Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 05

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haber salido á pájaros con malos auspicios, y no se atrevía, no
obstante, á imaginar un pretexto para entrar en la casa, cavilando dónde
hallar el más plausible. «Pediré candela.--¿Cómo es eso? ¿No tienes á
nadie más cerca á quien pedirla?--Pediré pan.--Tu zurrón está bien
provisto.--Diré que me falta vino.--Há poco que hiciste la vendimia.--Un
lobo me persigue.--¿Dónde están las huellas de ese lobo?--Vine á cazar
pájaros.--Pues vete, ya que los has cazado.--Quiero ver á Cloe.--No es
fácil declarar esto al padre y á la madre de la muchacha. Más vale
callarse. No hay cosa que no excite las sospechas. Me iré. Veré á Cloe
esta primavera. No consienten los hados, á lo que barrunto, que yo la
vea en invierno.» Así discurría para sí, y, recogiendo lo que había
cazado, se disponía á partir, cuando, por misericordia de Amor, ocurrió
lo que sigue.
Estaban á la mesa Dryas y su familia. Se distribuía la carne, se
repartía el pan y el jarro se llenaba de vino, en ocasión que uno de los
perros del ganado, aprovechándose del descuido de los dueños, cogió un
pedazo de carne y huyó con él fuera de casa. Irritado Dryas, tanto más
que la carne robada era su ración, agarra un palo y corre tras el rastro
del perro, como otro perro. En esta persecución, pasa cerca de la hiedra
y los arrayanes; ve á Dafnis, que se echaba ya al hombro su presa;
resuelto á irse; olvida al punto carne y perro, y exclamando en alta
voz: «¡Salud! ¡Oh, hijo mío!», le abraza, le besa, le toma de la mano y
le hace que entre en su morada. Poco faltó para que, al verse Dafnis y
Cloe, no cayesen ambos al suelo. Procuraron, no obstante, tenerse
firmes; se saludaron y se volvieron á besar, y esto casi fué arrimo para
no caer ambos.
Después que logró Dafnis, contra su esperanza, ver y besar á Cloe, se
sentó junto al hogar; puso sobre la mesa las palomas y los mirlos que
traía al hombro, y contó que, harto de encierro casero, había salido á
coger pájaros, y de qué modo había cogido, ya con lazo, ya con liga, los
que venían á picar en la hiedra y en los arrayanes. Los allí presentes
alabaron mucho su habilidad y le convidaron á comer de lo que el perro
había dejado. Cloe, por orden de sus padres, le escanció la bebida, y
con alegre rostro sirvió á los otros primero, y á Dafnis el último,
fingiéndose muy enojada de que, habiendo él venido hasta allí, iba á
irse sin verla. Á pesar del enojo, Cloe, antes de presentar el vaso á
Dafnis, bebió un poco, y le dió lo demás. Dafnis, aunque sediento, bebió
con lentitud para que durase más y fuese mayor su deleite. Limpia ya la
mesa de pan y de carne, y aún sentados á ella, le preguntaron por
Mirtale y Lamón, y los declararon felices de tener en su vejez tal
apoyo; encomio de que gustó Dafnis en extremo por escucharle Cloe.
Rogáronle después que se quedase allí hasta el día siguiente, porque
tenían que hacer un sacrificio á Baco, y Dafnis, de puro contento, por
poco los adora como si fuesen el dios. Á escape sacó de su zurrón cuanto
bollo de miel en él traía, y dió á guisar para la cena los pájaros que
había cazado. Se llenó de nuevo el jarro de vino; se atizó y encandiló
el fuego, y, apenas llegó la noche, se pusieron otra vez á la mesa,
donde se divirtieron contando cuentos y entonando canciones, hasta que
los ganó el sueño y se fueron á dormir, Cloe con su madre, y Dafnis con
Dryas. Cloe se complació con la idea de volver á ver por la mañana á
Dafnis, y Dafnis, lleno de satisfacción de dormir con el padre de Cloe,
le abrazó y besó muchas veces, soñando que á Cloe abrazaba y besaba.
