Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 09

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corral y deja allí abandonada á la criatura para que se la coman los
cerdos. En el día, estos motivos de falsa honra no han cesado; pero los
de economía vuelven á tener ó tienen mayor fuerza que nunca, si bien el
infanticidio se suele hacer con anticipación tal, que apenas lo parece.
Se asegura que hay países muy cultos donde estipulan los que se casan
cuántos hijos han de tener. Ignoramos si tan perversa costumbre se va ya
introduciendo en España. Contra ella es freno la religión. No me atrevo
á decir que lo es también toda moral filosófica, cuando vemos que uno
de los filósofos ó pensadores que más en moda han estado, y más han
movido los espíritus de los hombres de un siglo á esta parte, J. J.
Rousseau, echaba á sus hijos á la inclusa y lo confesaba cínicamente.

XLII. _...Al varón le pusieron por nombre Filopoemen y á la niña
Ageles._ Filopoemen vale tanto como _amigo de los pastores_ ó _de la
vida pastoril_, de φίλος, _amigo_, y ποιμήν, pastor. Ageles significa
_rebaño_, _manada_, ἀγέλη.

XLIII. _Las pastorales de Longo_ han sido anotadas y comentadas por
muchos y muy sabios críticos, como Sinner, Courier, Villoison,
Mitscherlich, Coray, Huet, Moll y Schaefer. De muy poco de estas notas
nos hemos valido, por ser más propias de los que publican el texto
original. Las nuestras son casi todas para la mejor inteligencia de la
traducción, y van sólo dirigidas en su mayor parte, como ya hemos dicho
en otro lugar, al vulgo de los lectores no eruditos.
Y ya que hemos hablado de los anotadores y comentadores de Longo, bueno
será decir algo de los críticos que le han juzgado, poniendo aquí, para
terminar estas notas, varias muestras de sus juicios.
Huet (_De l’origine des romans_) dice: «Su estilo es sencillo, fácil y
conciso, sin obscuridad; sus expresiones están llenas de viveza y de
fuego; produce con ingenio, pinta con agrado y dispone sus imágenes con
destreza.» Mureto le llama «escritor suavísimo y dulcísimo.» Scalígero,
«autor amenísimo, y tanto mejor cuanto más sencillo.» Villoison dice:
«El habla de Longo es pura, cándida, suave, concisa y encerrada en
breves períodos, y sin embargo, numerosa, sin ninguna aspereza, pues
fluye más dulce que miel, ó como arroyo argentino, á quien frondosa y
verde selva da sombra y frescura, y donde se ven mucha copia y variedad
de flores; de suerte que no hay allí palabra, ni sentencia, ni frase que
no deleite.»
Dunlop (en su _History of fiction_) discurre por extenso sobre nuestra
novela. Extractaremos algo de su juicio. «Longo, dice, ha evitado muchas
de las faltas en que sus modernos imitadores han caído, causando á este
género de composición (el pastoril) no corto descrédito. Sus personajes
nunca expresan conceptos de afectada galantería, ni se enredan en
razonamientos abstractos, ni él ha sobrecargado su novela con aquellos
frecuentes y largos episodios que en la _Diana_ de Jorge de Montemayor y
en la _Astrea_ de D’Urfé fatigan la atención y nos causan indiferencia
respecto á la acción principal. Ni nos pinta tampoco aquel estado
quimérico de la sociedad, llamado siglo de oro, donde los rasgos
característicos de la vida rural están borrados, sino que procura
agradarnos por una imitación legítima de la naturaleza y con la
descripción de las costumbres, faenas, deleites y fiestas de los
campesinos... Esta _pastoral_ está en general muy bellamente escrita. El
estilo, aunque ha sido censurado por la reiteración de las mismas
formas, y por mostrar en algunos pasajes al sofista que emplea juego de
palabras y afectadas antítesis, debe considerarse como el dechado más
puro de la lengua griega en aquel último período. Las descripciones de
las escenas y ocupaciones campestres son por extremo agradables, y, si
es lícito usar la expresión, hay en ellas cierta amenidad y calma, que
sobre toda la novela se difunden. Ésta, á la verdad, es la principal
excelencia en una obra de esta clase, pues no nos encanta el pastoreo,
sino la paz y el reposo de los campos.»
