La enferma: novela - 04

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--¡Despierta, hombre ilustre, que la ciencia y la amistad te reclaman!
Montánchez se estremeció ligeramente y entreabrió sus ojos serenos y
tranquilos.
--¡Cuánto he trabajado!--murmuró.
Sentado al borde de la cama, Sandoval expuso compendiosamente y sin
preámbulos el objeto de su visita: Consuelo estaba peor, de día en día
sus males se agravaban, a ratos sus nervios se exacerbaban de tal modo,
que había serios motivos para temer por la salud de su razón.
Gabriel se había quedado muy serio y oía atentamente.
--¿Ha sufrido en estos últimos meses alguna crisis violenta?--preguntó.
Sandoval comenzó a referir cuantos detalles recordaba que podían
contribuir a esclarecer la índole de la enfermedad. Describió la niñez
de Consuelo, el susto a que aquellos padecimientos parecían referirse,
las ocupaciones a que se entregaba, su afición a la lectura y al teatro,
sus ensueños y sus extravagantes supersticiones. Cuando refirió el
ahinco que la joven puso en ser azotada, Montánchez no pudo abstenerse
de sonreír.
--Todo eso--comentó--es muy serio y muy interesante, y acusa los
gérmenes de un grave desarreglo mental cuyos progresos debemos corregir
antes que echen nuevas y más robustas raíces. La gran dificultad que
ofrecen estas enfermedades es que ninguna de ellas presenta rasgos
característicos constantes, sino que en su misma naturaleza va envuelta
la vaguedad y multiplicidad de formas; lo inestable, lo anómalo, lo que
está fuera del curso natural de las cosas, es lo único que hay en ellas
de permanente. En estos casos los pobres médicos caminamos sin luz,
expuestos a caer a cada paso, de misterio en misterio, y es evidente que
el diagnóstico de la enfermedad no puede hacerse en tanto no haya una
base segura de dónde partir.
Sandoval agregó nuevos pormenores.
--Todos son datos que merecen tenerse en cuenta--dijo Montánchez--, pues
aun cuando considerados aisladamente valgan poco, su conjunto constituye
la historia de una enfermedad. Consuelo es una desequilibrada; su
cerebro nació defectuoso o ha sufrido una alteración por efecto del
susto de que antes hablabas, y los síntomas de ese desequilibrio son los
que necesito conocer para remontarme por derechos caminos al origen o
matriz de la enfermedad.
Alfonso continuó narrando minuciosamente la vida íntima de su hogar, no
omitiendo ninguna particularidad, ni aun las más secretas y calladas,
con la confianza ciega del que habla delante del médico y del amigo.
Montánchez le escuchaba, murmurando como si dialogase consigo mismo:
--¡Es extraño todo eso!...
Y añadió:
--¿Sabes si tiene alguna manía constante?
--Manías tiene muchísimas, pero permanente creo que ninguna.
--¿No sorprendiste en ella alguno de esos extravismos del gusto que
impulsan a ciertos enfermos a comer pedacitos de barro o granos de
café?... ¿O si muestra deseo o aversión inmotivada hacia determinados
objetos o personas?
Sandoval vaciló.
--Hasta hoy nada he notado, pero en lo sucesivo me fijaré... Aunque
ahora se me ocurre una idea que confiaré sin rebozo, porque a ti poco
debe importarte. Consuelo no te quiere.
--¿No me quiere?... ¿Cómo lo sabes?
--Ella misma me lo ha dicho; no sólo no te quiere, sino que te aborrece
con ese ardor salvaje que pone en sus menores afectos.
--Pues no lo entiendo.
--Y lo entenderás menos sabiendo que ella me confesó muchas veces que
eres guapo y que tienes buen trato y mucho talento; pues a pesar de
comprender tus excelencias, sigue odiándote.
--He ahí un mal precedente para que yo pueda curarla con fortuna--dijo
Gabriel--, porque empezará a mostrarse rebelde a mis tratamientos, y el
enfermo que aborrece a su médico es como el chico que detesta a su
maestro, que no aprenderá nunca lo que éste pretenda enseñarle. Tu
revelación me contraría mucho; no por mí, sino por ella, pues tratándose
de enfermedades nerviosas en las cuales las impresiones lo pueden todo,
los peligros de la antipatía se multiplican en un cincuenta por ciento.
--No importa--repuso Sandoval levantándose--, quiero que la veas antes
que ningún otro médico; ahora te dejo para volver a casa, donde te
espero a las...
