Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 01

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JUAN VALERA
NOVELAS
DAFNIS Y CLOE
LEYENDAS DEL ANTIGUO ORIENTE
(FRAGMENTOS)
[imagen: colofón]
OBRAS COMPLETAS
TOMO XII
Es propiedad.
Derechos reservados.


DAFNIS Y CLOE
Ó
LAS PASTORALES DE LONGO


[una barra decorativa]
INTRODUCCIÓN

Los aficionados á libros suelen cegarse con frecuencia y prestar á
muchas obras literarias un mérito que no tienen, y esperar que logren
una popularidad que al cabo no alcanzan. Es evidente que yo, cuando me
he tomado el trabajo de traducir esta novela, y me he atrevido luego á
presentarla al público, es porque creo, ó bien con fundamento, ó bien
inducido en error por dicha ceguedad, que esta novela es bonita é
interesante, y que ha de gustar y divertir á los lectores.
Lejos de censurar, disculpo yo y hasta aplaudo la publicación de
cualquier libro antiguo, por malo que sea. La mayoría no tendrá la
paciencia de leerle; pero siempre le leerá con gusto y con interés
cierto breve círculo de personas estudiosas que busquen en él, y quizá
hallen nuevos datos para la historia literaria, ó curiosas noticias
sobre costumbres, usos, hechos históricos, estilo y lenguaje de una
época y nación determinadas. De libros publicados con este objeto debe
salir á la venta muy pequeño número de ejemplares. No son, ni pueden ser
en realidad, libros para el público, sino para unos cuantos bibliófilos.
No es así como yo traduzco y publico en castellano la novela de Longo.
La publico como algo que, en mi sentir, puede y debe gustar aún al
vulgo; como algo que puede ser popular en nuestros días.
Á fin de manifestar las razones en que me apoyo para pensar así, escribo
esta introducción.
Escasísima cantidad de obras maestras tiene una fama que jamás se
marchita. Sus autores se llaman por excelencia los autores clásicos, y
toda persona culta, ó que presume de culta, los compra, aunque nunca los
lea. Si por acaso acomete, en ratos de ocio, la lectura de uno de estos
autores, pongo por caso de Homero, de Píndaro ó de Virgilio, á las pocas
páginas, ó se duerme ó se aburre. Tres modos principales suele emplear
después el lector aburrido ó dormido para explicar su aburrimiento ó su
sueño. Si es muy modesto, se echa la culpa á sí propio, reconociendo que
carece de la educación estética ó de la aptitud natural bastante para
penetrar el sentido de lo que lee, y apreciar y ponderar todos los
primores y bellezas del estilo, teniendo en cuenta, además, que es
menester cierto aparato de erudición y cierto esfuerzo de fantasía para
trasladarse en espíritu á la edad en que vivió el autor y para ponerse
en lugar de uno de sus contemporáneos, participando de sus creencias,
afecciones y anhelos, único modo de comprender todo el valor de lo que
lee, y de sentir, al leerlo, la misma honda impresión que sintieron, sin
duda, los hombres que vivían cuando el autor, y para quienes el libro se
compuso. Los que se explican así el no gustar de un autor clásico son
los menos, porque la modestia y la humildad son prendas rarísimas. Otros
hay que se lo explican todo dejando á salvo al autor y echando la culpa
al traductor desgraciado. Busca, por ejemplo, una persona elegante y de
mundo, que oye decir que la _Iliada_ es un trabajo prodigioso, una
traducción castellana de la _Iliada_; le dan la de Hermosilla: empieza á
leerla, se harta á las seis ó siete páginas, y acude, para desenojarse,
á una novela de Daudet ó de Belot, que le parece mil veces más
agradable. No atreviéndose á decir que Homero es insufrible, y que todos
los críticos que le han elogiado lo hacían por seguir la corriente, ó
porque eran unos pedantones que con tales elogios querían darse tono,
decide que el traductor lo ha estropeado todo, en lo cual, hasta cierto
punto, no se equivoca á veces, y de esta suerte deja á salvo, por una
parte, el buen gusto y la agudeza y perspicacia que él cree tener, y por
otra, la autoridad de los siglos y el general y constante
consentimiento de varias y diversas civilizaciones y de muchas
generaciones, que han decidido que los cantos de Homero son de la mayor
belleza. Los más atrevidos por último, se van derechos contra el autor,
y decretan que Homero es soporífero; que en la edad bárbara en que
vivió, tal vez gustaría; pero que ahora no hay quien le aguante, y que
ni los mismos que le encomian le leen, sino que aprenden lo más
substancial de lo que dice, en algún compendio ó manual de historia de
la Literatura, y suponen que le han leído y hasta que se han encantado
leyéndole, para darse tono y lustre de discretos y de profundos.