No es todo elogio lo que pone Dunlop. Censura la monotonía de los amores
y coloquios, y condena, sobre todo, la inmoralidad y licencia de varios
pasajes.
Sobre el influjo que ha tenido ó puede haber tenido esta novela en obras
de la moderna Europa, Dunlop deja en duda si Tasso se inspiró algo en
ella para el _Aminta_; pues si bien no se publicó edición alguna de
Longo en griego, hasta 1598, cuando ya Tasso había muerto, Tasso pudo
leer la traducción francesa de Amyot de 1559 y la paráfrasis latina en
verso de su compatriota Gambara, publicada en 1569. Dice, por último,
Dunlop, que ni Montemayor en la _Diana_, ni D’Urfé en la _Astrea_
imitaron á Longo. Sí le han imitado Ramsay en el _Gentle Shepherd_,
Marmontel en _Annette et Lubin_, y más felizmente que todos, el alemán
Gessner en sus idilios.
Villemain dice: «No se puede negar que _Dafnis y Cloe_ ha servido de
modelo á _Pablo y Virginia_. Á pesar de los cambios de costumbres,
creencias y clima, la imitación es sensible en el lenguaje de los dos
amantes; las mismas candideces apasionadas salen de la boca de Dafnis y
de la de Pablo; pero la superioridad del autor francés, ó más bien de
los sentimientos que le inspiran, se muestra por doquiera, y hace de su
obra una de las más encantadoras producciones de los tiempos modernos.
Esta superioridad no consiste sólo en una dicción más sencilla, en un
gusto más conforme con lo natural y verdadero, sino que estriba, sobre
todo, en la pureza moral y en la especie de pudor cristiano que reinan
en _Pablo y Virginia_. El cuadro de Longo es voluptuoso; el del autor
francés es casto y apasionado.»
Chauvin (en _Les romanciers grecs et Latins_) dice: «_Dafnis y Cloe_ es
una pastoral encantadora, y ocupa, con la obra de Heliodoro, el primer
lugar entre las novelas griegas. La intriga es seguida, interesante y de
una sencillez del todo campesina... Es un cuadro lleno de gracia y de
frescura, variado por cuentos mitológicos dichosamente elegidos y bien
ligados con el asunto. El carácter, el lenguaje y las costumbres de los
pastores son siempre lo que deben ser, y el autor ha sabido evitar los
dos escollos ordinarios de las novelas pastorales: la grosería y la
cortesanía afectada. El estilo no es menos notable que el fondo; es casi
siempre de una elegancia que raya en coquetería y revela el trabajo del
autor. Su frase tiene cierta concisión ingeniosa, dispuesta con la más
hábil simetría y construída con tal delicadeza de gusto, que hasta de la
eufonía se preocupa. El autor no aventura sin intención ni una palabra,
y descuella en el empleo de las más propias para que el pensamiento sea
claro y fácil de comprender. Como se afana por parecer natural y emplea
tanto arte para ser cándido y sencillo, exagera estas cualidades y
descubre el trabajo que le cuesta tenerlas. Es lástima que el mérito de
esta linda novela esté afeado por la mancha que es común á todas las
novelas griegas: la obscenidad de ciertos pormenores y de las pinturas
voluptuosas, que el amor del arte no puede justificar.»
Más severo Chassang con _Dafnis y Cloe_, conviene, no obstante, en que
esta novela es la mejor de todas las antiguas, aunque después añade: «Su
mérito no es la moralidad. Comparémosla con la imitación que ha hecho de
ella Bernardino de Saint-Pierre en _Pablo y Virginia_, y veremos lo que
una imaginación casta y pura ha hecho de un cuadro en el que lo
voluptuoso rayaba en indecente. La fábula de _Dafnis y Cloe_ es de gran
sencillez, y ésta es calidad que se aprecia, sobre todo al considerar
los mil incidentes groseramente dramáticos que se amontonan en otras
novelas griegas. Aquí el espíritu se reposa en más tranquilas imágenes.
