La enferma: novela - 07

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clientela envidiables. Me presentó a sus enfermas, porque debo
advertirte que el bigardo sólo curaba mujeres, diciendo que yo era su
primer ayudante, y desde entonces tuve derecho a acompañarle. Una vez me
propuso lo que ahora acabo de proponerte, y fingiéndose amigo íntimo de
las sugestionadas, empezó a sonsacarlas. De las confesiones resultó que
casi todas le querían, porque el dichoso italiano era guapo mozo; pero,
chico... al ayudante le querían más. Excuso decirte que no desaproveché
estas revelaciones, y aunque mi amigo lo supo, probablemente nos
hubiéramos separado bien, de haber yo respetado a su favorita: mi
traición le puso fuera de sí, y con energía y coraje propios de un
italiano, me pidió explicaciones una tarde que paseábamos por las
afueras de la ciudad: yo no quise dárselas, reñimos y le arrojé al Nilo;
un chapuzón nada más... Ahora la cuestión es muy diferente, pero siempre
gusta violar el alma de una mujer.
--Probemos--exclamó Sandoval--, aunque me parece que Consuelo no tiene
un pensamiento que yo desconozca.
--Sin embargo--dijo Montánchez cambiando súbitamente de tono--, si se
tratase de otra persona diría que todos estamos más o menos podridos por
dentro, y que las sentinas no deben revolverse porque huelen mal; pero
siendo Consuelo un espíritu puro, me limito a aconsejarte que no la
analices; no por ti... ¡dichoso tú, que puedes confiar en la persona a
quien amas!... Sino por mí, que podría descubrir, sin procurarlo, algún
secreto íntimo.
--No tengas escrúpulos; si Consuelo revela alguna intimidad, ni tú ni yo
hemos de asustarnos; por tanto...
--Pues descendamos al fondo de su alma: verás qué pronto sabemos lo que
guarda su conciencia.
Cogió a la joven por una mano y exclamó con tono imperativo:
--Di lo que piensas de tu marido; si le quieres mucho, si le amas ahora
más que el día en que te casaste con él; y di también lo que te parece
Gabriel Montánchez.
Como si las ideas estuviesen guardadas en vasijas y el médico hubiera
abierto al mismo tiempo las llaves de todas ellas, así empezaron a manar
de labios de Consuelo torrentes de palabras, de ideas y de confesiones
encantadoras.
Los dos hombres, sentados delante de ella, escuchaban silenciosos.
--Es la primera vez, y quizá la última--advirtió Montánchez--, que una
persona, mayor de veinte años, dice cuanto piensa y siente con entera
franqueza; aprovechemos, pues, tan feliz actualidad, porque es un
milagro de muy difícil repetición.
Consuelo hablaba dirigiéndose a aquel ser impersonal que la
sugestionaba.
A su marido le quería ciegamente, con frenesí, como ninguna mujer amó a
su esposo; por él daría su vida, su felicidad futura, toda la sangre de
su venas; era el hombre más simpático, el más elegante, el más
ilustrado, el más valiente de cuantos había conocido; era imposible
concebir un tipo que sobrepujase en belleza física y en cualidades
morales a su Alfonso, al Alfonsito de su alma...
Sandoval reía con la íntima satisfacción de un bienaventurado, arrullado
por aquellos borbotones de palabras que le acariciaban como manos
enguantadas.
--¿Qué te parece esto?--dijo.
--Me parece un sueño--repuso Montánchez.
Consuelo seguía hablando, desvariando como una loca de amor.
Por el semblante del médico pasó una nube de tristeza. Para disimular
los sentimientos que le agitaban, preguntó bruscamente:
--¿Qué piensas de mí?...
--Tú... tú...
--Sí, yo.
--Apuesto a que le pareces muy mal--dijo Alfonso en voz baja.
--¿Y quién eres tú--preguntó la joven.
--¿Y tú, quién crees que soy?
--No lo sé.
--Mírame bien.
--No sé... no veo nada.
--¿No ves?
--No.
--Fíjate; esta frente...
--¡Ah! sí... esa frente...
--Estos ojos...
--Sí, sí... esos ojos... esos ojos...
Su voz tenía la languidez y el misterio vago de los ecos...
--Soy Montánchez; ¿qué te parezco?
