Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 12

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siete ríos, de muchos arroyos y de numerosos canales, estaba cubierto en
partes de hermosas huertas y jardines. No faltaban bosques umbríos de
pinos, abetos y robustas encinas. Había campiñas extensas donde se
producía trigo en abundancia, y sobre todo dilatadísimas dehesas
cubiertas de fresca y larga hierba, donde pastaban numerosos rebaños.
Pero la más envidiable calidad del País de los Siete Ríos, que así se
apellidaba el reino de Vesila-Tefeh, era la abundancia de oro. Los
esclavos de los escitas, no sólo sacaban el oro lavando las arenas, sino
también ahondando tenazmente con instrumentos de bronce en el seno de
las montañas. Los rusos han descubierto muchos restos de estas
antiquísimas minas, á las que llaman, no sé por qué, _pozos fínicos_.
Nadie duda que los rudos tártaros, que hoy habitan en las vertientes del
Ural, tanto en Kirguisia como en Siberia, son y han sido siempre
incapaces de ejecutar para sí tan hábiles trabajos, los cuales no pueden
menos de atribuirse á los antiguos escitas. Y digo _para sí_, porque en
realidad los tártaros, la gente de raza amarilla y no pocos hombres de
raza cusita ó etiópica, reducidos á la condición de esclavos, eran los
que laboreaban las minas bajo la dirección de los escitas-arios. Éstos,
como raza dominante y noble, se hubieran deshonrado ejerciendo cualquier
otro oficio que no fuese el de pastores, el de la guerra, la caza y la
agricultura. Multitud de esclavos de raza amarilla y etiópica se
empleaba en los menesteres más bajos y mecánicos. Otros esclavos semitas
hilaban y tejían la lana, el lino y el cáñamo; forjaban las armas y
utensilios de bronce, porque el hierro no se trabajaba aún; curtían y
adobaban las pieles; desempeñaban varias industrias más elegantes, y
hacían, por último, el comercio.
Dificultoso era venir desde Nínive ó desde Babilonia trayendo
mercaderías hasta Vesila-Tefeh. Pero, ¿qué no vencen el interés y la
perseverancia del hombre? Los dos emporios principales desde donde se
hacía el comercio entre el Sur del Asia y nuestros escitas, eran el
Chersoneso Táurico y Colcos. Las caravanas que salían de Cherson tenían
que sufrir grandes trabajos, atravesar países desiertos ó habitados por
tribus feroces y pasar ríos caudalosos como el Tanais, el Rha y el Daix,
que hoy se nombran el Don, el Volga y el Ural. Todo esto se hacía, sin
embargo, y el antiguo camino de los mercaderes que señala Herodoto,
cruzaba por la parte septentrional del reino de Vesila-Tefeh y se
prolongaba hasta la China. Desde Colcos, más activo emporio aún en las
edades remotas, se iba también hasta Vesila-Tefeh, aunque exponiéndose
á peligros gravísimos que la imaginación magnificaba, pues era necesario
salvar torrentes ó ríos impetuosos como el Kur, cruzar los desfiladeros
del Cáucaso ó Montaña Sagrada, donde vivía el pájaro inteligente llamado
Karshipta, y discurrir por comarcas donde moraban gentes tan fieras, que
la fantasía del vulgo las había trocado en monstruos, bajo los nombres
de arimaspes, grifos y gorgones.
Á pesar de todo esto, Vesila-Tefeh era un gran mercado; un centro
comercial importantísimo. De China venían sedas y objetos de marfil
labrado; de Siberia preciosas pieles; de la Arabia plumas y aromas, y de
la India especierías y tejidos de algodón, delicados y aéreos. En las
comarcas meridionales del Reino de Vesila-Tefeh, hacia donde están hoy
Kiva, Samarcanda y Bucara, se daba ya entonces el algodón como se da
ahora, pero sólo se fabricaban telas groseras. Las finas y perfectas
venían de la India por Colcos. Este comercio, que hizo Colcos durante
muchos siglos, en telas de algodón, excitó, según algunos graves
economistas, la codicia de los griegos y promovió la expedición de Jason
y de los argonautas y los infortunios y horrorosa venganza de Medea.