Á mí me ha ocurrido con frecuencia que hombres políticos de primera
magnitud, que han sido ministros cuatro ó cinco veces, abogados famosos,
hacendistas y economistas, me hayan excitado á que me desemboce con
ellos y les confiese que Homero no puede haberme gustado, si es que le
he leído. Y como yo me obstinara en que le había leído y en que me
gustaba, me han tenido por hipócrita literario ó por hombre disimulado y
lleno de fingimiento, á fin de darme importancia de erudito y humanista.
Lo expuesto hasta aquí debiera arredrarme, en vez de animarme, para
publicar á Longo; pero yo discurro de otra suerte. Es verdad que los
poetas clásicos, griegos y latinos, no gustan al vulgo de los
españoles; pero ¿por qué no han de gustar los prosistas?
Para que no gusten ni sean populares los poetas hay, á más de las ya
expuestas, otras muchas razones que vamos á exponer. Nosotros poseemos
una riquísima poesía nacional, tanto más popular cuanto más se aparta en
todo del antiguo gusto clásico. Para el asunto, si es narrativa, nos
deleita la Edad Media ó los tiempos de la casa de Austria, idealizados
de cierta manera y como nunca fueron; para los sentimientos y
pensamientos, los católicos y piadosos, aunque el poeta sea ateo y los
entrevere y combine con modernas filosofías; y para la forma, ó gran
riqueza de rimas, ó la asonancia del romance, ó la castiza y también
asonantada seguidilla. Ahora bien; sin entrar aquí á buscar la causa, es
lo cierto que Homero y Virgilio se despegarían puestos en seguidillas ó
en romances, y puestos en octavas reales ó en décimas, no sólo se
despegan también, sino que es imposible que el más hábil versificador,
forzado por el consonante, no ponga mucho de su cosecha, y además
abundantes ripios en su traducción. La versificación clásica antigua,
sobre todo los exámetros, han pasado con fortuna á varias lenguas
modernas. En inglés y en alemán se escriben y se leen con gusto los
exámetros. En castellano casi nadie los ha escrito, y nadie los
resiste. Y el verso endecasílabo libre que, á mi ver, es muy á propósito
para este género de traducciones, y aun para escribir narraciones
poéticas originales, inspira en España verdadero aborrecimiento, acaso
porque rara vez se ha hecho bien hasta ahora. Como, por otra parte, el
vulgo no tiene acostumbrado el oído, no percibe la armonía de esta
versificación, ni comprende su valer, y la juzga prosa cansada.
Longo, que está en prosa y que yo traduzco en prosa, no ofrece ninguna
de estas graves dificultades. Es cierto que no debe considerarse como un
autor clásico; pero también es cierto que su obra pertenece á un género
más de moda hoy que nunca; _Dafnis y Cloe_ es una novela. Y como, á mi
ver, es la mejor que se escribió en la antigüedad clásica, y está
traducida en casi todos ó en todos los idiomas modernos, he creído que
debiera estarlo también en castellano, y que una traducción fiel y hecha
con alguna gracia, si atinaba yo á dársela, había de agradar á todos.
Harto sé, no obstante, que los libros, no ya clásicos y capitales, por
decirlo así, sino de segundo orden, como suelen ser las novelas, están
aún más sujetos á la moda que los demás libros. Homero y Virgilio,
aunque ya no divierten al vulgo, siguen y seguirán siempre siendo el
encanto de los doctos aun de los medianamente instruídos; pero á veces
hasta las novelas, que fueron en su época delicia de todos, no hay quien
las sufra en el día: ni los más literatos llevan con paciencia su
lectura. ¿Qué portugués, por sabio que sea, lee ahora, sin saltar una
página, la _Menina e moça_, de Bernardín Riveiro? ¿Qué español se traga
la _Diana_, de Jorge de Montemayor? El _Amadis de Gaula_, que durante
dos siglos ó más hechizó y deleitó á toda Europa, yace hoy arrinconado
para que algún paciente erudito ó algún lector tan incansable como raro
le lea por entero.
