Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 13

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luminoso, ya en nombre del rey de las tinieblas.
--Á la hora del medio día, cuando el sol está en toda su fuerza, cuando
los hombres duermen y reina el silencio, he vagado por las selvas
solitarias; en el horror de la obscura noche he acudido al lugar de los
sepulcros, donde mis mayores se dice que descansan; pero ni he visto ni
he oído sombra alguna, ni espíritu, ni genio. He vertido en las tumbas
el Soma sacrosanto, leche y manteca clarificada: he llamado á los Anses,
á los héroes antiguos. No me han respondido, ni han dado señal de quedar
satisfechos de las libaciones. ¿He cometido algún crimen, ó soy de tan
baja y vil naturaleza que no merezco acercarme á lo superior y á lo
divino? ¿Por qué ha de abrasarme entonces esta sed inextinguible de lo
divino y de lo superior? Si toda la naturaleza está poblada de virtudes,
de genios, ¿cómo es que permanece siempre desierta para mí? Oigo el
bramar de los vientos, el murmullo de las aguas; veo la esfera celeste;
veo la tierra cubierta de frutos, plantas y animales; veo y oigo, en
suma, cuanto ve y oye el más abyecto de los mortales; pero, ¿no merezco
más? ¿No valgo más?
--No sospeches, señor, que es lisonja cortesana lo que voy á decirte.
Más vales y más mereces. Digno eres de que lo divino venga á tí durante
la vigilia y de un modo claro, no entre los vapores de un ensueño ó en
la alucinación medrosa que produce la fuerza mágica de ciertos filtros ó
de ciertos linimentos y pociones que yo poseo. Pero las sombras, los
espíritus no ceden á un capricho; no se revelan á fin de satisfacer una
mera curiosidad. Proponte un fin grande y sublime y ellos acudirán
entonces.
--¿Quién te dice, exclamó el Rey, que yo carezco de ese fin grande y
sublime? Si en esta torpe lengua humana no acierto á formularle, ¿crees
tú que no está en mi mente, claro y limpio y formulado, y que los
espíritus no podrán leerle en ella?
--Aun así, ¡oh Rey! menester será que hagas cuanto en lo humano sea
posible para realizar ese fin. Sólo, entonces, si el fin es bueno, y si
es, además, humanamente irrealizable, alcanzarás acaso bastante
merecimiento para que los espíritus se te aparezcan y te den su
sobrehumano auxilio.
Calló Amrafel, y el rey Tihur quedó también por algunos instantes en muy
hondo silencio. Vuelto á lo que le rodeaba, después de aquella
reconcentración en que había caído, el Rey habló de esta manera:
--Mira, Amrafel, lo que me impulsa á buscar el trato y conversación de
los espíritus es todo amor y aspiración no satisfecha: amor de saber y
amor de amor mismo. Quiero hallar una hermosura superior á las que he
conocido hasta ahora, para que mi voluntad la ame y en ella repose;
quiero hallar verdades superiores á las que hasta ahora he conocido,
para que mi entendimiento se satisfaga.
--¿Y no adviertes que hay un egoísmo inmenso y un desmedido orgullo en
lo que anhelas?
--No niego que le hay, pero no todo es orgullo y egoísmo. Más que en mi
propia ventura pienso en la grandeza y prosperidad de mi raza y de todo
el linaje humano. Salvo algunos indivíduos, y hablando en general, no
puede negarse que la raza á que pertenezco es la más noble de todas. De
ella será el imperio del mundo; ella ha de llevar á feliz término toda
aspiración y ha de realizar todo bien. Mi raza está muy postrada y
humillada. No dudes que volverá á levantarse. Concurrir á este fin es mi
deseo. El aislamiento en que vive el pueblo de Vesila-Tefeh le ha hecho
olvidar no pocas de aquellas fecundas ideas que nos inspiraron nuestros
sabios primitivos antes de separarnos. Otros pueblos de nuestra misma
estirpe han conservado mejor aquellas ideas y las han desenvuelto, pero
en cambio han viciado su voluntad. Yo pretendo ir en busca de la ciencia
de aquellos pueblos, nuestros hermanos, y traerla á nuestro pueblo, que
no la posee, si bien conserva la voluntad más pura y más entera. El
imperio de Vara ha caído; el descendiente de Djenschid no tiene cetro ni
corona. Los asirios y los árabes, á quienes aborrezco, se han
enseñoreado en los dominios de Djenschid y de los hombres de la Ley
pura. Harto conozco que las fuerzas de Vesila-Tefeh son muy débiles para
que yo vaya al imperio de Djenschid como libertador, y no quiero ir á él
como pacífico peregrino, pero iré más hacia el Oriente; iré á Bactra;
iré más allá; penetraré en la India y consultaré á los solitarios é
iluminados penitentes que habitan los bosques frondosos de Dandaka y de
Pantchavati, y las risueñas orillas del Lago de las Cinco-Apsaras.
