Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 10

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atribuyamos al autor un poder sobrehumano, una inspiración semi-divina.
Los primeros hierofantes de la humanidad, los que abrieron la senda del
progreso, el hombre que detuvo
La palabra veloz que antes huía,
el que pensó por primera vez en la primera causa, y el que dió á un
pueblo las primeras leyes, fueron superiores á los hombres de ahora, ó
al menos iguales á los genios más sublimes que produce ó puede producir
en el día la humanidad. Valmiki, Viasa, Zoroastro, Moisés, Sakia-Muni y
Homero, si es que el pensamiento es fósforo, gran masa de meollo y
muchas circunvoluciones en él, tuvieron todos tantas circunvoluciones
como el que más en el día, y tuvieron sesos muy voluminosos y pesados, y
consumieron toda una fosforería, destilando y secretando de ella mil
ideas sublimes en la retorta del cráneo. Damos, pues, por seguro que no
ha consistido el progreso en que una familia ó varias, ó cierto número
de individuos, hayan ido elevándose y haciéndose superiores á los otros,
sino en que de la superioridad primitiva de algunos individuos ó
familias han ido poco á poco haciéndose participantes los demás, y
subiendo por la educación y por las mejoras sociales al mismo nivel de
moralidad y de inteligencia, hasta donde esto es posible, dada la
desigualdad de aptitudes que la naturaleza pone en nosotros. También ha
consistido, y consiste el progreso, en el caudal de saber y de
experiencia que se transmiten las generaciones de unas en otras, caudal
que ya no se perderá nunca y que irá creciendo cada día, con el trabajo
incesante de los futuros pensadores.
Entendido así el progreso, debe considerarse además que la marcha
ascendente de la humanidad no se ha realizado siempre en el mismo punto,
ni entre las mismas tribus, naciones ó gentes. Desde el primer albor de
la historia hasta los tiempos de Ciro, el grande impulso civilizador
estuvo en Asia; desde Ciro hasta Alejandro, Asia y Europa se disputaron
el cetro de la civilización, y, por último, Europa le adquirió entonces,
y si bien en cierto período, desde el siglo V al XII de nuestra Era, se
diría que se le iba cayendo de la mano, y que Asia le recogía y volvía á
empuñarle, hoy más que nunca Europa le mantiene.
Si echamos la vista sobre un mapa del Mundo Antiguo, veremos que Europa
es como una extremidad de Asia; como la sexta parte de aquel gran
continente. Las razas y la civilización de Europa de Asia han venido.
Es, pues, extraño y parece anormal que estas razas, que son las mismas
en Asia y en Europa, y esta civilización que en Asia tuvo origen,
florezcan hoy en Europa, y en Asia estén como adormecidas ó aletargadas.
Es evidente, en nuestro sentir, que en Asia han de renacer. No creemos,
como generalmente se cree, que los pueblos, las grandes familias
humanas, cumplen su misión y mueren luego. No creemos que la vida toda
del Asia se haya agolpado y como refugiado para siempre en este extremo
que se llama Europa, y que, últimamente, hasta haya abandonado la mejor
y mayor parte de este extremo, y haya ido á localizarse y á
circunscribirse sólo en las últimas tierras y naciones del Noroeste.
Aunque este fenómeno singular se advierta ahora, hace tan poco tiempo
que se advierte, que no puede ni debe mirarse sino como un accidente
momentáneo en la historia del mundo. ¿Qué son tres ó cuatro siglos, á lo
más, durante los cuales Inglaterra, Francia y Alemania pueden reclamar
con razón la supremacía, comparados con los veinte ó veinticinco siglos
que duró la civilización griega desde Hornero hasta Láscaris, y con los
millares de años que han durado las civilizaciones orientales?
Estos pensamientos explican por qué los hombres del Occidente de Europa
volvemos la vista con tanta curiosidad hacia el Oriente, de donde nos
vino la luz, y por qué es tan fecundo todo recuerdo de las pasadas
civilizaciones.
Desde mediados del siglo XV hasta fines del siglo XVI podemos marcar en
la historia de la moderna Europa una época, que llaman del Renacimiento:
la época en que revive ó renace la antigua civilización greco-romana y
obra los portentos de que hemos hablado al comenzar este escrito. Hoy,
esto es, desde un siglo ha, podemos afirmar que hay algo como otro
renacimiento, el cual también será fecundo: un renacimiento de la
ciencia, las lenguas, las religiones y las literaturas del Asia.