Jason iba á establecer una factoría en Colcos y el famoso Vellocino de
oro no era más que percal, gasa, muselina ó cotonía. Tal vez algún
etimologista ingenioso se atreva á sostener, en confirmación de lo
dicho, que la palabra _colcha_ viene de Colcos ó de Colchida, puesto que
las colchas son de algodón casi siempre. Otros autores aseguran, á pesar
de todo, que el Vellocino dorado no era una tela de algodón, sino una
zalea, adobada y preparada de un modo tal, que lavando en ella las
arenas auríferas en que los ríos de Colcos abundan, los granitos y
pajitas de oro se quedaban adheridos á la lana. Dícese que todavía, no
ya sólo algunos pueblos del Cáucaso, sino también los kirguises, se
valen de semejante método prehistórico para extraer el oro de las
arenas. Pero dejemos á un lado esta cuestión, pues importa poco á la
exactitud y escrupulosa verdad de nuestra historia.
Otro medio había también de comunicarse con el país de los Siete Ríos,
pero era no menos difícil y peligroso. Era este medio atravesar todo el
mar Caspio ó de Hircania, mar proceloso y de muchos bajíos, y harto
mayor entonces que ahora. Acrecentaba la dificultad el no conocerse
entonces, no ya el vapor como fuerza motriz, pero ni siquiera el uso de
las velas. Las embarcaciones eran chicas y poco sólidas y se movían á
remo por fornidos esclavos. Aun así, es evidente que mientras floreció
el Imperio de Vara, Djenschid y sus sucesores sostuvieron por mar, con
los reyes de Vesila-Tefeh las relaciones más cordiales, frecuentes y
provechosas para unos y otros súbditos, los cuales se reconocían como
hermanos, por ser arios de la misma estirpe y procedencia. Caído el
Imperio de Vara bajo el poder del tirano Zohac, casi habían acabado
estas relaciones. Los iranienses gemían bajo el yugo, si bien en las
montañas del Elburz se sostenían independientes algunos valerosos.
Sabíase en Vesila-Tefeh que un ilustre descendiente de Djenschid,
llamado Abtian, los acaudillaba, pero ni tenía plaza fuerte, ni morada
fija, sino las breñas y las cavernas. Sólo en la cumbre elevadísima del
monte Demavend, en el castillo inaccesible de Selket, el más ilustre de
los _pelavanes_, ó guerreros nobles, ondeaba aún la antigua bandera del
Irán. Amol, Raga y otras ciudades del Elburz gemían cautivas y tenían
guarnición asiria ó árabe.
Dos reinos arianos había en las orillas meridionales del Mar Caspio,
pero se habían hecho tributarios de Zohac y de Nino. Uno de estos reinos
era el de los medos, al Oriente, donde imperaba Kus-Pildendan. El otro,
al Occidente, donde está hoy el Ghilan, era el reino escita de Matjin;
su capital, Zibay; Behek su monarca.
La catástrofe del imperio de Vara, desde que llegó á noticia de los
vesilianos, había conmovido hondamente los corazones. Todos querían
socorrer á los pocos que peleaban aún por la independencia y por la ley
pura: pero ¿cómo socorrerlos? ¿Cómo luchar contra los árabes, asirios,
caldeos y medos coaligados todos? ¿Cómo hacer además con un ejército
numeroso tan larga y expuesta expedición, ni por mar, ni por tierra? Los
vesilianos tuvieron, pues, que limitarse á una estéril simpatía, y se
vieron más aislados que nunca del resto del mundo civilizado entonces.
Por fortuna, la civilización de Vesila-Tefeh tenía recursos propios, y
muy hondas y vigorosas raíces para vivir aisladamente. Aquellos ilustres
escitas-arios no eran sólo guerreros, pastores y labriegos, sino también
artistas, poetas, filósofos y hasta teólogos.
De su habilidad artística daba brillante muestra la arquitectura de los
muros, casas, palacios y templos de Vesila-Tefeh. ¡Cosa singular y
apenas creíble! Aquella arquitectura era el germen, el embrión, la flor
primera de lo que hoy se llama estilo gótico. Sin duda el arte de
Bizancio y la religión cristiana han influído muy posteriormente en
dicho estilo; pero sus inventores fueron los arios de la Escitia, que en
sus inmigraciones sucesivas le introdujeron en Europa. La ciudad de
Sarmazigetusa, el castillo de Genucla y otros edificios géticos y
sármatas, representados en la Columna Trajana, inclinan á Gioberti y al
famoso Carlos Troya á creer que los getas, los sármatas y los dácios,
descendientes de los escitas primitivos, trajeron á nuestra Europa
aquella arquitectura, existente ya, por lo menos, en los antiguos
edificios de Deceneo y de Zalmoxis. Digo esto aquí para que se vea que
tengo pruebas en favor de todos mis asertos, si bien las pruebas son
inútiles, cuando lo sé y lo doy por seguro, merced á la inspiración.