La gloria de aquellos solitarios llena ya toda la tierra.
--¿Á quién dejarás, ¡oh, Rey!, el gobierno de Vesila-Tefeh, durante tan
largas y peligrosas peregrinaciones?
--Á mi hermano Arioc--contestó el Rey Tihur.--Tú prepara lo conveniente,
pues hemos de partir mañana, al rayar el día.
--¿Quién irá contigo?
--Irás tú; irán treinta de los sesenta guerreros de mi guardia; cuatro
pastores, con veinte vacas y cien ovejas; mis dos mejores perros y mis
dos mejores halcones; diez mulas cargadas de riquezas y presentes que
sacarás de mi tesoro; otras cuarenta con todo género de vituallas y
refrescos; algunas tiendas de campaña; mi caballo negro de montar y mi
carroza de viaje, tirada por dos zebras poderosas, y treinta esclavos
ágiles para que nos sirvan. Todo esto ha de estar pronto, antes de que
mañana despunte la aurora.
Al oir las últimas palabras del rey, se alzó Amrafel de su asiento, y
dando con el cuento de su pértiga ebúrnea un golpe en el suelo, dijo:
--Tu voluntad será cumplida.
Sin más explicaciones, salió Amrafel de la estancia.

IV.
En nuestra Edad Media cristiana, los villanos eran tan humildes y
andaban tan mal armados, que un solo caballero, con buena armadura,
podía y solía alancear á millares de hombres; y un pequeño escuadrón de
caballeros podía y solía conquistar todo un reino y hacer tales proezas
é insolencias, que justificasen las que refieren los Libros de
Caballerías. Había, además, en nuestra Edad Media, mayor población y más
recursos. Nunca ó rara vez faltaba un castillo ó una posada donde
albergarse cuando llegaba la noche, ni algo de comer y de beber que, de
grado ó por fuerza, robado, comprado ó generosamente ofrecido, pudiera
satisfacer la sed y el hambre de un caballero. No se ha de extrañar,
pues, que no ya caballeros particulares, sino á veces hijos de reyes y
hasta reyes, saliesen solos de su casa, salvo la compañía de algún
escudero leal, y recorriesen mucha parte del mundo buscando aventuras.
Pero más tarde, cuando los villanos y rústicos sacudieron de sí aquella
mansedumbre y aquel hábito de sumisión á que la dominación romana por
largos siglos los había acostumbrado, y cuando la humildad evangélica
dejó de ser entendida por ellos tan á la letra, ya empezó á ser difícil
el salir sólo un caballero en busca de aventuras, por bien armado que
estuviese; y ya se expuso todo caballero, por valiente que fuese, á ser
apaleado, herido ó muerto.
En tiempo del Rey Tihur, la dificultad y el peligro subían de punto en
absoluto, y más aún si se atiende al aislamiento de Vesila-Tefeh. Lejos,
pues, de parecemos demasiada la comitiva que el Rey Tihur quería llevar
consigo, y muchas las provisiones de toda laya que había ordenado
disponer, deben parecemos pocas é insuficientes para tan difícil
empresa.
Bajando por la ribera del Aral, unido entonces al Mar Caspio, nada había
que recelar entonces hasta llegar cincuenta _parasangas_ ó leguas al Sur
de Vesila-Tefeh. Todo el país estaba lleno de preciosas aldeas, donde
vivían felices los súbditos de Tihur; los campos estaban bien
cultivados, y los ríos tenían puentes de barcas ó de piedra: mas, al
llegar al sitio indicado, cambiaba completamente el aspecto del suelo.
El río Djan-Deria, hoy seco ó perdido bajo las arenas del desierto de
Kizil-Cun corría entonces caudaloso con grande ímpetu á precipitarse en
el mar, en aquel sitio, donde no había puente para pasarle.