Al amanecer era el frío atroz, y el viento del Norte todo lo helaba. De
pie ya la gente, sacrificó á Baco un borrego añal; encendió lumbre y
preparó el almuerzo. Mientras Napé amasaba el pan y Dryas guisaba el
borrego, Dafnis y Cloe, estando de vagar, salieron de la casa bajo los
arrayanes y la hiedra, y, tendiendo lazos otra vez y poniendo liga,
pillaron multitud de pájaros. Durante la caza fué aquello un no cesar de
besarse, entreverando los besos con pláticas, también sabrosas.--Por ti
vine, Cloe.--Lo sé, Dafnis.--Por ti mato estos mirlos sin ventura. ¿En
qué aprecio me tienes? ¿Te acordaste siempre de mí?--¡No me había de
acordar! Así me quieran bien las Ninfas, por quienes juré en la gruta,
á donde concurriremos apenas se derrita la nieve.--Pero cuánta hay, ¡oh,
Cloe! Yo temo derretirme antes que ella.--Anímate, Dafnis, el sol
calienta ya mucho.--Ojalá que ardiese con la viva llama en que arde mi
corazón.--Me burlas con lisonjas y luego me engañarás.--Nunca; por las
cabras, por las que quisiste que te lo jurase.
Así charlaban, respondiendo Cloe á Dafnis como un eco, cuando los llamó
Napé, y ellos entraron con más abundante caza que la víspera. Hicieron
luego una libación á Baco, y comieron coronados de hiedra. Llegó, por
último, la hora, y no sin cantar antes alegres himnos en loor del dios,
despidieron á Dafnis, llenando su zurrón de carne y de pan.
Devolviéronle, además, los tordos y las palomas, para que se regalasen
comiéndolos Lamón y Mirtale, ya que ellos cazarían más en cuanto durase
el invierno y no faltase hiedra para añagaza. Dafnis, al irse, besó
primero á los padres, y á Cloe la última, á fin de guardar en toda su
pureza el dejo del beso. En adelante volvió Dafnis por allí no pocas
veces, valiéndose de otras artimañas, de modo que el invierno no se pasó
del todo mal.
Apenas renació la primavera, se derritió la nieve, se descubrió el suelo
y la hierba retoñó, salieron todos los zagales á apacentar sus ganados,
y antes que todos Dafnis y Cloe, como siervos que eran del pastor más
poderoso. Lo primero fué correr á la gruta de las Ninfas, luego á Pan y
al pino, y, por último, bajo la encina, donde se sentaron, mirando pacer
y besándose. Buscaron flores para coronar á las Ninfas, y, aunque las
flores apenas empezaban á entreabrirse, acariciadas por el céfiro y
reanimadas por el sol, hallaron narcisos, violetas, corregüelas y otras
vernales primicias. Con estas flores coronaron las imágenes é hicieron
ante ellas libaciones de la nueva leche de sus ovejas y sus cabras.
Tocaron también la flauta como para competir con los ruiseñores, quienes
respondían de entre la enramada, expresando poco á poco el nombre de
Itys, cual si tratasen de recordar el canto después de tan largo
silencio. Por donde quiera balaba el ganado; los corderillos ya
retozaban, ya se inclinaban bajo las madres para chupar el pezón de la
ubre, y los moruecos perseguían á las ovejas que aún no habían tenido
cría, y cada uno cubría la suya. Las cabras eran también perseguidas por
los machos con más lascivos saltos, y los machos reñían por ellas, y
cada cual tenía sus cabras, y cuidaba de que no viniera otro y á hurto
las gozase. Tales escenas, cuya vista hubiera remozado y enardecido á
los helados viejos, enardecían más á estos mozos, llenos de fervor y de
brío. Y anhelando hallar, desde hacía tiempo, el fin del Amor, lo que
oían los abrasaba, lo que veían los amartelaba, y todo los inducía á
buscar algo de más rico y satisfactorio que el beso y el abrazo.