Prolija tarea y harto superior á nuestras fuerzas sería trazar aquí á
grandes rasgos la historia de este Renacimiento oriental. No incumbe
tampoco á nuestro propósito el hacerlo. Baste decir, que lo que más nos
interesa, y lo que en efecto se puede tener por demostrado hasta la
evidencia, es nuestro cercano parentesco con los indios y con los
persas, cuyos antepasados vivieron reunidos á los nuestros en época
remotísima, difícil aún de determinar, al Norte del Cáucaso indiano.
Esta sociedad primitiva, pueblo ó tribu, es la raíz y el tronco de una
gran raza civilizadora y progresiva en alto grado, que ha extendido sus
ramas frondosas y cargadas de flores y frutos desde Ceilán hasta
Islandia, dilatándose más tarde por toda la extensión de ambas Américas.
Esta gran raza civilizadora se llama indo-europea ó japética; el pueblo
primitivo de que procede se llama los Arios. Otros pueblos de otras
razas los precedieron y formaron grandes centros de civilización antes
de que los arios apareciesen: tales son los chinos y los egipcios. Hay
quien conjetura que hubo otros centros de civilización, como el de los
atlantes, cuyo dominio se extendía por un continente inmenso, colocado
entre Europa y América, y que se tragó la mar. Supónese asimismo que los
pueblos semitas, esto es, los árabes, los hebreos, los caldeos y
asirios, ó más bien el tronco de que salieron, estuvo en época
remotísima unido también al tronco ario. Esto, con todo, ni siquiera por
indicios puede rastrearse. Ni en los idiomas semíticos hanse hallado
hasta ahora bastantes voces ni formas reductibles á las de alguna lengua
ariana, ni tradiciones autorizadas y concordes nos hablan de esta unión
primitiva. Los semitas aparecen en la historia viviendo más hacia el
Occidente que los arios; en las llanuras que bañan el Tigris y el
Eufrates.
En dichos tiempos, llamados con elegancia por Edgardo Quinet los
_propileos_ de la historia, figuran, además, otras razas blancas ó
amarillas, en guerra constante con los arios, y á quienes se designa con
el nombre de turanienses ó turaníes. El país que se extiende desde el
Oriente del Mar Caspio al Imaus, regado por caudalosos ríos como el
Jaxartes y el Oxo, en cuyo centro está el Lago Aral, y donde aun se
ostentan ricas y famosas ciudades como Kiva, Bucara y Samarcanda, era el
Turan antiguo ó la tierra por excelencia de los turaníes; tal vez los
mismos hombres á quienes llama la Biblia los pueblos de Gog y de Magog.
Es de advertir que algunos de los investigadores ó fantaseadores de la
más antigua historia del humano linaje, antes de esta división entre
turaníes y arios, suponen todas estas razas mezcladas y viviendo aún más
al Norte, en un país delicioso y ameno, más allá de las montañas Rifeas,
montañas que podemos colocar donde se nos antoje. Las antiguas fábulas
griegas hablan de estas montañas Rifeas y del hermoso país de los
felices hiperbóreos, el cual estaba más allá del punto desde donde sopla
el Bóreas, causa del frío, y, por consiguiente, era un país templado,
fértil y de suavísimo clima.
Rodier supone á estos hiperbóreos, á quienes llama proto-scitas,
esparciéndose ya por el mundo y colonizando la Europa, unos 25 ó 26.000
años antes de la Era Cristiana. Los restos de las Edades de Piedra y de
Bronce, las poblaciones lacustres, los cráneos hallados en las cavernas,
y á los que se atribuye una antigüedad portentosa, pueden creerse de
estos proto-scitas primitivos pobladores de Europa.