Esta efímera popularidad de la novela debe de consistir, sin duda, en
que las más estimadas y leídas en su época se lo debieron, no á
cualidades permanentes, sino al estilo de moda: á algo de convencional,
que hechiza en un momento y que un momento después empalaga y aburre por
falso y afectado.
Hay excepciones de esta regla; hay algunas novelas que por encima de la
beldad de convención poseen la beldad absoluta. Tales novelas sólo
sobreviven, se salvan del olvido en que las otras caen, y llegan á
contarse en el número de los libros clásicos. En toda época, pues, son ó
deben ser leídas por las personas de buen gusto. No pretendamos por eso
que el vulgo las lea también. Algo más las leerá y algo más habrán de
agradarle que los grandes poetas antiguos; pero nunca, ni con mucho, le
parecerán tan bien como cualquiera novela novísima, según el estilo y la
moda vigentes. Yo tengo para mí que el mismo _Quijote_, con ser novela
extraordinaria, sin par y única, la más espléndida joya de nuestra
literatura, el fruto más rico y sazonado del ingenio español, el libro
al lado del cual no se podrá poner acaso sino una docena de otros libros
desde que los hay en el mundo, no es hoy leído sino por literatos,
mientras que el vulgo y gran multitud de personas cultas, vulgo en esto,
se aburren leyéndole, si es que intentan leerle, y apenas perciben
algunas de sus bellezas, y las demás se escapan por completo á su
percepción, aunque la tengan muy viva, sutil y despierta para comprender
hasta los ápices y más menudos primores de Feuillet, Musset, Mérimée,
Sue, Balzac, Dickens, Dumas, Víctor Hugo y otra caterva de novelistas
contemporáneos, extranjeros, y aun españoles. Claro está que por
patriotismo, por no contrariar la corriente, con lo cual se harían en
este caso reos de lesa gloria nacional, casi todos afirman y sostienen
que el _Quijote_ es obra admirable, si bien la admiran por fe y sin
leerla.
Y no digo esto lamentándolo, sino para consignar un hecho. Esta
diversidad de gustos, esta moda vulgar de cada siglo, es conveniente.
¿Qué sería del infeliz escritor si el gusto fuese siempre igual? ¿Qué
concurrencia no le harían los autores antiguos? ¿Cómo competir en
España con el ignorado autor de la _Celestina_ ó del _Amadis_ y con
tantos otros famosos novelistas, si sus obras tuviesen hoy la vida, la
frescura y el encanto, y si fuesen tan sentidas y comprendidas del vulgo
como cuando se escribieron? Muchos, los más de los que hoy escribimos,
tendríamos que cruzarnos de brazos, llenos de aflicción y desaliento.
¿Quién escribiría un drama si gustasen y se comprendiesen Calderón y
Lope y Tirso, y respondiesen hoy, como en el siglo XVII, á los afectos,
pasiones y creencias de la muchedumbre?
De todos modos, yo entiendo que la novela de _Dafnis y Cloe_ dista no
poco de ser una obra extraordinaria; pero entiendo también que hay en
ella mérito bastante para colocarla en el número de las novelas
excepcionales, de belleza absoluta é independiente de la moda. Esto me
basta para justificar su traducción y su publicación en castellano.
Pero, ¿cómo he de fundar en esto la esperanza de que se divulgue y sea
popular la novela que traduzco y patrocino?
Lo espero, en primer lugar, por su concisión, pues no pasa, traducida
por mí, de 120 páginas. Y la espero también, porque la traducción
francesa de Courier, refundiendo la de Amyot, y las disputas de Courier
con Furia por ocasión de la mancha de tinta, han dado en Francia no muy
distante celebridad y popularidad á esta novela; y como las modas
vienen á España de Francia, pudiera ser que viniese esta moda de gustar
de _Dafnis y Cloe_.