Buscábalo singularmente Dafnis, quien por el reposo casero y holganza
del invierno estaba rijoso y lucio, y con el beso se emberrenchinaba, y
con el abrazo se alborotaba, y al ejecutar las cosas, era ya más curioso
y atrevido. Pedía, pues, á Cloe que se prestase á cuanto él quisiera, y
que lo de acostarse juntos desnudos fuese por más tiempo que antes, ya
que esto era lo que faltaba hacer bien de cuanto les enseñó Filetas,
como único remedio para calmar el amor.
Cloe le preguntó qué imaginaba él que habría más allá del beso, del
abrazo, y hasta del acostarse juntos, y qué resolvía hacer si volvían á
la yacija desnudos ambos.--Lo que hacen los moruecos con las ovejas, y
con las cabras los machos, contestó él.--Mira cómo, después de la obra,
ni las ovejas huyen ni los carneros se cansan en perseguirlas, sino que
pacen quietos y juntos, como satisfechos de un común deleite. Dulce, á
lo que entiendo, es la obra, y vence lo amargo de amor.--¿No reparaste,
repuso Cloe, que las ovejas y los carneros, las cabras y sus machos,
hacen esas cosas de pie, saltando ellos encima y sosteniéndolos ellas?
¿Para qué, pues, he de tenderme contigo desnuda? ¿No está el ganado más
vestido que yo con su pelo ó con su lana? Dafnis no pudo menos de
convenir en que así era. Tendióse, no obstante, al lado de Cloe y
meditó largo rato; sin atinar con el modo de calmar la vehemencia de su
deseo. Hizo después que ella se alzara, y la abrazó por detrás, imitando
á los carneritos; pero con esto nada logró, quedando más confuso y
echándose á llorar al ver que para tales negocios era más rudo que las
bestias.
Tenía Dafnis por vecino á un labrador propietario, llamado Cromis,
sujeto ya de edad madura, quien había traído de la ciudad á una
mujercita, linda, de pocos años, con gustos más delicados y más
cuidadosa de su persona que las campesinas. Esta tal, que se llamaba
Lycenia, con ver de diario á Dafnis cuando llevaba por la mañana las
cabras al pasto, y cuando por la noche las recogía á la majada, entró en
codicia de tomarle por amante, engatusándole con regalillos, y tan
acechona anduvo, que consiguió hablar con él á solas, y le dió una
flauta, un panal de miel y un zurrón de piel de venado, si bien se
avergonzó y vaciló en declararse, conjeturando que él amaba á Cloe, al
verle siempre tan empleado en servirla. Al principio, sólo presumió esta
inclinación por risas y señas que sorprendió entre ambos; pero luego
pretextó con Cromis que iba á visitar á una vecina que estaba de parto;
los siguió una mañana; se recató entre zarzas, para que ellos no la
viesen, y vió cuanto hicieron, y escuchó cuanto dijeron, sin
ocultársele siquiera el llanto de Dafnis. Compadecida entonces, creyó
propicia la ocasión de hacer dos veces el bien, mostrando el camino de
salvación á aquellos cuitadillos y logrando ella su gusto.
Con tal propósito, salió al día siguiente, como para ir á ver de nuevo á
la parida, y se fué derecha á la encina donde Dafnis y Cloe se sentaban.
Fingiéndose con primor toda consternada,--«¡Sálvame, dijo, oh, Dafnis!
¡Ay, infeliz de mí! ¡Un águila me ha robado el más hermoso de mis veinte
gansos! Fatigada con tanto peso, no he podido volar hasta lo más alto de
aquel peñón, donde anida, y se bajó con su presa á lo hondo del soto. Te
lo ruego por Pan y las Ninfas: entra conmigo en la espesura; liberta mi
ganso. Mira que no me atrevo á entrar sola, de puro medrosa. No dejes
que se descabale mi manada. ¿Quién sabe si de paso no matarás el águila,
y con eso ya no robará corderos y cabritos? Mientras, guardará Cloe
ambos rebaños. Harto la conocen las cabras, de verla siempre en tu
compañía.»
