando
mozo, amaba á Amarilis, y ni me acordaba de la comida, ni tomaba de
beber, ni me entregaba al sueño. Me dolía el alma, me daba brincos el
corazón y mi cuerpo languidecía; ya gritaba como si me azotasen; ya
callaba como muerto; á veces me arrojaba al río para apagar el fuego en
que me quemaba; á veces pedía socorro á Pan, porque amó á Pitis;
elogiaba á Eco, porque después de mí llamaba á Amarilis, ó rompía mi
flauta, porque atraía á las vacas, y á mi Amarilis no la atraía. Ello es
que no hay remedio para Amor: ni filtro, ni ensalmo, ni manjar con
hechizo; no hay más que beso, abrazo y acostarse juntos desnudos.»
Filetas, después que los hubo doctrinado, se fué, recibiendo de ellos
algunos quesos y un chivo, al que asomaban ya los pitones. No bien ellos
se quedaron solos, y oído entonces el nombre de Amor por vez primera, se
apesadumbraron más, y de vuelta á sus chozas, comparaban lo que sentían
á lo que el viejo había referido. «Padecen los amantes, decían, y
padecemos nosotros; no cuidan de sí mismos, como nosotros nos
descuidamos; no logran dormir, y nosotros tampoco dormimos; se diría que
arden, é idéntico fuego nos abrasa; desean verse, y para vernos ansiamos
que llegue el día. Esto, de juro, es amor. Nos amábamos sin saberlo.
Pero si esto es amor y somos amados, ¿qué nos falta? ¿Qué nos aflige?
¿Para qué nos buscamos? Filetas nos dijo la verdad; el mozuelo que vió
en su huerto no es otro que el que en sueño se apareció á nuestros
padres y les ordenó que nos diesen á guardar el ganado. ¿Cómo le
podremos prender? ¡Es pequeñuelo y se fugará! ¿Cómo huir de él? Tiene
alas y nos alcanzará. ¿Pediremos á las Ninfas que nos protejan? En vano
pidió Filetas protección á Pan cuando su amor con Amarilis. Tomemos los
remedios de que él hablaba: besos y abrazos y acostarse juntos desnudos.
Es cierto que hace mucho frío, pero le sufriremos, á fin de tomar el
último remedio.» Así repasaban ambos de noche la lección que Filetas les
había dado.
Al día siguiente llevaron el ganado á pacer, y al verse, se besaron, lo
cual nunca habían hecho antes, y se estrecharon las manos y se
abrazaron. Con el tercer remedio, con el de acostarse juntos desnudos,
era con el que no se atrevían, sin duda por requerir mayor atrevimiento
que el que cabe, no ya sólo en doncellicas ternezuelas, sino también en
cabreros de corta edad. Aquella noche estuvieron tan desvelados como la
anterior, y ya con recuerdos de lo hecho, ya con pesar de lo omitido,
decían en sus adentros: «Nos hemos besado, y de nada aprovecha; nos
hemos abrazado, y tampoco hemos tenido alivio. Por fuerza, el único
remedio de amor ha de ser acostarse juntos. Menester será ponerlo por
obra. Algo ha de haber en ello más eficaz que el beso.»
En tales discursos acabaron por dormirse, y sus ensueños fueron
amorosos: besos y abrazos. Aun lo que no habían hecho despiertos lo
hacían soñando: se acostaban juntos desnudos.
Despertáronse luego con el alba más prendados que nunca, y se
apresuraron á salir á pastorear, impacientes de renovar los besos. No
bien se vieron, corrieron con blanda sonrisa hasta juntarse; se besaron
y se abrazaron; pero el tercer remedio no se empleó. Ni Dafnis se
atrevía á proponerle, ni Cloe quería tomar la iniciativa. El acaso hubo,
pues, de disponerlo todo.
Sentados estaban ambos junto al tronco de la encina, y gustaban del
deleite que hay en el beso, y no lograban hartarse de su dulzura.
Ceñíanse con los brazos para que la unión fuese más apretada. Una vez,
como Dafnis apretase con mayor violencia, Cloe se cayó sobre un costado,
y Dafnis, siguiendo la boca de Cloe para no perder el beso, se cayó
también. Reconocieron entonces en aquella postura la que en sueños
habían tenido, y se quedaron así durante mucho tiempo, como si
estuviesen atados. Sin adivinar lo que había después, creyeron haber
tocado al último límite de los gustos amorosos, y consumieron en balde
la mayor parte del día, hasta que al llegar la noche se separaron
maldiciéndola, y recogieron el hato. Quizás hubieran llegado pronto al
término verdadero, á no sobrevenir un alboroto en aquel rústico retiro.
Ciertos mancebos ricos de Metimna, deseosos de solazarse durante la
vendimia y de hacer alguna gira, echaron un barco á la mar, pusieron
por remeros á sus criados, y se vinieron á las costas de Mitilene,
donde hay ensenadas seguras, lindos caseríos, cómodas playas para
bañarse y bosques y jardines, ya por obra de Naturaleza, ya por
industria humana, y todo bueno y grato para la vida. Costeando de esta
suerte saltaban de diario en tierra, sin hacer daño á nadie, y se
entregaban á varios pasatiempos. Ora desde alguna roca que avanzaba
sobre la mar, pescaban con anzuelos colgados de una caña por un hilo
delgado; ora con redes y con perros cazaban las liebres que habían huído
de los majuelos, espantadas por los vendimiadores; ora cogían con lazo
ánades silvestres, ánsares y avutardas, con lo cual, á par que se
recreaban, proveían su mesa. Y si algo necesitaban aún, lo tomaban de
los campesinos, pagándolo más caro de lo que valía. El pan y el vino era
lo único que les faltaba, y también un sitio donde albergarse, pues no
hallaban seguridad en dormir á bordo por la otoñada, y temerosos del
temporal, traían de noche la nave á tierra.
Un rústico de por allí había menester de una soga, rota ya ó gastada la
de que antes se servía para sostener en alto la piedra del husillo de su
lagar; y yéndose de oculto hacia la playa, halló la nave sin quién la
guardase; desató la amarra, se la llevó á su casa y la usó en dicho
empleo.
Por la mañana los mancebos de Metimna buscaron en balde la amarra.
Nadie confesó haberla tomado. Disputaron un poco con sus huéspedes por
este motivo, se embarcaron y se fueron. Navegaron treinta estadíos, y
llegaron á los campos donde moraban Dafnis y Cloe. Aquel llano les
pareció muy á propósito para correr liebres. Y como carecían de soga ó
cuerda que les sirviese de amarra, entretejieron y retorcieron largas
varillas de verdes mimbreras, con las cuales amarraron la nave á tierra
por la alta popa. Soltaron luego los perros para que olfatearan y
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