La enferma: novela - 14

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--Sí, maridito mío--agregó--, yo no quería contarte las causas de estas
señales, pero ahora he resuelto decírtelo todo; sí, todo; ya ves que me
pongo muy seria... Te lo explicaré todo, ¿entiendes? aunque el
recordarlo me hace mucho daño; pero promete que no te enfadarás conmigo
ni con nadie...
Entonces Gabriel se acercó a la cama.
--¡Déjala, no la mires!--gritó Sandoval de un modo siniestro--; déjala
que hable, mi vida depende de sus labios.
--Por esas incomprensibles temeridades tuyas, puede sobrevenir otra
crisis como la que ha sufrido hace un momento y de la que libró
milagrosamente.
--Montánchez--exclamó Alfonso con el acento del hombre resuelto a
todo--, te aconsejo que no la mires; sé que no quieres que hable y
tratas de callarla con los ojos, y haces mal en mantener tal empeño; no
me importa que muera, el corazón me dice que aquí habrá más de un
cadáver.
Pero la poderosa mirada del médico ya había producido su efecto y
Consuelo empezó a tartamudear:
--¡Qué miedo, ese hombre, ese... qué cara tiene tan seria!...
Y se cubrió los ojos con las manos.
Alfonso conoció la perfidia encerrada en la conducta de su amigo y
anhelando contrarrestar su influjo, asió violentamente una de las
muñecas de Consuelo.
--¡Habla--dijo en tono imperativo--, yo te lo mando!
El semblante de la joven expresó sorpresa, después alegría.
--¡Es él!--murmuró.
--¡Habla, habla!--repitió Alfonso colérico.
--Sí, sí... es él, ¡ay! pero no me atrevo, está ahí el otro, no le
veo... pero le siento cerca...
En efecto, Montánchez la miraba con toda la fuerza de sus ojos.
Sandoval nunca había puesto a prueba el poder magnético de su mirada, ni
sabía el estado psicológico en que debe colocarse el operador para
producir más fácilmente la sugestión; pero si le faltaban la ciencia y
la costumbre, en cambio poseía ese vigor extraordinario que desarrolla
en los espíritus el amor y los celos; y como el cerebro de Consuelo
tenía la sensibilidad de las agujas imantadas, no pudo substraerse a
aquella nueva y simpática corriente sugestiva que la libertaba de la
odiosa fascinación del médico.
--No puedo, no me atrevo--balbuceó aún.
--Sí, sí puedes, te lo mando yo, yo que estoy aquí para
defenderte--gritó Alfonso con toda la energía de que fué capaz, temiendo
que su voluntad no prevaleciese.
La corriente simpática triunfó.
--Creo que se ha ido--prosiguió Consuelo--, no sé por dónde, pero no le
siento... Verás, yo estaba sola en el gabinete...
--¿Cuándo?
--Me quedé sola cosiendo... y llamaron a la puerta... un repiqueteo muy
largo y luego otro... ¡hijo, cuánto me duele el corazón, apenas puedo
respirar!... Parece que me ponen una piedra muy grande sobre el pecho...
y entró; desfallecí al verle, y para que comprendas que el diablo anda
metido en esto, yo misma abrí la puerta y dejé entrar al lobo.
En aquel momento el semblante de Montánchez adquirió una expresión
feroz, y sus ojos relampaguearon con ira salvaje.
Consuelo calló y sus manos temblaron.
--Sigue--dijo Sandoval, que por la posición en que estaba no pudo ver
los gestos que desfiguraban la fisonomía del médico--, te lo mando yo,
¿no entiendes?... ¡Sigue!
Indudablemente los pensamientos de la joven continuaron desarrollándose
mientras permaneció silenciosa, porque súbitamente su alucinación fué
terrorífica.
--¡Ay, suélteme usted!... yo quererle, ¡qué locura!... yo, que no puedo
verle ni pintado... No, señor, a mí no me toca nadie más que mi marido,
y a mí no tiene usted que tutearme... ¡Ay! me aprieta entre sus
brazos... Bueno, me escaparé, no puedo, me echa sobre el sofá... no
puedo moverme... ¡favor, socorro... so... ay... no me deja gritar, me
tapa la boca con la suya!