La geología y la paleontología han venido á prestar un auxilio poderoso
á la arqueología y á la historia, á fin de afirmar la grande antigüedad
del género humano. Con todo, si bien dichas ciencias prueban, en nuestro
sentir, que esta antigüedad es grande, ni la fijan ni la determinan. La
misma discordancia de opiniones entre los geólogos convida al
escepticismo. Cierto es que todos convienen en que las armas de sílex y
otros restos de la Edad de Piedra suponen millares de años; pero los
cálculos varían mucho. Unos, como Bergmann, dan á los objetos que han
visto una antigüedad de 25.000 años; Lyell una antigüedad de 100.000;
Bronn llega á suponer que tienen 158.000. Todos estos geólogos, y otros
muchos, como Boucher de Perthes, Falconer y Prestwith, podrán acertar
sin contradecirse, porque podrán ser distintos los objetos que han
observado, y la Edad de Piedra no es sincrónica en todas las regiones
del globo y entre todas las razas. La Edad de Piedra dura aún en
algunas.
De todos modos, la geología y la paleontología se ligan hoy íntimamente
con el estudio de la historia. La _Historia Universal_, publicada en
Francia, bajo la dirección del Sr. Duruy, por una sociedad de sabios,
como allí suelen llamarse cándidamente á sí mismos los escritores, sin
oponerse esto á que, en efecto, lo sean, va precedida de un tomo
titulado _La Tierra y el Hombre_, obra del ilustre Alfredo Maury,
miembro del Instituto. Puede calificarse esta obra de una verdadera
pre-historia, y contiene la geología, la historia de nuestro globo antes
de la aparición del hombre, su aparición, y la descripción de las
diferentes razas humanas y de las lenguas y religiones. Esto manifiesta
el enlace de dichas ciencias con la ciencia histórica. No se ha de
negar, sin embargo, que la cronología de los geólogos es una, y la de
los historiadores, en cierto modo, es otra.
Las armas de sílex, otros instrumentos y utensilios de una industria
grosera, tal vez alguna imagen rudamente esculpida en un hueso ó en una
piedra, imagen de algún animal que ya no existe, ó el hueso mismo de
algún animal, como el _Bos priscus_, el _Ursus spelæus_ ó el _Rhinoceros
tichorinus_, herido por un arma, todo esto podrá demostrar la presencia
del hombre en el período cuaternario, quizá al fin del terciario, en los
terrenos llamados _pliocenos_, y dejar así abierto y despejado un
inmenso espacio de tiempo de 40.000 ó 50.000 años si se quiere, para que
la historia pueda extenderse por él; pero la verdadera historia no
empieza sino donde empieza el recuerdo de la palabra humana, cuyos
documentos son la escritura, ya hieroglífica, ya cuneiforme, y á todo lo
cual pueden añadir algunos indicios la filología comparativa y el
estudio de las más antiguas religiones y _mythos_. Este último estudio
tiene, sin embargo, el escollo de hacernos incurrir en un _evhemerismo_
exagerado; esto es, de hacernos prestar una realidad y una consistencia
históricas á lo que no fué acaso sino una mera alegoría ó cuento
fantástico naturalista, convirtiendo en reyes á los dioses y en sucesos
de la tierra á los sucesos soñados en espacios imaginarios, celestes ú
olímpicos. Así, por ejemplo, Rodier convierte decidida y resueltamente
en personajes reales, no sólo á Osíris y á Thoth, sino también á los
dioses egipcios más primitivos, como Phré y Phta, haciendo de esta
suerte que comience la historia de Egipto más de 30.000 años antes de la
Era Cristiana.
En efecto, la civilización egipcia parece ser la más antigua de la
tierra; pero de ningún modo podemos creer que empiece en época tan
distante. Y limitándonos nosotros á los Arios y á los demás pueblos del
Asia central que estuvieron en relaciones con ellos desde el principio
de la historia, diremos que ni Rawlinson, ni Layard, ni Duncker, ni
Grimm, ni Max Müller, ni Lassen, ni Lenormant, ni Weber; ni ningún otro
de los más eminentes historiadores, arqueólogos y filólogos
orientalistas, dan mayor antigüedad á la literatura védica que unos
dieciséis siglos antes de Cristo; á la primera dispersión de los ários,
3.000 años, y á sus sucesivas inmigraciones en Europa, de 2.000 á 1.000;
todo lo cual puede, ó casi puede, conciliarse con la cronología de la
Biblia, larga y generosamente explicada. Dentro de este gran período de
tiempo de 3.000 años, ó mejor dicho, de 2.500, terminando el período en
el origen de la guerra médica, unos 500 años antes de Cristo, así como
caben con holgura los sucesos históricos que refiere la Biblia, caben
también todos los sucesos que las tradiciones orientales, los libros
sagrados, como el Vendidad y el Desatir, las epopeyas, como el Ramayana,
el Mahabarata y el Shah-nameh, y las inscripciones cuneiformes y demás
antigüedades de la India, la Persia y el Asiria, refieren ó indican con
un carácter verdaderamente histórico, y que no son meramente un _mytho_
ó una alegoría.