--Calla--interrumpió Montánchez--, ya sabes que los relojes y yo no nos
entendemos; explícaselo a mi ama de llaves y ella cuidará de llamarme.
--¿Seguramente?
--Seguramente.
Alfonso salió, corriendo los cortinones que separaban la alcoba del
gabinete; y Montánchez quedó sumido en esa semiobscuridad aliada
poderosa del sueño; luego encendió un cigarrillo y se puso a fumar
sosegadamente mirando al techo. El humo producía en su cerebro, según
las circunstancias, dos efectos contrarios; unas veces le excitaba,
otras le adormecía; pero entonces el silencio y aquella atmósfera
cargada de olor a tabaco, consiguieron emborracharle, las ideas
perdieron su lucidez y la realidad desapareció lentamente bajo gasas
impalpables.
Montánchez tiró el cigarro a medio apurar.
--¿Por qué me odiará esa mujer?...--dijo.
Y se quedó profundamente dormido.
Cuando Sandoval llegó a su casa encontró a Consuelo desayunándose.
--Hola, flor de la maravilla--exclamó--, ¿ya te levantaste a dar guerra?
--¿Dónde has ido?
--A la calle.
--Necesito saber a qué sitio.
--Aquí estamos perfectamente--dijo Alfonso acercando una butaca a la
chimenea recién encendida--; fuera hace un frío inaguantable.
--¡Concho!... ¿Quieres responder a lo que pregunto?... Estoy hablándote.
--¿Me convidas a chocolate?
--Vaya usted a paseo.
--Dame, una sopita siquiera, tragaldabas.
--Hasta que no digas lo que has hecho, no te miro a la cara, eso
mismo... ni te dejo catar el chocolate.
--¡Ah! pues, tienes razón... ¡Pícara cabeza la mía!... He visto a
Gabriel.
--¿A ese albéitar indecoroso?
--Al mismo; y no ponga usted esa carita porque no hay motivos para
tanto.
--¡Lástima de albarda!
--Sí, señora doña Consuelito Mendoza; fuí a eso; a decirle que te riña y
te meta en cintura.
--¡Pues que se ande con tiento!
--¿Qué ibas a hacerle?
--¡Reventarle, concho!... Mira... si entrase ahora, le tiraba el pocillo
a la cabeza. Yo no quiero ver más a ese tío, eso es; porque ese hombre
es un tío y quiera Dios que alguna vez no andes a trastazos con ese
amigote de los infiernos.
--Ya no hay remedio, princesa; Montánchez vendrá dentro de algunas horas
a tomarte el pulso y a mirarte la lengua; le he referido nuestra vida
íntima sin omitir un detalle, ¿entiendes? ni uno solo... y el muy pillo
se ha reído bastante.
--¡Asqueroso!
Alfonso se acercó a ella y quiso darle un beso; ella se defendió; al
fin, las dulces paces quedaron hechas.
Entonces Consuelo se levantó muy solícita, le trajo una zapatillas para
que se quitara el calzado húmedo y se abrigase bien los pies, y obligóle
a vestirse una dulleta con cuello y bocamanga de pieles; luego, por
tenerle más cerca, le hizo sentar a su lado, en una banqueta.
--Ponte aquí--dijo.
Él obedeció, quedándose con las piernas extendidas casi horizontalmente,
el cuerpo entre las rodillas de la joven y la cabeza caída sobre sus
faldas. Viéndole en tal posición, Consuelo, presa de un violento acceso
de ternura, empezó a despeinarle suavemente, besándole.
--¡Qué guapo eres!--decía--. ¡Qué bien estás así!... No hay quien tenga
tus cejas, ni tus ojos, ni tus pestañas, ni una nariz como la tuya...
Ese Apolo de que hablan los libros no valía lo que este mechón que
tienes sobre la frente. ¡Concho, si la señora Venus te hubiese cogido
por su vereda, buenos ratos hubiera pasado contigo, diosa y todo!... Así
te quiero yo, por supuesto, que estoy lela en cuanto te veo y no vivo si
no es pensando en ti. ¿Y tú, también me quieres mucho, verdad?... ¿Y
andarás siempre conmigo y no te juntarás con nadie, eh?... ¿Verdad que
no?... Bueno, ¡concho, contesta pronto, ya me había asustado!... Parece
que fué ayer cuando nos casamos. Entonces te quería mucho, muchísimo,
¡ya lo creo! como que pasaba las noches leyendo tus cartas a hurtadillas
de mi padre; pero ahora te amo más y con mayor tranquilidad, porque eres
mío, mío sólo. ¡Uy!... esto de poder llamarte Alfonso mío, maridito mío,
delante de todo el mundo, me llena la boca y el corazón. ¡Quia! tú no
sabes lo que te quiero; vosotros, los hombres, por muy apasionados que
seáis, siempre tenéis en el pecho un pedacito de corcho.