--¡Ah, sí!... Veo una sombra, un bulto... parece un hombre; sí, es
pequeñito, tiene la cara afeitada y los mofletes muy encendidos... ¿será
el espectro de tafetán verde?... ¡Qué daño me hace ese color!...
--No es el muñeco de tafetán, no...
--¡Dice que no es el muñeco de tafetán!--repuso la joven perpleja.
--Soy Montánchez.
Consuelo retrocedió cubriéndose el rostro con un pañuelo.
--¡Qué miedo!--dijo--; ¡oh, yo no sabía quién era usted!... Pero sí, esa
es su voz... sí, ya veo su cara y sus manos... ya le veo... Me da usted
mucho miedo, no puedo remediarlo... lo siento mucho, y, sin embargo, hay
en mí algo que me incita a huir de usted... Por eso le ruego que no me
haga daño nunca, ni a mi marido tampoco; Alfonso le quiere a usted
mucho...
Mientras hablaba fué retrocediendo hasta tropezar con la pared, y allí
permaneció extendiendo las manos hacia adelante como para rechazar una
agresión.
--Usted es el hombre de los brazos negros que quiso sujetarme una noche
y me besó estando ensayando conmigo una ópera... una ópera, sí... ahora
recuerdo... una ópera que no sé cómo se llama...
Alfonso miró a Montánchez.
--¡Es singular!--murmuró.
--Y tanto...--repuso Gabriel cual saliendo de un sueño.
--¡No le quiero, no puedo verle, suélteme usted, me ahogo!... ¡¡Alfonso,
Alfonso!!...--gritó Consuelo luchando por desasirse de un abrazo
invisible.
Cuando el sueño magnético desapareció y Consuelo supo lo que acababan de
hacer con ella, se fué a la cama llorando y diciendo que tenía el cuerpo
molido.
Bien pronto se redujeron aquellos tratamientos sugestivos a dos curas
semanales, pues la enferma pareció hallar desde las primeras curas
notable mejoría, y Montánchez no quiso abusar del hipnotismo por no
desvirtuar su acción.
El carácter de la joven se regularizó levemente y fué más sostenido,
uniforme y consecuente, ofreciendo alegrías motivadas y lágrimas
razonables; era, pues, seguro que la enfermedad retrocedía.
Una tarde Consuelito Mendoza, hallándose en el comedor, recibió la
visita de Montánchez.
--Sandoval ha salido hace un momento--dijo la joven--, pero si desea
verle puede buscarle en el casino.
El médico pareció muy contrariado.
--Siento no encontrarle aquí--repuso--, porque ir al casino es exponerme
a soportar el insípido saludo de personas a quienes apenas conozco, y a
las cuales mi salud no interesa...
Consuelo se encogió de hombros tímidamente, no teniendo nada que agregar
a lo ya dicho.
--¿Quiere usted que vayan a buscarle?--preguntó súbitamente.
--¡Oh, no... no merece la pena!
--Sí, sí... eso es lo mejor, irán en seguida...
--No, de ningún modo, no se moleste usted; iré yo a buscarle.
Consuelo volvió a sentarse, recogió su labor, que había caído al suelo,
y cruzó las manos sobre la falda; parecía inquieta, como si ya sintiera
el influjo de un flúido extraño y molesto. Hubo algunos minutos de
silencio durante los cuales el médico examinaba atentamente a su
interlocutora, y ésta, sin atreverse a levantar la vista del suelo, se
rebullía desasosegada en su asiento. Luego recordó que tenía que ordenar
a la criada algo importante...
Quiso incorporarse, y al levantar la cabeza sus ojos vieron los de
Montánchez que la miraban con frialdad y sañuda dureza.
No tuvo valor ni alientos para moverse y volvió a sentarse, acongojada.
--¡Ay--balbuceó entre dientes--; no puedo!...
Después empezó a temblar.
--¿Qué tiene usted?--preguntó Gabriel.
--Nada... mucho frío.
--Señora, veo con dolor que está usted tiritando de miedo; si soy causa
de ese malestar la ruego me lo diga para retirarme inmediatamente, pues
todo pretendo menos incomodarla; si no soy responsable de ese daño,
dígamelo también para mi sosiego.
--No, señor; es que me atortolo sin motivo; ya sabe usted, los
nervios...
--Pero, suponiendo que esto carezca de importancia, ¿no abusaré de su
bondad rogándola me otorgue un rato de conversación?