Harto bien noto que me detengo mucho en preparar la escena y en dar
conocimiento de mis actores, sin hacerlos salir ni hablar; pero la
historia ó el drama que va á representarse, exige tales preámbulos. De
otra suerte, bastantes lectores ni se darían cuenta de dónde estaban, ni
gustarían de la leyenda, ni tal vez la comprenderían. Por lo demás, yo
procuro y procuraré siempre ser muy breve.
Ya he dicho que la ciudad de Vesila-Tefeh estaba en las orillas del Sir.
Un puente de piedra unía ambas orillas del río. Los muros que cercaban
la ciudad eran altos y gruesos, hasta el punto de que pudiese correr un
carro por cima de ellos. Cuatro anchas puertas, revestidas de chapas de
bronce, daban entrada á este recinto. Dentro de él estaban las casas de
los más nobles y principales señores, un templo en lo alto de un cerro,
y no muy distante el alcázar del Rey Tihur. No había calles. Las casas
estaban separadas unas de otras por arbolado y jardines. Fuera del
recinto de la muralla, que más bien pudiera llamarse ciudadela que
ciudad, se extendía la población y el caserío. En torno de cada casa
había una cerca, más ó menos grande, y, resguardados por la cerca ó
tapia, un huerto, un aprisco para los carneros y ovejas y un tinado para
los bueyes.
En el templo había una torre, de forma cúbica, que terminaba en una
pirámide cuadrangular, muy aguda. Entre el extremo del cubo y la base de
la pirámide, quedaba un espacio hueco, sostenido por cuatro poderosos
machones. Del techo de este mirador colgaba, asida á una cuerda, una
enorme plancha circular de cierta amalgama metálica, en extremo sonora,
la cual, herida por un mazo de plata, daba la señal de alarma, y
convocaba á los guerreros.
Lo interior del templo era muy bello. Diez gigantescos pilares sostenían
la techumbre. Cada pilar, desde el zócalo hasta lo alto, se asemejaba á
un grupo de palmas, cuyos troncos, unidos en manojo, esparcían luego las
airosas ramas, formando la bóveda ojival. No había imagen alguna. Sólo
había un altar en el fondo, sobre el cual brillaba perpetuamente el hijo
del cielo, la emanación de Ahura Mazda, el fuego divino.
En Vesila-Tefeh no había sacerdotes, ó por mejor decir, eran sacerdotes
los padres de familia. El rey, como Melquisedec, era el primero de
todos.
El dios que adoraban aquellas gentes era el Grande Espíritu, el Ser
Supremo, cuya noción no habían ofuscado aún el politeísmo y la
idolatría. En un principio, habíanle llamado Teu, ó Dev ó Div. Desde el
cisma entre iranienses é indios, este nombre de Div se había aplicado al
príncipe de las tinieblas, á los genios negros, á los espíritus
tenebrosos. Los Divs, en suma, eran los diablos para los iranienses y
para nuestros escitas-arianos. Los sabios de Vesila-Tefeh, conociendo
bien la ciencia y la teología iránicas, al principio luminoso, al foco
de la luz increada, al Grande Espíritu, en suma, generador de todo bien,
le llamaban Ahura-Mazda. Ariman era su contrario.
El vulgo, ignorante de tan altas doctrinas, llamaba á Dios Boga ó
Savitar. Daba culto asimismo á los genios buenos ó espíritus que le
servían; á las almas de los héroes, á quienes llamaba Anses; al fuego
del altar y al Soma ó licor sagrado. El modo de adoración eran
sacrificios cruentos, libaciones é himnos. Aun no había otra liturgia ú
otro canon que la inspiración de cada sacrificador y de cada poeta.
Delante del alcázar del Rey Tihur hacían guardia constante 60 guerreros
escogidos, de las más egregias familias. Todos tenían lanzas, arcos,
flechas y una espada corva ó alfanje. Ya servían á pie, ya á caballo, y
constituían el único ejército permanente. Verdad es que todos los
ciudadanos libres eran soldados, y acudían al llamamiento en caso de
peligro.