¿Por qué ha de haber aquí también raptos y piraterías? ¿Por qué la
naturaleza toda se ha de desencadenar á causa del rapto de Cloe, y por
qué ha de mezclarse con la narración de las aventuras de los amantes la
de una guerra entre dos ciudades? En cuanto al estilo, de todo tiene
menos de sencillo. Tiempo ha que el candor de la traducción de Amyot ha
dejado de alucinarnos sobre la afectación del original.» En este punto
el excesivo amor propio nacional creemos que engaña á Chassang,
encontrando sencillez y candor en francés, y no encontrándolos en
griego. Por último, añade: «El autor (Longo) era un ingenio elegante,
distinguido y dotado de un vivo sentimiento de la naturaleza; pero su
obra tiene los caracteres de una época de decadencia.»
Humboldt, en el _Cosmos_, al hablar del sentimiento de la naturaleza, y
de su expresión entre las diversas razas humanas, vista la rapidez con
que tiene que tratar este asunto, es grande la distinción que hace de la
obra de Longo, de la que dice (edición de Stuttgart, 1847, II Band., p.
14): «En el posterior tiempo bizantino, desde el fin del siglo IV, vemos
con más frecuencia pinturas de paisajes en las novelas de los prosistas
griegos. Por estas pinturas se distingue la novela pastoral de Longo, en
la cual, no obstante, las suaves descripciones de la vida humana son muy
superiores á la expresión del sentimiento de la naturaleza.»
FIN DE LAS NOTAS
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LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE


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LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE

El recuerdo de la gran civilización greco-romana, ya gentílica, ya
transfigurada más tarde por el Cristianismo, no dejó de columbrarse
hasta en los siglos más tenebrosos de la Edad Media. Los pueblos de
Europa siguieron avanzando á la luz de aquel recuerdo, y pronto
volvieron al verdadero camino de la civilización, del cual no cabe duda
que se habían apartado. Y no es esto negar la marcha constantemente
progresiva del humano linaje. Un caminante se pierde por la noche en una
intrincada y obscura selva: atraviesa espesos matorrales, breñas
confusas y medrosos precipicios; tal vez rodea mucho; tal vez gasta más
tiempo y se fatiga más de lo que debiera; pero vuelve al cabo á hallarse
en el buen sendero, más adelante del punto en que se perdió, y más cerca
del término á que aspira. No de otra suerte comprendemos el retroceso
aparente de la civilización del mundo, en ciertos períodos históricos.
Importa, además, tener presente, que cuanto por la intensidad se
menoscaba, suele compensarse en difusión. Más alumbra acaso una lámpara,
suspendida en la bóveda de un pequeño santuario, que la luna esparciendo
sus rayos por el espacio profundo de los cielos. Y, sin embargo, el
fulgor de la luna es infinitamente mayor que el de la lámpara. Lo mismo
ha podido afirmarse de la civilización, cuando se ha encerrado dentro de
los límites de un solo pueblo, ó tal vez ha iluminado sólo á una casta
de hombres superiores, ó por naturaleza ó por institución religiosa,
civil ó política. La suma del saber extendida por el mundo todo en el
siglo X de la Era cristiana, por ejemplo, era mayor sin duda que la suma
del saber que había en el mundo en el siglo IV antes de dicha Era. En
balde se buscará, no obstante, en todas las regiones y entre todas las
razas de hombres, en el siglo X, un florecimiento artístico, poético y
filosófico, como el que hubo en el siglo IV antes de la venida de
Cristo, en una pequeña comarca de Europa, cuyo centro fué Atenas.
La memoria, aunque vaga, de aquel florecimiento, los restos de aquella
antigua civilización sirvieron de guía, estímulo y mira á las naciones
de Europa, las cuales, pensando sólo en hacer que aquella ya muerta
civilización, renaciese, aspirando sólo á retroceder hasta allí para
encontrar su ideal, lograron en la época del Renacimiento, no ya un
mero renacimiento, sino una civilización mayor, más comprensiva y más
varia, en la cual no era todo la antigua civilización clásica, sino era
un elemento, una parte, uno de los muchos factores. Fué como planta
marchita, que se había cortado hasta el haz de la tierra, pero cuyas
raíces vivían. Cuando á fuerza de esmerado cultivo, retoñó, reverdeció,
y volviendo á florecer, dió abundantes frutos, hubo de notarse con
agradable sorpresa que los frutos eran otros, ricos y extraños, mejores
de los que se esperaban, porque en la raíz de la planta antigua se
habían introducido insensible y misteriosamente, como otros tantos
injertos fecundos, mil peregrinas ideas, nociones y pensamientos. El
poeta, que pensó imitar á Homero ó á Virgilio, puso en su obra algo
nuevo y superior, y fué Dante ó Tasso; el filósofo, que pensó comentar á
Platón ó Aristóteles, creó en su comentario una nueva filosofía que
aquéllos jamás soñaron; los humildes glosadores de las leyes romanas
abrieron inspirada y divinamente ancho é inexplorado campo y jamás hasta
entonces vislumbrados y claros horizontes, por donde alcanzaron á
entrever un concepto más puro y sublime de la justicia en la sociedad y
en los indivíduos; y los estudiosos admiradores de Plinio, Dioscórides,
Hipócrates y Galeno, buscando inspiración á fin de anotarlos y de
aclararlos, descubrieron en el oculto seno de la naturaleza más hondas
verdades que cuantas sus maestros habían llegado jamás á conocer y á
divulgar entre los hombres.