--No, señor... de ningún modo...
Pronunció estas palabras desmayadamente, maldiciendo de sus piernas que
se negaban a sostenerla.
--Yo vine esta tarde--continuó Montánchez--creyendo hallar a Alfonso y
con el único objeto de divertir un rato agradablemente. ¡Estaba tan solo
en mi casa, tan triste, tan aburrido con mis libros y mis retortas!...
que todo, hasta mi máquina de electricidad, lo hubiera dado por tener un
amigo verdadero con quien hablar. En busca de ese rato de plática
sabrosa, de confianza y abandono, he venido; mi mala estrella quiere que
no encuentre a Alfonso, pero como hace tiempo que nos conocemos me he
atrevido a quedarme. ¿Hice mal?... responda usted francamente.
--No, señor... ¿por qué?...
--Consuelo--prosiguió el médico acercando su silla a la joven--, ¿usted
y yo somos amigos?
--¡Oh, amigos!...
--Sí, amigos; ¿usted cree que es amiga mía?
--Sí... ¿por qué no?
--¡Es extraño su modo de responderme! Siempre acaba usted lo que dice
con una interrogación que desvirtúa lo que afirma o niega al principio.
Yo pregunto si somos o no amigos, y usted contesta: “¿por qué no hemos
de serlo?”... Pues, eso digo yo: ¿por qué no lo somos?
--No le entiendo... no comprendo bien...
--Consuelo--agregó Gabriel con acento insinuante--, hace tiempo que me
examino y no me reconozco, pues en menos de un año parece que una mano
invisible y bienhechora fué quitándome de encima los siete años que más
pesan sobre mi conciencia. Cuando huí de Madrid para abandonarme al
mundo de los lances imprevistos, era como usted: noble, leal, ingenuo,
sin malos pensamientos ni pasiones bastardas, todo corazón y buena fe...
La lucha por la vida, que según el parecer de los sabios selecciona el
cuerpo, sólo sirve para endurecer el espíritu, y el mío perdió cuantos
gérmenes bondadosos puso en él mi madre. Pero he sufrido mucho, he
recibido grandes traiciones, me han apuñalado cobardemente por la
espalda, me han engañado muchas veces, y eso me disculpa... Pues aunque
a Cristo le dictase otras máximas su divina bondad, todos, cuando somos
escarnecidos por los mismos infames que nos ofendieron, sentimos la
necesidad de devolverles afrenta por afrenta... y aun derramar la sangre
de los hijos cuando no podernos verter la de los padres... Hastiado de
la vida huí del mundo, y en la ciencia y el estudio busqué tranquilidad
para mi alma. Usted, mejor que nadie, sabe que vivo, solo, como un
faisán; para el vulgo imbécil soy un sabio que no morirá sin descubrir
la cuadratura del círculo, la dirección de los globos o el movimiento
continuo; para los escritores, uno de tantos amantes de la gloria que
moriría feliz sabiendo que en la casa mortuoria habían de poner después
la lápida conmemorativa de su nombre; para mi portera, que conoce
algunas particularidades de mi vida íntima, un monomaníaco; para muchos,
un criminal cargado de remordimientos, que vive solo para que nadie le
oiga delirar por las noches... ¡entre los últimos está usted!...
Consuelo lanzó un quejido.
--¿Pero qué pretende usted de mí?--dijo--; yo sólo sé que le temo; que
ese miedo me lo infundió desde la primera vez que le vi, y que luego
esta aprensión o esta locura mía fue aumentando inmotivadamente.
--¿La ofendí alguna vez? ¿La he molestado en algo?...
--No, no, señor--repuso Consuelo con súbita energía--; pero comprendo
que tiene usted una voluntad de acero y que esa voluntad podría ahogarme
si usted quisiera... Yo sólo presiento la proximidad de mi marido y la
de usted; a Alfonso le adivino porque deseos extraños de cantar y de
reír me anuncian su llegada; y a usted... por un malestar, una opresión
misteriosa, asfixiante, que me obliga a bajar los ojos...
Y agregó vivamente y sonriendo:
--Es usted simpático y guapo, a mi marido se lo dije muchas veces...
pero tiene usted la hermosura del león o del tigre, y como además posee
usted talento, le creo doblemente peligroso...
Calló y se puso otra vez seria, temiendo haber hablado más de lo justo,
y sin atreverse a dar por terminada la entrevista.