El alcázar del Rey Tihur era espacioso, cómodo y lleno de regalos y
primores. Encerraba en su piso bajo magníficas caballerizas con hermosos
caballos, asnos, mulas y cabras; cinco carros elegantes; podenquera, que
contaba unas cuantas jaurías de galgos y de podencos; no escasa
colección de halcones, gerifaltes neblíes y hasta águilas y buitres
adiestrados en la cetrería; anchos corrales poblados de aves domésticas,
y un jardín muy lindo. También estaban en el piso bajo las cocinas,
despensas y bodegas y las habitaciones de la servidumbre.
Moraba el Rey Tihur en las cámaras altas, donde había grandes salones.
Armas colgadas en haces, pieles de fieras, cabezas de venados, de lobos
y de osos ornaban los muros.
En lo más recóndito y bello del palacio se encontraba el harem ó
_gineceo_. Los escitas no tenían más que una sola mujer, pero los reyes
y los príncipes se permitían (habiendo tomado esta pícara costumbre de
los cusitas y semitas más refinados y viciosos), el poseer algunas
bellas esclavas.
El Rey Tihur, si bien pasaba ya de los cincuenta años, no se había
casado nunca y carecía de sucesión legítima. Un hermano suyo debía
heredar el trono, previo el consentimiento y aclamación de los nobles y
libres vasallos.
Ni las esclavas que habitaban el harem ni las más gentiles y nobles
doncellas de toda la Escitia habían herido jamás el corazón del Rey
Tihur, ni excitádole al matrimonio. Fuerza es confesar, sin embargo,
aunque redunde en desdoro suyo, que el Rey Tihur había sido y era aún, á
pesar de sus años, muy aficionado á mujeres. Este era casi su único
defecto. Por lo demás, era tan llano, tan justo, tan valiente, tan
generoso y tan benévolo que todos sus vasallos le querían de un modo
entrañable.
Considere, pues, el pío lector lo afligidos que estos vasallos andarían
al empezar nuestra narración. El Rey Tihur se hallaba aquejado de una
melancolía profunda, misteriosa, invencible.
Encerrado en su estancia sólo se dejaba ver de su fiel esclavo favorito
Amrafel, negro como la endrina y fiel como el oro. Hombres versados en
la ciencia y arte de curar habían acudido con hierbas, conjuros y versos
mágicos, mas el rey no había querido recibirlos.
En Vesila-Tefeh no se hablaba más que de aquella extraña dolencia.
Preguntábanse unos á otros:
--¿Qué tendrá el rey?--pero nadie daba contestación satisfactoria.

III.
La profunda melancolía del Rey Tihur no tenía causa conocida. Era el mal
de moda en nuestro siglo; pero entonces, aunque no se hablaba tanto de
este mal, no era menos frecuente. En las primeras edades del mundo hubo,
como en nuestra edad del vapor y del magnetismo, corazones con un amor
sin objeto, con un afán vehemente de admiración y de adoración, sin
hallar nada digno de ser admirado y adorado; con un vacío infinito en la
existencia que nada puede llenar; con un ideal vago é irrealizable; con
un empeño loco de dar tan noble y elevado fin á la vida, que todo lo que
no es este fin parece vanidad y miseria.
La diferencia entre ahora y entonces, lo que induce á creer á los que
miran superficialmente las cosas que el mal de que hablo es más general
en el día, estriba en una mera figura retórica: en el _eufemismo_. El
que por feo, por tonto ó por poco listo, no es tan atendido y
considerado como él cree que merece; el que no llega á la posición á que
aspira; el que se aprecia y tasa en mucho más de lo que dan por él; y
muy singularmente el que tiene menos dinero del que necesita, y sabe
gastarle y no sabe adquirirle; todos éstos y no pocos más que adolecen
de otros achaques prosaicos, se atribuyen en el día el mal poético y
sublime del Rey Tihur. Ellos se curarían, y en efecto suelen curarse de
su hastío y desesperación _byroniana_, ya con un empleo, ya con unas
cuantas monedas, ya con una Gran Cruz, ya con un título de Marqués ó de
Conde; pero, mientras esto no llega, se colocan en el número de los
desesperados y de los seres superiores no comprendidos, y se declaran
ejemplos vivientes de las amarguras que pasa el _genio_ y de la
estupidez y ruindad del vulgo para con él.