Otra razón para que la novela guste, es la sencillez de su estilo, donde
la belleza de convención no entra para nada, pues los autores griegos,
hasta en la edad de decadencia, como se cree que fué la de Longo, se
dejaban más difícilmente extraviar por los artificios conceptuosos al
uso ó al gusto de un momento.
Razón es asimismo la de que, á pesar de lo que aseguran muchos, de que
los autores griegos y latinos no sentían ni comprendían tan hondamente
la Naturaleza como los modernos y los orientales, en _Dafnis y Cloe_ la
Naturaleza está viva, cuando no hondamente sentida y pintada. Así lo
declaran el sabio Humboldt, en el _Cosmos_, Villemain y otros críticos.
La brevedad de estas descripciones hace que hieran con más vigor la
fantasía de todo lector un poco atento, sin peligro de que fatiguen como
ocurre con frecuencia en las descripciones minuciosas, analíticas é
interminables de muchos escritores modernos, de quienes se diría que
miran con microscopio, tocan con escalpelo y escriben con plomo
derretido.
Una gran contra, fuerza es confesarlo, tiene, por cierto, _Dafnis y
Cloe_: el realismo de sus escenas amorosas, y la libertad, que raya en
licencia, con que algunas están escritas; pero sirva de disculpa que lo
que en _Dafnis y Cloe_ pueda tildarse de licencioso no es en el fondo
perverso, y si algo de esto último hay en el original, lo hemos cambiado
ó suprimido. En las impurezas de _Dafnis y Cloe_ resplandecen además
cierto candor y cierta nitidez, y hasta me atrevo á decir que la desnuda
y limpia inocencia del mármol pentélico, trabajado por el cincel del
escultor antiguo. Para mí sería no menos injusto tildar de poco decentes
algunas escenas de _Dafnis y Cloe_, como tildar de poco decentes el
Apolo de Beldevere y la Venus de Milo. Toda la culpa, si la hay, está en
el desnudo. Vestidas, y bien vestidas, están Fanny, Madame Bovary, _La
mujer de fuego_, _La Dama de las Camelias_ y otras mil heroínas del día,
y son harto menos honestas que Cloe. Inmensa, pongamos por caso, es la
distancia entre Cloe, que ama á Dafnis sin ningún interés y por él
mismo, y jura serle fiel y le es siempre fiel en vida y en muerte, y la
heroína de Goethe, Margarita, á quien las damas más púdicas admiran, no
ya á solas, en su estancia, donde no es pública la desvergüenza, sino en
pleno teatro, por lo menos haciendo gorgoritos en italiano, y en cuya
seducción interviene, no obstante, el incentivo de la codicia, el regalo
de las joyas, y donde ella, para estar con más descuido en los brazos de
su amante, da á su madre un narcótico, y para ocultar su pecado, mata á
su hijo. Todo lo cual no impide que Margarita sea admirada como criatura
angelical, modelo de ternura y de otras virtudes, y que se vaya derecha
al cielo, sin media hora siquiera de purgatorio, y que después interceda
con la Virgen María para llevarse también por allá al bribonazo del
doctor Fausto, del cual ha hecho el poeta alemán un extraño Job al
revés, ya que, en lugar de padecer con resignación las duras pruebas á
que somete el diablo al Job árabe, hace, con ayuda del diablo, cuanta
maldad y bellaquería se le antojan, sin escrúpulo de conciencia; y para
distraer sus melancolías en la ocasión más terrible, cuando ha
deshonrado y perdido á Margarita y causado la muerte de tres personas,
se va á bailar el jaleo con brujas jóvenes y bonitas en un estupendo y
desenfrenado aquelarre.
Al lado de _Fausto_, al lado de gran parte de los más celebrados libros
modernos, es inocentísimo el que traducimos.