--Usted lo dice--exclamó Montánchez--; parezco un criminal, una fiera...
y, claro, huye usted de mí... Esas apariencias que no adivino de dónde
nacieron son las que pretendo destruir. Hace una semana, estando
dormida, confesó usted que me odiaba, que no podía verme sosegadamente,
que yo era un malvado...
--¡Oh, si eso es cierto, crea usted que hablé sin conciencia de lo que
decía--interrumpió Consuelo juntando las manos suplicante--, y sin
deseo de ofenderle!...
--Haré lo posible por complacerla--respondió Gabriel fríamente.
Los ojos de Consuelito Mendoza se llenaron de lágrimas. El médico
continuó:
--Pero esas son impertinencias de enfermo en las cuales no me fijo; no
pienso recriminarla por la antipatía que me tiene; sí solicitar su
perdón y su amistad. ¿Puedo esperar ambos favores?
--Sí--repuso ella con la angustia de quien está en el tormento.
--¿No me engaña usted?
--No, no le engaño.
--¡Ay!... ¡Sería tan feliz si usted me quisiera un poco!...
--Le dije que soy su amiga, ¿qué más pretende usted?...
--Que esas palabras las dicte su corazón, no su miedo.
--No sé... no estoy para distingos ni argucias; parece que el comedor da
vueltas en torno mío...
--Usted me teme porque sólo ve mi lado malo; usted cree que soy un
criminal que ha recorrido el mundo huyendo de la justicia y de sus
remordimientos, o un hechicero como aquel famoso José Bálsamo, que
reveló a la reina María Antonieta su trágico fin mostrándoselo en el
fondo de una botella.
--¡Yo no sé... no sé!...
--¿Está usted mala?
--Estoy en un potro, mientras esté usted aquí.
--Bien, me voy; pero, su amistad, ¿podré obtenerla algún día?...
Entonces sonó el timbre de la escalera y Consuelo dió un grito.
Montánchez se levantó.
--No se atortole usted--dijo tranquilo--; será alguna visita.
--No, debe de ser Alfonso.
Era la modista; Consuelo lanzó un largo suspiro de liberación y
contento; el médico se despidió inclinándose gravemente.
--Señora...
--Adiós, don Gabriel.
--Beso a usted los pies.
A mediados de julio, Alfonso Sandoval y su mujer marcháronse a una
playa, de la que regresaron a fines de septiembre más gordos y con los
semblantes curtidos por el sol y los aires costeros.
Los buenos alimentos, el cambio de clima, las distracciones del viaje, y
el placer de reintegrarse a su cuartito de la calle Arenal, tan lleno de
sabrosos recuerdos, fueron circunstancias que influyeron eficazmente en
el humor y en la salud de Consuelo.
Los baños la beneficiaron perfectamente: vino más gruesa, con mejor
color, con más sangre en los labios y más alegría en los ojos; no sentía
palpitaciones cardíacas ni calofríos, ni dolores de cabeza, ni aquellos
súbitos desvanecimientos de la temporada anterior. Alfonso, creyéndola
definitivamente curada, visitó a Montánchez para hablarle del asunto. El
médico mostróse desconfiado. Dijo que el mal era muy antiguo y de raíces
harto profundas para que unos cuantos baños de placer hubiesen bastado a
extirparlo, que sin duda Consuelo estaba en mejores condiciones que
antes para someterse a un tratamiento higiénico y terapéutico regular,
pues su organismo tenía más sangre y más vida, pero que aún faltaba lo
más delicado y lo que más paciencia requería por parte de todos.