Incorporóse con un movimiento rápido y empeñó con Sandoval una lucha
desesperada, procurando morderle, babeando de coraje y deshaciéndose en
denuestos que la ira entrecortaba.
--¡Mentira, perro, mentira--repetía--, de mi marido sola, de usted
nunca: me tendría usted que matar antes!...
--Pero, ¿con quién hablas, con qué demonio del infierno?--gritó Alfonso,
ciego de ira, sacudiéndola por los brazos como si quisiera
arrancárselos.
--Déjala--exclamó Montánchez--, estás maltratándola bárbaramente.
--Gabriel, aquí hay un hombre engañado, un hombre del que otro se ríe, y
ese hombre soy yo... Pues bien, el misterio ha de quedar resuelto en
seguida, y de aquí no sales sin que yo esté persuadido de que no eres un
criminal.
Consuelo le interrumpió.
--Sí, marido mío, esa es la verdad, la horrible verdad... ¿quién había
de pensarlo?... Créeme, no estoy borracha, no... ¿Cómo, y el miserable
dice que no... me desmiente, se atreve a negarlo?... ¡Cobarde,
canalla!... Usted es, usted sólo, tenga usted siquiera el valor de
confesarlo... ¿No siente usted vergüenza de su conducta?... ¡Sí,
Alfonso, ése es el infame que me ha perdido, el que se ha mofado de tu
honor y del mío, ése!...
--Pero, ¿quién es ése?--gritó Sandoval, por cuya frente corrían gruesas
gotas de sudor--, ¿quién es, no tiene nombre?...
El médico, silencioso, se mordía los labios.
--¿Que quién es?--balbuceó ella queriendo despertar.
--Sí, ¿quién es?
--Es... no puedo decirlo... es tu amigo.
--¿Mi amigo, dices... mi amigo Montánchez?
Ella vaciló.
--¡Acaba!
--Sí, sí, ése mismo...
--¿Montánchez?
--Sí, ése... Montánchez...
Sandoval ya lo sabía; uno de esos presentimientos que nunca engañan se
lo dijo y, sin embargo, la confesión que acababa de sorprender a
Consuelo le anonadó. Se puso pálido, luego lívido, abrió la boca y se
pasó las manos por la frente; después retrocedió buscando un punto de
apoyo, porque sus piernas empezaron a temblar y creyó que las paredes de
la habitación giraban en torno suyo y que el piso se hundía bajo sus
pies; pero súbitamente la voluntad reaccionó sobre sí misma devolviendo
a los músculos su entereza.
--¡Consuelo!--gritó cogiéndola por los brazos y obligándola a sentarse
en el lecho--, piensa lo que has dicho; Consuelo, por tu padre, por el
amor que me tienes... habla: si Gabriel te arrastró al adulterio, le
mato; pero si es inocente, dímelo, dímelo pronto para descansar...
Consuelo, vuelve en ti, ¿quién es el hombre que te ha perdido?... Acaba,
miserable, despierta, recobra el seso, porque si no harás que yo lo
pierda también... Dilo, antes de que te ahogue...
Y la sacudía, la abofeteaba, ciego de coraje.
--Di, ¿quién fue?... ¿Es Montánchez, es Montánchez?...
La voz de Sandoval tenía un poder extraordinario, que daba frío;
Consuelo se estremeció y sus párpados se entreabrieron.
Entonces exclamó Alfonso, señalando al médico:
--Me lo acabas de confesar, ¿es ése?... ¿Es ése?...
Las pupilas de la joven se dilataron y un terror infinito desfiguró su
semblante: con esa lucidez de los moribundos, comprendió la situación,
la sima que acababa de abrirse a sus pies y la horrible tragedia que
seguiría a su muerte; el crimen estaba descubierto y ella perdida.
--Pero, habla, ¿es ése?... ¿Es ése?--repitió Sandoval.
Consuelo Mendoza hizo un gesto de suprema angustia y se desplomó sobre
el lecho murmurando:
--¡Sí, ése es!...
Cayó boca arriba, los brazos abiertos y la cabeza colgando fuera de la
cama; muerta...
Alfonso miró al médico, y con una voz que el dolor tremolaba:
--Gabriel--dijo--, ¿es cierto lo que ella ha dicho?...
--Completamente cierto--repuso Montánchez sin inmutarse--, y si no
hubiese hablado, yo lo hubiera dicho, pues ya me repugnaba prolongar
tanto tiempo una mentira.