No era así el Rey Tihur. Su desesperación y su aburrimiento eran de
buena ley, y, por consiguiente, incurables.
Los ejercicios violentos de correr á caballo y de cazar fieras no
mitigaban su dolor. En medio de las mayores agitaciones corporales su
alma estaba fija en la causa de su tormento. La fatiga rendía su cuerpo,
pero no rendía su espíritu. Hasta en sueños, el mal del espíritu le
perseguía y con nada acertaba á alejarle de sí.
Una mañana, poco después de levantarse, hallábase el rey en su estancia
más reservada y retirada. Cualquiera de nosotros, si estuviese tan
aburrido como él, tendría un cigarro, un libro ameno, un periódico para
distraerse. En tiempo del Rey Tihur no había nada por el estilo.
Estaba, pues, el Rey Tihur sentado en un enorme banco de roble, cubierto
el banco de una piel de oso y de varios almohadones. La ocupación del
rey era echar los dados de un cubilete y meditar sobre los caprichos
misteriosos del acaso. Entonces entró en la estancia el esclavo favorito
Amrafel, único que tenía permiso para ello, y se entabló el siguiente
coloquio.
Conviene, empero, antes de transcribirle aquí, dar una idea ligera del
aspecto y traza de ambos interlocutores.
Amrafel tendría de treinta á cuarenta años de edad, y ya hemos dicho que
era negro; de menos que mediana estatura, pero muy fornido. El fuego de
sus ojos y la extraordinaria blancura de sus dientes resaltaban sobre lo
atezado de su rostro. Nacido y criado Amrafel en Ur, se había instruído
en todas las ciencias y supersticiones de los caldeos, y sabía mucho de
astrología y de magia. Cuando Ur cayó en poder de los asirios-semitas,
Amrafel fué vendido como esclavo á unos mercaderes de Colcos, los cuales
le revendieron al Rey Tihur, de quien ahora gozaba toda la privanza.
Estaba vestido Amrafel con una túnica de lana obscura, ceñida al talle
por un talabarte de cuero de búfalo, de cuyos tiros colgaban una ancha
espada, á la izquierda, con vaina y puño de plata, y á la derecha un
largo puñal, cuyo puño y vaina eran de plata también. Traía los brazos
desnudos hasta los hombros, y en los brazos sendos brazaletes. Llevaba
en las orejas zarcillos, y en la vestidura, hasta la misma fimbria ú
orla inferior, varios cascabeles ó campanillas, que sonaban al andar, y
que eran, asimismo, de plata, como los brazaletes y zarcillos. Ya se
entiende que dichos cascabeles ó campanillas no eran adorno de bufón,
sino signo de dignidad palatina y de jerarquía elevada. Por esto, sin
duda, ha quedado entre nosotros el designar á cualquiera señor muy
respetable y encumbrado, llamándole _un señor de muchas campanillas_.
Llenos de campanillas iban siempre los levitas ó sacerdotes hebreos, y
aun ahora, en la iglesia griega, están cuajados de campanillas sonoras
los trajes más ricos y vistosos de los obispos, archimandritas y
patriarcas.
La cabeza de Amrafel estaba descubierta, dejando ver un pelo negro,
corto y muy rizado, aunque no tan áspero y crespo como la lana ó pasas
de los negros del Africa Occidental. Amrafel calzaba, por último,
elegantes sandalias, y empuñaba en la diestra una pértiga de marfil,
muestra de autoridad. Era como el pertiguero ó maestro de ceremonias del
palacio; algo parecido á lo que Jenofonte y otros autores llamaron
posteriormente _esceptuco_ en la corte de los acheménides.
Al entrar, Amrafel no saludó al rey, prosternándose al uso de los
asirios y caldeos, sino que, según la costumbre más noble y altiva de
todos los pueblos arianos, desde los indios hasta los celtas, describió
lo que llaman en sánscrito un _pradakshina_, ó dígase trazó un círculo ó
arco de círculo, presentando siempre al rey el lado derecho. Luego se
paró silencioso enfrente de su amo.