--Es indispensable--concluyó--que tu mujer vuelva a someterse al
hipnotismo: con este poderoso agente, el frío del invierno, que ya se
nos echa encima, y las diversiones que diariamente la proporciones,
podemos triunfar del mal antes de un año. Conviene, sobre todo, que la
distraigas mucho, para allanarme el camino. Consuelo te quiere
demasiado; su amor a ti constituye un capricho que la acosa diariamente
y la persigue hasta en sueños, como el recuerdo de un crimen, barrenando
su cabecita enferma: por eso las diversiones contribuirán eficazmente a
contrarrestar los destructores efectos de esa idea fija. Las ideas fijas
son los clavos del cerebro, las espadas invisibles que lo atraviesan
destruyendo la excelsa arquitectura de sus ruedas. He pensado
insistentemente en el temperamento de nuestra querida enferma, y
confieso que no vi nada tan digno de estudio. Consuelo, aunque
correspondas santamente a su cariño, sufre de amor; y así como hay
organismos animales y vegetales parasitarios que sólo pueden vivir
adheridos al cuerpo de otros animales mayores, así el espíritu de
Consuelo es un espíritu parásito que vive en el tuyo y por el tuyo. Te
tiene junto a sí y desearía sentirte más cerca, sobre sus rodillas,
entre sus brazos, para guardarte todo entero dentro de sí misma; estáis
separados y se divierte contando los golpecitos que da el segundero del
reloj, comprendiendo que cada uno de ellos acerca en un instante el de
tu regreso, y te presiente como si tu voluntad obrase a distancia sobre
la suya. Consuelo, y no lo digo para que te engrías, sino para que
procures remediar ese daño que inconscientemente produces, vive en ti y
para ti, como Santa Teresa de Jesús creía vivir en Dios: vive en ti,
porque sólo en ti piensa, y por ti, porque tú eres la voluntad que la
sostiene, el objeto de su amor, el elegido de su alma; eres la luz que
alumbra el mundo puesto ante sus ojos, la cabeza con que discurre, la
única voz que conmueve sus entrañas, la sangre que la nutre, su
presente, su porvenir, su vida entera, ahogándose en tu amor como el
duque de Clarens en su barril de malvasía. ¿Y crees que puede vivir bien
aquél cuya alma habita en otro cuerpo que el suyo? ¿Crees que Consuelo
tendrá alguna vez carácter, por más esfuerzos que yo haga para
infundírselo, mientras tú sigas viviendo y queriendo y pensando por
ella?... Imposible: aquí se trata de restituirla lo que ella sin querer
te dió y lo que tú, sin darte cuenta, aceptaste; es decir, su carácter,
su modo de ser, su idiosincrasia moral; o lo que es lo mismo: urge que
Consuelo tenga un alma que viva, obre y discurra libremente.
--¿Y para eso, qué debemos hacer?--preguntó Sandoval.
--Para eso necesitamos que, al mismo tiempo que la diviertes, dejes
sentir tu influencia lo menos posible, para que insensiblemente vaya
enajenándose de esa tutela psíquica que sobre ella ejerces. Sé que la
labor es escabrosa y que Consuelo será el primer obstáculo que estorbe
su emancipación; pero si tienes fe en mis consejos apóyalos en la
seguridad de que mis planes no han de fallar.
--Comprendo tu pensamiento: quieres que divierta a Consuelo, que la
lleve al teatro, a las reuniones de sus amigas, y que, según la entre el
mundo de la alegría y de los placeres por los ojos, me anule retirándome
discretamente por el foro, para que ella, viéndose sola y fuera de su
casita, se acostumbre a regirse por sí misma, ¿no es eso?...
--Exactamente.
--Tu proyecto no está mal urdido, pero... ese papel de simple tramoyista
es difícil para un hombre tan enamorado y celoso de su mujer como yo.
Tiene enjundia decir al entrar en un baile y aunque sólo sea
mentalmente: “Vaya, caballeros, aquí tienen ustedes a mi mujercita que
se ha enfermado de quererme; como ven, es joven y hermosa; tengan
ustedes la bondad de agasajarla y distraérmela a fin de que se
acostumbre a vuestras monadas y a quererme un poco menos”...