En nuestro sentir, lejos de ser el Renacimiento, con la adoración que no
pudo menos de suscitar en favor de los antiguos, y con el prurito
constante de imitarlos, un estorbo para que lo original y lo propio
apareciesen, una distracción hacia lo pasado que nos embelesaba y
retenía sin ir á la conquista del porvenir, fué un incentivo poderoso,
un estímulo ardiente, quizá una saludable alucinación por donde,
imaginando volver atrás en pos del remedio, nos lanzamos con brío hacia
adelante, en busca de lo desconocido.
Posteriormente, cuando los pueblos de la moderna Europa contemplaron el
camino andado y tuvieron plena conciencia de la superioridad de su
civilización, el respeto á los antiguos se convirtió en orgulloso
menosprecio y en desdén injusto, el cual, empezando por las ciencias, y
en este punto llegando á su colmo en el siglo XVIII, vino á extenderse
también á principios de nuestro siglo por los dominios del arte y de la
poesía.
Por dicha, en época posterior y algo reciente, mitigada la pasión del
engreimiento, pero sin que reviva por eso la ciega admiración anterior,
hemos venido á un término justo y razonable de estimación á la antigua
cultura clásica, la cual fué nuestro norte; y hemos evaluado y tasado
en lo debido su importancia, su influjo y su cooperación eficaz en los
desenvolvimientos ulteriores del espíritu humano.
Predispuestos así los ánimos en nuestros días, hemos anhelado como nunca
descubrir y saber las cosas todas, y hemos manifestado una equitativa y
serena imparcialidad para juzgarlas. Desde el renacimiento clásico hasta
ahora, el espíritu de los pueblos europeos ha encumbrado su vuelo á tal
altura, que mientras otea entre nieblas no poco de su confuso porvenir,
va penetrando en los abismos de lo pasado, y ensanchando por ambos
extremos el imperio vastísimo de la historia. Y no podía ser de otra
suerte, porque no podía reducirse nuestro conocer á una porción de
tiempo mezquina, después de haberse dilatado por el espacio sin término.
El hombre de ahora, que ha hollado con sus pies todas las regiones del
globo que habita, y que ha llegado á abarcar con sus ojos mortales la
insondable profundidad del éter, ha querido hacer y ha hecho no menos
importantes conquistas en el tiempo que en el espacio.
Si quedan en pie las dudas sobre el principio que pudo tener este
infinito Universo, y hasta sobre el origen de la tierra, nuestra morada,
y sobre la aparición en ella de nuestros primeros padres, de todo lo
cual sólo la fe ó la imaginación siguen dando explicaciones, mientras
que la verdadera ciencia niega ó calla; al menos ese principio, ese
origen y esa aparición incomprensibles, han ido retrocediendo en nuestra
mente hasta perderse en la noche tenebrosa del tiempo, y han dejado al
descubierto un larguísimo período, millares de años de existencia, no ya
sólo para el globo en que vivimos, sino también para el linaje humano.