Imaginemos ó conjeturemos en época anterior un reino ó imperio en el
país primitivo de los arios antes de su división ó cisma en iranienses é
indios. Este país se llama Ariana-Vaega. Allí reinaron sucesivamente
cinco dinastías de reyes. Los fundadores de estas dinastías, y aun
algunos otros reyes, fueron santos, legisladores ó profetas. Así,
Mahabad, quien dicen haber sido el mismo Manú; así, Dji-Afrans, Cayumer
y otros, hasta Djemschid, el Salomón de los persas, á quien los
orientales han convertido en rey de los Genios.
Durante todo este período, los celtas, los primitivos germanos, los
primitivos griegos ó jaones y otros pueblos de raza japética, se van
separando de los arios y emigrando hacia el Asia occidental y la Europa.
Posteriormente, pero también dentro de este período, los indios y los
iranienses se separan; y, por último, el país de Ariana-Vaega es
abandonado, ó por una inundación ó diluvio, ó porque se convierte en muy
frío, y los iranienses fundan un imperio más al Sur, tal vez en la
Bactriana y Aria antiguas, extendiéndose por la Partia y la Hircanía, ó
sea en el Afganistán y el Corazán de ahora. Este nuevo Imperio se llama
Vara. Djemschid le funda, y otro Djemschid, ó el mismo Djemschid, le
pierde, porque los personajes _mythicos_ ó semi _mythicos_ viven siglos
y siglos. Zohac, caudillo árabe, le vence y le destrona.
Supongamos, además, que este Zohac conquistase el reino de Djemschid, y
le venciese, no 7.048 años antes de Cristo, como pretende Rodier, sino
unos 2.200 ó 2.300 años antes de Cristo, como pretende Gobineau en su
_Historia de los Persas_, haciendo á Zohac contemporáneo de Nino, y
equiparándole ó confundiéndole con el Areo de los escritores clásicos.
Apoyados ahora en estas suposiciones y en las fechas que señala Rodier
con exactitud portentosa, fijemos en el año 2284, en que fué el
advenimiento de Nino, rey de Asiria, el principio de la historia que
tiene ya algo de seguro.
Tengamos por inseguro y mythico cuanto ocurre antes y concretémonos al
período en que prevalece Asia sobre Europa; esto es, hasta la guerra
médica, unos 500 años antes de Cristo. Nos queda, pues, un espacio
histórico de cerca de 1800 años, desde Nino hasta el primer Darío,
dentro del cual se nos ha ocurrido ir escribiendo y colocando una serie
de leyendas ó novelas, en donde la imaginación ó la inspiración, si Dios
quiere enviárnosla, complete y aclare la historia, la cual, á pesar de
los trabajos de Rawlison, de Gobineau, del mismo Rodier y de otros
muchos autores que ya hemos citado ó que nos excusamos de citar, nos
deja, como vulgarmente se dice, á media miel sobre los más famosos
personajes y los más estrepitosos acontecimientos. No despreciaremos
tampoco todo lo que se cuenta de edades anteriores á Nino, y
aprovecharemos las tradiciones confusas, las epopeyas y las relaciones
de los libros sagrados, para que los casos de esas edades anteriores á
Nino sean como el fundamento y el antecedente de nuestras leyendas, y al
mismo tiempo lo que crean y afirmen sus héroes, cuando les hagamos
entrar en agradables coloquios.