Dafnis, sin prever nada de lo que iba á pasar, se levantó muy listo,
empuñó su cayado y siguió á Lycenia. Llevósele ésta lejos de Cloe, á lo
más intrincado y esquivo del soto, y allí le mandó que se sentase á su
lado, cerca de una fuentecilla.--«¡Oh, Dafnis, le dijo, tú amas á Cloe!
Anoche me lo revelaron las Ninfas. Se me aparecieron en sueño; me
informaron de tus lágrimas de ayer, y me ordenaron que te salvase,
enseñándote las obras de Amor, las cuales no estriban sólo en beso y en
abrazo y en remedar á los carneros, sino en brincos y retozos más
dulces, y cuyo deleite dura más. Así, pues, si quieres desechar el mal
que te aflige, y conocer por experiencia los gustos que anhelas,
entrégate á mi cuidado cual aprendiz sumiso, y yo, por gracia y merced
de las Ninfas, seré tu maestra.»
Dafnis, sin refrenar su alegría, como cabrerillo cándido y rapaz
enamorado, se arrodilló á los pies de Lycenia y le suplicó que cuanto
antes le enseñase aquel oficio para ejercerle luego con Cloe. Y como si
fuera algo de raro y revelado por el cielo lo que Lycenia le había de
enseñar, prometió darle en pago un chivo, quesos frescos de nata y hasta
la cabra misma. Halló Lycenia aquella liberalidad pastoril más sencilla
y grata de lo que presumía, y empezó en seguida á instruir á Dafnis.
Mandóle que volviese á sentarse á la verita de ella; que le diese besos,
tales y tantos como él solía dar; que mientras la besaba la abrazase, y
por último, que sé tendiese á la larga.
Luego que se sentó, y que besó, y que se tendió, habiéndose cerciorado
ella de que todo estaba alerta y en su punto, hizo que él se levantase
de un lado, y se deslizó con suma destreza debajo de él, poniéndole en
el camino por tanto tiempo buscado en balde. Después nada hubo fuera de
lo que se usa. Naturaleza misma enseñó á Dafnis lo demás.
Terminada la lección amatoria, Dafnis, que guardaba su candor pastoril,
quiso correr en busca de Cloe para hacer con ella lo que acababa de
aprender, harto temeroso de que con la tardanza se le olvidase; pero
Lycenia le contuvo diciendo: «Otra cosa te importa saber, ¡oh, Dafnis! Á
mí, como soy mujer, no me hiciste daño alguno, porque ya otro hombre me
enseñó el oficio, y tomó mi doncellez en pago; pero Cloe, cuando luchare
contigo esta lucha, gemirá, llorará y derramará sangre cual si estuviere
herida. No por ello te asustes, sino cuando la persuadas á que se preste
á todo, tráetela á este sitio, para que, si grita, nadie la oiga, si
llora nadie la vea, y si derrama sangre, se lave en la fuente. No te
olvides, por último, de que yo te he hecho hombre antes de Cloe.»
No bien Lycenia dió estos preceptos, se fué por otro lado del soto, como
si buscase el ganso todavía. Dafnis, en tanto, con la preocupación de lo
que había oído, cejó de su primer ímpetu, y no se atrevió á perturbar á
Cloe sino con el beso y el abrazo, á fin de que no gritase como
perseguida de enemigos, ni llorase como lastimada, ni como herida
vertiese sangre, pues escarmentado él por los recientes lances de la
guerra, tenía miedo de la sangre, y sólo de heridas imaginaba que
saliese. Así fué que tomó la determinación de no deleitarse con ella
sino en lo que tenía por costumbre; y, dejando el soto, volvió al lugar
donde ella estaba sentada, tejiendo guirnaldas de violetas; le refirió
que había arrancado de las garras mismas del águila el ganso de Lycenia,
y la besó apretadamente como Lycenia le había besado en el deleite, ya
que esto no pensaba que trajese peligro. Ella ajustó á la cabeza de él
la guirnalda de violetas, y le besó el cabello, á su ver más que las
violetas precioso. Luego sacó del zurrón pan de higos y bollos, y se los
dió á comer; y, conforme él comía, se lo quitaba ella de la boca y comía
á su vez, como los pajarillos pequeñuelos comen del pico de la madre.