Si bien, según he dicho, el Imperio de Vesila-Tefeh se extendía hasta el
Oxo ó el Amú-Deria, entre el Djan-Deria y la ciudad de Vesila-Kara,
célebre entonces por sus grandes minas de oro, que aun en tiempos
modernísimos han excitado la codicia del Zar Pedro el Grande, había un
inhospitable desierto de unas 40 leguas de largo, que se llama hoy
Kizil-Cun. Una vez atravesado este desierto, desde Vesila-Kara,
caminando hacia el Sur, el país era fertilísimo, poblado y hermoso,
hasta cerca del Oxo; por el Oriente lo era también hasta donde hoy está
Samarcanda, sobre poco más ó menos; pero más allá, había montañas
ásperas, nuevos desiertos arenosos y regiones selváticas, por donde
vagaban los corasmios y otras gentes fieras: todo lo cual separaba las
posesiones del Rey Tihur de la santa ciudad de Bactra ó Zoriaspa. Véase,
pues, si tenía sobrada razón el Rey Tihur para hacer tamaños
preparativos.
Amrafel, que era listo y eficacísimo, dió las órdenes oportunas, y todo
se hallaba dispuesto para la partida á las pocas horas de haberla
decidido el rey.
Su hermano Arioc y algunos de sus grandes vasallos trataron de
disuadirle de que emprendiese aquella expedición; pero todo fué en
balde.
Los negocios se arreglaron como era justo, y Arioc quedó nombrado lo que
llamaríamos ahora Regente del Reino.
Cuando se esparció la noticia de que el rey se iba, todos los habitantes
de Vesila-Tefeh, entre quienes el rey era idolatrado, dieron muestras
del más vivo y doloroso sentimiento.
Las esclavas del _gineceo_ se afligieron también; pero se resignaron
pronto con la ausencia de su señor, quien, por lo general, les hacía
poquísimo caso. Sólo una, á quien apellidaban Peridot, como si dijéramos
hija de una peri, amaba al rey con entrañable cariño, y no podía
conformarse con su ausencia. El rey también la amaba, como parece que
sólo podía amar á una criatura terrena aquel corazón herido y aquella
alma que ardía en sed de lo sobrehumano.
La noche víspera de la partida del rey, cuando ya las tinieblas habían
encapotado el cielo y todo el alcázar estaba en calma y reposo, Peridot
se envolvió en un manto obscuro, y tomando en la mano una lámpara, cuya
luz estaba alimentada con oloroso aceite, se dirigió á la estancia de su
dueño, que sin duda la aguardaba.
Hallábase distraído el Rey Tihur en sus meditaciones, y como Peridot
andaba con pasos ligeros, que apenas se oían á pesar del silencio
nocturno, el rey no la sintió llegar. Dió Peridot un leve golpe en la
puerta cerrada de la estancia, y el rey, como quien despierta de un
sueño, dijo maquinalmente:
--¿Quién es?--aunque bien sabía que era ella.
--Soy yo; tu sierva Peridot--respondió una voz argentina.
Abrió Tihur la puerta, y volvió á cerrarla no bien entró la esclava.
Ésta colocó en seguida la lámpara sobre un pie ó candelabro que había en
un ángulo; dejó caer el manto que la cubría y se echó en los brazos del
rey.
Peridot era una preciosa criatura, y bien se podía dudar de que entre
los seres sobrenaturales con quienes Tihur buscaba trato, entre los
_izeds_, _anses_, _amschaspands_, _apsaras_, _peris_ y _genios_, hubiera
nada más lindo y gracioso, ni más vivo, y al parecer más inteligente.
Cualquier otro hombre que no fuese el Rey Tihur juzgaría que no era
deseable más íntima comunicación con las cosas divinas que la que podía
tener por medio de aquella muchacha; que en sus labios podía beber la
bebida de los dioses, y que la luz de sus ojos podía iluminarle con la
luz y el fuego del cielo.
Una estola de finísimo y blanco lino velaba apenas las delicadas formas
de Peridot. Sus cabellos eran rubios como el oro. Una cinta azul los
sujetaba en parte sobre la frente pequeña y recta, desprendiéndose
airosamente algunos leves rizos sobre las sienes y el cuello. La gran
masa de la abundante mata de pelo estaba levantada por todos lados y
recogida en la cima de la cabeza, donde, entrelazada con hojas de
hiedra, formaba un corymbo elegante. Las mangas, anchas y cortas,
dejaban ver los bien torneados brazos, ornados de brazaletes de oro.