No se echen á temblar nuestros lectores juzgándose amenazados de una
obra interminable. Sin duda en mil ochocientos años caben novelas y
leyendas infinitas; pero nosotros somos infecundos y perezosos, y más
pecaremos por escribir pocas novelas ó leyendas para justificar este
prólogo ó introducción, que por escribir demasiadas. Todavía
escribiremos menos si no gustan las primeras que escribamos. Por último,
cada una de nuestras leyendas será breve de por sí, y no entraremos en
las menudencias y prolijidades en que entran y caen los que escriben
novelas de tiempos más cercanos á los nuestros, como de la Edad Media ó
aun de época más moderna, de los cuales tiempos nada se ignora, y aun la
historia que no tiene el recurso de imaginar, va siendo ya harto prolija
y algo pesada, contándonos hasta los ápices al parecer más
insignificantes. Por esto precisamente, deseando dar vuelo y rienda
suelta á nuestra fantasía, nos hemos refugiado en el antiguo Oriente.
Barante, por ejemplo, ha llenado con la historia de seis Duques de
Borgoña más volúmen de lectura que el que forman acaso todos los
historiadores griegos y latinos que aún quedan, y donde se refieren los
acontecimientos de miles de años, y el principio, crecimiento,
decadencia y caída de una multitud de imperios, repúblicas y
monarquías. Si Barante, limitándose á lo histórico, escribe tanto sobre
seis Duques de Borgoña, ¿á dónde iríamos á parar, si sobre lo histórico
quisiésemos recamar, bordar y completar con la fantasía? Por esto,
repetimos, nos vamos al antiguo Oriente. Allí donde la ciencia no llega,
es donde la imaginación y la poesía deben volar.
Otra razón nos impulsa también á escribir estas leyendas. Deseamos
divulgar un poco la literatura oriental antigua y empezar á emplearla en
nuestra moderna literatura española. En Francia y en Inglaterra y en
Alemania, el renacimiento oriental, de que hemos hablado, deja, tiempo
ha, sentir su influjo en el arte y en la poesía. En España aún no se
nota nada de esto.
En Alemania, el Mahabarata, el Ramayana, el Shah-nameh, los Vedas, ó han
sido traducidos en verso, ó han inspirado ya bellas poesías. En Francia,
desde los lindos cuentos de Voltaire, el antiguo Oriente ha dado asunto
feliz á muy amenas narraciones. ¿Por qué hoy, que se conoce mejor el
antiguo Oriente, no hemos de aspirar á algo semejante en España? Se me
contestará que carecemos del ingenio de Voltaire, y que _El toro
blanco_, _Zadig_ y _La Princesa de Babilonia_, son inimitables.
Procuremos, con todo, aproximarnos á esos modelos. De tiempos antiguos
se han escrito en Francia últimamente muy primorosas novelas, como _La
Momia_ y _La Corte de Merodac-Baladan_, de Teófilo Gauthier, y
_Calirhoe_, de Mauricio Sand. Sírvanos esto de estímulo.
De Grecia y Roma, mientras duró el impulso que imprimió el Renacimiento
clásico en la moderna literatura, se escribieron novelas, poesías y
leyendas, algunas muy eruditas, agradables y celebradas, como los
_Viajes de Antenor_ y los _Viajes de Anacarsis_. Algo parecido pudiera
con general aplauso escribirse del antiguo Irán, de Asiria, de
Babilonia, de Media ó de Persia. Pero no presumimos de ser capaces de
tanto. Nuestro propósito es escribir una obra de mera imaginación sobre
el fundamento de un escasísimo saber, que sólo es necesario para que
sirva como de pauta y cañamazo á nuestros fantásticos bordados. Tal vez,
si en algo acertamos, se animen otros á escribir con más tino,
discreción y conocimiento del asunto.
Éste, no sólo es vasto, sino seductor y apetitoso. La rapidez con que en
los libros sagrados y antiguos poemas aparecen ciertos personajes, y se
fijan en nuestra mente de un modo indeleble, como si los hubiésemos
conocido y tratado, y luego se pierden y se desvanecen, sin que se sepa
más de ellos, induce y solicita á buscarlos con la fantasía y hasta en
sueños, á fin de completar y acabar la historia de su vida.
Sin citar para ejemplo más que á algunos personajes de la Biblia, por
ser más conocidos de todos, ¿quién no siente curiosidad de saber cómo se
llamaba la mujer de Putifar y qué fué de su vida después de aquella
terrible pasión y de aquel cruelísimo desaire que recibió de Josef el
Casto? ¿Pues, y la Reina Vastí? ¡Apenas si interesa la Reina Vastí! ¿Qué
fué de ella, después que la repudió el Rey Asuero, por demasiado
pudorosa; por no querer presentarse á lucir su hermosura, delante de
todos aquellos Príncipes y Sátrapas borrachos y libertinos, que su
marido, borracho también, tenía congregados en su gran palacio de Susa?