Y añadió:
--¡Quién te quiere a ti!
Sandoval, que ya sabía la forma de este interrogatorio, repuso:
--Mi burra.
--¿Tu burra chiquinina?...
--Ella solita.
--¿Y tú, a quién quieres?
--A ti y a dos niñas que tengo en los ojos y son tan guapas y tan
monísimas como tú.
--Pues yo a ti y a los Alfonsitos de mis pupilas. Dios mío, ¿por qué no
tendré muchas bocas para besarte al mismo tiempo en muchos sitios? Y
esta pasión que por ti siento es contagiosa, pues la extiendo a los
objetos de tu propiedad; y así quiero más a tus trajes viejos que a los
recién traídos de la sastrería, con los cuales aún no tengo confianza.
¡Esto sí que es querer!... Tengo celos de tu camisa, de tu chaleco, de
tu corbata, de todo, concho, lo que llevas encima; ninguno de esos
chismes se separa de ti, te acompañan a todas partes, corretean las
calles contigo, van al casino... ¡Quién fuera petaca o botón de camisa
para custodiarte y fisgarlo todo!... Hay el inconveniente de que cuando
una elástica se rompe se tira, pero no importa... Yo cambiaría treinta
años de vida por cinco, con tal de pasar éstos pegadita a tu cuerpo como
una pieza de punto...
Volvió a besarle los ojos y la boca.
--¡No hay en el mundo nadie como tú; nadie, nadie!...
Sandoval se dejaba mimar, sonriendo y sin devolver aquel diluvio de
caricias.
--Oye, Alfonsito--dijo de pronto la joven--, ¿quieres referirme un
cuento?
--¡Un cuento!--exclamó él aterrado--. ¡Para romances tengo la cabeza!...
--¿Entonces, lo cuento yo? Y eso que, según vosotros, la mía está medio
descompuesta.
--¡Bravo, me parece muy requetebién! ¡Desembucha!
--Te advierto que es largo.
--No importa; aunque tenga más rabo que el diablo, lo oiré con gusto.
--Bueno, verás qué bonito es... pero no vayas a reírte, porque entonces
no lo concluyo y te dejo con las ganas de saber el desenlace.
--Espera a que encienda este cigarrillo.
Sandoval se acordaba en tales momentos de la vida en Persia y Arabia,
porque, a pesar de la estación y de la capa de nieve que cubría las
calles, había en aquel cuadro algo orientalesco, que hacía soñar con
las solitarias palmeras del desierto y los harenes musulmanes.
--Pues, señor--empezó Consuelo--, una mañana supo el gallo Pinto que su
amigo Periquito se casaba y quiso ir a la boda: para ello se lavó de
patas a cresta, se arregló las plumas y salió al campo; en la misma
puerta del corral encontró un cajón muy grande, lleno de trigo.
--Concho--pensó el gallo--; si como trigo se me ensuciará el pico y los
que me vean comprenderán que soy un tragón y se reirán de mí. Pero pudo
más el hambre que sus escrúpulos, y picotazo va, picotazo viene, dejó la
caja sin un solo granito, pensando que ya tendría ocasión favorable de
limpiarse el pico por el camino. Conque siguió andando, hasta que vió
una malva y dijo:
--Malva, limpia el pico del gallo Pinto para ir a la boda de Periquito.
Y la malva no quiso. Entonces continuó caminando muy triste, y a poco
rato encontró un borrego y le dijo:
--Borrego, cómete la malva que no quiso limpiar el pico del gallo Pinto
para ir a la boda de Periquito. Y tampoco quiso. Prosiguió su camino, y
al ver un lobo le dijo:
--Lobo, muerde al borrego que se negó a comer la malva que no quiso
limpiar el pico del gallo Pinto para ir a la boda de Periquito. Y
tampoco quiso...