Calzaba Peridot finas sandalias, que descubrían los menudos pies. En el
ambiente que la circundaba y en el aire que agitaba y rompía al pasar,
no se sentía perfume artificial ni esencia de flores, sino un aroma
tenue y deleitoso de juventud, de salud y de limpieza; una frescura
beatífica; algo de magnético, luminoso y risueño.
Tendría Peridot de 18 á 20 primaveras, y todo su cuerpo era de una
corrección admirable de dibujo. Si de la cara no se podía decir lo
mismo, sus facciones ganaban en gracia, animación y hechizo, lo que en
regularidad perdían. La nariz, algo recortada y levantada por abajo,
prestaba á toda su fisonomía cierto carácter de infantil petulancia; sus
grandes ojos azules estaban llenos de pasión y desenfado; sus labios, un
poco gruesos, tenían el lustre sano y el color rojo de las cerezas en
sazón, cuando aún están en el árbol, húmedas con el rocío de la aurora;
y su boca, en verdad, no muy chica, entreabierta casi siempre por una
sonrisa franca, dejaba ver dos hileras de dientes blanquísimos, iguales
y apretados, bien puestos sobre las frescas y coloradas encías, adonde
no se acertaba á comprender que hubiesen tocado jamás alimentos
terrenales, sino el néctar y los elíxires de que viven las peris y las
apsaras.
En el primer abrazo y en la efusión de cariño que hubo de sucederle, tal
vez olvidó el Rey Tihur su aspiración á lo sobrehumano y su ansia de
penetrar los grandes misterios; tal vez desechó su enfermedad sublime,
su hastío del mundo visible y su amor del invisible. La verdad es que
nada de esto habló, ni nada se habló de ninguna otra cosa. En ciertos
momentos no hay palabra de ningún idioma conocido, por suave y regalada
que sea, que baste á expresar lo que se siente, que no lo profane al
querer expresarlo. Por esto el Rey Tihur y Peridot se callaban. Tal vez
pensó entonces el Rey Tihur que aquello sólo podía expresarse en
vocablos monosílabos; con algo como rudimentos é interjecciones, que han
de pertenecer, sin duda, al lenguaje de los espíritus, y han de ser como
el _a b c_ del habla celestial.
Una hora después, reclinada Peridot sobre mullidos almohadones, y
teniendo junto á sí al Rey Tihur, le hablaba de esta suerte:
--¡Ingrato! ¡Cruel! ¿No eres aquí dichoso? Por qué te vas y me
abandonas?
--Así lo quiere mi destino,--respondió el Rey Tihur.
--¿Y por qué, ya que es inevitable tu partida no me llevas contigo?
¿Crees tú que no tendré valor para arrostrar á tu lado todos los
peligros, para exponerme á todos los azares y para sufrir y resistir
todas las fatigas? Semíramis, la reina de Asiria, he oído contar que
inventó un traje elegantísimo, un traje guerrero y viril que le sentaba
lindamente, y en este traje acompañaba siempre á su marido en todas sus
campañas, peregrinaciones y conquistas. ¿Por qué no me dejas imitar en
esto á Semíramis? Me siento muy capaz de imitarla.
--No puede ser, mi querida Peridot, replicó el rey. Tú ignoras lo
expuesto, lo difícil, lo terrible que es el viaje que voy á emprender.
El cansancio te rendiría; el sol y el viento ajarían y marchitarían tu
hermosura. Consérvame tu hermosura y consérvame tu amor para cuando yo
vuelva. Mi vuelta será pronto, y no puedes darme mayor prueba de afecto
que esperarme tranquila.
--¿Y cómo he de estar tranquila, si me consumirá el deseo de tu amor y
los celos me abrasarán el alma?
--¿Y de quién has de tener celos, oh amabilísima entre las mortales?
Todos aquellos senos de mi corazón, donde cabe aún el amor de los seres
visibles, están henchidos de tu nombre, están sellados con tu imagen, y
están encendidos en el fuego de tu mirada. No te niego, ni nunca te
negaré, que en lo más noble de mi ser, en lo más elevado de mi alma, hay
otro amor superior al que me inspiras; pero este amor, lo mismo aquí que
muy lejos de aquí, te será siempre contrario. Por este amor no te
pertenezco. Por este amor no soy tuyo. Pero, ¿acaso puedes tú tener
celos del objeto vago é inexplicable de este amor?