Sobre el origen de éste y del mundo no puede ya aquietarse la
curiosidad, dándose por satisfecha con los _mythos_ de los antiguos
Libros Sagrados ó con las bellas fábulas que los poetas han inventado ó
nos han transmitido, prestándoles una forma inmortal. Sin embargo,
menester es confesarlo, las explicaciones de los sabios modernos acerca
de estas cosas, no por ser menos poéticas nos parecen menos
inverosímiles y disparatadas. Algunos naturalistas de ahora tal vez
tengan razón, tal vez nosotros seamos atrevidos y hasta insolentes en no
querer creerlos, pero muchas de sus teorías tienen visos de ser tan
extravagantes como las expuestas en el _Antropodemus plutonicus_ y en
_El ente dilucidado_ del padre Fuente de la Peña. Schmidt, por ejemplo,
supone que las formas pasan ó se transmiten de unos seres á otros; ya
del animal á la planta, ya de la planta al animal. Así, de un tulipán
saca un cisne, poniendo patas á la cebolla y á la flor pico, y de la
cola de un león, desprendida por cierto accidente, y caida y enclavada
en terreno fértil, produce una airosa y vencedora palma. Oken, reconoce
que el hombre no debió de aparecer sobre la tierra ya perfecto y adulto,
pero tampoco cree posible que apareciese como aparece ahora, no teniendo
madre ni nodriza que le cuidase y amamantase, y siendo una criatura tan
menesterosa é incapaz en los primeros años de su vida. Para salvar estas
dificultades, imaginó Oken que en el seno de los mares, cuando estaban
aún á muy elevada temperatura, se formaron unos huevos donde los
primeros hombres se criaron y empollaron hasta la edad de tres ó cuatro
años. La marea hubo de ir depositando estos huevos en la playa, y de
ellos salieron ya los muchachos, listos y traviesos, y aptos para
alimentarse de mariscos, raíces, frutas silvestres y sabandijas. Tal fué
el origen de la humanidad. Otro sabio, llamado Ritgen, hace nacer á los
primeros hombres en el cáliz de ciertas flores gigantescas. Otros, por
último, y ésta es la opinión que ahora priva, hacen que todo proceda de
ciertas moléculas ó globulillos viscosos ó glutinosos, los cuales van
compaginando y construyendo todas las formas y maneras de la vida, desde
los grados más ínfimos hasta el grado supremo, que en el día es el
hombre, y seguirá siéndolo mientras no se forme, engendre y cuaje otro
género superior que nos quite la supremacía y el imperio, y nos mate á
desazones y malos tratos. Edgardo Quinet, en su reciente y amena obra
_La Creación_, se muestra muy inclinado á esta doctrina, y harto
receloso de que el día menos pensado nos encontremos como quien dice de
manos á boca y al revolver de una esquina, con este ser superior al
hombre, que nos destrone y confunda, y de quien seamos animal doméstico,
como es para nosotros el perro ó el gato. Con dolor prevé Edgardo Quinet
que, en nuestro orgullo de reyes de la creación, no hemos de querer
conformarnos con un papel tan humilde, y que todos nos hemos de morir de
pena, aunque somos ya de 1.200 á 1.300 millones. No de otra suerte se
extinguió la raza de los _antropiscos_, que, según otro sabio, llamado
Bergmann, en sus _Estudios de Ontología general_, precedió
inmediatamente al hombre, y fué el eslabón de la cadena que le une al
chimpancé, al gorila y á otros monos mayúsculos, desde los cuales, si
seguimos retrocediendo en los grados de la vida, iremos á parar á los
globulillos pegajosos de que ya hemos hablado. Pero estos globulillos,
sacos ó vejigüelas que contienen la vida, ¿cómo se han formado? ¿Cómo de
lo inorgánico ha procedido lo orgánico? Á esto se contesta con la ley de
formación progresiva y hasta se cita el _uranoelain_, que es una
substancia, orgánica vesicular, que se halla en la nieve cuando cae de
las nubes. Teniendo ya á mano las tales vejigüelas, no queda criatura
que no se fabrique con ellas y que, por sus pasos contados, de ellas no
vaya saliendo.