--Búrlate cuanto quieras--repuso Montánchez--; pero si examinas el
asunto comprenderás que mis consejos son los únicos que pueden conducir
a un feliz resultado, pues mientras debilitas el influjo que tu voluntad
ejerce sobre su espíritu, el roce del mundo, la costumbre de discurrir y
de moverse por sí misma y el hipnotismo tonificarán su espíritu. La vida
es un cambio continuo de sugestiones; estudia lo que sucede cuando dos
personas viven juntas: siempre una de ellas, la más inteligente, la más
enérgica o la más graciosa, es quien actúa sobre la otra; influjo del
cual suelen no darse cuenta ninguna de las dos, pero cuyos efectos son
innegables, porque lo que al principio fué simple imitación, se
convierte luego en identidad moral y hasta en cierto parecido físico. Tu
matrimonio es un ejemplo de esto, pues la idiosincrasia de Consuelo y la
tuya armonizan perfectamente: ella es dócil y sumisa, aun cuando tratada
superficialmente parezca lo contrario; impresionable y cariñosa, de
inteligencia despierta, pero de voluntad débil y deseos tranquilos; y tú
eres apasionado, enérgico, arrebatado, dominador; naciste para vivir
libremente y ser cabeza en donde estuvieres; tu mujer nació para querer
mucho y obedecer ciegamente al objeto amado: cualquier hombre la hubiese
subyugado fácilmente, pero tú la esclavizaste en absoluto: padece un
“mimetismo” psíquico completo, y ahora, aunque quieras levantarla del
suelo donde se prosternó voluntariamente para adorarte y devolverla su
carácter y su libertad moral, no lo conseguirás sin grandes trabajos. Su
conciencia es para ti lo que Dios para Lutero: un cuadro en blanco sin
otras inscripciones que las que quieras poner. Tú eres la voz, Consuelo
el eco; tú eres el cuerpo, ella el espejo reflector; tú, en fin,
bribonazo, posees lo que tendrán muy pocos hombres: una boca que sólo se
abre para reír tus gracias y asentir a cuanto la tuya diga; unos ojos
que ven por los tuyos y que cegarían de tanto llorar si no los mirases;
un cerebro y un corazón que son eco de tus pensamientos y de tus
pasiones; una mujer que siente contigo, que llora o ríe cuando te ve
llorar o reír, y que si alguna vez se acuerda del mundo es porque vives
en él... Declaro, por tanto, que Consuelo ha lanzado un “mentís”
incontestable sobre mis teorías acerca del amor y de la duración de los
humanos afectos; pues ni he visto querer así, ni creí nunca que en
corazones femeninos cupiesen pasiones tan grandes.
--¿Y qué haré para principiar mi tarea?
--No ser celoso. Su salud lo exige. Debes dejarla en libertad, que salga
sola...
--¿Y si la enamoran por ahí?
--No es probable.
--Pero, ¿y si sucediera?
--Te aguantas y la vigilas desde lejos; de no comprometerte a hacerlo
así, no cuentes conmigo.
De vuelta a su casa, Alfonso se apresuró a comunicar a Consuelo lo que
Gabriel le había prescrito.
--Quiero que te diviertas, que vayas al teatro, que salgas de paseo, que
cultives la amistad de tus amiguitas predilectas y asistas a sus
reuniones... Cuando yo no pueda acompañarte--agregó Sandoval preparando
el terreno para acometer más tarde la magna obra de la emancipación
moral de su esposa--, saldrás con la muchacha y luego yo iré a buscarte:
deseo, en fin, que te muevas con libertad, ¡qué diantre!... no conviene
que estando tan delicadita de salud pierdas la juventud aquí, entre
cuatro paredes.
La joven, que al principio le oyó con mucha complacencia creyendo
hablaba de fiestas que había de compartir, al comprender que trataban de
transportarla sola a otro mundo de agitación, emociones y libertad, para
ella desconocido, se enfureció.
--¿Y eres tú quien propone eso?
--Naturalmente.
--¿Tú?...
--Claro, mujer--repuso Alfonso con aire inocente.
--¡Eres un embustero!
--Cómo, ¿hay en mi deseo algo extraordinario? ¿Te he pedido permiso para
vestir de moro, obligar a las personas que nos visiten a quitarse los
zapatos como si esto fuese una mezquita, o establecer la poligamia en mi
casa?... Pues, entonces, ¿de qué te asustas?
Pero Consuelo, irritada por el fingido candor de su esposo, prorrumpió
en un chaparrón de sollozos y pucheritos.
--No me quieres ni me has querido nunca--decía--, pues si me quisieras
un poco no te atreverías a proponerme esa infamia. ¡Si no te conozco, si
pareces otro hombre, si estoy por creer que eres un cualquiera, un don
nadie, el vecino de enfrente, que se ha puesto una cara igual a la tuya
para engañarme!...
--Muchacha--respondió Sandoval desconcertado--, mi proposición es
inofensiva, pero tienes un geniecillo tan arrebatado, que ves un
bombardeo donde sólo hay un tiro de pichón.
Ella continuó:
--¿Qué hiciste de tus celos, de tu empeño en no dejar que nadie me viese
ni se acercara a mí, y de cuantos cuidados me rodearon hasta ahora?...