Algo podrá también influir para que guste y para que las antedichas
faltas se perdonen ó se disimulen, el haber indudablemente servido de
modelo á la famosísima y con razón encomiada novela de Bernardino de
Saint-Pierre, que se titula _Pablo y Virginia_. No negaré yo que en ésta
el pudor y el espiritualismo de los amores se levantan inmensamente por
cima de lo que se pinta y refiere en _Dafnis y Cloe_, como que allí
todo está informado, á pesar del autor que era poco cristiano, por el
casto espíritu del cristianismo, mientras que _Dafnis y Cloe_ es obra
gentílica; pero en otras cosas, á mi ver, _Dafnis y Cloe_ aventaja á
_Pablo y Virginia_. En esta última novela hay, sin duda, en medio de sus
sencillas y naturales bellezas, sobrada afectación y _sensiblería_
malsana, propias de Rousseau, maestro de Saint-Pierre, y teosófico
prurito de buscar en la Naturaleza una revelación religiosa, mientras
que en _Dafnis y Cloe_ hay religión positiva, aunque sea mala, y todo es
más candoroso y menos alambicado.
Tales son las principales razones que me asisten para creer que _Dafnis
y Cloe_ puede gustar aún al vulgo en España.
Ya otra novela griega, que ha sido dos ó tres veces traducida ó
parafraseada en español, la única quizá que ha obtenido esta honra,
_Teágenes y Cariclea_, de Heliodoro, gustó mucho durante más de un
siglo, como lo prueban, Cervantes imitándola en el _Persiles_; Calderón
tomando asunto de ella para su comedia _Los Hijos de la Fortuna_; la
antigua traducción hecha por Fernando de Mena y publicada en 1516, y la
nueva hecha del latín, como la antigua, por D. Fernando Manuel del
Castillejo, en el año de 1722. Ambas traducciones gustaron, aunque son
desmayadísimas, y más que traducciones, desleídas paráfrasis. La novela
de Heliodoro, además, hasta en el original peca de fastidiosa, si bien
en la moral apenas tiene punto vulnerable, como obra de un santo varón
cristiano que llegó á ser obispo.
Debe, por último, excitar la curiosidad pública y avivar el deseo de
leer la novela de _Dafnis y Cloe_ la consideración de ser la primera por
su merecimiento, ya que no en el orden cronológico, de cuantas nos ha
dejado la literatura griega, germen fecundo y guía constante de todas
las literaturas de la moderna Europa.
Aunque de la historia de este género de ficciones, que hace tiempo se
llaman _novelas_, y que tan en moda están en el día, pudiéramos
excusarnos de hablar, remitiendo al lector á los autores de más valer
que sobre ello han escrito, bueno será poner algo aquí, en breve
resumen, acerca de la novela griega en general, y singularmente acerca
de _Dafnis y Cloe_, tomando por guía á Chassang, á Chauvin, á Sinner, á
Dunlop y á otros.
Cierto que la novela, escrita en prosa con alguna extensión, en una
forma aproximada á aquella en que hoy la concebimos y escribimos, y
contando lances de la vida privada de personas, no históricas, sino
particulares y fingidas las más veces, es una aparición muy tardía en la
literatura griega, y se puede y debe colocar en época de decadencia, al
menos relativa; pero, si por novela hemos de entender toda narración,
oral ó escrita, en prosa ó en verso, de casos inventados, ya se inventen
con plena conciencia, ya se imaginen ó se sueñen por unos hombres de un
modo espontáneo é inconsciente, y por otros se crean verdaderos y
reales, la novela es tan antigua como el mundo, desde que vive en el
mundo gente que habla.