Mientras que comían, y más que comían se acariciaban, se descubrió una
barca de pescadores, que bogaba no lejos de la costa. No hacía viento;
la calma era completa, y era menester remar. Los pescadores remaban con
grande empuje para llevar fresco el pescado á gentes ricas de la ciudad.
Lo que suelen hacer los marineros para engañar ó aliviar sus fatigas, lo
hacían éstos también á par que remaban: uno de ellos llevaba la voz y
entonaba un cantar marino, y los restantes, por marcados intervalos,
unían en coro sus voces en consonancia con la del principal cantor.
Cuando iban por alta mar; el canto se perdía en la extensión y se
desvanecía en el aire; pero cuando doblaron la punta de un escollo y
entraron en una ensenada profunda, en forma de media luna, se oyó mejor
la música y sonó más claro en tierra el estribillo de los navegantes. En
el fondo de aquella ensenada había una garganta ó estrechura de cerros,
donde se colaba el son como en un cañuto; luego, una voz imitadora lo
repetía todo: ya repetía el ruído de los remos, ya repetía el cantar; y
era cosa de gusto el oirlo, pues primero llegaba el son que venía
directo de la mar, y el son que venía de la tierra llegaba más tarde.
Dafnis, que sabía lo que era aquello, sólo atendía á la mar; se
embelesaba al ver la barca, que más volaba que corría, y procuraba
retener algo de aquellos cantares para tocarlos luego en su flauta. Pero
Cloe, que hasta entonces no había oído eso que llaman eco, ya miraba
hacia la mar para ver á los que cantaban, ya se volvía hacia el bosque
buscando á los que respondían; y cuando pasó la barca y sobrevino
silencio en la mar y en el valle, preguntó á Dafnis si más allá del
escollo había otra mar, y otra nave que bogaba, y otros marineros que
cantaban, y por qué ya callaban todos. Dafnis sonrió con dulzura; la
besó con más dulce beso; ciñó á sus cienes la guirnalda de violetas, y
empezó á contarle la fábula de Eco, no sin concertar antes que ella le
diese diez besos más en pago de la enseñanza.--«Hay, dijo, niña mía,
muchas castas de Ninfas. Las hay de las praderas, de los bosques y de
los lagos; todas bellas; músicas todas. Hija de Ninfa fué Eco, mortal,
por serlo su padre; hermosa, cual de hermosa madre nacida. Las Ninfas la
criaron. En tocar la flauta, en pulsar la lira y la cítara, y en toda
clase de cantar, tuvo á las Musas por maestras. Así es que, cuando llegó
á la flor de su mocedad, con las Ninfas danzaba y con las Musas cantaba;
pero huía de todo varón, ya dios, ya hombre, por amor de la doncellez.
Pan se enfureció contra ella, envidioso de su música y desdeñado de su
hermosura, é infundió su furor en el alma de los pastores. Éstos, como
perros ó lobos, la despedazaron mientras cantaba, y esparcieron por toda
la tierra sus miembros, llenos de harmonía. Y la tierra los escondió en
su seno por complacer á las Ninfas, y dispuso que conservasen la virtud
de cantar. Las Musas, por último, decretaron que lo imitasen todo en la
voz, como la doncella hizo cuando vivía: hombres, dioses, instrumentos y
fieras; que imitasen, en suma, á Pan mismo cuando toca la flauta. Pan,
apenas lo oye, brinca y corre por las montañas, no ya porque ame á la
Ninfa, sino anhelando averiguar quién es su discípulo oculto.»