Y por este estilo continuó hilvanando una retahila de nombres:
sucesivamente el gallo, héroe de tan conmovedora narración, fué
encontrando un perro, un palo, un haz de leña ardiendo, un río y un
burro, y a cada nuevo tropiezo volvía a repetir todo el rosario de
palabras que precedían, lo cual causaba efectos soporíferos decisivos.
Era una historia infantil que aprendió siendo niña, cuando iba al
colegio, y que frecuentemente se complacía en recordar para distraer a
su marido.
Alfonso cerró los ojos, dando muestras evidentes de cuán poco le
importaba saber lo que le acaeció al gallo del cuento en su accidentada
peregrinación.
Cuando Consuelo acabó de hablar, él parecía dormir; ella contemplóle en
silencio, después le rodeó la cabeza con sus brazos y empezó a
apretársela contra el pecho, mientras le prodigaba cariñosos epítetos;
pasado este segundo arrebato de ternura, abrió los brazos separándose
para mejor ver al amado, que continuaba con los ojos herméticos: la
joven lanzó un grito y Sandoval se incorporó sobresaltado.
--¿Qué sucede, mujer?--dijo--. Me has dejado sin sangre en el cuerpo.
--¡Jesús, concho--repuso ella lloriqueando--, qué susto tan grande! Como
te di un abrazo tan largo y tan fuerte... Pensé haberte ahogado.
La miró sonriendo, pero se convenció de que hablaba formalmente, porque
estaba pálida y con las manos frías.
Por la tarde, a la hora de costumbre, Sandoval cogió el gabán y el
sombrero para salir, y ella, contra lo que en semejantes ocasiones
sucedía, no opuso la menor resistencia: acompañóle hasta la puerta de la
escalera, puso la frente para recibir el beso de despedida, y retiróse
al gabinete después de dar orden a su doncella de no recibir a nadie.
Aquellas horas de soledad y recogimiento eran su delicia, pues podía
discutir consigo misma los mil proyectos que bullían en su cabeza, y
fantasear a su antojo. Allí nadie la forzaba a seguir ésta o la otra
conversación, podía discurrir libremente, sin aguardar a que su
interlocutor hablase para responder ella, ni que observar cierto
comedimiento en las palabras: allí no había estorbos; estaba sola,
entregada a su albedrío, con un mundo de quimeras por delante.
La soñadora se fastidiaba porque ni sabía seguir con paciencia el lento
curso de los acontecimientos naturales, ni podía doblegar el mundo a sus
caprichos. Sabiendo que esta imposibilidad duraría lo que su vida, hizo
lo que los filósofos idealistas: fabricar un mundo arbitrario para
refugiarse dentro de él cuando lo estimara conveniente y vivir feliz.
Consuelito Mendoza quedó largo rato sin pensamientos, perdido el magín
en un vacío infinito, la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos
cerrados: después levantó la frente y sus miradas se fijaron en el
espejo situado sobre la chimenea, fronterizo al sofá. Allí, dentro de la
luna, había otra muchacha, otra Consuelo envuelta, como ella, en un
mantón negro, y como ella peinada con los cabellos sobre la frente.
--Ésa soy yo--dijo la joven--; porque es indudable que lo que ahí veo es
mi propia imagen.
Agitó un brazo en el aire cerciorándose de que su sombra lo haría
también, y pareció quedar más tranquila.
--Estas cosas tan raras que me suceden--murmuró--, no sé si atribuirlas
a que estoy medio chiflada, como dice Alfonso, o a que tengo mucho
talento. A ratos creo que no vivo y que cuanto siento y pienso es pura
invención mía, como le pasaba al famoso personaje de Calderón. Voy por
la calle y me pregunto: ¿Andaré yo como las demás personas, vestiré lo
mismo, no habrá sobre mi cuerpo nada estrafalario que haga volver la
cabeza?... ¡Quién se viera por detrás!... Si pudiese hacer lo que San
Cristóbal, que cogió su propia cabeza después de cortada... Si yo me
encontrase a mí misma en la calle, ¿me reconocería?... Seguramente,
porque cuando me observo en un espejo sé que la figura aquella es otra
yo. A veces pienso que mis palabras carecen de significado, que nadie me
entiende y hasta que mis labios se mueven sin formular ningún sonido
comprensible. ¿Qué es una sílaba, qué es una palabra, qué es un
idioma?... No acabo de entender por qué todos los hombres se mueven de
la misma manera, aplican a cada objeto un nombre particular y argumentan
de idéntico modo. Necesariamente esto se debe a algún convenio que
celebraron nuestros abuelos, los cuales acordaron llamar sombrero a la
prenda de vestir que se pone en la cabeza, y zapato a la destinada a
abrigar los pies, y hombres... a los hombres, vamos... y mujeres, a
nosotras. Tampoco comprendo por qué los franceses hablan de diferente
modo que los rusos, y los españoles que los chinos. A mí me enseñan una
carta geográfica y me dicen: este pedacito pintado de amarillo, es
España; y este otro muy largo y del mismo color, que parece una bota de
montar, Italia; el encarnado, Francia y el verdoso, Dinamarca. ¡Concho!