Los griegos la llamaron _mytho_, y los latinos _fábula_. _Contar ó
hablar_ equivalía á referir _fábulas ó mythos_. _Hablar_ viene de
_fabulor_, que á su vez viene de _fábula_; y _mytho_ en griego significa
á la vez palabra, discurso, fábula, ó tradición popular cuento. Toda
_habla_ tenía, pues, en lo antiguo, sobre todo cuando narraba, mucho de
cuento, novela ó fábula. Por medio de ellas se explicaban los fenómenos
de la Naturaleza: el terror de los bosques, el curso del sol y de las
estrellas, la vida misteriosa de las plantas, la voz del escondido eco,
la recóndita inmensidad y el prolífico abismo de los mares, el
subterráneo origen de las fuentes, el brío devorador á par que plasmante
de la llama, la lucha de los elementos, sus afinidades y consorcios
fecundos, la fuerza que amontona los metales ó que cuaja el cristal en
las entrañas de la tierra, el arco iris que se extiende en la bóveda
azul, las tinieblas de la noche, el fulgor de la aurora, las nubes, el
trueno, el rayo, la lluvia que fertiliza y el viento que destroza;
cuanto hiere, en suma, la imaginación de los hombres, cuando la
Naturaleza hablaba con más poderosa voz que en el día á sus potencias y
sentidos, sin apartar el velo que la cubre ni hacer patentes sus
entonces inefables y temerosos arcanos. Los afectos, pasiones y
apetitos, que conmovían nuestro ser, no analizados tampoco entonces, ni
fisiológica ni psicológicamente, se personificaban del mismo modo que
los fenómenos naturales externos, y de aquí nacían también dioses y
diosas, demonios y genios. Cada uno de estos seres fantásticos tenía su
vida propia. Su historia, ya se refería, ya se cantaba en himnos. Los
acontecimientos humanos, las conquistas bienhechoras ó destructoras, la
emigración de los pueblos, la fundación de ciudades, reinos ó
repúblicas, los viajes por mar y por tierra en un mundo apenas conocido,
donde la imaginación ponía lo que el entendimiento ignoraba; todo esto,
engrandecido á poco de suceder, y á veces á par que sucedía, sin que
nadie lo escribiese, transmitiéndose y creciendo al pasar de boca en
boca, y conservado á menudo en la memoria, merced á la palabra rítmica,
dejaba de ser historia, se convertía en cuento, fábula ó _mytho_, y era,
en suma, la materia épica diseminada ó difusa. En ella se guardaba,
oculto en símbolos y figuras, todo el saber de las primeras edades; de
donde, con el andar del tiempo, salieron las maravillosas epopeyas,
cuando un vate singular y dichoso acertó á reunir los dispersos cantares
en armónico conjunto; y de donde la historia brotó más tarde, cuando un
observador, curioso y discreto, agrupó esos mismos cantares épicos,
hablas y tradiciones, poniéndolos en desatada prosa y procurando dar
alguna razón de ellos en virtud de la crítica naciente.
De aquí que, en fuerza de ser todo novela (religión, geografía,
historia, ciencias naturales, moral y política), no viniese hasta muy
tarde la novela propiamente dicha.
Han disputado muchos eruditos sobre la procedencia de la novela griega.
Unos, como Huet, suponen que vino del Oriente; otros, que nació en
Grecia, original y castiza. Yo creo que, sin duda, los primitivos
griegos traían ya sus creencias y sus _mythos_ desde que emigraron de la
cuna de la raza aria, en las faldas del Paropamiso; que fueron después
inventando mucho, y que tomaron también no poco de Egipto, de Fenicia,
del Asia Menor, de Tracia y de otras regiones y pueblos; pero los
griegos, admirablemente dotados por la Naturaleza, pusieron en todo el
sello de su propio ser: la gracia, la medida, la armonía y el buen gusto
instintivo é innato.
Como quiera que ello sea, la ficción fué, en un principio, candorosa, y
no reflexiva: tuvo carácter épico, tanto por el sujeto que fingía,
cuanto por el objeto fingido. No era la ficción individual, ó se habían
perdido las huellas de que lo fuese: era obra de la imaginación
colectiva: no era historia fingida adrede, sino creída y soñada; ni era
tampoco de casos meramente domésticos, sino importantes al pueblo todo ó
á todos los hombres: historia de reyes, de patriarcas, de héroes
epónimos, de dioses y semi-dioses, los cuales, ya, como Hércules, Teseo,
Perseo y Belerofonte, altos modelos de los ulteriores caballeros
andantes, socorrían doncellas, amparaban menesterosos y libertaban la
tierra de monstruos y tiranos; ya, como Baco, Osiris y los Argonautas,
se extendían por el mundo, civilizándole en expedición conquistadora;
ya, como Hermes, inventaban artes que hacen grata la vida; ya, como
Prometeo, arrostraban la cólera del cielo y del inflexible destino, á
fin de salvar, mejorar ó ennoblecer al género humano.