--Y ¿por qué no he de tenerlos? Contigo soy muy humilde, como tu esclava
debe ser, pero soy soberbia con los otros. No hay peri, no hay ninfa, no
hay genio, no hay espíritu que juzgue yo más noble y más bello que el
espíritu que anima mi ser, cuando en tu amor se diviniza y hermosea. Si
quieres entenderte con el espíritu sólo, si quieres ahondar en los
misterios que nos circundan y donde no penetran nuestros groseros
sentidos, toma un puñal y mátame. Libre mi espíritu de esta ciega
prisión, no será sordo á tus evocaciones ni rebelde á tu mandato. Mi
voluntad amorosa tendrá fuerza bastante para quebrantar las leyes de
naturaleza; para traspasar los límites del reino de las sombras; para
llegar hasta tí; para acariciarte y besarte en el mismo centro del alma;
para decirte lo inefable; para narrarte lo inenarrable y para traer á tu
conocimiento las ocultas verdades, rompiendo el sello que las encubre.
Mátame, y ya verás cómo el lazo con que el amor me liga á tí no se
rompe, y cómo se abre para tí el reino de las sombras, en el que tendrás
una esclava.
Ciertamente que á tan enamoradas frases era difícil contestar. No había
otra contestación que cortarlas con un beso; que cerrar con los labios
los labios de que salían.
Así lo hizo el Rey Tihur, exclamando después de una breve pausa:
--La culpa es mía; indudablemente la culpa es mía. Fue un egoísmo feroz
el que me incitó á hacerme amar de tí, que eres una niña. Yo soy un
viejo de corazón gastado, y apenas si puedo darte nada á trueque de los
inagotables tesoros de amor que tu alma guardaba y que tomé para mí. Los
robé miserablemente, pues nada puedo darte en cambio. No, Peridot, yo no
te amo como tú me amas, ni lograré amarte nunca. Esta sola consideración
me induciría á partir, aun cuando no hubiese otra. Tal vez la ausencia
te curará del amor inmerecido que he llegado á inspirarte. Olvídame; haz
cuenta de que no existo y consagra á otro hombre ese amor que yo sé
estimar, pero no pagar. Las puertas del _gineceo_ están abiertas para
tí. Eres libre; válete de tu libertad.
Al oir esto Peridot, rompió en desconsolado llanto y en ternísimos
sollozos; tibias y claras lágrimas se deslizaron por sus mejillas de
rosa; y su cabeza, como flor que agosta el sol de estío, se inclinó
lánguida sobre el pecho del Rey Tihur.
--Yo soy tu esclava--prorrumpió;--yo quiero ser y seré siempre tu
esclava. La cadena con que me has atado es más dura que el diamante, más
poderosa que la muerte. Ames ó no á Peridot, Peridot te amará con
inmortal cariño.
Al decir esto, desató la cinta que sostenía los cabellos sobre su
frente, y suspendió en ella dos pequeños discos de oro que antes estaban
ligados á sus brazaletes por unas argollitas. Los discos podían unirse
por medio de resortes. Arrancando luego de su peinado varias hojas de
hiedra, las puso y encerró entre los discos, y ató la cinta de que
pendían al cuello del Rey Tihur.
--La hiedra--dijo--es símbolo de mi amor, de la fuerza que á tí me liga.
Sea esta joya un talismán que te traiga venturas, que te preserve de
males y que te recuerde mi afecto.
El rey prometió á Peridot llevar siempre sobre el pecho aquel talismán;
y, si bien era poco aficionado á jurar, juró amarla con fidelidad, juró
no amar á otra mujer más que á ella.
En estas y otras finezas y pláticas dulces se pasó toda la noche y
sobrevino el alba.
Aun no hemos dicho en qué estación del año nos hallábamos. Bueno será
decirlo ahora.
Era la primavera alegre; los pájaros gorjeaban y celebraban en sus no
aprendidos cantos la luz del nuevo día, el cual anunciaba ser despejado
y sereno; un airecillo fresco y suave movía las blandas y recién nacidas
hojas de los árboles; un sutil aroma de flores y de búcaro ó de tierra
mojada por el rocío, subía hasta la estancia del rey.
El momento de despedirse de Peridot era llegado. La despedida fué
tierna y dolorosa. Peridot lloró de nuevo, y faltó poco, muy poco, para
que no se desprendiesen dos lágrimas de los ojos del Rey Tihur.