Del moho sale el hongo, del hongo el líquen, del líquen el musgo, del
musgo el helecho y del helecho la palma; mientras que por otro lado,
sale del pulpo el caracol, del caracol el cangrejo, y del cangrejo el
pez, y del pez el lagarto, y del lagarto el cuadrúpedo, y del cuadrúpedo
el mono, y del mono el _antropisco_, y del _antropisco_ el hombre, y del
_hombre_ ese sujeto de quien tenemos tanto que recelar, según Edgardo
Quinet. Llama dicho autor á la destrucción de nuestra especie por el
mencionado sujeto, una _profecía de la ciencia_. Es el último capítulo
de su obra, la Apocalipsis de este Novísimo Testamento. Nuestras artes,
nuestras literaturas, nuestra elocuencia parlamentaria, nuestras
cavatinas, arias y sinfonías, todo se acabará. ¿Qué permanecerá de
todo?, pregunta Edgardo Quinet. Y él mismo responde: «Lo que hoy queda
del murmullo de los insectos en la floresta carbonífera?» Por cierto que
no valía la pena que se ha tomado de estar estudiando ciencias naturales
durante diez años, según afirma este profeta, para prorrumpir al cabo en
un tan desconsolador vaticinio. Entre tanto, conviene vivir sobre aviso
y con la barba sobre el hombro; y si descubrimos en gérmen á ese nuevo
ser, no hay más que exterminar el germen, aunque sea obra poco
caritativa, imitando en esto la conducta prudente de los pigmeos,
quienes, según autores fidedignos, bajan todas las primaveras de los
montes en que habitan, caballeros en sendas cabras, y destruyen los
huevos de sus acérrimos enemigos, las grullas.
Lo malo es, si hemos de creer á otros sabios, que ya es tarde para
imitar á los pigmeos. Nuestras grullas han roto el cascarón: la raza que
ha de acabar con nosotros, como nosotros acabamos con los _antropiscos_,
vive y se extiende por el mundo y le domina, y ha empezado la obra de
aniquilamiento. Darwin, Schaafhausen y otros doctos ingleses y alemanes,
han explicado bien la teoría de que lo que es mejor y más fuerte, debe
suplantar á lo que es peor y más débil. Las razas decaídas y endebles,
que se quedan en grande atraso, que no pueden seguir, ni á remolque y á
larga distancia, á otras razas más enérgicas é inteligentes, están
condenadas á perecer y de hecho perecen. Al contacto de toda
civilización muy superior, los hombres de una civilización muy inferior,
se mueren todos. Los portugueses y españoles, como no estábamos muy
civilizados, no dimos muerte á todos los negros é indios con quienes
entramos en relación cuando nuestros descubrimientos y conquistas; pero,
según parece, los ingleses y los yankees, como más adelantados en
civilización, tienen la misión de acabar con todos. Á unos los matan á
cañonazos porque se rebelan, como á los cipayos; á otros de hambre y de
tristeza, arrojándolos de los terrenos fértiles que habitaban y
acorralándolos é internándolos en tierras más estériles, como á los
cafres, hotentotes, pieles-rojas y naturales de la Nueva Holanda y Nueva
Zelanda; y á otros los matan de fastidio, con el empeño de que lean y se
afinen, y estudien la Biblia, como á los alegres habitantes de Otahiti,
olvidados ya de sus danzas lascivas y de sus fáciles amores, y sujetos á
la férula de algún ministro protestante, empalagoso y cogotudo. Hablando
Quinet de estos infelices polinesianos, exclama: «De una raza de
hombres, esparcida sobre una inmensa extensión del globo, no quedará un
individuo sólo dentro de pocos años.» «Pronto, añade más adelante, no
quedará de estas naciones sino una queja vaga del abismo, un canto
popular, una lamentación, quizás algunas palabras de una lengua muerta,
que pasarán á la lengua de los europeos.» Como prueba de esta misión
destructora de los ingleses, dice el doctor Zimmermann que la India
Oriental había sido invadida por las feroces hordas de los mongoles y
los turcomanos, los cuales incendiaron palacios y ciudades enteras,
pasaron á cuchillo á los moradores, é hicieron otras cien mil
insolencias. El país, con todo, era tan generoso y tan rico, que pudo
alzarse de nuevo á la primera prosperidad. Pero fueron los ingleses á
la India, y la India, que era antes un jardín florido, se va
convirtiendo en un yermo, y su población de 400 millones se va
reduciendo á la cuarta parte. Sin duda que en esto hay alguna
exageración del doctor Zimmermann; mas no puede negarse que, aun
despojado de la exageración, basta para demostrar cuán terrible es la
civilización cuando llega muy desnivelada, y para hacernos sospechar si
serán los ingleses ese género nuevo con que Edgardo Quinet nos amenaza,
y que no bien acabe con los indios, ha de empezar á acabar con nosotros.