Te veo y no te conozco, y te oigo y me figuro que los oídos me engañan
también. ¿Quién te dijo que para curarme necesito andar sola de Ceca en
Meca, como una de esas vendedoras de específicos que ya están subidas
sobre una silla bajo los portales de la Plaza Mayor, como en el pescante
de un coche de alquiler en medio de la Glorieta de Bilbao?... Y, sobre
todo, si esa vida ambulante me es provechosa, ¿por qué no has de
soportarla también tú?...
--No me comprendiste, niña--repuso Alfonso disponiéndose a desarrollar
la teoría de cómo se influencian las personas que viven juntas--, y voy
a darte las razones que me asisten...
--Sí lo sé todo--replicó ella haciendo un mohín despreciativo--; no
tienes que molestarte; conozco la fuente, la cabeza, de donde ha brotado
esa idea tan huérfana de sentido común... Eso te lo dijo Montánchez, ese
tío infame, ese bandido con traje de persona decente, que será tu
perdición y la mía; sí, lo que oyes, soy medio bruja, voy a morirme
pronto y tengo la facultad de conocer lo futuro, como les sucede a
muchos moribundos. Y ahora sí te juro que no lo hago; aunque me muera,
no lo hago... ¡y yo sé por qué!... Montánchez es un miserable, un
criminal con más veneno que sangre en el cuerpo... Si no, el tiempo ha
de decirlo y entonces exclamarás, si tienes la desgracia de verlo:
“¡Pero con cuánta razón hablaba aquella pobrecita loca... que decía las
verdades!”
--Y suponiendo que Montánchez sea el autor de ese proyecto--interrumpió
Alfonso--, ¿por qué te parece mal?
--Porque... ¡no sé por qué!... pero él pone siempre, en cuanto dice,
segunda intención, y esa intención es perversa.
--¡Deliras con los ojos abiertos!
--Alfonso--gritó Consuelo muy excitada--, ¡no me hagas hablar!
--¿Tienes algún secreto?
--¡Quién sabe!
--No, no te tiro de la lengua... sé que no tienes nada que decir.
--¿No crees en la virtud profética de ciertos sueños?... ¿No recuerdas
aquél, tan espantoso, que tuve una noche?...
--¿Cuál?
--Aquél en que un monigote verde me abrazaba: pues ese antojo era
Gabriel, le vi perfectamente y recuerdo la escena como si ahora
sucediese... y el demonio que anda metido en esto hará que mi pesadilla
se realice...
--Hazme el obsequio de no seguir disparatando porque tus visiones me
lastiman.
--La verdad siempre cura con dolor.
Sandoval concluyó por irritarse formalmente; pero, a pesar de su
autoridad, no pudo vencer la obstinación de Consuelo.
--Ahora querría yo ver a Montánchez--decía Alfonso--, a él, que hace
unos momentos me aseguraba que tu enfermedad principal consistía en no
tener voluntad...
--Pues no quiero hacerlo--repetía ella triunfante--, no lo hago aunque
me descuarticen; no quiero hacer nada que venga por conducto o
iniciación suya, porque ese hombre sólo puede aconsejar maldades.
--¿Y si te mueres?
--Si me muero, mejor, en paz, así descansaremos todos; tú te distraes
con otra... ¡y tal día hizo un año!...
En semanas sucesivas Consuelito Mendoza continuó mostrándose insensible
a los ruegos de Sandoval y acabó por declararse francamente en rebeldía.
Ella tenía sus razones para obrar así.
Recordaba el cambio de costumbre que Montánchez introdujo en su manera
de vivir, sus frecuentes visitas, sus miradas de fuego, sus
conversaciones y la tarde en que estuvo departiendo con ella a solas.
Hasta entonces le temió sin motivo ninguno, pero después sintió hacia él
terror razonado y repugnancia invencibles.
Gabriel Montánchez era el hombre misterioso que fue infiltrándose poco a
poco en el seno de su hogar, antes tan tranquilo: Montánchez era el
espectro de todas sus pesadillas, el monigote de bayeta verde que quiso
besarla en un palco y la acariciaba con sus manos de nieve; el que
procuró abrazarla otra noche en que ella se murió por satisfacer el
capricho de saber lo que sucedería en su entierro; la sombra del crimen
y del adulterio que la acosaba desde hacía muchos meses; el fantasma que
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