En premio de la historia, Cloe dió á Dafnis, no sólo diez, sino muchos
más besos, y Eco casi la repitió, como para dar testimonio de que no era
mentira.
El sol calentaba más cada día, porque había pasado la primavera y
empezaba el verano. Los pasatiempos de ambos eran propios de la nueva
estación. Él nadaba en los ríos, ella se bañaba en las fuentes; él
tocaba la flauta á porfía con el viento que resonaba en los pinos, ella
cantaba en competencia con los ruiseñores; ambos cogían saltamontes y
parleras cigarras, formaban ramilletes de flores, sacudían los árboles ó
trepaban á ellos y se comían la fruta. Al cabo se acostaban desnudos en
una piel de cabra. Pronto Cloe hubiera sido mujer si la sangre no
aterrase á Dafnis, quien, receloso con frecuencia de no ser dueño de sí,
impedía á Cloe que se desnudara. Pasmábase ella, si bien por vergüenza
no preguntaba la causa.
En aquella estación se presentó para Cloe un enjambre de novios. De
muchas partes acudían á Dryas, pidiéndosela por mujer; unos traían
buenos presentes; otros los prometían mejores. Así fué que Napé,
estimulada por las promesas, era de opinión de casar á Cloe cuanto
antes, y no guardar por más tiempo á mozuela ya tan granada, la cual el
día menos pensado perdería su doncellez en medio del campo y se casaría
por manzanas y flores con un pastor cualquiera; que lo más conveniente
sería hacerla pronto señora de su casa, aceptar los presentes y
guardarlos para el hijo legítimo de ellos, que no hacía mucho les había
nacido. Dryas se dejaba vencer á menudo de tales razones, ya que le
ofrecían prendas de más valer que las que suelen ofrecerse por una pobre
zagala; pero, pensando luego que la muchacha valía demasiado para
casarse con un rústico, y que si hallaba un día á sus verdaderos padres
éstos los harían dichosos á todos, se resistía siempre á responder, y
así iba dando largas al asunto, no sin aprovecharse mientras de no pocos
presentes.
Al saber estas cosas tuvo Cloe gran pesar, si bien se le ocultó á Dafnis
por temor de afligirle. Viendo, no obstante, que él la importunaba con
preguntas, y que ya estaba más triste de no saber nada que lo que
pudiera estar de saberlo todo, se atrevió al fin á contárselo. Le habló
de los novios, muchos y ricos; de las razones que daba Napé para
apresurar la boda, y de que Dryas no mostraba oponerse, sino lo demoraba
para las próximas vendimias. Dafnis, con tales nuevas, estuvo á pique de
perder el juicio; se echó por tierra, lloró y afirmó que él se moriría
si Cloe le faltaba, y no sólo él, sino también se morirían los carneros
sin tal pastora. Después, reflexionándolo mejor, cobraba ánimo y
resolvía hablar al padre de ella y ponerse en la lista de los
pretendientes, esperando vencerlos. Sólo una cosa le sobresaltaba: que
Lamón no era rico. Esto debilitaba mucho su esperanza. Decidióse, con
todo, á pedir á Cloe, y ella convino en que lo hiciese. Nada al
principio se atrevió á decir á Lamón; pero confiando más en Mirtale, le
descubrió su amor y le dijo que quería casarse con Cloe. Mirtale lo
participó todo á Lamón por la noche. Éste recibió con dureza la noticia,
y regañó á su mujer porque quería casar con una hija de pastores á un
muchacho que había de tener grandes riquezas, si no mentían las prendas
halladas, y que á ellos, si venían á descubrirse los padres, los haría
horros y dueños de mayores campos. Mirtale, temerosa de que Dafnis, por
despecho amoroso, y perdida toda esperanza de boda, osara darse muerte,
alegó otros motivos menos importantes que los que había dado Lamón.