Del Rey Asuero nadie ignora que, después de repudiada Vastí, hace reunir
de todas las provincias del Imperio las más gallardas doncellas, las
cuales van entrando una á una en su cámara, no sin pasar antes un año en
lavatorios, sahumerios, unciones con bálsamos y pomadas y otros cien mil
preparativos para que estuviesen bien adobadas y lustrosas, y de todas
estas doncellas, previo un examen profundo, elige por reina á Ester:
pero de la pobre Vastí, nadie vuelve á acordarse. Díganme si no es este
un asunto para una novela sentimental, que mejor pudiera llamarse
lastimosa, si no temiésemos el equívoco. Más bello asunto sería aún, si
cabe, el de los amores de Salomón con la discreta y bella Reina de Sabá,
que vino á verle con tanta comitiva y séquito, que le propuso tanta
pregunta difícil, y que tan enajenada quedó de la sabiduría de Salomón y
de la magnificencia y esplendor de su corte. Como todo esto sólo está
indicado y dicho en brevísimas palabras en la Biblia, se siente un
vivísimo deseo, al menos nosotros le sentimos, de acudir á las
inscripciones y á las tradiciones, ó de pedir á Dios segunda vista
histórica para adivinar los pormenores que faltan, empezando por el
nombre propio de la Reina de Sabá, y para escribir las relaciones que
tuvo con el hijo de David, y demás casos ocurridos entonces. Lo propio
que decimos de los personajes bíblicos, puede decirse con no menos razón
de los personajes que figuran en las historias y poemas arios. Mucho nos
han interesado hasta aquí Agamenón, Ulises, Aquiles, Temístocles y
Epaminondas: mucho nos han encantado los poetas griegos, pero más nos
interesan hoy los personajes arios y más los cantos de las Vedas. Se
diría que por el espíritu están más cerca de nosotros. Los vemos tan
bien y tan íntimamente, que se siente uno inclinado á creer en la
metempsícosis y á recordar la vida que tuvo en Ariana Vaega, ó en los
tiempos de Djemschid ó de Feridum. Agni, Indra ó Aura-Mazda, nos parecen
más divinos que Vulcano, Júpiter ó Saturno. Todo el desenvolvimiento
ulterior de la civilización moderna europea se nos presenta como en
germen en aquella primera civilización oriental. No se extrañe, pues,
que hayamos elegido este asunto de las leyendas del antiguo Oriente, ni
se tilde de difusa la introducción. Antes bien, se nos quedan no pocas
cosas por decir: pero todo lo que aun queda irá saliendo en las
leyendas, las cuales aparecerán poco á poco en esta _Revista de España_,
y más tarde, si Dios nos da salud y si el público no nos desdeña,
formarán dos ó tres volúmenes separados, quizá de nada ingrata lectura.
Bueno es que España contribuya también, aunque sea pobre y modestamente,
ya que no á lo que hemos llamado y debe llamarse Renacimiento oriental,
al influjo de este renacimiento en la literatura y en la poesía de la
moderna Europa.
Vamos á retroceder con el espíritu hasta las edades primeras de la
humanidad que la historia ilumina algo con sus fulgores, y vamos á
pintar, sin embargo, portentosas civilizaciones y á presentar
personajes, no inferiores en nada, tal vez superiores á los del día. Ya
hemos explicado cómo comprendemos el progreso. Le comprendemos por el
caudal acumulado por herencia y por la difusión y divulgación del saber
y de la moralidad en mayor número de personas, familias, tribus y
naciones. Mas creemos asimismo que, para que el progreso se realizase,
las razas civilizadoras, y singularmente los Arios, desde el principio
y más que nunca en el principio, debieron estar y sin duda estuvieron
dotados de extraordinarias facultades y de una poderosa iniciativa;
prendas que habían de resplandecer más en ellos, mientras permanecieron
en toda su pureza y no se mezclaron con otras castas plebeyas é impuras.