Este jugaba solo á los dados; juego prehistórico. Sus ropas eran de
finísima lana negra, ceñidas á la cintura por una faja de seda roja. Los
borceguíes ó coturnos, de cuero bien curtido, eran rojos también. La
rubia y larga cabellera del rey, que ya empezaba á encanecer, estaba
recogida por ínfula asimismo de seda roja. Era el Rey Tihur alto y
robusto, ancho de hombros, y de pecho dilatado. En sus piernas, que
hasta el muslo se veían desnudas, se dibujaban con brío todos los
músculos, cuerdas y tendones.
Sobre la pujante cerviz estaba gallarda y airosamente colocada la
cabeza, bien proporcionada y hermosa.
Los ojos del rey eran azules y ardientes, aunque velados por una triste
y amorosa expresión; y su boca, pequeña, á lo que podía descubrirse
entre la barba y el bigote, poblados y luengos. La tez era sonrosada y
blanca, á pesar de que el sol y la intemperie le habían dado un barniz ó
baño dorado; una especie de pátina semejante á la que imprime el tiempo
en los monumentos de mármol blanco de Andalucía, Sicilia y Grecia. En
fin, el perfil de la nariz y de la frente era tan correcto y
majestuoso, como imaginamos que debió serlo el de la nariz y la frente
del Júpiter de Fidias.
Durante un breve rato no advirtió el rey la entrada de Amrafel; tan
ensimismado estaba. Alzó, por último, la cabeza; vió á Amrafel y rompió
el silencio de esta suerte:
--Siéntate á mi lado; deseo hablarte con reposo.
Amrafel se sentó respetuosamente en un escabel, á cierta distancia.
El rey prosiguió:
--Tú no ignoras mi mal, Amrafel, pero no aciertas con el remedio, ni yo
creo que le tiene. Me cansa la vida, y no quiero morir. No puedo
persuadirme de que no hay nada más allá de esta vida. ¿No crees tú, como
yo creo, que después de la muerte queda de nosotros una sombra leve y
vaporosa, que tal vez vaga por la noche en torno del sepulcro, que tal
vez se levanta en el aire tenebroso y recorre volando muchos espacios,
pero cuya vida es incompleta y horrible, por lo mismo que esta sombra
conserva el pensamiento y la memoria, y no puede ver la luz del claro
día?
--Lo que pasa después de la muerte es un misterio,--respondió
Amrafel;--pero lo natural en el hombre es creer en una existencia
ulterior é imperecedera.
Yo he peregrinado mucho, he hablado con hombres de todas las naciones y
castas, y todos creen en esa vida ulterior, aunque explicándola de
diverso modo.
--¿Te satisface alguna de esas explicaciones?
--Ninguna, por completo; y menos que ninguna la de aquéllos que del
aniquilamiento y del endiosamiento hacen una misma cosa. El entender y
el querer son esencialmente distintos. Por el entender bien podemos
confundirnos con la inteligencia infinita, y perdernos en ella como una
gota de agua se pierde en el mar; pero la voluntad es un centro
individual irreductible. Mientras más se educa y se levanta la
inteligencia humana, más se identifica y confunde con toda inteligencia;
más se acerca á la inteligencia única de que proviene. Por el contrario
la voluntad; mientras más se educa y se levanta, por más que se someta y
se conforme á los decretos eternos, más se determina y se aisla; más se
individualiza y distingue. Tiene la voluntad su centro en sí, y en su
desarrollo no hace sino marcar con más energía este centro; mientras que
el entender tiene su centro fuera de nosotros. Es un centro universal
donde concurrirían y se perderían todas las inteligencias, reduciéndose
á perfecta unidad, si en el querer de cada individuo no se cifrase la
indestructible diferencia. La voluntad es el ser que nos hace sobrevivir
en el reino de las sombras: la forma, el ídolo, el fantasma nuestro es
la voluntad.
--Mi pensamiento está de acuerdo con el tuyo, en el modo de considerar
la vida futura. Yo concibo que un puñal, un veneno, cualquier agente
capaz de romper la máquina de mi cuerpo, puede separar las partes que le
constituyen y volverlas á los elementos de que salieron para que
compongan otros seres. Lo que no concibo es que mi forma desaparezca.
Este no sé qué, que me hace ser yo y no ser otro, no perece. Mas, ¿en
qué consiste este no sé qué?
--Debe ser una substancia sutilísima; algo como aire ligero.
--Tan sutil debe ser, que dudo mucho de que nuestros sentidos perciban
jamás las sombras. ¿Crees tú, que podemos verlas, oirlas, sentirlas de
algún modo, comunicar con ellas?