Pues yo pregunto: ¿Por qué los de aquí no hablarán como los de allá, y
éstos tienen su bandera y aquéllos la suya, y los unos se llaman
austriacos y los otros ingleses?... Todo en el mundo es convencional;
por eso a ratos dudo de mí y creo que la suerte me hizo diferente de los
demás, y que parezco a los ojos de los que me rodean un bicho raro. Y el
carácter... ¿qué será eso?... Siempre que se habla de una persona dicen
que es de este modo o del otro, que tiene bueno o mal carácter... De
modo que el carácter es el humor o genio de cada quisque; esto es claro.
Pero, ¿qué carácter es el mío? ¿En qué grupo debo clasificarlo?...
¡Concho, qué pena tan grande... si creo que no tengo ninguno!... Yo
desearía ser algo, poseer algo exclusivamente mío: hay mujeres frías,
chismosas, indiferentes, alegres, apasionadas... y yo no siento ninguna
de estas tendencias; no tengo amor patrio, ni fe religiosa, ni
entusiasmo por nada; lo podré aparentar, pero, en el fondo, no es
cierto, lo sé perfectamente. Es decir, según y cómo; apasionada sí soy,
¡qué concho!... no me lo vaya a quitar todo ahora, porque lo que es a
Alfonsito le quiero con delirio; pero en cuanto a sentir entusiasmo por
mis semejantes... que no puede ser, vaya...
Quedó silenciosa, contemplándose en el espejo con religioso
arrobamiento, examinando su fisonomía con el prolijo cuidado del
naturalista que escudriña los órganos de un insecto a través de los
cristales de un microscopio.
Primero reparó en su frente, un poco pequeña, orlada de cabellos
ondulantes; luego en sus grandes ojos adormecidos entonces por la
pereza; en su boca de labios finos, en sus mejillas un poco pálidas, en
la parte superior de su busto redondo y esbelto...
--Soy guapa--dijo--; lo reconozco aunque tengo el buen juicio de
juzgarme sin apasionamiento: además, lo que dicen por ahí y los delirios
que le inspiro a mi maridito, lo confirman. ¡Lástima que no tenga la
boca un poco más chica, concho!... ¿En qué estarían pensando mi madre y
padre?... Así, en esta posición, estaré el día en que me muera. No...
así mejor, con la cabeza caída sobre el hombro y las manos cruzadas...
¡Uy, si ahora me quedase muerta, valiente susto iban a pasar los que
fuesen entrando! ¿Qué haría Alfonso?... Probablemente echaría unas
cuantas lágrimas de cocodrilo o de viudo joven, que es lo mismo; muy
pocas, las indispensables para parecer bien... y luego se consolaría con
otra. ¡Concho, si eso fuese verdad, resucitaba, y después de reventarle
me volvería a morir tranquila!...
Tendióse en el sofá y cerró los ojos, quedando con las manos cruzadas
sobre el pecho. Insensiblemente experimentó en todo el cuerpo una
extraña sensación de flojedad, una laxitud invencible y creciente, cual
si algún mecánico desconocido fuese aflojándola uno tras otro los
resortes y tornillos de su ser; los órganos se independizaban poco a
poco de la voluntad, los nervios se negaban a transmitir impresiones y
la actividad cerebral decrecía paulatinamente según aquel agotamiento
psíquico iba invadiendo las celdillas donde el pensamiento elabora sus
maravillosas pulsaciones.
Consuelo sentía que su yo se desdoblaba en dos personalidades o
entidades distintas; una material, de carne y hueso, que permanecía
tendida en el sofá; y otra aérea, vaporosa como un jirón de neblina,
que flotaba en el aire yendo de un lado a otro cual si quisiera escapar
por algún intersticio de las paredes o del techo, y que sólo se hallaba
unida a la primera por un hilo sutilísimo.