Cuando toda esta materia épica pasó de ser oral á ser escrita, y
perdiendo el ritmo ó forma de la poesía, vino á ponerse en prosa, la
ficción, ó dígase la novela en su más lato sentido, entró en un período
importante de su historia, si bien aun apenas aparecía aislada, sino
combinándose con todo. Los moralistas se valían de ella para inculcar
sus preceptos, y los filósofos y políticos para hacer más perceptibles y
populares sus teorías y sistemas. De aquí las fábulas de Platón sobre
la Atlántida y sobre Her el armenio, la del grave Aristóteles sobre
Sileno y Midas, y la de Jenofonte sobre la educación de Ciro.
Lo inexplorado hasta entonces de este planeta en que vivimos, daba lugar
á innumerables _utopias_; esto es, á tierras incógnitas ó muy remotas,
donde vivían pueblos extraños, ya por lo monstruoso de su ser y
condición, ya por estar gobernados de una manera singular y perfecta,
según el gusto de quien transmitía ó inventaba la ficción. Así nacieron,
y se pusieron en diversos sitios, reinos ó repúblicas de amazonas, de
pigmeos y de arimaspes, y así surgieron también islas afortunadas: el
país de los hiperbóreos, amados de Apolo; la tierra de los meropes, la
nación india de los atacoros, y hasta la Pancaya de Evhemero.
De la misma suerte que, por ignorancia de la geografía, se creaban
países y pueblos fantásticos, por el desconocimiento de los casos
pasados, emigraciones de razas, conquistas, victorias, civilizaciones
florecimientos y decadencias, nacieron multitud de historias de pueblos
primitivos, donde á veces, sobre la leve trama de algunos hechos reales,
la fantasía tejía y bordaba mil prodigios.
Para dar autoridad á alguna doctrina religiosa ó filosófica, casi se
forjaba un personaje y toda su portentosa historia, como la de Abaris ó
la de Zamolxis, y, por el contrario, para glorificación de un personaje
real, se forjaba su leyenda. Así se escribieron no pocas vidas, no ya
sólo de reyes, héroes y conquistadores, sino también de sabios y de
filósofos, como la de Pitágoras por Jámblico y Porfirio, la de Apolonio
de Tyana por Filostrato, la de Plotino por Porfirio, y la de Proclo por
Marino. Hasta para dar una explicación racionalista á la historia
divina, para traer á la tierra á los númenes que el vulgo adoraba, y
reducirlos á la condición y proporciones humanas, se inventan fábulas no
menos increibles y absurdas que la misma religión que tiraban á
destruir, como ocurría en la ya citada Pancaya de Evhemero, quien cuenta
hoy, sin las disculpas que él tenía, tan numerosos y brillantes
discípulos, v. gr.: Rodier, Renan, Moreau de Jonnes, y sobre todo, el
autor de un libro titulado _Dios y su tocayo_, donde se pretende probar
que Jehováh era el emperador de la China, y Adán un súbdito rebelde,
expulsado del Celeste Imperio.
Es evidente que al señalar aquí las diversas direcciones que tomó entre
los griegos el espíritu de invención novelesca, lo hacemos con rapidez y
á grandes rasgos, y no podemos ceñirnos á la cronología, ni marcar con
precisa distinción épocas y períodos. Baste que nos atrevamos á afirmar
que hasta los tiempos de Alejandro Magno, apenas queda rastro de lo que
ahora podemos llamar _novela de costumbres_. Toda ficción es sobre algo
que toca ó interesa á la vida pública, ya religiosa, ya política, ya
filosófica. La novela de casos domésticos estaba en gérmen y reducida al
cuento oral, que hasta muy tarde no empezó á coleccionarse.
Estos cuentos venían principalmente de Mileto, de Sibares y de Chipre, y
eran á menudo amorosos y obscenos. Los más antiguos recopiladores de
estos cuentos, de quienes se tiene noticia, son de la edad de Alejandro,
ó posteriores, como Clearco de Soli, Partenio de Nicea, maestro de
Virgilio, y Conón, que vivió en el mismo tiempo.
Con la novela hubo de suceder lo mismo, en cierto modo, que con el
teatro cómico. Aristófanes, en la comedia antigua, habla y trata de la
vida pública, política y religiosa. Viene después la comedia media, que
trata aún de la vida pública; pero, ya perdidas la actividad y la
libertad de la democracia ateniense, olvida lo político, y se emplea en
representar filósofos y cortesanas. Sólo con Menandro, en la comedia
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