Envuelta Peridot otra vez en su manto negro, volvió á estrechar al rey
en un apretado y prolongado abrazo. Haciendo luego un esfuerzo, más bien
como quien huye, que como quien se retira, se fué por la misma puerta
por donde había entrado.
Solo ya el Rey Tihur, dió fuertemente con el pie en el suelo, y se hirió
la frente con la palma de la mano, como quien anhela cobrar ánimo y
desechar vacilaciones y pensamientos que le embargan.

V.
Me parece conveniente, á fin de no fatigar á los lectores, contar en
brevísimo sumario, y sin entrar en pormenores inútiles, que el Rey Tihur
salió aquella misma mañana de Vesila-Tefeh con toda su comitiva. Cinco
días caminó por medio de fértiles campos y atravesando populosas aldeas,
donde sus vasallos le mostraban amor y sentimiento porque los dejaba. Al
día sexto, ya el camino y los campos circunstantes empezaban á ser
solitarios y estériles. Hubo, sin embargo, una pequeña población donde
reposar aquella noche.
En todo este tiempo nada ocurrió que importe ó interese á nuestra
historia.
Al séptimo día, volvieron el rey y su séquito á emprender el viaje muy
de mañana. Y ya declinaba el sol hacia el ocaso, tiñendo de topacio y de
púrpura el horizonte y rielando en las ondas del mar Caspio, no lejos de
cuya orilla caminaban, cuando acertaron á divisar el río Djan-Deria, que
como un ancho listón de plata, cortaba la extensa llanura.
Por más que picaron á las caballerías y á las reses, no llegaron á la
orilla del río hasta bien entrada la noche. Acamparon, pues, en la
orilla, y esperaron el alba para pasar el río.
Á fin de que los más pudiesen dormir seguros, vigilaban alternativamente
de cuatro en cuatro los guerreros del Rey Tihur, evitando toda sorpresa
de fieras ó de bandidos.
Al amanecer, al toque de una trompeta, los guerreros se pusieron de pie
y empuñaron las armas; y los siervos y los pastores acudieron á
prepararlo todo para el paso del río.
Pronto, con bien afiladas segures, cortaron multitud de álamos, chopos,
mimbrones y sauces, de los cuales, entrelazados con cuerdas, que traían
preparadas al efecto, formaron seis grandes balsas y las pusieron á
flote. En una colocaron el carro del Rey Tihur y sobre el carro subió el
rey. Amrafel y doce de sus más bravos guerreros iban acompañándole en
la misma balsa. En las cinco restantes, se pusieron todas las vituallas
y riquezas que habían traído á lomo las mulas. Para mover las balsas y
hacerlas llegar á la otra orilla, aunque cediendo algo á la corriente,
iban en cada una ocho ó diez vigorosos esclavos que rompían el agua con
largos remos. Además, las mulas más fuertes, atadas á las balsas,
tiraban de ellas nadando.
El caballo del Rey Tihur pasó también á nado, llevado del diestro por el
escudero Samec. De la misma suerte se aventuraron á pasar otros seis
guerreros, con las armas y las ropas de que se habían desnudado, puestas
sobre sendas odres atadas á las colas de los caballos. Otros tantos
esclavos, hábiles nadadores, iban asidos á las odres é impedían que se
volcasen.
El río era por allí muy ancho, y la corriente rápida. Más de una hora
tardaron en pasarle, llevados hacia el mar por el ímpetu del agua á más
de media legua de distancia del punto de que habían salido. El mar
distaba aún otra media legua del punto de desembarque.
Mientras pasaban, dijo Amrafel al Rey Tihur:
--Bueno es, señor, que te apercibas. Presiento que nos aguarda un gran
peligro al llegar á la otra orilla de este río. Tú no ignoras cuán
perspicaz y penetrante es mi vista. Pues bien; entre aquellas enormes
jaras, malezas y zarzales que el violento curso del río nos hace dejar á
la izquierda, me ha parecido advertir un movimiento como de muchos
hombres emboscados. Tal vez sean ladrones ó piratas iberos y albaneses,
que desde las opuestas riberas del mar Caspio, á la falda del Cáucaso
gigantesco, aportan á veces hasta nuestras playas en sus ligeras
embarcaciones.