--Estoy medio muerta--pensó la joven--; concho, lo que siento es haberlo
procurado tan bien, porque voy a morirme de verdad... y eso,
francamente, me haría poquísima gracia. Me parece que dentro de mi
cuerpo se ha roto algo y que por el agujerillo se escapa el alma sin
pedirme consejo... ¡Eh, señora!... ¿Dónde se camina tan diligente?...
Ahora la veo flotar; sí... es ella; concho, ¡qué delgadita y qué blanca
es!... y está prendida a mí por un rabo fino y muy largo... como esas
tenias que exhiben los boticarios, metidas en tubos de cristal. ¡Qué
lástima! Si tuviese aquí una de esas redecillas con que los naturalistas
salen al campo a cazar mariposas, la atrapaba. ¡Ay, Virgen de la
Soledad, Cristo de la Misericordia, qué miedo tengo!... Si esa lombriz
se rompe, mi alma se escapa y quedo más muerta que mi abuela... Cuidado
si soy burra; ¿quién me mandaría abrir la boca para que el espíritu se
escapara?... Vamos, eso de morirse sin motivo no tiene sentido común.
Bien; ahora la cuestión se arregla, y el alma, comprendiendo que fuera
hace demasiado frío, vuelve a refugiarse dentro de mí: perfectamente,
porque así, estando yo cierta de no correr ningún peligro, representaré
mejor y con más tranquilidad mi papel de difunta... Ya me han metido en
el ataúd; el maldito, por lo duro, parece de piedra: ¡bien se conoce que
los colchones de muelles no se hacen para los muertos! Tengo las manos y
los pies helados, circunstancia que ayuda mucho a encubrir mi
superchería; ¡qué frío! Por ahí debe de haber alguna puerta abierta...
Ya siento ruido de gente que se acerca y oigo voces, pero no puedo
conocer quiénes son. Están dándome tentaciones de abrir un ojo un
poquitín para ver lo que sucede; estoy segura de que todos los
asistentes vienen vestidos de negro, con unas caras muy compungidas y
hasta pálidos, porque hay personas que tienen, como los camaleones, la
capacidad de cambiar de color; pero por dentro están perfectamente,
deseando salir a la calle para charlar y reír a sus anchas... ¡Qué
diablo! Voy a mirar; para eso me he muerto, para enterarme de lo que
harán conmigo el día en que la cuestión vaya de veras. Ea, vamos allá;
¡uf, cuánta gente y qué serios están todos!... Allí está Alfonso; ¡oh,
granuja! ¿Pues no está fumando y riéndose con aquel tipo de patillas
rubias como si nada grave le hubiera sucedido? ¿Y quién será ese
mamarracho? Me revienta; los rubios no deben asistir a los entierros. En
ese grupo de hombres y mujeres sólo trato a dos o tres... y ellas no son
feas... y miran a mi marido de una manera... Lo que me molesta mucho a
los ojos es la luz de los cirios... y éste que tengo junto a mi cabeza
está derritiéndose, y como me caiga una gota de cera en la cara voy a
freírme. Esa maldita puertecita que dejaron abierta tiene la culpa; si
me quemo no podré contenerme y daré un grito. ¡Puf!... ¿No lo dije? ya
está aquí, en la frente ha sido; menos mal que no he chillado. ¡Concho,
aquí están los de la funeraria! ¡Qué pantorrillas tan delgadas
tienen!... Y me bajan sin acordarse de cerrar la caja... me agarraré,
porque, si no, estos bárbaros me matan sin remisión. Me llevan por unos
pasillos muy anchos atestados de gente que mira con estúpida curiosidad;
no conozco a nadie: atravieso la antesala, en pies ajenos, se entiende,
y empiezo a bajar la escalera. Lo dicho; esta bromita me cuesta un
riñón; en un recodo he visto una anciana llorando, conmovida;
¡pobrecita, si supiera que todo esto es una farsa!... Eh, ¿qué es
eso?... Siento un ruido extraño de pasos que se acercan; los de la
funeraria no se mueven y mi ataúd ha quedado en el suelo; tengo mucho
frío y mucho miedo, y no me atrevo a abrir los ojos... Dios mío, ¿qué
ocurrirá?... ¡Ay! Pretendo incorporarme y no puedo; siento una opresión
en el pecho que no me deja respirar y me duele el corazón. ¡Aaa...