Toda raza inferior, con respecto á otra superior, es un eslabón ó un
anillo de la cadena que une al hombre con la naturaleza bruta, y según
lo explica satisfactoriamente el ya citado doctor Schaafhausen, es una
ley ineludible del progreso, que este eslabón ó anillo se rompa y
aniquile.
Quizá pensará alguien que nosotros por salir tan mal librados con esta
Filosofía de la Historia, hija del consorcio de la Economía Política y
de la Biología, producto de la combinación de las teorías de Malthus y
Darwin, la estimamos en poco y nos atrevemos á calificarla de inhumana y
desconsoladora, cuando no la tenemos por falsa. Pero es lo cierto que la
tenemos por falsa por convicción y sin que á ello nos mueva el menor
interés. Apoyan dicha Filosofía de la Historia, los que la siguen, en
el hecho supuesto de que el progreso se realiza, como si dijéramos, por
la cima, por la cumbre, por la eminencia de las razas. Entienden que con
el ejercicio se desenvuelven más ciertos órganos y de aquí nacen las
nuevas especies. Los individuos primeros de las nuevas especies son como
monstruos de las antiguas. Aquella duda profunda del Padre Fuente de la
Peña, acerca de _si los monstruos lo son ellos ó lo somos nosotros_, ha
venido á resolverse, según la teoría de Darwin, y resulta que los
monstruos lo somos nosotros. El símil de la girafa explica esto que no
hay más que pedir. La girafa era en un principio una como cabra montés ó
gacela; pero se fué á vivir á parajes donde no había yerba, y tuvo que
alimentarse de las altas ramas hojosas de los árboles. Andaba, por lo
tanto, casi continuamente estirando el pescuezo y las patas delanteras,
y tal fué lo afanoso de este ejercicio durante muchas generaciones, que
las patas delanteras y el pescuezo se le alargaron, y casi sin sentir
vino á convertirse en girafa. Así, _mutatis mutandis_, se explica el
origen de las demás nuevas especies, cada vez mejores. Aplicada al
hombre la susodicha teoría, debe entenderse que el inglés, á fuerza de
discurrir y cavilar, ha ido empujando para arriba toda la parte anterior
de su cráneo y haciendo más capaces los senos, y más gruesas las
protuberancias de la causalidad, comparación y demás facultades
mentales superiores. Al mismo tiempo, los laberintos ó circunvoluciones
del meollo y encéfalo se han hecho más tortuosos y complicados, de lo
cual depende, sin duda, el pensamiento, así como de la masa y volumen de
los sesos, que se han hecho mayores. Y, por último, la buena
alimentación ha acostumbrado el estómago inglés á extraer y á asimilar á
su organismo mayor cantidad de fósforo, que es el ingrediente principal
con que el pensamiento se confecciona, según Moleschott, Büchner y un
boticario amigo nuestro. Lo que es Edgardo Quinet, en su ya citada
_Creación_, saca de aquí un luminoso corolario. Casi prueba que con el
Cesarismo se achican los sesos, se hacen más livianos y tienen menos
circunvoluciones. Los sesos de cualquier francés pesan hoy menos y
tienen menos laberintos que cuando comenzó á reinar Napoleón III.
De lo que haya de verdad en este modo de explicar el pensamiento, no
queremos tratar aquí; pero explíquese el pensamiento como quiera, es
indudable, á nuestro ver, que no se ha aumentado en el hombre la
potencia ó energía de pensar, desde los principios de la historia hasta
el día. En esto no ha habido progreso, ni consiste en esto el progreso.
Quien quiera que fuese el autor ó los autores de los más antiguos himnos
del Rig-Veda, de los Poemas homéricos, del libro de Job ó de las
Institutas de Manú, pensó con más energía y eficacia que Shakspeare
componiendo todo su teatro, ó que Newton descubriendo las leyes de la
gravitación universal. Dados los pocos medios ó elementos de que
entonces se disponía, dado el escaso caudal de saber, adquirido entonces
por herencia, cualquiera de los trabajos mencionados presupone un
esfuerzo intelectual mil veces mayor; apenas se comprende sin que
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