No pareció verosímil al Rey Tihur esta suposición, ni fundado el recelo
de Amrafel. Sin embargo, se preparó para cualquier evento, y fué el
primero que saltó en tierra armado. Siguiéronle Amrafel y los doce
guerreros que en la misma balsa venían.
Pronto estuvieron también desembarcadas las vituallas y las riquezas de
las otras balsas, como también el caballo del Rey y los seis guerreros
que habían venido nadando.
El resto de las fuerzas del Rey Tihur, las reses, los pastores y las
acémilas, habían quedado en la opuesta orilla; pero lo más codiciable y
precioso estaba con el Rey Tihur.
Las malezas donde Amrafel había creído advertir el movimiento
sospechoso, habían quedado muy distantes. Nada se notaba que confirmase
la sospecha.
El Rey Tihur mandó á parte de su gente que volviese con las balsas á la
opuesta orilla para traer á los que allí quedaban.

VI.
En la orilla del Djan-Deria, á donde había pasado el Rey Tihur, la
vegetación era más pobre que en la orilla opuesta. Las rojas y estériles
arenas del Kizil-Cun, que el viento atraía por aquella parte hasta el
mismo borde del río, quitaban toda lozanía y todo vigor productivo al
terreno. Aquellas arenas se han ido extendiendo hacia el Norte con el
andar del tiempo, y han hecho cambiar de cauce al Djan-Deria no pocas
veces.
En la época de nuestra historia ya he dicho que el Djan-Deria estaba en
su desembocadura á unas cincuenta leguas del Sir y de Vesila-Tefeh. El
desierto de Kizil-Cun allí mismo empezaba.
Con todo, hasta donde las aguas y el limo fecundante del Djan-Deria
solían llegar en las mayores avenidas había hierbas y plantas, verdes y
floridas entonces por ser el mejor momento de la primavera.
En torno del sitio donde el Rey Tihur había desembarcado crecían juncos
y espadañas, olorosa retama ó gayomba, cubierta entonces de sus flores
amarillas, y algunos espinos, tarajes y enebros raquíticos.
Á cierta distancia, hacia la izquierda, el suelo parecía ser menos
infecundo, y se alzaba el bosquecillo ó matorral donde Amrafel habría
creído percibir el movimiento de gente emboscada.
No bien se alargaba la vista á cien pasos del río, la vegetación
desaparecía casi por completo, y apenas se veía sino un llano
extensísimo, un mar de arena roja, cuya monotonía sólo alteraban las
dunas ó montecillos que solía formar la misma arena movediza.
Á pesar de la tristeza de este paisaje, el aire sereno y puro, el cielo
azul y diáfano, el sol que vertía sus rayos espléndidos, alegrando la
tierra y dorando el ambiente, y algunas aves, como mirlos y alondras,
que cantaban entre las matas, daban cierto encanto agreste á aquel lugar
solitario, si bien no pocos grajos y cornejas, que se levantaban á
bandadas y volaban hacia el desierto parecían anunciar con sus
siniestros graznidos las fatigas y los trabajos que aguardaban allí á
nuestros caminantes.
Los dos perros que el Rey Tihur había traído empezaron á ladrar como
sobresaltados y á correr husmeando entre los juncos y retamas.
El Rey, en vez de subir en el carro, había montado á caballo, pues á
caballo se proponía hacer todas las jornadas del arenoso desierto.
Llevaba el Rey en la cabeza un yelmo en forma de tiara recta ó
cilíndrica, todo él de bronce bruñido y refulgente. Dos alas, caída á
los lados, le cubrían y defendían las sienes y orejas. Vestía una
túnica que llegaba á mitad del muslo, toda de piel de cabra ó de
estezado, en el cual estaban sobrepuestas infinitas escamas, de bronce
también, que formaban una vistosa y fuerte armadura. Los borceguíes y el
talabarte eran de cuero rojo. Del talabarte pendían un rico puñal con
puño de marfil, que representaba una serpiente, y una espada ancha,
grande, pesada y terrible, cuyo puño era de oro, obra de labor pasmosa,
donde un sabio artífice ninivita se había esmerado y lucido al figurar
un león que estrechaba entre sus garras una gacela. La aljaba, llena de
acicaladas flechas, de largos y flexibles juncos, y el arco poderoso,
que pocos hombres de entonces y muchos menos de ahora tendrían fuerza
para manejar, iban pendientes á la espalda. Las grevas eran asimismo de
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