--¿Y fué tuya?
--Sí.
--¿La violentaste?
--Sí; fué una caída de la que la infeliz no es responsable: luchamos, yo
era más fuerte y vencí.
--¿Y los cardenales de los brazos se los hiciste tú?
--Yo mismo.
--Eso ocurrió...
--La tarde de la tempestad.
--¿Y quién lo sabe?
--Nadie, más que tú y yo.
Hubo un silencio.
--¿Qué hiciste, Gabriel?--exclamó Alfonso con un acento que revelaba las
angustias de su alma--, ¿qué hiciste de nosotros?...
Y le miraba fijamente, pensando en lo que acababa de oír y examinándole
los brazos, los ojos, la boca, las manos... ¡las manos, sobre todo!...
Aquellas manos habían mancillado el cuerpo de Consuelo, aquellos labios
la besaron, aquellos ojos la vieron desnuda...
Los dos hombres se contemplaron con furor: Sandoval estaba a un lado del
lecho, Montánchez a otro, como separados por la muerta.
--¡Suya, suya!--murmuró Alfonso abrumado--; ¿es posible?
Luego agregó:
--Gabriel, uno de nosotros morirá.
--Sí, es preciso--repuso el médico con arrebato--; yo lo quiero también:
no creas que soy como aquel parricida que trató de conmover a sus jueces
recordándoles su orfandad. Cuando me decidí a traicionarte sabía que en
este lance me jugaba la vida; él o yo, dije entonces; y ahora que ha
llegado el momento de resolver aquel dilema quiero agregar al crimen de
Consuelo el tuyo, o morir a tus manos.
Montánchez parecía tranquilo y su voz resonaba con ese aplomo que, aun
en las circunstancias difíciles, conservan los caracteres bien
templados. Y había una grandeza imponente y trágica en aquellos dos
hombres que iban a destrozarse en una habitación cerrada.
--No eres despreciable del todo--murmuró Alfonso--, me debes tu sangre y
me la traes.
--Sí, te la debo y te la traigo; pero para cobrarte has de venir por
ella; yo no te la doy.
Sandoval no le oyó: un destello de razón había iluminado su cerebro y
vió su pasado, su amor, su juventud, su deshonra, su porvenir lleno de
oprobio, el cuerpo ultrajado de Consuelo pidiéndole venganza y la
alevosía de aquel amigo a quien tanto quiso: una ola de fuego le
abrasaba el rostro, una nube de sangre se extendía ante sus ojos.
--¡Suya, suya!--murmuraba.
Corrió al gabinete para cerrar la puerta y volvió en seguida al
dormitorio palpándose los bolsillos.
--No tengo armas--dijo.
--Yo tampoco--repuso Gabriel--, pero eso no importa; así la agonía del
que sucumba será mayor y podrán saciarse más cumplidamente los deseos
vengativos del matador.
Y extendiendo el brazo como para contener aún a su enemigo.
--¡Alfonso!--gritó--, dos hombres como nosotros si riñen es a muerte.
--¡A muerte!--repitió Sandoval con alegría feroz--; tú has matado a
Consuelo y por su vida, la tuya.
--Sea, pues.
Los dos rivales se acometieron.
La lucha prometía ser horrible: eran dos atletas; vigorosos de cuerpo,
enteros de alma, llenos de agilidad, de audacia y de ira; pronto sus
caras y manos estuvieron cubiertas de sangre, que se limpiaban con el
antebrazo o que escupían cuando se les entraba por la boca. El dolor de
los golpes centuplicó su coraje, y deseando abreviar la pelea lucharon a
brazo partido: Montánchez era más alto que Alfonso y más membrudo, pero,
en cambio, éste tenía más elasticidad en los músculos, más rapidez en
los movimientos, más nervios, más ira.
Entonces el combate alcanzó proporciones épicas. Los rivales,
anhelantes, frenéticos, se oprimían, se estrujaban, se separaban un poco
para volver a embestirse con nuevo encono, procurando sorprender una
debilidad, un descuido, una pisada en falso de su contrario, para cargar
sobre él y derribarle; jadeantes y ensangrentados peleaban con la
desesperación del que sabe que no puede rehuir el peligro.