aaa!... este nudo que tengo en la garganta me ahoga... No puedo desunir
las manos... las manos cruzadas y... ¡aaa... aaa!... Un hombre se acerca
muy de prisa, oigo sus pisadas, ya está aquí; me toca, me sacude por un
brazo, me acaricia... ¡No puedo moverme ni gritar!... Me toca el cuerpo
con sus manos ardientes, ¡qué horror, va a besarme!... Tiene su boca
junto a la mía, su aliento roza mi cara... ¿Quién es?... No sé, no lo
veo... pero le presiento, le adivino y me infunde mucho miedo... Ya le
reconozco; esa mirada... esos ojos me aterrorizan y me atraviesan de
parte a parte como cuchillos; son los de Montánchez, es él... ¡Soo...
socoo... rrooó!... Sí... si ya le dije a usted las otras noches en el
palco que no podía ser... que no po... po... día...
La joven perdió la conciencia de su ensueño y empezó a luchar
defendiéndose de aquella agresión imaginaria, hasta que su mano derecha
tropezó violentamente contra la pared: el dolor físico la despertó.
Era ya tarde: incorporóse en el sofá, y al tenue reflejo de los faroles
de la calle vió su imagen dibujarse confusamente sobre el cristal del
espejo como una mancha negra.
En el silencio, el timbre de la puerta de la calle vibró largamente.


IV

Eran Sandoval y Gabriel Montánchez. La joven murmuró:
--Os había presentido.
--¿Estabas soñando?--preguntó Alfonso.
--Sí.
Luego agregó, mirando al médico de soslayo y torvamente:
--Esto parece una maldición. Le encuentro a usted en todas mis
pesadillas...
El quinqué que Sandoval acababa de encender esparcía por la habitación
una suave luz verdosa que realzaba las diversas expresiones de aquellos
tres semblantes.
Sentada entre los dos hombres, Consuelo miraba al médico con ojos muy
abiertos y una expresión parecida a la de esos muchachos revoltosos que,
para persuadir al maestro de que se fijan mucho en la explicación, le
miran sin pestañeos. Sandoval la contemplaba ansiosamente, queriendo
adivinar sus palabras antes de oírlas; y Montánchez permanecía frío,
siempre encerrado en sí mismo, midiendo el alcance de sus preguntas y
aquilatando el valor de las respuestas, con los codos apoyados en los
brazos del sillón y las manos cruzadas sobre el pecho, atento a las
últimas particularidades.
--¿Cómo se encuentra usted ahora?--dijo.
Consuelito Mendoza se palpó el cuerpo como si se tratara de algún dolor
físico.
--Ahora, bien--repuso.
--¿No sufre nada?
--Nada, no, señor, absolutamente nada; y es raro... pues hace un momento
me quedé dormida aquí y desperté con mucho dolor de cabeza y mal sabor
de boca.
Montánchez inició un hábil interrogatorio. Iba enumerando uno a uno los
síntomas de la enfermedad que, según su criterio, padecía la joven, y
después la preguntaba minuciosamente acerca de ellos. Su trabajo fué
prolijo como el del juez que procura poner al reo en contradicción
consigo mismo: hablaba repetidamente y de diverso modo de los mismos
temas, unas veces preguntando y otras afirmando rotundamente, y en tanto
que sus palabras y sus argumentos de médico experto obtenían confesiones
de la enferma, sus ojos sagaces escudriñaban el semblante de Consuelo
con tenacidad infatigable.
La empresa, sin embargo, era difícil: las respuestas de la joven
carecían de fijeza.
--¿Suele usted sufrir mareos al levantarse de la cama o de la mesa?
--No, señor.
--Repase bien su memoria: probablemente los ha experimentado usted más
de una vez y más de dos; ¿qué digo?... lo aseguro, estoy persuadido de
ello; no lo niegue, porque es un síntoma muy característico.
Consuelo tardó bastante en contestar; quería complacer al médico
demostrando que meditaba sus respuestas, pero en aquellos momentos la
indócil imaginación vagaba muy lejos de allí. A pesar suyo no podía
fijarse en nada: la distraían los semblantes de Sandoval y de su amigo,
las arrugas de los cortinajes de la alcoba, la forma puntiaguda de la
llama del quinqué, el sempiterno tic-tac del reloj...
Aquellas nimiedades ejercían sobre su espíritu atracción invencible; no
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