«Somos pobres, le dijo, hijo mío, y necesitamos novia que más bien
traiga algo que no que se lo lleve. Ellos son ricos, pero quieren novios
ricos. Ve, no obstante; convence á Cloe, y haz que Cloe convenza á su
padre, á fin de que no pidan mucho y te la den. Ella te ama, y sin duda
gustará más de acostarse con un buen mozo pobre que no con un jimio
rico.»
No esperaba Mirtale que Dryas diese nunca su consentimiento,
disponiendo, como disponía, de más ricos novios, que le ofrecían buenos
presentes. Dafnis no tenía que argüir contra lo dicho por su madre;
pero se afligió mucho, é hizo lo que suelen hacer los enamorados pobres:
lloró, y pidió auxilio á las Ninfas. Ellas volvieron á aparecérsele por
la noche, mientras dormía, en la propia forma que la primera vez, y la
mayor le dijo: «Á otro dios incumbe tratar de tu boda con Cloe. Nosotras
te daremos con qué ablandar á Dryas. La nave de los mancebos de Metimna,
cuya amarra de mimbre se comieron tus cabras, se fué aquel día muy lejos
de tierra, empujada por el viento; mas por la noche sopló viento
contrario; alborotó la mar y arrojó la nave contra unos altos peñascos.
La nave pereció, y con ella cuanto encerraba, salvo una bolsa con tres
mil dracmas, que con los restos de la nave trajo á la costa la onda, y
está allí oculta entre algas, cerca de un delfín muerto, por lo cual
nadie de los que pasan se ha aproximado, huyendo del hedor de aquella
podredumbre. Ve allí, toma la bolsa y dala. Así conviene para acreditar
por lo pronto que no eres pobre. Ya vendrá tiempo en que seas rico.»
Dicho esto, desaparecieron las Ninfas en la noche. Cuando vino el día,
se levantó Dafnis rebosando de gozo; llevó sus cabras al pasto con la
mayor premura, y después de besar á Cloe y de adorar á las Ninfas, se
fué hacia la mar, como si quisiera ser rociado por las olas. Allí, por
la orilla y sobre la arena, vagaba en busca de los tres mil dracmas. No
empleó largo tiempo ni fatiga en hallarlos. El delfín no olía bien, y su
podredumbre le dió en las narices y le guió por el camino hasta llegar
al sitio indicado. Ya en él, apartó las algas y descubrió la bolsa llena
de dinero. La recogió, la guardó en el zurrón, y antes de irse, dió
gracias por todo á las Ninfas y á la misma mar, pues, aunque cabrero,
parecíale la mar más dulce que la tierra, desde que le ayudaba para
conseguir casarse con Cloe.
Dueño de los tres mil dracmas, nada creía que le faltaba ya. Se
consideraba, no sólo más pudiente que los labriegos de por allí, sino
más rico que todos los hombres. Se fué al punto donde estaba Cloe; le
contó el sueño; le mostró la bolsa; le rogó que estuviese á la mira del
ganado durante su ausencia, y corrió con gran denuedo en busca de Dryas,
á quien halló en la era, trillando trigo con su mujer Napé, y á quien
dijo estas valerosas palabras:--«Dame á Cloe por mujer. Yo sé tañer la
zampoña con maestría, podar viñas y plantar árboles. Sé también arar la
tierra y aventar la miés con el bieldo. En lo tocante á pastoreo,
pregúntale á Cloe. Cincuenta cabras me entregaron, y ya tengo doble
número. He criado también grandes y hermosos machos, cuando antes era
menester llevar las cabras á que otros las padreasen. Soy muy mozo aún,
vecino vuestro y de irreprensible conducta. Me crió una cabra, como á
Cloe una oveja. Si en todo esto me aventajo á los demás novios, en
generosa largueza no he de quedarme tampoco atrás. Ellos te dan tal ó
cual cabra ú oveja, ó alguna yunta de bueyes con roña, ó ahechaduras de
trigo para mantener unas cuantas gallinas. Yo, en cambio, te doy estas
tres mil monedas. Pero no se lo digas á nadie, ni á mi padre Lamón.» Y
al dar el dinero, abrazó y besó á Dryas.