--Creo que sí; pero de un modo imperfectísimo. En esta vida mortal nos
comunicamos por medio de la palabra, que estremece el aire y hiere el
oído. La palabra de las sombras debe estremecer otro ambiente más raro y
debe herir otros sentidos más agudos y perspicaces. El lenguaje de las
sombras debe ser, por último, más compendioso y rico. Su concisión y
energía maravillosas.
--¿Cómo explicas, entonces, la evocación? ¿Acaso no crees en la
evocación de las sombras?
--No tan sólo creo, sino que me juzgo capaz de evocarlas.
--¿Y cómo podrás ponerme en comunicación con los muertos?
--Sobreexcitando tus sentidos, dándoles mayor perspicacia y penetración;
pero, aun así, confieso humildemente que sólo podrás entenderte con las
sombras por un estilo rudo y grosero. La palabra verdadera de las
sombras jamás la oirás mientras vivas; su lenguaje será ininteligible
para tí mientras conserves ese cuerpo que hoy tienes.
--De suerte--dijo el Rey Tihur,--que si sólo por estilo grosero y rudo
pueden las sombras hablar conmigo, ¿cómo ha de ser que me descubran nada
de los misterios de su vida; que me infundan nuevas ideas, inefables,
sin duda, en el lenguaje en que sólo hablan conmigo?
--Si no es imposible, es muy difícil que las sombras te trasmitan sus
ideas; no caben en ningún idioma de los que hablan ni hablarán los
vivientes. Por esto el comercio mental entre las sombras y nosotros no
se acrecentará jamás con el andar de los siglos. Muchas leyes de las que
gobiernan el mundo que vemos descubrirá el hombre con el tiempo; pero
del mundo que está más allá de nuestros sentidos, aunque nos rodea y nos
penetra, se descubrirá poco ó nada. Lo mismo que se sabe hoy se sabrá
después que el sol y la bóveda del cielo hayan veinte mil veces
producido con sus acordes movimientos la variedad alternada de las
estaciones.
--Te confieso que lo que no logra en mí la desesperación, el cansancio
de la vida, tal vez lo logrará un día la curiosidad. Á veces deseo la
muerte para iniciarme en esos grandes misterios; pero encontrados
sentimientos me combaten. Esos mismos grandes misterios me llaman á
conocerlos, me excitan, me atraen y me aterran.
--Son, en efecto, pavorosos.
--¿Llegaré á tener más luz sobre ellos en esta vida?
--Lo ignoro.
--Voy á declararte un proyecto que tengo y que he de realizar
inmediatamente. Estoy decidido á hacer una larga peregrinación. Quiero
ir á Bactra, á la patria del gran profeta Zoroastro, y anhelo iniciarme
en los misterios antiquísimos de Mitra. Tal vez allí descubra yo un
medio de comunicar más íntimamente con las sombras, y con otros seres
que, no tomando jamás cuerpo humano, hayan permanecido hasta hoy ocultos
á nuestra mente. ¿Imaginas tú que existan estos otros seres?
--No lo imagino sólo, lo doy por seguro. Apenas conocemos algo de lo que
nos rodea merced á los ojos, al oído y al tacto; pero estos mismos
sentidos más aguzados, ú otros sentidos, que no acertamos siquiera á
imaginar, nos pondrían sin duda en comunicación con infinidad de seres
que hoy viven aislados de nosotros, aunque de continuo nos circundan.
En el aire, en el agua, en el fuego, en la luz, en las tinieblas hay, á
mi ver, inteligencias recónditas, seres vivos de una naturaleza superior
á la nuestra, genios emanados de Ahura-Mazda ó del Espíritu contrario,
poderes benéficos ó maléficos, que tal vez influyen en nuestro destino.
--¿Podemos dominar á algunos de esos seres y obligarlos á que nos
obedezcan y sirvan?
--Á los buenos y luminosos no podemos, porque provienen de un principio
soberano intransmisible; pero podemos dominar á los malos y hacer que
nos sirvan, ora ligándolos con el Espíritu contrario al bien, y
comprándole esa potestad á expensas de nuestra servidumbre, ora por
favor del mismo Ahura-Mazda, que concede esa potestad á los varones
virtuosos y sabios. Por lo dicho comprenderás que la magia es de dos
maneras, y los conjuros pueden ser eficaces, ya en nombre del principio
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