Las sillas quedaron derribadas y la mesilla de noche cayó al suelo
saltando en pedazos su tapa de mármol. Oyéronse pasos precipitados; eran
las criadas que, sobrecogidas de terror al sentir el estrépito,
procuraban enterarse de lo que ocurría; al convencerse de que en la
alcoba reñían trataron de abrir la puerta, pero como ésta estaba cerrada
y no cedió, prorrumpieron en alaridos de espanto y en voces desaforadas
pidiendo ¡socorro, socorro!...
Entretanto, los combatientes continuaban su cruel porfía, sintiendo que
su sed de venganza aumentaba con el cansancio.
Hubo un momento en que Montánchez, ágil como un tigre, descargó un
vigoroso puntapié en el vientre de su enemigo; era ésta una estratagema
decisiva que había aprendido de los boxeadores ingleses: Sandoval ladeó
el cuerpo, mas no pudo evitar del todo el golpe y fué a recostarse sobre
la pared arrojando sangre por la boca; estaba pálido, desencajado por la
fatiga, porque su boca y su nariz no bastaban a aspirar todo el aire que
necesitaban sus pulmones.
Gabriel también se hallaba rendido, pero calculando que su viveza en los
ataques podrían darle la victoria arremetió a Sandoval y cogióle por
debajo de los brazos; Alfonso lanzó un grito frenético, viéndose perdido
si su agilidad no le sugería algún nuevo medio de defensa. En aquella
falsa posición no podía revolverse, sus pies apenas tocaban el suelo, y
mientras sus brazos se agitaban en el vacío los del médico le oprimían
en un círculo de acero; en tal actitud estaba a merced de su enemigo que
podía, haciendo un esfuerzo, levantarle completamente en el aire y
estrellarle el cráneo contra el suelo.
--¡Ya eres mío!--rugió Montánchez.
Y le alzó para voltearle; mas no pudo y Sandoval cayó de pie.
--Todavía no--murmuró éste.
--¡Pero lo serás!... ¡lo serás!...
La idea de su impotencia y de que aquel infame jugaba con su vida como
antes jugó con su honor, redoblaron las fuerzas de Alfonso.
Con rapidez felina apoyó sus manos sobre el pecho de Montánchez, y en
cuanto pudo ensanchar un poco el círculo donde se ahogaba y afirmarse en
el suelo, se precipitó sobre el médico asiéndole por el cuello con los
dientes: Gabriel hizo un violento esfuerzo para desasirse, pero no lo
consiguió; las mandíbulas de Sandoval se apretaban en una especie de
crisis epiléptica; Montánchez sintió que el pecho se le empapaba de
sangre y Alfonso que su boca se llenaba de un líquido caliente,
nauseabundo, acre, que enardecía su rabia.
Fuera resonaban los gritos de las criadas, pidiendo auxilio.
En los vaivenes de la pelea Gabriel tropezó y, perdiendo el equilibrio,
cayó al suelo arrastrando a Sandoval tras sí: entonces arreció el empeño
de la lucha y con él los esfuerzos de los combatientes, que rodaban el
uno sobre el otro sin poder desasirse; un instante consiguieron ponerse
de rodillas, pero pronto les faltó el equilibrio y forcejeando volvieron
a caer. Esta vez Sandoval quedó debajo, medio ahogado: la sangre del
médico inundaba su boca y en su angustia tenía que tragársela; y
mientras procuraba degollar a su enemigo con los dientes, Gabriel
Montánchez gemía sobre él de rabia y de dolor.
La cabeza de Consuelo pendía fuera del lecho, el quinqué, falto de
petróleo, parpadeaba como la rojiza pupila de un borracho, y entre los
muebles destrozados y sobre un charco de sangre, aquellos dos hombres
seguían ahogándose en un postrer abrazo...
* * * * *
Días después los periódicos publicaron la siguiente noticia:
“Anoche, en el “rápido” Irún-París, se suicidó, disparándose un tiro, el
señor A. S., muy conocido de la buena sociedad madrileña. Su muerte se
relaciona con el trágico crimen de la calle Arenal, del que dimos
oportuna cuenta a nuestros lectores. La gravedad de este drama es de tal
naturaleza, que nos impide, por hoy, ser más explícitos”.
Madrid, mayo 1896.
FIN
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