Este y Napé, al recibir, sin esperarlo, tamaña suma, prometieron en
seguida á Dafnis que le darían á Cloe y que tratarían de persuadir á
Lamón. Dafnis se quedó con Napé, haciendo andar á los bueyes sobre la
parva y desmenuzando espigas con el trillo, mientras que Dryas, después
de guardar la bolsa y el dinero, se fué más que de priesa á ver á Lamón
y á Mirtale, contra todo uso y costumbre, para pedirles al novio.
Hallábanse éstos midiendo cebada, que acababan de cribar, y lamentándose
de que apenas habían cogido lo que sembraron. Dryas pensó consolarlos
con asegurar que era general la mala cosecha, y luego pidió á Dafnis
para marido de Cloe, diciendo que otros le daban mucho, pero que él
prefería no tomar nada de Lamón y Mirtale, sino que se sentía inclinado
á socorrerlos con su propia hacienda. «Además, añadió, los chicos han
crecido viéndose siempre; cuidando del hato se han encariñado de manera
que no es fácil separarlos, y ya están ambos en edad de dormir juntos.»
Estas y otras razones, no menos persuasivas, alegó Dryas, como quien
había tomado tres mil dracmas para persuadirlos.
Lamón no podía excusarse con la pobreza, porque los padres de la novia
no le desdeñaban por pobre, ni con la poca edad de Dafnis, que era ya un
garzón muy apuesto. La verdad no quería confesarla. No osaba decir que
consideraba á Dafnis mejor partido. Se calló, pues, por un rato, y al
cabo respondió así: «Noble es vuestro proceder al dar á los vecinos
preferencia sobre los extraños, y al poner por cima de la riqueza á la
pobreza honrada. Que Pan y las Ninfas os concedan en premio su amor. En
cuanto á mí, no deseo menos que vosotros la boda. Loco estaría yo si no
desease amistad y unión con vuestra familia, cuando me hallo tan cerca
de la vejez y necesito brazos y auxilio para mis faenas. De Cloe no hay
más que pedir: linda zagala en la flor de su edad, y buena como pocas.
Lo malo es que yo soy siervo, y de nada dispongo. Debo, pues, informar á
mi amo para que dé su permiso. Diferamos la boda para el otoño. Para
entonces dicen los que llegan de la ciudad que vendrá el amo por aquí.
Para entonces serán marido y mujer; ámense entre tanto como hermanos.
Entiende con todo ¡oh, Dryas! que vas á tener un yerno que vale más que
nosotros.» Dicho esto, le besó y le ofreció de beber, porque estaban ya
en todo el fervor del medio día, y le acompañó un buen trecho de camino,
con mil atenciones y muestras de afecto.
No oyó en balde Dryas las últimas palabras de Lamón, y mientras
caminaba, iba cavilando así sobre quién sería Dafnis: «Le crió una
cabra, cual si por él velasen los dioses. Es hermoso, y en nada se
parece á ese vejete chato y á esa mujerzuela pelona. Se proporcionó tres
mil dracmas, y no hay zagal que logre reunir otros tantos piruétanos.
¿Le expondría alguien como á Cloe? ¿Le encontraría Lamón como yo la
encontré, con prendas parecidas y á propósito para un futuro
reconocimiento? ¡Oh venerado Pan y Ninfas muy amadas, permitid que así
sea! Tal vez, si él descubre á sus padres, logrará que Cloe sea también
reconocida por los suyos.»
Así iba Dryas discurriendo y soñando hasta que llegó á la era, donde
esperaba Dafnis, ansioso de oir las nuevas que traía. Dióle ánimo,
llamándole yerno; le prometió que las bodas se celebrarían en el otoño,
y le estrechó la mano en señal de que Cloe no sería de otro, sino suya.
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