Pero el mezclarse con estas castas, el no despreciarlas, el bajar un
poco hasta su nivel para elevarlas hasta ellos, y el amalgamárselas para
fundar la humanidad una, era su misión providencial, era su salvación y
su destino. Los que faltaron á esta misión, degradando y envileciendo
cada vez más á las castas ó razas inferiores, acabaron por envilecerse y
degradarse ellos mismos. Los que hicieron lo contrario realizaron el
progreso. El sacerdote egipcio se ha confundido con el felah, y el
bramín con el sudra, mientras que el último hombre de nuestros pueblos
de Europa se ha elevado.


LULÚ, PRINCESA DE ZABULISTÁN
(FRAGMENTO)


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LULÚ,
PRINCESA DE ZABULISTÁN

I.
Mucho se ha cavilado y discutido siempre sobre la antigua civilización
de los escitas, y aun sobre la casta de hombres que los escitas eran.
Unos escritores se los imaginaban como un pueblo japético, y otros veían
en ellos á los progenitores de los tártaros del día. Con los progresos
etnográficos no cabe ya duda en que todo lo que hoy se llama Tartaria y
Siberia, estuvo en las edades más remotas habitado por razas tártaras y
mongolas; pero también hubo allí tribus blancas, tal vez de pelo rubio y
ojos azules, de donde proceden los pueblos más nobles é ilustres de
Europa, ó que han venido á establecerse en Europa en sucesivas
emigraciones.
Estos escitas blancos descendían de los primitivos arios, como los
celtas, los griegos y los latinos, los cuales se habían separado del
tronco común en épocas más ó menos lejanas. Los Imperios fundados en
toda la zona central del Asia, los chinos, los persas, los asirios, los
lidios y los medos, ofrecían desde muy antiguo una barrera difícil de
romper á las invasiones de aquellos pueblos del Norte. Cuando éstos
pudieron romper la barrera, penetraron en el Asia Central y bajaron por
el Sur hasta la India; pero, cuando la barrera les presentaba un
obstáculo invencible, y ellos, por exceso de población, ó bien huyendo
de los fríos boreales, se proponían abandonar el terreno de la Escitia,
tuvieron que caminar hacia el Occidente, y vinieron á establecerse en
Europa. Así nos explicamos la historia primera del gran continente del
Asia, del cual forma Europa como una pequeña prolongación occidental.
Hasta los tiempos de Ciro el Grande, los Imperios de Persia ó de Media,
esto es, el antiguo Irán, no fueron bastante poderosos para contener las
invasiones de los escitas blancos, los cuales entraron por la Persia y
se extendieron hasta la India. Ciro, al reconstituir sobre más sólidas y
anchas bases el Imperio del Irán, hizo casi inexpugnable, ó al menos
difícil de romper la barrera que atajaba el paso de los escitas hacia el
Sur del Asia, y esto los contuvo en el Norte ó los fué impulsando
pausadamente hacia el ocaso.
Es indudable para mí que la mayor parte de las invasiones han sido
motivadas por una violenta é imperiosa necesidad. Los pueblos, por
nómadas que sean, siempre tienen algún amor á la patria, algún apego al
suelo que los vió nacer, y no le abandonan sino por causas poderosas.
Quizás el mayor movimiento invasor de los pueblos de Asia en Europa,
movimiento que determina una de las crisis más transcendentales en la
historia, y que marca una era en la vida de la humanidad, ladeando el
curso de la civilización y abriéndole nuevo cauce, tuvo su primer origen
en China.
Sabido es que los chinos han cumplido mucho antes que nosotros todo el
progreso de su cultura, y han venido á pararse y á inmovilizarse luego.
Ya un escritor americano del día, el Sr. Draper, augura para la Europa
suerte ó destino semejante. Según él, llegará un día, no muy lejano, en
que, recorrida toda la extensión de nuestra cultura posible, hasta tocar
el límite de lo ideal que cabía en nuestros cerebros, ó que era capaz de
concebir nuestra mente, nos quedaremos inmóviles, con el ideal
realizado, ó sin ideal, que es lo mismo. Entonces seremos como los
chinos, un pueblo ó una confederación de pueblos, muy bien ordenados,
pero sin brío y sin iniciativa. Resueltos todos los problemas de la
vida, acabadas ó satisfechas todas las esperanzas, nada quedará que nos
impulse. Mucho dudo yo de que pueda llegar jamás esta situación. El
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